Estaba intentando hacerme con algunos bulbos... Eeeh... Asegurando las pruebas no fuera que algún maladrín aprovechara la confusión para hacerlas desaparecer, cuando intercepto a uno de los traidores que iba a hacerse con el botín *
Interpongo mi ropera entre la suya y mi cuerpo** pero no consigo detener el acero enemigo.
Motivo: parar
Tirada: 3d6
Dificultad: 10-
Resultado: 11 (Fracaso)
* ironía
** entiendo que al estar pendiente con los bulbos la mano de la capa la tengo cupada con otros menesteres que no son cubrirme de mojadas.
Salvado por la campana. La estocada es detenida mayormente por el coleto que llevaba en el pecho, y la punta apenas provoca una herida superficial, un corte sin importancia.
Motivo: Daño
Tirada: 1d6
Resultado: 1(+2)=3
Motivo: Localización
Tirada: 3d6
Resultado: 1, 4, 6 (Suma: 11)
El combate entre leales y traidores en el puente estaba lejos de decidirse. Los traidores tenían más arcabuces, y tras la primera escopetada y el intento de carga a través del puente, se aprestaban a volver a disparar. Pero sonaron tambores.
Al otro lado de la explanada del caserío, donde estaba el campamento fortificado de la compañía, la fuerza de leales al mando de Ferreira se aproximaba en formación de combate, con un cuadro de picas y las mangas de arcabuceros. 150 hombres contra poco menos de 50 por el bando rebelde. Con su capitán tendido en el suelo, más muerto que vivo por las pedradas de Martín.
Pero se mantuvieron firmes en su propósito, encarando al nuevo enemigo, a pesar de que recibieron algún tiro por la espalda. Los tambores callaron cuando ambas formaciones quedaron a distancia de disparo, ardían las mechas de arcabuz en la noche.
-¡Rendid las armas! -ordenó Ferreira.
Entonces, relinchos. Una fuerza de caballería al mando de Godofredo Schetz, hijo del mariscal de Brabante, llegó. Reiters alemanes con pesadas armaduras y pistolas de arzón, que hicieron amago de cargar contra los traidores.
-¡Ríndanse! -dijo el valón en un sorprendente buen castellano.
Los hombres dejaron las armas en el suelo, recelosos. Allí no había victoria posible, salvo la muerte. Valcárcel salió corriendo, pero el mosquete de Vilaplana fue más preciso y lo abatió. Su cuerpo cayó en el barranco de la acequia, dando varias vueltas sobre si mismo.
En el bosque, Scheneider se batía con el traidor a espada, tratando de mantener los bulbos dentro del saco cogidos con la otra mano. Tuvo que soltarlos, pues su vida estaba en juego. El traidor le acorraló contra un árbol, y se dispuso a morir. Entonces, el disparo de pistola de Della Rovere abatió a su asaltante. Abrió los ojos, y lo que ahora se encontró fue la dura mirada del preboste. Una mirada de hastío que expresaba su descontento por aquel comportamiento. El gérmen de la codicia lindaba con el de la traición.
Callaron los tambores, y ahora hablarían las horcas.