Finalmente, la larga noche deja paso a la luz, y los primero rayos del sol de la mañana empiezan a colarse al interior de la iglesia a través de las vidireras y el gran rosetón sobre el altar. Ningún gallo se escucha cantar como saludo al nuevo día pero los monjes, visiblemente cansados de estar toda la noche en vilo y entonando cánticos gregorianos, cambian de repente su tono lúgubre general por una obra mucho más viva y se permiten abrir los ojos para cantarla e, incluso, sonreir.
Cuando la última canción finaliza, el Prior da las gracias a todos los presentes y ordena abrir las puertas y hacer una pequeña revisión del estado del monasterio.
Los monjes se dividen en grupos y van saliendo a cumplir las órdenes. Mientras tanto, Tomás y María deciden, aún con reparos, salir también a respirar el aire fresco de la mañana y a comprobar con sus propios ojos que todo el horror de la noche anterior y del que los monjes nunca llegaron a ser conscientes, ha desaparecido con la llegada del nuevo día.
Efectivamente, la mañana en San Gabriel es una mañana normal de temperatura fresca y sensación agradable. La niebla, las nubes e incluso la ceniza que recubría el suelo han desaparecido totalmente. Los muros vuelven a ser de priedra sólida y, en todo lo que alcanza la vista, no se divisa la presencia de nada que se mueva, aparte de los propios monjes.
Los viajeros respiran aliviados. Por fin parece que todo ha acabado.
Las siguientes horas se convierten en el terrible recuento de daños de la noche anterior. Poco a poco, los monjes van regresando a la iglesia para informar a los altos cargos del monasterio de todo aquello que van descubriendo. Al parecer, los edificios no han sufrido demasiado, tan solo algunas puertas y ventanas parecen haber sido dañadas, tanto en la casa de los guardas como en la hospedería y en algunos otros edificios auxiliares. Pero el mayor daño se encuentra entre los seres vivos. Todas las plantas del huerto y aquéllas que crecían libremente entre las piedras de los muros o en el patio están muertas, como si algo las hubiese quemado. Los animales no han tenido mejor suerte, bestias de tiro, gallinas, conejos e incluso la mula de Abraham e Isaac, el gato de Sara, aparecen sin vida, muertos de las maneras más distintas y horribles, con multitud de heridas, algunas de ellas autoinflingidas y otras provocadas por otros animales, y con aspecto de haber sufrido mucho en su muerte.
Pero la pérdida más importante y dolorosa es la de vidas humanas. Un total de siete cadáveres aparecen en distintos lugares del monasterio. Damián, el guarda, aparece atado de pies y manos y con enormes heridas de mordiscos en todo su cuerpo y los ojos con signos de haberse intentado arrancar. Su mujer, la pobre y buena Sara, aparece totalmente desnuda, y con multitud de profundos cortes como de cuchillo, además de algunos mordiscos. Los dos extraños peregrinos que llegaron más tarde el día anterior aparecen también muertos, con signos de heridas de pelea y mordiscos. Concretamente, el más joven presenta grandes mordiscos similares a los de los guardas, mientras que el viejo aparece con todo el cuerpo y sus ropas como roídas por cientos de pequeñas bocas.
Finalmente también son hallados los cuerpos sin vida de otros tres huéspedes del monasterio. Gonzalo murió posiblemente por causa de una gran herida causada por una espada, mientras que tanto Abraham como Hicham, aparte de tener algunas heridas también de armas (sobretodo el judío), ambos presentan sendos grandes brechas en la cabeza que, por las que, seguramente, se escaparon sus vidas.
Tras el recuento éstos y otros daños menores (como la definitiva desaparición del cáliz de la iglesia), la mayor parte de los monjes, guiados por el Prior, comienzan lo que será la reconstrucción de los daños causados, centrándose en principio en la preparación de dos grandes piras crematorias con los cuerpos de los animales muertos y en excavar siete tumbas en el suelo del cementerio del monasterio.
María y Tomás tienen la opción de usar esta escena por si quieren hacer algunas últimas acciones o por si tuviesen interés en indagar o investigar algo. En todo caso, esto es como el epílogo de la aventura, que puede darse por finalizada (exceptuando esos detalles finales).
Tomás asiste aliviado al fin de los extraños acontecimientos, sin que la horrorosa muerte de los otros peregrinos consiga borrar la algarabía interna que siente por estar vivo. Gracias a Dios, lo está, y él y su señora pueden seguir su camino y llegar a Santiago, donde habrá que agradecerle al santo su más que probable mediación.
Así se lo hace saber a su señora, y después le pide que se quede con los monjes, mientras él va andando a al pueblo más cercano, para conseguir unas monturas nuevas con las que seguir su jubileo, ya que las que tenían han muerto de una forma horrible. ¡No permitiré que mi señora tenga que caminar por esos polvorientos caminos, como una vulgar campesina!, le dice, convencido.
