Hacía frío, mucho frío. Se escuchaba estruendosamente la tormenta que estaba teniendo lugar en el exterior. Parecía que los rayos cayeran justo al lado de aquella habitación en la que el joven Astreim descansaba durante esa noche. El meneo del barco hacía casi imposible dormir y si no fuera porque los muebles estaban anclados al suelo con clavos estos se desplazarían por toda la sala.
Llevaban casi una semana de viaje con lo que se habían retrasado ya dos días. El capitán del barco decía día tras día que al amanecer se podría ver con claridad la costa. Que el Desfiladero del Fin del Mundo, como así llamaban a esas montañas los habitantes del continente, eran unas montañas muy altas y hermosas, y que servirían de referencia para saber cuando faltaría para desembarcar. Pero Astreim había dejado ya de tener fe en aquel veterano. Estaba convencido de que sus cansados ojos ya no podían interpretar bien las cartas de navegación. Algún día llegarían pero no creía que pudieran desembarcar en el lugar acordado.
“La última vez se me escapó. Corriendo por las calles de Duartala logró esquivar mis dagas. Nunca imaginé que lograra ser más rápida que yo, sus cortas patas me engañaron en esa ocasión. Además no esperaba que subiese a aquel navío. Logró huir de mí y de la cofradía. Me burló y tardé mucho en encontrar nuevamente su pista. Estoy seguro de que ya se habrá olvidado de nosotros y de que creerá estar a salvo. Esta vez no se me escapará, esta vez si llevaré su cabeza de vuelta y se la entregaré a nuestro mentor. Recuperaré mi buen nombre y volveré a ser el mejor, volveré a ser el mejor o moriré en el intento”.
Astreim despertó con el sonido de las gaviotas y el oleaje rompiendo contra la costa. Se incorporó y estiró sus brazos desperezándose. ¿Habrían llegado ya? Astreim salió de su camarote y subió a cubierta. Aquellas montañas azules eran realmente bonitas, las gaviotas volaban sobre el cielo y picoteaban los restos de la pesca en el puerto donde habían amarrado.
Por fin un poco de calor para su entumecido cuerpo. Astreim descendió por la pasarela a tierra firme. Era una aldea pequeña con casas blancas bajas, probablemente de yeso o algo parecido. En aquel sitio solamente había pescadores ataviados con extrañas túnicas blancas y pañuelos que cubrían su boca y se cabello. Su contacto estaba en Sundalla, la principal ciudad humana del norte, pero aquel lugar era tan solo un pequeño enclave de pescadores. Astreim necesitaba encontrar un guía y algún que otro criado para transportar sus pertenencias y encargarse de que todo estuviera listo y limpio a la hora de viajar.
El hombre dejó que el sol le diera en la cara. Se quitó la capucha y disfrutó de los rayos ardientes sobre su rostro. Los días en el mar lo habían puesto enfermo. Odiaba verse rodeado de agua, odiaba el salitre y la humedad pegadas a su piel, odiaba caminar sobre la cubierta de un barco que no dejaba de moverse. Tierra firme y sol. Aquello era como estar en casa.
Se alborotó un poco el pelo oscuro azabache con una mano enguantada en negro. Volvió a mirar al cielo con sus oscuros ojos que brillaron con un destello de sosiego por primera vez en muchos años. No era un hombre nostálgico ni melancólico. No tenía nada que valiese la pena recordar, salvo las innumerables misiones que había cumplido para su cofradía. Bajó el rostro y miró la tierra parda, dibujando unos surcos con el bota. Era un hombre acostumbrado a vivir en climas desérticos, así que este lugar era como estar en casa. Su piel tenía un color bronceado a causa de este mismo sol, su pelo era oscuro cortado en una media melena hasta los hombros, sus ojos eran negros como una noche sin luna. Tenía una barba de varios días muy cuidada, aunque todo el mundo pensara que iba desaliñado, el hombre cuidaba su aspecto tanto como su técnica. Volvió a ponerse la capucha. Si no lo hacía, antes de terminar el día sufriría una insolación.
