Ya que estábamos, he añadido a la historia lo ocurrido durante la partida, todo junto. Lo pongo aquí ;). ahí va:
Crónicas de la familia Von Rijenbag, escritas por el hermano sigmarita Ludovico.
Ocurrrióme que, dos años ha, mientras disfrutaba de un tranquilo retiro espiritual en el templo de Sigmar de Schoppendorf, una noche, tras acompañar al hermano Johan a recoger setas al cercano y reposado bosque de Hochland, asaltános un pobre vagabundo, sin nada que llevarse a la boca.
“Por un plato caliente de buena sopa”- Nos dijo.- “Os contaré una historia, una gran historia, llena de traiciones, de oscuridad, y también de valor, aliados, enanos y elfos, y de magos.”
“Apártate.” Replicó el hermano Johan, alzando la mano amenazante. “O llamamos a la guardia. No nos contagies tu desgracia, vagabundo.”
“Calma” Respondí yo, sin embargo.”Calma, hermano. Aún sea solo por caridad, podemos darle un plato de buena y caliente sopa a este pobre hombre, y que nos cuente su historia si gusta. Sea real o sea fantasía, entretendrá nuestra noche solitaria.”
En verdad, aquella figura era lastimosa, pero no fue mi piedad la que frenara la mano del hermano Johan. Fue mi mala curiosidad. Extraño es el que un vagabundo ofrezca historias, y por fantásticas que fueren, saciarían mi curiosidad. Pero no eran fantasías, como descubrí en persona más adelante.
Acompañamos a aquél hombre, con una pata de palo, al templo, donde compartimos nuestro humilde alimento. Agradecido, él se decidió a contarnos su historia. La de su amo, que había perdido. Ahora, gracias a mi memoria y la ayuda de algunos hermanos, ya con muchos años sobre mis espaldas, transcribo la historia de aquél hombre, el sirviente de un noble local, Ludwig Von Rijenbag de Hochland.
Años ha, cuando aún conservaba todas mis extremidades en su sitio, yo era el ayuda de cámara de un rico y noble señor, de la familia de los Von Rijenbag, en Hochland, cuya propiedad y señorío abarcaba un pequeño pero próspero pueblecito a la orilla del río Talabec. Ocurrió que mi nacimiento fue casi a la par con el del señor. Muerta mi madre en el parto, el hermano Hans interpretó una señal del destino, y ya desde mi más tierna infancia fue consagrado al servicio del señor Ludwig. Mientras estudiaba sobre historia, geografía, combate y estrategia bajo la sabia tutela del hermano Hans, y la de Otto Schnails, caballero y maestro de armas de la casa , yo era educado en el servicio del señor. Yo no me quejaba, todo lo contrario.
La infancia fue una época alegre, despreocupada. Aunque muchos y fatigosos eran mis deberes, se me recompensaba a mí, a mis padres y dos hermanas con un plato en la comida y en la cena, techo y cama. Yo dormía siempre en un cuarto anejo al del buen señor Ludwig, para satisfacer sus necesidades, que no eran pocas, pero si justas. Poco a poco mis deberes aumentaron, y para cuando tenía quince años, fui entrenado en el uso de la espada, junto al buen señor Ludwig. Me convertí en el preferido de sus sirvientes, y agradecido por ello al señor, le complacía siempre en todo cuanto pedía.
Al cumplir ya los diecisiete años, tras convertirme en un mozo, empezaron a encargar al buen señor Ludwig asuntos, trabajos de finanzas asuntos de la familia, que en verdad no eran asunto mío. Eran complicados, y mi atención estaba ocupada en asuntos del servicio, que eran los que me debían importar. Pero creo que el señor Karl eligió al buen señor Ludwig como su heredero, en caso de que, Morr no lo quiera, feneciera de forma temprana. Eso no gustó demasiado entre sus tres hermanos y su hermana, quienes empezaron a acosar al buen señor Ludwig, a amenazarle. Pero el buen señor Ludwig sabía cómo contenerlos, y lo hizo. Era un hombre en verdad ambicioso, aunque claramente para bien.