Después de hacer acopio de sus escasas pertenencias, sale del monasterio... para no volver.
Máster... creo que ya sabes a dónde voy y para qué...
Lo siento por la Baronesa, la he dejado plantada y para echar raíces, pero esto es lo menor que le podía haber hecho.
María despertó de golpe. Se irguió, asustada, no había sido consciente de que se hubiera dormido, pero, evidentemente el cansancio y el miedo habían hecho profunda mella, y finalmente habían podido con ella. Estaba en un rincón, al final de la Iglesia, en el suelo, recostada junto a la pesada puerta de madera, cerrada.
Eran los monjes, sus cánticos... ¡eran alegres! Miró a su alrededor. Algunos sonreían... y por los altos ventanales acristalados la luz de la mañana se empezaba a asomar. Le dolían las piernas, los brazos... casi no se podía mover. Tragó saliva, recordando el panorama terrible ahí fuera, hacía sólo escasas horas, minutos. Temerosa revivió la ceniza y el denso olor que caían del cielo, revivió la expresión diabólica del peregrino, la lucha, la pobre Sara...
Buscó con los ojos a Tomás, ¡había entrado con ella! Tenía que estar ahí... sí. Ahí estaba, asustado también...? Quizá... En ese momento el Prior mandó abrir las puertas... Y todo fue desvelado. La muerte, la maldad. Y... su salvación. Había sobrevivido.
Soy una mujer pecadora, una mujer que ha venido en peregrinación para purgar su daño. Y, sin embargo, otros han sido arrastrados a esta danza macabra, pero yo... yo he salido indemne. ¿Qué clase de equilibrio es este? ¿Qué clase de justicia?
-Id, Tomás, os esperaré. Tengo mucho en lo que reflexionar, mucho que comprender. Mientras compráis unos nuevos animales de tiro para nuestro carro, descansaré y oraré. Mi alma nunca ha sentido este vacío, y necesito poner paz en mi espíritu, y orden en mis ideas. Mandaré mientras un recado con algún mozo de los que lleguen al Monasterio para que den aviso a la Baronía, y que nos vengan al encuentro. Porque, disiento, no viajaremos a Santiago, ya no. En cuanto lleguéis con los caballos los unciremos y saldremos de regreso a casa. Ese es mi deseo...
María esperará en vano el regreso de Tomás. Mientras, ayudará a los Monjes en la dura tarea de poner orden entre las castigadas paredes, y, aún más difícil, en su propia mente. Porque lo que quizá debería haber fortalecido la Fe de esta mujer, en realidad la ha resquebrajado.
Hablará con el Prior, a quien suplicará explicación de lo sucedido. Hablará con el novicio, con los otros monjes, y con el primo de Gonzalo, aquel al que parecieron haber maltratado. Hablará con el Hermano Claustral, con el Bibliotecario, estudiará de los libros que allí encuentre, intentará averiguar qué fue del Cáliz.
Si alguno de aquellos con los que hable llega a aparecer digno de confianza, e íntegro a sus ojos, quizá, quizá se confiese, y libere a su alma del peso que la trajo hasta aquí. Pero, quizá, sólo quizá, no lo haga.
Y así la encontrarán los suyos cuando lleguen a San Gabriel. Y así regresará ella a sus tierras, cuando haya aceptado. Porque habrá aceptado, pero nunca, nunca llegará a comprender...
Bueno, me he permitido la licencia de buscarme una salida menos dura que la de quedarme en el Monasterio ad aeternum.
Y a ver si consigue alguna respuesta a todas sus preguntas, que no son pocas. Muchos cabos por atar, y mucha confusión. Pero María regresa siendo otra, eso desde luego....
Y así fue como María, baronesa de Sepúlveda y señora de tierras, hombres y animales, y su escolta, un maleducado valenciano de pocas palabras y muchos vicios, fueron los únicos, de entre los siete peregrinos que pretendieron pasar en el monasterio de San Gabriel la noche de San Juan de 1356, que consiguieron ver el amanecer del día siguiente.
Del escolta poco más se supo a partir de ese momento aunque algunos rumores le situaron camino de Portugal y haciendo ostentación de una buena bolsa de monedas de oro de la que nunca se separaba.
En cuanto a la baronesa, ésta permaneció en el monasterio varias semanas, alojada en la casa de los guardeses y mimada incluso con exceso por los monjes, por orden del padre Abad, hasta que finalmente cuatro de sus hombres de confianza acudieron a recogerla y trasladarla de nuevo a sus dominios.