Se encaminó hacia una calle en concreto, pero sin un rumbo fijo. Desde las sombras de su capucha escrutó las calles, estudió las gentes, midió la distancia de una casa a otra y analizó cada gesto o movimiento de todo el que pasaba a su lado. Su capote era de color marrón oscuro, tan amplio que llegaba el suelo y al estar echado sobre sus hombros, parecía incluso más fornido. Era alto, no muy corpulento, de músculatura flexible y rápida, de andar pausado y movimientos silenciosos. En la cadera izquierda asomaba una espada larga por debajo de la capa. En un movimiento estudiado, abrió un lado de la capa y posó la mano derecha sobre la daga que pendía en la cadera, esperando que cualquier ratero que pasara por su lado y de los cuales ya había contado cinco, se lo pensara dos veces. Al lado de la daga colgaba una bolsita. Una trampa perfecta, por que el dinero lo llevaba en la parte trasera del cinturón, en la espalda bajo la capa.
Se encontró en una calleja solitaria. Estudió los edificios, de color tierra, como todo lo que lo rodeaba. Chascó la lengua y avanzó por allí, escuchando detrás de él los pasos de un ratero que lo seguía desde el mismo momento en que él pisara tierra. Hacía demasiado ruido, incluso más del que Asteirm hacía cuando caminaba con normalidad. Pero sería una buena oportunidad dejar que se confiara. El chiquillo, pues eso es lo que era, se tropezó "casualmente" con él y tiró de la bolsa de su cinturón. Asteirm lo agarró del brazo con tanta fuerza que el niño dio un grito asustado. Luego se lo torció hacia fuera y con la izquierda deslizó la daga fuera de la vaina con tanta soltura que ni siquiera hizo ruido y la posó delicadamente sobre el cuello del chico.
- No sabes lo afortunado que eres, al intentar robar a la persona equivocada... - susurró el hombre. El niño se quedó quieto en el sitio cuando Asteirm lo taladró con la mirada. Le soltó el brazo, pero la punta de la daga parecía ejercer una atracción en el muchacho, que no se movía lo más mínimo. Asteirm llevó la mano a la bolsa del dinero y sacó una moneda que hizo bailar entre sus nudillos ante la brillante mirada del niño. - Esto será para ti, si sabes donde puedo encontrar un guía que me lleve hasta Sundalla. Además, tendrás una moneda más si consigues reunirme con él, otra si nadie sabe que he estado por aquí y cinco más si no avisas a tus amigos para que vengan a robarme. Ah, y con suerte un extra si vienes con nosotros... ¿Te ha quedado claro? - el chiquillo asintió apunto de desmayarse. Cuando Asteirm retiró la daga y la enfundó en un movimiento rapidisimo, el muchacho cayó al suelo del espanto. Balbució algo que el hombre tradujo por un: "ya vuelvo" y salió disparado hacia el final del callejón. Asteirm torció una sonrisa. Sí, definitivamente aquello era como estar en casa.
Pasadas tres horas desde que pusiera pie en aquella pequeña ciudad, Asteirm logró reunirse con el hombre que lo llevaría hasta Sundalla en una posada de buena planta. El guía era un tipo delgado con turbante de hablar rápido y confuso. Si no fuera por que lo necesitaba, Asteirm le habría cortado la lengua para no tener que escuchar su atacante risa. El guerrero nunca perdía los nervios, pero su paciencia, como la de todos, tenía un límite. El jovencito, de nombre Isidore, observaba a Asteirm como fascinado. Se había recuperado del espanto y ahora le echaba miradas desafiantes. Nuevamente, Asteirm hubiera matado al niño sin plantearselo de no ser por que necesitaba la compañía de alguien que le llevara las cosas. No eran muchas, pero las necesarias para viajar hasta Sundalla.
Tras concretar el precio, amenazar al tipo del turbante, y pagar al niño. Asteirm ya estaba preparado para salir de la ciudad y continuar con su camino.
