El mestizo sintió el pinchazo en el pecho, y casi de inmediato, aquel ardor tan familiar comenzó a extenderse por la zona impactada. En algunos instantes, toda su anatomía se vería afectada por un ligero entumecimiento, que se iría transformando poco a poco en un dolor tan agudo como paralizante, que probablemente lo dejaría inservible y apaleado un buen par de semanas.
O quizás no tanto. Después de todo, no era más que un miserable Derringer…
Como fuera, el caso era que Dakota había pasado cientos de veces por aquel proceso, y estaba tan acostumbrado a ello que sus reacciones se habían vuelto casi un acto reflejo. Como estornudar o respirar. Sin embargo, quizás debido a la velocidad con que había ocurrido todo, o a la sorpresa con que había actuado el desconocido, al principio la mente del apache fue incapaz de comprender lo que sucedía, y permaneció embotada y atónita ante el ataque.
Por fortuna, aquel cuerpo curtido y tan salvajemente castigado a lo largo de los años tenía buena memoria. Y su rabia también. De modo que, en apenas un parpadeo, y sin necesitar autorización alguna de su cerebro, Dakota se abalanzó bramando sobre su presa.
Antes de que aquel pobre diablo pudiera comprender siquiera que estaba en problemas, y cuando su sonrisa de satisfacción por el astuto movimiento que acababa de intentar aún no se había borrado de su rostro, el indio ya había caído sobre él, y se disponía a desencadenar toda su furia.
El primer puñetazo lo calzó bien en pleno rostro, partiéndole la nariz y haciéndole saltar algunos dientes, y a partir de allí todo fue una dolorosa confusión de golpes y quejidos. Tras aquel primer impacto, precisamente en una zona tan sensible como los morros, las lágrimas brotaron de inmediato de los ojos del viajero y le impidieron comprender siquiera lo que ocurría. En cierta medida, aquello era toda una bendición.
De algún modo, sintió como todo su cuerpo era zarandeado por el aire como una hoja al viento, y pronto sus huesos fueron a dar con violencia al polvoriento sendero, con toda la formidable musculatura del indio aterrizando inmediatamente después sobre su espalda.
Allí postrado, y sin la menor posibilidad de ensayar siquiera una tibia defensa, solo pudo asistir impotente ante la interminable sucesión de trompadas que se abatió sobre su rostro. Afortunadamente para el misterioso viajero, la inconciencia lo reclamó mucho antes de que el brutal mestizo debiera detenerse para recobrar el aliento…