Pedro Negrete luchó en más batallas y cambió de tercio, hasta que le licenciaron tras la batalla de Rocroi. Regresó a España, donde luchó contra los portugueses en la defensa de Badajoz. Allí fue herido y licenciado, al quedar cojo.
No hizo fama ni fortuna en el ejército, así que regresó al pueblo de sus padres, y trabajó como panadero. No quiso saber más de guerras, ni de pelear por el rey, al que se le daba un ardite. Se casó con una moza de buen ver, y le hizo varios hijos, hasta que le dejó en 1668, por fiebres tras un mal parto. Crió a sus hijos él solo, y les vió convertidos en hombres de provecho.
Vilaplana desertó del ejército de Flandes en cuanto supo que los catalanes se habían rebelado. Pasó a Francia, y de ahí de vuelta a su hogar. Tras un roce con unos oficiales franceses, fue licenciado de las tropas de la coronela de Barcelona, y se hizo bandolero en el Pirineo. Combatió por igual a españoles y franceses.
Murió en 1658, cuando un grupo de dragones franceses mataron a su partida. Él se defendió con mucho valor, espada en mano, y mató a tiros a varios dragones, antes de que le hirieran y capturaran. Fue colgado para dar ejemplo al pueblo. Meses después, se firmó la paz en la isla de los faisanes.
Éstas fueron las vidas y las historias de hombres tan valientes como imaginarse pueda. Hombres que lucharon por una nación en decadencia, por una bandera a la que todos terminarían odiando. Con su sangre y su sacrificio, certificaron la pérdida de una hegemonía.
Vidas rotas, remendadas y hechas a trozos. Vidas salvajes, cortas y brillantes como las de una luminaria antes de apagarse. Vidas de soldados que en su tiempo fueron temidos como otros serían después. Hombres que, echando la vista atrás, recordaron lo vivido pensando que, para bien o para mal, habían luchado, sangrado y sufrido bajo la misma bandera.
La bandera de los Tercios Viejos de Infantería Española.