Ocurrió que, cuando cumplió veinte años, el señor Karl von Rijenbag, el padre del buen señor Ludwig, enfermó muy gravemente. Médicos, galenos, sacerdotes y magos acudieron, pero no podían hacer nada. Acongojado por la proximidad al reino de Morr, el Señor Karl dijo a sus tres hijos y a su hija que quien encontrara una cura para su extraña enfermedad, se convertiría en el legítimo heredero de la propiedad de la familia Von Rijenbag. El buen señor Ludwig, cuya mente era despierta e inteligente, supo enseguida de que enfermedad se trataba, y me envió a buscar una cura a la cercana Talabheim.
Allí ya esperaba mi llegada un boticario, que me dio el remedio. Dijo que el buen señor Ludwig ya le había pagado por adelantado. Apenas había llegado, regresé hacia la noble casa de los Von Rijenbag. Con el remedio, el señor Karl se recuperó rápidamente, como su fuera cosa de magia. El buen señor Ludwig no tardó en proclamar su bien merecido mérito, y sus hermanos no lo tomaron a bien. Pero el señor Karl si lo hizo, y lo nombró legítimo heredero de la señoría y propiedades de los Von Rijenbag. Aquella misma tarde -Pues yo había llegado a la mañana temprana, y al mediodía el señor Karl ya se había recuperado-, ya casi a última hora, el buen señor Ludwig vino a hablar conmigo en persona, lo cual consideré todo un honor. Me explicó que sus hermanos y hermana habían tramado un plan para matar al señor Karl y apartar al buen señor Ludwig de sus ahora legítimas propiedades, y que por ello le habían causado tan mala enfermedad, con un ponzoñoso veneno. Y tramó un plan. Usaría ese mismo brebaje para envenenar a sus hermanos, y causarles la muerte que merecían, y acusaría a su hermana de la muerte de aquellos bellacos. Me dio un recipiente, y me dijo que lo virtiera en el vino, del que él también bebería, pero con la posesión del antídoto, que también vertería en las cosas de su padre, el señor Karl y su hermana.
Así pues, yo obedecí el plan del buen señor Ludwig. Vertí el veneno en vino antes de servirlo a la mesa, y el plan resultó, pues sus tres hermanos murieron. El buen señor Ludwig acusó entonces a su hermana, y su astuto plan salió bien. Su hermana fue desterrada, con su honor mancillado y su palabra rota.
Aquello tardó en olvidarse, pero como todo, al fin se olvidó, convirtiéndose en algo de lo que nadie quería conversar. Y así pasaron varios inviernos, con sus primaveras y sus veranos, hasta que ocurrió un incidente ciertamente trágico.
Ocurrió que, al cumplir vente y cinco años de edad, el buen señor Ludwig, el señor Karl quiso celebrar un banquete en su honor. Reclamó los mejores manjares de todos los rincones del Imperio, y encargó a la cocinera, la señora Halfling Frau Gradel, que se ocupara del banquete. El señor Karl cometió un grave error, pues la señora Frau Gradel, al ver tanta comida y tan deliciosa toda junta, sufrió una especie de locura. Se comió tres cuartas partes de las alacenas de la casa de los Von Rijenbag, y murió de un grave mal de empacho. Siendo esto una tragedia, se lloró su pérdida. El Señor Karl tuvo que reponer todo, pero necesitaban de los servicios de un nuevo cocinero. Y así es como el buen señor y su fiel servidor, mi persona, partimos hacia La Asamblea. Al parecer, allí se celebraba el festival de la empanada, donde los mejores cocineros Halflings preparan sus más exquisitos manjares para el deleite de los presentes durante la celebración.
