En algún lugar del Pantano Elevado... o quizás no.
El algún lugar de esa noche, tras haber depositado la estatua, la niebla se volvió mucho más intensa y después, se desvaneció llevada por una gélida brisa, dejando una clara y tranquila noche iluminada con el brillo de las estrellas. Los habitantes del lugar, se dieron la vuelta en sus sueños y siguieron durmiendo plácidamente. Pese a los temores de la hechicera krarolerana de que hubieran transformado a los habitantes del lugar en muertos vivientes, nada de eso había ocurrido y seguían todos muy vivos.
Kelnor era un conde vampiro con siglos de antigüedad al que no le importaba caminar a la luz del sol si era necesario. Aunque no le gustaba porque a plena luz del sol su palidez y otros detalles resaltaban demasiado su condición, de noche al calor de una chimenea, parecía que hasta su piel cogía algo de color como recordando tiempos pasados. Tal vez si hubiera sabido para que quería su señor Delecti la estatua, hubiera palidecido aún más de lo que su condición de criatura muerta viviente lograra jamás. Pensaba que quería drenar los poderes de la estatua, no podía estar más equivocado.
Delecti no quería drenar al antiguo dios encerrado en la estatua, pues de un dios se trataba, o más bien, el hijo de un antiguo Dios de la Tierra muerto por el Caos, quizás antes del inicio del Tiempo. Una semideidad que podía ascender a deidad, con poco poder, deidad menor, pero deidad. Drenar hubiera significado destruir y total para qué ¿poder? Ya tenía poder. Había sobrevivido a la extinción del Imperio de los Amigos de los Wyrm, a la desaparición de los Aprendices de los Dioses, al colapso de la guerra matadragones. Aunque había tenido que convertir sus tierras en el Pantano Elevado, y aunque podía conceder la inmortalidad y crear criaturas no muertas, había algo que no podía hacer. Ahora podría.
El ritual se llevó a cabo con éxito. Sólo, solo él y Baroshi, convertido en estatua como todos los habitantes del templo de la Tierra al inicio del Tiempo. Ni sirvientes, ni dioses, ni espíritus, ni muertos. Sólo ellos dos.
La fusión se completó, pues ese era su objetivo, absorber, que no drenar, el poder divino de Baroshi. Había algo que no podía crear, no todos los dioses podían, pero una antigua deidad de la Tierra podía conceder, era algo a lo que antes del Tiempo no se le daba importancia, aunque ahora la tenía. Ahora mientras su piel tomaba el color dorado rojizo de Baroshi el niño dios, ahora podía hacerlo.
Podía crear vida.
Volvería a recrear el antiguo culto de la Tierra, y a través de la adoración a Baroshi, parte de ese poder pasaría a Delecti, tendría la fracción del poder de un dios y capacidad de la vida, no el poder suficiente para crear razas, pero tal vez el suficiente para volver a conceder la vida a aquellos que la perdieron siempre que sus almas no hayan sido ya reclamadas por los dioses.
Quedaba el tema de la princesa Serisha, hermana de Baroshi, hija de Varalz y Enori. Su espíritu dañado y casi consumido sigue atrapado en las cavernas. Con el nuevo conocimiento conseguido, tal vez podría sanar el espíritu y liberarlo o atraerlo a su causa... y era una lástima que no hubieran podido rescatar a la Suma Sacerdotisa de La Tierra presa de los broos en las Cavernas. Quizás mande otro grupo a las Cavernas en este sentido, después de todo... ahora los Dioses de la Tierra y Delecti son si no aliados, ahora son... familia.
Y Delecti sonrío.
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Los planes de Delecti para con el pequeño dios que habían rescatado del Abismo no eran algo que preocupara en demasía a Kuzlass. Probablemente no serían nada bueno, pero al fin y al cabo estaban hablando de un dios muy débil que había permanecido atrapado por el Caos desde antes de que el pérfido sol se elevara de nuevo por los cielos. ¿Qué podría sacar en claro el hechicero de todo ello?
Aún así, la duda fue creciendo en el ánimo del troll negro a medida que pasaban las noches. Al fin, después de vagabundear por las tierras de los humanos durante un tiempo, Kuzlass le pegó un pescozón a Ur-El-Que-Se-Comió-Un-Escarabajo y le conminó a ponerse en pie. Tenían que llegar al Castillo de Plomo del Dagori Inkarth e informar a los ancestros.