"Cerca... Ya estoy más cerca de mi objetivo... Esa pobre desdichada no sabe lo que le espera si la encuentro..." cualquiera hubiera esbozado una cruel sonrisa prepotente pensando en tales cosas. Pero Asteirm no era un cualquiera. No sonreia. Al contrario, estaba muy serio. Aquello no era para tomarselo a broma. Su honor, o al menos lo que para él era el honor y el respeto que inspiraba su nombre, estaba en juego.
Aquello no era un trabajo, era una venganza personal.
Había sido muy fácil localizar un guía en aquella ciudad de ladrones. Cualquiera hacía cualquier cosa por un poco de oro. Pese a que el recurso más valioso en el desierto era el agua, el oro no dejaba de tener valor para comprarla. Cincuenta piezas de oro y tres camellos era lo que pedía aquel hombre por llevar a Astreim a su siguiente paso. No era un mal precio teniendo en cuenta que eso incluía las provisiones necesarias y un buen séquito de cinco hombres para protegerse de los bandidos del desierto.
- Bien Milord, como le decía estamos a cuatro jornadas de la capital si no nos alcanza la tormenta que se avecina. Si llega la tormenta posiblemente nos retrasemos un poco más. Como ya he dicho mis cinco mejores hombres vendrán con nosotros, hay mucho asalta dunas por esta zona y no me gustaría que nos pillaran desprevenidos, son rápidos y astutos. En total seremos seis hombres los contratados, con las cincuenta piezas de oro y los tres camellos nuestra deuda quedará zanjada, y tendrá un gran contacto en Khadi por el resto de su vida. Cuando esté por la zona y necesite algo pregunte por Ben-Jhezeri y le resolveré el asunto. – Rió con su mellada sonrisa el hombre.
El guía alzó la mano y el posadero enseguida entendió que sus servicios eran necesarios. El posadero se acercó a la mesa donde se sentaban Astreim, Isidore y Ben-Jhezeri, llenó las jarras con más agua dulce.
- ¿Desearán comer algo los señores? – Preguntó amablemente el posadero, un hombre rechoncho y extremadamente pálido para vivir en el desierto.
- Fruta, carne y algo de beber que no sea simple agua. – Dijo con mala leche Ben.
Isidore estaba fascinado con aquel tipo de la bolsa de oro, no dejaba de observar a su nuevo amo y escuchar atentamente todas sus negociaciones. A veces trataba de imitar sus gestos, si se recogía el pelo de delante de la cara Isidore hacía lo mismo, si sonreía, Isidore sonreía. Aquel muchacho que se había dedicado a sobrevivir en la calle desde su más tierna infancia era el nuevo aprendiz de Astreim pese a que él no le hubiese aceptado como tal.
El posadero se alejó con una reverencia hasta la barra y penetró en la cocina. Mientras tanto Isidore tocó en la espalda a Astreim y este se giró sobresaltado.
- ¿Qué quieres ahora? – Dijo el hombre con desgana y frunciendo el ceño.
- ¿Puedo acompañarle en su viaje? – Preguntó el niño.
A pesar de toda la palabrería de aquel guía, lo único que hizo al hombre esbozar una ligera sonrisa, fue la alusión a la necesidad de llevar a cinco de sus mejores hombres. Asteirm no tuvo duda alguna de que él mismo podría acabar con esos cinco tipejos si se lo propusiera. El desierto era su hogar, había vivido en una ciudad como aquella y conocía las dunas tan bien como las calles de su comarca. Pero aquellas no eran sus dunas, ni su territorio. Se limitó a encogerse de hombros dando por hecho que aceptaba el trato.