Llegamos allí a tiempo para el festival, lo cual quizás fue un error, o toda una suerte, solo Ranald lo dirá. Recuerdo que varias cosas reclamaron mi atención al llegar allí. Varios de los allí presentes, para empezar. Había un elfo, que intentaba pasar desapercibido en un rincón alejado de la fiesta, sin ningún éxito, pues su alta y esbelta figura podía verse a millas de distancia, entre los Halflings. También recuerdo a una pareja de enanos. Poco tengo que decir de ellos, de tosco pensamiento y de mente de piedra. No pasaban desapercibidos, pero tampoco lo intentaban. Recuerdo a un mago, cuya misteriosa presencia podía verse de lejos, y a un cazador de brujas. Y al amo de aquellas tierras, un Halfling cuya tripa podía llenar un recio banquete. Recuerdo que aquellas cosas me causaron impresión, no así a al buen señor Ludwig, que era un hombre de mucho más mundo. Tastamos numerosas empanadas, la mayoría de carne, verduras y atún, aunque también de sabores extraños, que todavía no he podido concretar con exactitud. A mí me parecían deliciosas, pero no al buen señor Ludwig. Apuntaba en silencio, catando un poco de cada, y con vino especiado de buena calidad entre bocado y bocado.
Hubo además una rifa de gentuza de la Silvania, gentes de poca honra, que como era de predecir, timaron a varios entre los allí presentes, entre ellos a los enanos, cuyo intelecto no podía ir mucho más allá de su hacha y las rocas que con ansia excava su decadente raza. Y hubo un pequeño concurso de pulsos, y de hecho, casi gané, en nombre de mi señor.
Al fin, llegó la hora de banquete, precedido un concurso de empanadas. Pero algo oscuro jugó en contra del espíritu de aquella celebración, una manifestación del malvado señor de la pestilencia y la enfermedad,- y que Sigmar me perdona por invocar su nombre entre estos santos muros-, que hizo enfermar, con pústulas y pus a muchos Halflings. Hubo un gran revuelo, que por fortuna logró calmarse. El cazador de brujas impuso -como siempre suelen hacer- su orden propio. El elfo halló y entrego al cazador de brujas los restos de un pequeño frasco de vidrio, que procedía del herbolario del pueblo donde nos encontrábamos, al que detuvieron en el acto. Un pobre halfling inocente, se podía leer en su rostro desencajado. Mi buen señor Ludwig habló con el cazador de brujas, con la intención de remendar tales afrentas, y de llegar al fondo de la cuestión, de descubrir que malvados habían causado tales estragos. El cazador de brujas aceptó, y pidió voluntarios. Además del elfo -cuya sola imagen reflejaba la nobleza y luminosidad de su raza- y bajo las razones del oro que el cazador de brujas ofreció como recompensa, los dos enanos, allí presentes el mago y dos halflings, más molestos que otra cosa, aceptaron.
Partimos a conversar con el herbolario, el cual dijo poca cosa. Después, se decidió marchar a la tienda del herbolario, que era a la vez su hogar, donde si descubrieron algo, un ingrediente que, combinado con otros, podía usarse para los oscuros propósitos que habían infectado a aquella tranquila aldea Halfling. De nuevo hubo un parlamento con el herbolario, y finalmente, se resolvió que debían investigar a ciertos clientes del propio herbolario.
No hicieron falta demasiadas pesquisas, pues enseguida nuestros pasos nos llevaron a la casa de uno de los sirvientes del amo de aquellas tierras, el halfling de generosa tripa, presente en el banquete, que ni siquiera podía andar por si solo -requería de los servicios de porteadores.-En su casa, descubrimos evidencias de cultos a los dioses oscuros del Caos. Los enanos, como siempre funcionando gracias a la completa sinrazón, pidieron a unos de los Halflings que informara al cazador de brujas. Tardó poco en ir, y menos en volver, con las manos vacías. Entonces fui yo mismo, por orden de mi buen señor Ludwig, pero no sirvió de gran cosa, pues el cazador de brujas no quería escuchar.