Durmiendo de día y viajando de noche, no tardaron en alcanzar el Valle de las Flores, la zona más occidental del Dagori Inkarth. Como acólito de Gorakiki, deidad de los insectos y los artrópodos, Kuzlass se sentía como en casa en las tierras del Clan de la Abeja. No tardaron demasiado en ser descubiertos por los jinetes de Abeja y llevados ante la Reina Abeja. Kuzlass y Ur-El-Que-Se-Comió-Un-Escarabajo se postraron frente a la señora del Valle de las Flores. Kuzlass reveló tanto de la historia de su incursión al Abismo de la Garganta de la Serpiente como creyó prudente revelar. Ur-El-Que-Se-Comió-Un-Escarabajo reveló aún más, haciendo gala de su habitual torpeza, pero la Reina Abeja pareció complacida con el relato. Kuzlass logró evitar con astucia yacer con la Reina sin ofenderla; se decía que aquellos que lo hacían se convertían en seres descerebrados, similares a zánganos.
Con una adecuada escolta, pertrechos, comida y regalos, los dos trolls abandonaron el Valle de las Flores y se internaron en la zona norte de las Montañas Índigo. Las Cavernas Rojas, su hogar, estaba al sur, pero ese no era su objetivo. Durante varios días se acercaron hasta su meta: el Castillo de Plomo.
La más sagrada fortaleza troll en la superficie de Glorantha se presentó al fin ante ellos. Eran las tierras de la Primera Tribu y se decía que la mismísima Kyger Litor habitaba en las simas mas profundas del castillo, y que parlamentaba con los Parientes Ancianos, miembros de la Raza Señorial de los trolls y los gobernantes indiscutibles del Dagori Inkarth (salvo por Cragaraña, la Bruja del Fuego, que no respondía ante nadie).
Tardaron bastantes días en ser atendidos. Pero al fin el rumor de la extraña aventura de Kuzlass y su guardaespaldas se propagó en oscuros ecos por las cavernas del Castillo de Plomo. A los dos se les permitió adentrarse más y más en la oscuridad, hasta profundidades a la que nunca había llegado la luz del sol ni el aliento de enemigo alguno.
En esas oscuras cavernas, los dos trolls narraron su aventura, rodeados por los espíritus dehori, sombras de tremendo poder. Los humanos, los elfos o los enanos habrían enloquecido de terror en tales circunstancias, pero los trolls solo sintieron el acogedor frío de Subere, la diosa de la oscuridad y, en un momento dado, incluso pudieron escuchar los susurros de un miembro de la Raza Señorial.
Kuzlass y Ur perdieron la noción del tiempo. Si pasaron solo un par de noches o milenios innumerables atrapados en la oscuridad, no pudieron después determinarlo. Las profundidades del Castillo de Plomo no existían en el mundo de los mortales, sino que formaban parte del mundo de los dioses, donde el Tiempo no tenía la preponderancia que ostentaba en el mundo de la superficie.
Al fin, cuando los Parientes Ancianos quedaron satisfechos con la historia de los dos trolls, estos pudieron volver a la superficie, transformados por su experiencia. A Kuzlass le obsequiaron con un poderoso espíritu aliado, manifestado en el cuerpo de una mantis gigante de inteligencia despertada. A Ur le permitieron escoger un nuevo nombre. Y a ambos se les encomendó la misión de averiguar más sobre los planes de Delecti.
Ur-Matrono-De-Un-Pequeño-Dios (Matrono a secas, o Ur, de entre casa, sin la obligación de explicarlo a cada dos por tres) recitó una y otra vez su nuevo nombre hasta el día en que se dio cuenta de que era liviandad hacerlo, y olvidó el tema. Solo de cuando en cuando, en el seno de la tierra, mientras descansaba, soñaba con aquellas jornadas en lo más profundo del Castillo de Plomo cuyo recuerdo se había borrado de su memoria. Notaba el dolor del caos que permanecía como una maldición en todos los de su subraza, y que se hacía notar más cuanto más profundo navegaba por la densa oscuridad, como una quemadura. Apenas recordaba los susurros de sus hermanos muy mayores. No los pequeños negros, sino otros más ancianos. Despertaba con un hambre arrolladora, y comía y comía, hasta que sus Madres se hartaron de un tipo que no paraba de presumir sin dejar tampoco de comer como si fuera tres.
