EPÍLOGO.
Ciertamente, Teolfo se referiría, según creía Xan, a la leyenda de la Xauría (comúnmente conocida en Castrelo). El caso es que llegásteis en poco tiempo a Castrelo, y Prudencio sobre el carro. En la posada se le proporcionó descanso durante una semana (pues salir de allí no sería sino matarle con el frío, la desventura, la fauna y las heridas), et que Íñigo y el cazador estuvieron con él. Durante esa semana no túvose noticia de don Mateo, et los suyos hombres. Et que acostumbraban a cazar et luego venir a la posaba de Obaratzal... pero ni por esas, ¿Dónde diablos estarían tantos días? Hartas veces se fueron todos de caza, pero regresaron a los tres días con ganas de dormir y comer caliente...
Tras tal ausencia, los aldeanos, una vez más, salieron a buscar al suyo señor. Fuera un poco déspota y maleducado, preveía con víveres a Castrelo, et "e lo malo malo" no conocían otro señor (ni mejor ni peor). Por ello, que Teolofo e Íñigo, por matar tiempo antes de que Prudencio estuviese mejor para reponerse, salieron con ellos también.
En la batida, lo que encontraron fue desolador: en un claro en mitad del bosque, no muy lejos de donde empezaban sus dominios personales, los cuerpos sin vida de don Mateo et los suyos hombres yacían devorados y ensangrentados como por fieras salvajes (que bien podrían ser sus perros). Mientras veían la escena, oísteis por un momento el ladrido enloquecido de una enorme jauría de perros... Et que regresásteis a la aldea ipso facto. Tras esa semana, el clérigo Íñigo, el cazador Teolfo y el peregrino Prudencio marcharon a paso lento lejos de allí, lejos de Castrelo, con la amistad de sus pobladores.
LA XAURÍA... ¿XAURÍA?
Como dijo alguien alguna vez, el hombres es un lobo para el hombre. No había que buscar culpable de las muertes de Castrelo entre los lobos, ni entre las leyendas locales, sino simplemente en la crueldad humana. Y es que Mateo de Andrade era un gran cazador. Logró cazar todas las criaturas que se daban en los dominios de su señor padre... y ninguna presa le deleitaba más que la humana. Junto a sus súbditos y amigos (unos botarates tan necios y egoístas como él), acostumbró al sabor de la sangre a una jauría de perros, a los que guardaba encerrados en las bodegas de la villa de su padre.
Hacía ya un tiempo que se dedicaba a este jueguecito: sus hombres capturaban a algún viajero solitario, lo soltaban en la zona del bosque reservada como coto privado (lejos de ojos u oídos indiscretos) y una vez allí se le ordenaba que corriera por su vida. Seguidamente soltaban los perros tras de él. Una vez terminado todo, arrojaban los restos lejos de la zona de la cacería. Con la llegad del invierno los viajeros habían desaparecido, y don Mateo se vió obligado a echar mano de su reserva de ganado... En otras palabras, de los vasallos y campesinos de su padre, que un día sería suyo.
FIN