Con la investigación de los clientes del herbolario llevada ya al final, con una sola respuesta posible, informamos al cazador de brujas. La única conclusión lógica es que la casa del amo de aquellas tierras, poco menos que un castillo, era en realidad teatro de innombrables ceremonias de culto a los dioses oscuros. El cazador de brujas aceptó, pero como bien es de esperar, no quiso armar un asalto, como el buen señor Ludwig le sugirió. Aunque sé que mi buen señor obraba siempre con acierto, en verdad creo que lo más inteligente fue hacer como hicimos. El buen señor Ludwig fue al castillo y propuso un encuentro con el señor. Mientras este se entretenía, el elfo, entre las sombras, ágil y rápido, como son los elfos, buscaría en la casa del señor Halfling pruebas de sus oscuros rituales.
Todo fue bien, el cazador de brujas redactó un salvoconducto que puso las cosas fáciles. Recibidos por el secretario del señor halfling, nos guiaron hasta un salón, un gran comedor, hogar, sin duda, de ostentosos banquetes para gentes de buen haber. Entramos todos salvo el elfo, y luego los dos halflings se separaron. Nunca sabré con certeza qué diablos hicieron, pero lo cierto es que no fueron vistos por la guardia. Nos sirvieron una crema de espárragos, de olor delicioso. Pero mi buen señor Ludwig, obrando como solía en mi bien, no me permitió probar bocado, alegando que podía estar envenenada. Nadie pues, comió, ni bebió, pese a la buena comida y el mejor vino que nos trajeron.
Esperamos a las nuevas del elfo, pero un ruido en la habitación aneja nos alarmó. El secretario llegó, y preguntó si todo estaba bien. Y sin razón alguna, salvo la de una mente llevada por la locura, el enano, uno de los dos que nos acompañaban, desenfundó su arma, una pistola de chispa, y apuntó al secretario, el cual, como es normal, se asustó. Mi buen señor Ludwig corrió a cerrar la puerta, pero el mal estaba hecho. Los dos criados que el secretario dejó para nuestro servicio se retorcieron. Sus huesos crujían, y sus miembros se retorcían, confiriendo a aquellos pobres diablos una forma extraña, propia de los siervos de los poderes oscuros. Uno con piel de escamas, dura como la piel de un dragón, y otro con una pinza en vez de brazo. El enano disparó, pero no hizo mella en las duras escamas. Y empezó el combate.
Alcé mi espada, pero el ser de la pinza fue muy rápido, cortándome una pierna de cuajo. Por eso debo verme así, cojo y mendigo. No obstante, mi buen señor pudo salvarme, clavando su estoque en el ojo derecho de ese mismo ser, y matándolo en el acto, con la buena ayuda del mago. El otro, con piel de escamas, fue reducido, no sin esfuerzo, por los dos enanos, que si bien no sabían de hablar y de casi nada en general, si sabían cómo manejar hacha y martillo. Uno de los dos enanos, el más sensato -si es que un enano puede ser sensato- le aplastó la cabeza de un martillazo.
Fue uno de los enanos me recogió, siempre sirviendo a las buenas palabras de mi buen señor, Ludwig, que tuvo que pedírselo, y escapamos de aquél horror, con el secretario maniatado y llevado a lomos de otro enano. Corrimos hacia la sala aneja, abierta de un hachazo -Obra de enano, obviamente.- a tiempo de ver a los halflings escabulléndose hacia un túnel secreto, abierto tras las brasas de la chimenea. El elfo iba delante, y los halflings corrieron detrás. Nos gritaron que era una salida, y llevados por la desesperación, así lo creímos. Antes de escapar, el enano, quizás con la poca buena voluntad que tuviere, intentó remendar mi grave herida. Pero de todos es sabido que los enanos no son muy diestros en todo aquello que no sea la minería, la lucha y el bebercio, falló, y fue el buen señor Ludwig quien, obrando bien, ató un cinturón alrededor de la herida, haciendo que la sangre dejara de brotar. Perdí una pierna, pero no la vida, y doy gracias por ello, a los dioses, y a mi buen señor.