Así que un día le llamaron y le dijeron: —Irás con Kuzlass Agrav. Él te contará más cosas si cree que debe hacerlo. Tomad algunos trolkin y largaos.
Su armadura de plomo tenía grandes pechos (que simbolizaban nutrición), y unas cadenas de lombrices y ciempiés labrados con un gusto exquisito. Era un consuelo porque iba a poder presumir de ella fuera de su familiar caverna, donde todo el mundo ya aborrecía la historia de sus aventuras. Hasta los trolkin más estúpidos. Su símbolo familiar pasó a ser un escarabajo, cómo no. Le dieron permiso para grabarlo en su escudo, y así lo hizo. Ahora que se había mostrado digno de llevar con él la esencia sagrada de los escarabajos no podía ser de otra manera. ¿Encontrarían elfos para comer? Rezó a la Madre Oscura no tener que aliarse con un elfo. Por el hambre que le daba caminar todo el día con exquisiteces. Los humanos... Bueh. ¿Habría cerveza en su camino? Ahora que el Pequeño Dios formaba parte de su nombre, creía tener la obligación de probar todos los frutos de la tierra... en formas agradables, a poder ser. Destilados buenos. —Pero un elfo como aliado no, por favor, Madre Oscura —rezaba.
Hasta que un día... Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
Sus días tras aquellos acontecimientos fueron fluyendo como la corriente de los ríos, alejándose de la muchacha y aquella aventura. Seguía tras los pasos de sus objetivos, buscando y ampliando su conocimiento en las artes arcanas. Fue el destino quien la llevó hasta las lejanas tierras del poniente. Su interés por comprender los misterios de la sabiduría carismática la llevaron tras la pista de los místicos más famosos de toda Genertela, y tras entender las mayores verdades y secretos de su culto perfeccionó sus artes arcanas antes de volver a su tierra.
Con el conocimiento obtenido navegó las ciudades del antiguo imperio. Estuvo allí en las islas blancas. Cruzó el océano interior. Llegó hasta la capital hundida. Meditó sobre sus tejados a la luz de los vientos, la luna y el amanecer. Buceó en sus aguas y buscó en sus bellísimas estructuras conocimientos olvidados. Recorrió las provincias. Comió la deliciosa comida de la ciudad de los cien mil puestos. Conoció los puentes del emperador y los recorrió todos. Habló en el lenguaje del viento con los nueve dragones. Escuchó sus sueños y observó de lejos las frías colinas y llanuras del reino de la ignorancia. Se dejó atrapar por las melodiosas flautas de la ciudad maldita, custodia de aquel. Visitó las puertas del sur. Meditó en la escuela del pozo para prepararse por si algún día lo volvía a visitar. Comprendió los secretos del poder de las ocho hermanas, y se enorgulleció. Y aprendió, con todo ello aprendió.
Tras concluir su viaje, se erradicó en Hsiang Wan, de donde comprendió las profundas satisfacciones de la compasión, y de cuyos templos (sobre todo aquél tan bello) se enamoró. El resto de sus días los dedicó a enseñar a sus discípulos el arte de la sabiduría carismática tanto como le fue posible. Nunca pudo deshacerse del todo de sus dudas respecto a Delecti y el final del pequeño dios. Con anhelo siempre se preguntaba, si alguna vez podría saber qué fue de él. A pesar de ello, sus días trascurrieron tranquilos y llenos de sabiduría por el resto de su vida... Bueno, solo de aquel resto que vivió antes de que la aventura llamara otra vez a sus puertas.
Poco se supo del elfo verdoso después de que partiera el último de la casa del contratista y desapareciera entre la niebla. Con apenas tesoro, ya que gustaba de viajar ligero, decidió poner rumbo a su tierra ancestral y visitar a su familia. Hacía mucho que no los visitaba y ya iba siendo hora de sentar la cabeza por unos años, vivir en paz y formar una familia. Quizás con el tiempo llegara a acostumbrarse a ello, aunque lo duda, siendo un culo inquieto como era. Pero por ahora, sus pasos se dirigirían hacia allí, intentando no desviarse del camino, ya que a cada paso que daba, nuevas aventuras le sobrevenían...