Mientras tanto, la mujer se dedicó a intentar reponerse y entender lo ocurrido durante esa fatídica noche de maldad y muerte. Descubrió que el cáliz de la iglesia fue robado seguramente durante la cena de los monjes, forzando el armario de plata donde se guardaba y por mucho que se buscó, nunca más se supo de él. También supo que en las labores de limpieza de las celdas de la hospedería, en aquella que era ocupada por Hicham el converso, se encontró escondido un extraño y valioso volumen sobre remedios naturales que al parecer fue sustraído sin permiso por éste de la biblioteca del monasterio.
Respecto a José, el primo del pobre Gonzalo al que pudo ver maltrecho en la iglesia, en todo el tiempo que ella estuvo en el monasterio no volvió a verle. Según pudo conseguir averiguar, el Prior le tenía retenido en una pequeña prisión que existía en el monasterio para purgar ciertos pecados que había cometido. María no consiguió que nadie le relatase la magnitud de esos males, pero por comentarios entre algunos novicios acabó intuyendo que se trataba de pecados de tipo carnal.
En cuanto a lo acontecido la noche de San Juan, los monjes se cerraron en banda a dar demasiadas explicaciones a María. Al parecer la noche de San Juan es una fecha muy importante en el calendario infernal y es la única en la que el Diablo tiene poder para caminar libremente por la tierra. Es por esto que desde hace siglos las gentes llanas encienden hogueras esa noche, para alejar las tinieblas y los malos espíritus de sus pueblos. Toda esta explicación le pareció demasiado pobre a María hasta que un día, tras hablar con el hermano Iscle, el maestro copista, finalmente consiguió unir todas las piezas y entender un poco mejor todo lo ocurrido.
- Querida María, has de saber que todo cuanto ocurrió la noche del 23 de junio fue un intento más del demonio Astaroth, señor de la mentira, por intentar vengarse de mi., las palabras del hermano Iscle, un monje de origen catalán de mediana edad y con aspecto de no haber roto nunca un plato, resuenan con fuerza entre los solitarios muros del scriptorium y hacen que el corazón de María bombée con potencia y nerviosismo. - En el pasado tuve que enfrentarme a él en diversas ocasiones y en todas ellas conseguí derrotarle gracias a la fuerza que Dios puso en mi desde mi nacimiento y al sagrado ritual del exorcismo, que me permitió limpiar la presencia del maligno en algunas decenas de personas. Y por eso, desde hace algún tiempo, el Infierno desea deshacerse de mi y manda sus hordas maléficas en mi búsqueda.
El monje seguía contando su historia sin pausa, mientras que la mujer escuchaba en silencio el terrible relato del hermano Iscle.
- Así pues hace ya varios años que decidí trasladarme a este monasterio, lejos de mis amadas montañas, donde la presencia de una importante congregación religiosa me permitiría tener más fuerza para combatir el mal. Los amplios conocimientos del Hermano Anselmo, junto con la predisposición a la ayuda del padre Abad y el resto de los hermanos y novicios han conseguido mantenerme a salvo durante todo este tiempo.
- Bien cierto es que la noche de San Juan es una noche en la que, por algún motivo, el poder de los seres venidos del infierno se multiplica y sus ansias de sangre se hacen notar. Pero la virulencia del ataque de este año, según he estado consultando, no ha tenido precedentes desde hace varios siglos y, aunque la pérdida del sagrado cáliz no ayudó lo más mínimo, gracias a Dios los rezos de la comunidad hicieron que el mal no pudiese atravesar los muros de la iglesia y nos resguardó a todos los que allí estábamos.
- Por desgracia, al contrario de lo que esperábamos, no ocurrió lo mismo en el resto del monasterio y el poder divino de la luz del Salvador no consiguió abarcar más allá de la iglesia ni proteger a quienes decidieron permanecer fuera. Ahora, todas esas vidas perdidas serán para siempre mártires que murieron combatiendo al diablo y como tales serán considerados por siempre en nuestros rezos.
- Así pues, ahora ya conoces nuestro más importante secreto. Espero que sepas guardarlo durante los años que te queden de vida.
La Baronesa de Sepúlveda, viuda de Somontano, vivió el resto de sus días en una intranquila y desencantada mezcla de sensaciones, recuerdos, creencias e incertezas.
Nunca volvió a ser la joven mujer que emprendió la Peregrinación a Santiago, ni la que salió del Monasterio de San Gabriel con destino al caserón del que había partido se parecía en nada a la que entró en él.
Amargada, temerosa, deslucida, María esperó su muerte con miedo. Hasta que decidió lavar su conciencia por completo, purgar sus pecados y abrazar una Fe que, sin embargo, no sentía. Profesó los votos en una orden religiosa de clausura, a la que legó toda su fortuna, vistió los hábitos, y dedicó sus mejores años (todos, en realidad) a cultivar la huerta y cocinar para las monjas de la comunidad.
Nunca nadie supo más de ella...