Luego el enano del hacha y la pistola disparó de nuevo, esta vez al secretario, quien pretendió dar la alarma. Mi buen señor sugirió rematarlo, pero el enano no hizo caso, y las consecuencias fueron funestas. El mago, obrando, este sí, con inteligencia, bloqueó la puerta lo mejor que supo y pudo, y luego escapamos todos por el túnel secreto. Fue un recorrido angustioso, eso sin duda alguna, pero como todo camino, nos llevó a un final. A brazos de enano, que iba último en la fila pude ver como el secretario se convertía en un horrendo ser con tenáculos por brazos y un enorme ojo. Nos persiguió, provocando un derrumbe, del que escapamos por poco. Con prisas, saltamos hacia lo que esperara al final del túnel, que fue, ni más ni menos, que las alcantarillas. Nunca sabré como el elfo y uno de los halflings, criaturas ágiles como nadie, cayeron de bruces al río de suciedad, y como, por contra, el mago, mi buen señor, y sobre todo, los enanos, mucho más torpes, cayeron con gracia. Pero así fue, de ellos soy testigo.
Avanzamos por los túneles oscuros, iluminados gracias a la magia, que hacía que del báculo del mago brotará una luz intensa. Mi buen señor Ludwig cargó entonces conmigo, cosa que debo agradecerle. Llegaron ante un desnivel, y me dejaron en el suelo. Se oían cánticos de muy extraña y siniestra índole, y el elfo fue a investigar. Volvió al poco, portando malas nuevas. Al frente, unos halflings practicaba un ritual, y el señor halfing, propietario de aquella casa, era la figura central. Una especie de invocación. Y al parecer, de su enorme estómago, surgía un ser de carácter nauseabundo que era el que entonaba los cánticos. Magia del señor de la putrefacción y la enfermedad, -y que Sigmar me perdone por nombrarlo entre estos santos muros. -
Mi buen señor Ludwig señaló hacia atrás, alarmado por un ruido que yo no pude oír. Pocos miraron, pero solo yo vi lo que él, unos siniestros ojos con forma de caracola. Pero nadie le escuchó. Tramaban planes absurdos, que de poco iban a servir, y discutían. Mi buen señor, alertado por un ataque por la retaguardia, del todo predecible, trató de hacer entrar en razón al elfo, seres gráciles y admirables, pero antipáticos y tercos para con cualquiera de nosotros, y lo que es aún peor, los enanos, cuya razón yo ya daba por perdida. Mi buen señor Ludwig mencionó las tácticas del imperio, y el enano se rió en su cara. Ofendido, como es razonable, mi buen señor dijo una frase que tardaré en olvidar. Sonrío el enano, y le espetó.
“Al menos el Imperio aún conserva sus ciudades”. Tenía la razón, como era ya costumbre, pues las absurdas y suicidas tácticas enanas -Si es que al cargar ebrio de esa cerveza barata que beben puede llamársele táctica- solo les habían llevado a la ruina.
Yo no pude contener una carcajada, pero el enano no se lo tomó bien. Trató de golpear a mi buen señor, pero este lo esquivó, y el enano golpeó al aire. Yo observaba, con una sonrisa, aún con mi herida yendo a peor. El elfo, con su carácter sereno, puso paz y calmó al enano. Finalmente, se decidieron, como siempre hacen los enanos, a cargar hacia el frente, y los sabios consejos sobre táctica y combate de mi buen señor fueron ignorados por el griterío vulgar de los enanos.
