Nuestros intrépidos aventureros y héroes de Marjal Salino parecían muy interesados en el invisible inexistente enemigo de la cocina. Solo Aranna se atrevió a acercarse al cadáver, y a él llego como una ola. Porque así llegaba Aranna a los sitios, como una ola de espuma blanca y rumor de caracolas.
La aventi reconoció al desdichado que tenía frente a sí. Eved había sido un desgraciado en vida en más de un sentido, pero ahora en la muerte se antojaba aún más desgraciado. Las causas de la muerte eran difíciles de discernir porque el cuerpo había sido devorado por los cangrejos marjalinos, pero al pobre diablo le habían machacado la mandíbula hasta dejársela reducida a astillas.
Qué conveniente, podría pensar uno. Nuestros protagonistas habían estado preguntándole cosas a todos los cadáveres que habían ido encontrando en sus desventuras y ahora el narrador se estaba agarrando a la condición del conjuro de Hablar con los muertos de que el cadáver debía hablar. Era una acusación no digna de su mérito, pero tal vez hubiera una explicación factible.
No detectas auras mágicas, pero dado el estado del cadáver eres consciente de que podrían haber desaparecido en las horas en las que los cangrejos han estado comiéndose a Eved.
Mientras Aranna examinaba el cuerpo, Colibrí se pegó a ella. Aquello no le gustó para nada, realmente. Eved no había sido santo de su devoción, más el hombre no se había portado de manera deshonesta nunca, más bien lo contrario.
El Shoal sintió como una fría rabia le invadía, un sentimiento que debería dejar salir en algún momento. Quien fuera el responsable de aquel atropello, pagaría por ello.
Era el sentimiento que tendría quien hubiera sido atropellado por alguien que se sentía por encima de ser descubierto. Y eso molestaba en sobremanera a Colibrí. Que alguien pensara que Eved era complemente prescindible era algo que le enfurecía, realmente. Pero mucho, mucho.
Ay, ay, ay, susurraba Aranna. Estaba de rodillas entre los cangrejos muertos, y el que mordisqueaba se le había caído de la boca.
En ningún momento había considerado que el cadáver fuera de Eved. El joven habría matado a alguien, o lo habían implicado, o quién sabía qué. Se tapó la boca con una mano; tenía ganas de vomitar.
Ay, Colibrí. Agarró al mediano de la pernera. Se sentía como si fuese a desplomarse a través del suelo. El joven humano no era su amigo, no le gustaba. Habría estado satisfecha si no se lo hubieran encontrado en la casa encantada, si no hubiera regresado nunca a la vida de Oona.
Ay, Oona… No se atrevió a mirar a la genasí. En un arrebato, se quitó el guardapolvos y cubrió el cuerpo con la prenda, desde mitad de los muslos, pero sobre todo la cara. Una podía mirar un cadáver amado, apretar los labios y tensar la garganta, y cerrar los ojos a las lágrimas, pero un rostro destrozado como ese, un rostro amado, se quedaba grabado a fuego en la memoria, una maldición para toda la vida.
Eved no le caía bien, para nada. De hecho le caía como el puto culo. Seguramente por eso hasta la propia Hellas se sorprendió sintiéndose tan mal ante la muerte del espía de Tezhyr. Pero la realidad era que se habían jugado la vida juntos, de aquella manera sí, pero habían tenido más de un combate a muerte luchando codo con codo. Y esas cosas crean un vínculo. ¿Qué cojones había pasado ahí? ¿Quién se había encargado de Eved? La respuesta era fácil.
Mi tío.
Hellas estaba furiosa con su tío. No sabía en qué cojones se había metido, pero si lo tuviera delante suya en esos momentos... No. Ahora no. Se encargarían de él llegado el momento. Tenían que investigarlo, reunir pruebas y desenmascararlo. Ahora había algo más importante de lo que encargarse. La bruja fue hasta donde estaba Oona y le echó el brazo por el hombro para reconfortarla. Seguramente su amiga la necesitase más que nunca.
Oona estaba concentrada en la cocina, como si allí estuviera la respuesta a todas las incógnitas del universo. Buscaba, en esa puerta medio abierta llena de sangre, una entrada secreta, un túnel que llevase hasta la costa, por el que Eved hubiera podido escapar. ¿Por qué? Bueno, ¿por qué no? Mejor eso que mirar el cadáver. En cualquier momento alguien le diría que se trataba de un desdichado que había sido asesinado y había tenido la mala suerte de ser picoteado por cangrejos hasta dejarlo irreconocible. En cualquier momento, Aranna le diría que no se trataba de Eved. ¿Por qué iba a tratarse de él? Eved habría peleado por su vida, habría matado a quién hubiese intentado matarlo, y luego habría dejado ese cuerpo allí, precisamente irreconocible como evidencia para que no pudieran identificarlo. Es lo que él haría. Joderla otra vez emocionalmente para poder trabajar tranquilo sin que ella estuviese dándole la tabarra.
La confirmación de que no era Eved no llegaba y el silencio se iba volviendo cada vez más ensordecedor para la genasí. Seguía mirando hacia la cocina, intentando evadirse de lo que sucedía en la salita e ignoraba el repiqueteo de los cangrejos chamuscados correteando por toda la casa de madera. El lamento de su madre terminó de resquebrajar su entereza.
El muerto era Eved. Recordó fugazmente el cuerpo mutilado.
-¿Es él? -preguntó de cara a la cocina-. ¿Le han sacado los ojos? ¿De qué color son?
Pero nadie decía nada. Hellas le paso un brazo por el hombro y Oona se enfadó, cosa que no solía hacer aunque todos pensaran que así. Si antes la miraban con pena porque él se había marchado y la había abandonado, después la miraban con condescendencia porque Eved se portaba como un creto, ahora volvían a mirarla con pena porque el señorito se había muerto.
Oona sacó la brújula mágica de Sune del bolsillo, se la dio a Hellas sin mirar aguja por miedo a que señalara el cadáver y salió de la casa golpeando con tanta fuerza la puerta de la entrada que, primero, se hizo un daño tremendo, y segundo, acabó por terminar de romper un trozo del muro de madera de la casa. Gary chocó con ella justo en la puerta, el dragón de coral sintió sus turbias emociones y como se le rompía el corazón otra vez, había volado enseguida hacia la casa. Oona ni siquiera dijo nada, fue directamente al mar y se sumergió en el océano, el lugar del que nunca debió salir, mientras las lágrimas se mezclaban con el agua salada y se borraban de su rostro.
Colibrí dio unas torpes palmaditas en la mano con la que Aranna le agarraba la pernera, mientras se sorbía los mocos. La rabia le invadía como para generar esa sustancia. Luego vio como Oona salía como un vendaval y por reflejo la siguió, viendo desde el umbral como se sumergía en las aguas.
También vio otra cosa, la colacha de puro que había en la entrada de la casa. La recogió con cuidado de no desarmarla y la guardó en un saquito vacío que dejó en las alforjas de Compadre, el cual se acercoyal Mediano a un gesto de llamada. Guardaría aquello hasta que encontraran a su propietario. Seguramente le diría un par de cosas.
- Esto es una salvajada. Pagarán por ello. -
Aranna no alcanzó a llamar a Oona. Desde ese sitio, la siguió con la mirada, levantó un brazo blandamente. Tardó todavía un par de minutos en acumular bastantes fuerzas para ponerse de pie. Tenía la piel erizada; el viento fresco que se colaba por los agujeros en los tablones podridos le provocó un escalofrío.
Hay que avisar a mi marido. Y al capitán, dijo. ¿Podéis quedaros aquí mientras voy a buscarles?