Así pues, bajaron todos menos mi buen señor Ludwig, que se quedó a vigilarme. Pude oír cómo se iniciaba la lucha, pero entonces, y dando la razón a mi buen señor, aparecieron varias criaturas de aspecto terrible, con deformidades tales como tentáculos, pinzas o varias bocas, repartidas por el cuerpo. Conté seis, que se lanzaron hacia nosotros. Yo grité aterrado, pero mi buen señor se lanzó en mi defensa, hiriendo de muerte a uno de ellos. Pero eran cinco contra uno solo, por lo que rodearon al buen señor Ludwig, y le hirieron gravemente, aunque no de muerte. Retrocedió, aún en combate, espada en mano, cuando los dos enanos aparecieron gritando presas de la rabia y la locura, y cargaron. Pese a lo tosco de su comportamiento, su habilidad en la guerra era impresionante, y lograron, con la ayuda de mi buen señor, que siguió luchando pese a sus sangrantes heridas, contenerlos, reducirlos y matarlos.
Entonces los enanos volvieron al combate que al parecer se había formado abajo, y mi buen señor les acompañó, mostrando un valor a prueba de toda duda, hacia el combate terrible que se libraba abajo, en el lugar del oscuro ritual. Yo no pude ver nada, y apenas s escuché, pues estaba centrado en la oscuridad del túnel, esperando y rezando a todos los dioses por qué no aparecieran más de aquellas criaturas, y pusieran fin de mala manera a mi vida. Pero no aparecieron. Oí a mi buen señor cargar barias veces, gritando con orgullo, y también al elfo y a los halflings. Y por supuesto, a los enanos. Finalmente, la voz del elfo resonó en los túneles, con un grito de rabia. Aún puedo recordarlo.
“Ahora sabrás de lo que es capaz un Elfo de Laurendor”. Y luego el gemido de una terrible criatura. Aún sin verlo, podía imaginar la escena, una carga desesperada y valiente del elfo hacia un demonio informe, glorioso, sin duda.
Pasara lo que pasara, ganaron, y sobrevivieron todos, aunque quedaron fatigados y heridos. Tras un recorrido por los túneles, llegamos de nuevo a la aldea, al centro de la plaza. El cazador de brujas tardó poco en hallarnos. Lo mostraron diversos objetos de índole oscura, que demostraban lo malvado de aquella casa, que fue, como ya es por todos sabido, quemada hasta los cimientos.
Recuerdo que un objeto llamó mucho la atención del cazador de brujas. Un sacerdote, un hermano de Sigmar conjuró una urna de cristal a través de la que pudo llevarse el objeto, una extraña piedra. El cazador nos ofreció diez coronas de su oro como pago pos nuestros servicios. El elfo no aceptó, alegando que lo hacía por bondad. Que nobles criaturas, los elfos. No como los enanos, que aceptaron el oro con codicia en su mirada. Mi buen señor aceptó, es natural, necesitaba de los servicios de un médico para él mismo y para mí, además de ropas nuevas.
Y ahí terminan mis aventuras, pero no las de mi buen señor. Esto es solo el principio de sus andanzas por el viejo mundo. No volví a saber de él, aunque oír rumores sobre un político que se labró fama y gloria.
Y así termina el relato narrado por aquél extraño personaje, Wilheim, dijo llamarse. Ya fuera por caridad, o por lástima, le acogimos en el nuestro templo, y debo decir que sirvió muy bien de jardinero. Aquella historia causóme gran impresión, por lo que busque entre algunos archivos. Y hallé que la historia de aquél hombre era verdadera. Investigué, y averigüé más cosas, que siguen tal y como conseguí reconstruir, a través de testimonios, documentos y pruebas de diversa y extraña índole. Así pues, estas son las andanzas del noble caballero Ludwig Von Rijenbag de Hochland, hijo de Karl Von Rijenbach de Hochland, de la familia de los Von Rijenbag de Hochland, y de sus compañeros, extraños sin duda, el elfo Eöl Cúthalion, los enanos Durgon y Gorin, los halflings Fanatikish y Hugo “Puentemojado” -Excusando los extraños apellidos Halflings- y el mago Uther Emrys, y de sus extrañas, terribles y fantásticas aventuras, que tuvieron lugar en diversos rincones del mundo.