El muchacho insistió en acompañarlos durante el viaje. Asteirm lo miró como si no lo conociera, meditando el alcance de sus palabras. No tenía que contratar los servicios del niño, no lo necesitaba para nada. Pero el mocoso parecía dispuesto a seguirlo al Abismo si así se lo propusiera. Lo había visto de reojo durante la conversación con el guía, como lo observaba sin quitarle la vista de encima y como imitaba todos sus gestos. El hombre se dijo que si se lo llevaba, se acabaría convirtiendo en alguien como él y a la larga, tendría que matar al muchacho antes de que se volviese un peligro en potencia. Se encogió de hombros indiferente.
- No te pagaré, haz lo que quieras... - y volvió a centrarse en los pormenores del trato. Mientras tanto, vigilaba de reojo al niño.
Cansado de tanto escuchar los derroteros de aquel individuo, y tras probar la cena con escaso entusiasmo, Asteirm dejó el pago de la cena en la mesa, echándole una taladradora mirada a Isidore por si se le ocurría coger las monedas. El chico captó la mirada y se quedó quieto en su asiento, obediente. Luego pagó una habitación para pasar la noche y salió al exterior. Aún faltaban unas horas para que anocheciera, así que salió a dar un paseo por la ciudad. No tardó en escuchar a Isidore caminar furtivamente detrás suyo y suspiró abatido. No se quitaría al crío de encima con facilidad.
Un par de horas más tarde, habiendo andado por toda la ciudad sin otra intención que la de perder al pobre niño y agotarlo hasta la extenuación, regresó a la posada y subió a la habitación. En efecto, Isidore hacia rato que le había perdido la pista y aún tardó otras dos horas en regresar a la posada. Asteirm se quitó la capa y la dejó sobre una silla, mientras aflojaba los pertrechos de su armadura y las colocaba también sobre la silla. Los guantes, unos guantes negros con hebras de plata, los dejó en la mesilla y el cinturón de sus armas los dejó colgados a los pies de la cama. Se sentó en el borde del colchón y se quitó las botas con extrema lentitud. Ya más cómodo, se tumbó entrelazando las manos detrás de la nuca y miró al techo de la habitación. Tardó solo unos minutos en cerrar los ojos y sucumbir al sueño. Era Asteirm maestro del sueño ligero.
Rato después de estar tumbado, descansando, oyó un crujido en la madera del suelo de su habitación. No se perturbó. Sabía quién era. Dejó que el niño se acercase hasta él para comprobar que dormía. Luego, escuchó como se dirigía hacia los pies de la cama, a por su cinturón. Asteirm se alzó de la cama con una daga en la mano y agarró al niño por la camisa, tirando de él. Isidore cayó de espaldas al suelo, y Asteirm aprovechó para colocar el pie sobre su pecho y evitar así que se moviera. El niño sintió el frío conctacto del metal en su garganta.
- Vamos a ver... ¿Por qué ese empeño en robarme? - preguntó sentándose en la cama y colocando ambos pies sobre el cuerpo del muchacho. - Dame una sola razón para no matarte aquí mismo, por ratero...
- Quiero ser como tu... - logró decir el joven.
- Mala respuesta.
- ¡En serio!
- Sigue siendo una mala respuesta - apretó la daga contra su nuez y surgió una gota de sangre cuando el niño tragó saliva.
- Debo dinero... Me matarán...
- Conozco la historia.
- Dejame ir contigo... - Asteirm retiró el arma. - Largo de aquí. Mañana al amanecer, en la puerta de mi habitación. Procura venir antes de que me haya despertado. Y cuando salgas, ten cuidado con el veneno de las cerraduras, se me olvidó poner trampas en las ventanas... - comentó volviendo a tumbarse.
Isidore se levantó de un salto y tardó una hora entera en salir de la habitación, no sin antes mirar de manera aprehensiva las ventanas. Asteirm no pudo evitar sonreír. No había veneno, ni trampas, en ningún lugar de la habitación.
A la mañana siguiente despertó al alba. Se vistió con calma y cuidado antes de salir de la habitación. Cogió su mochila y salió de la habitación, tras cerrar la puerta, lanzó la bolsa encima de Isidore, que se había dormido en el umbral. El joven soltó un quejido lastimero, pero pronto se recuperó cuando reconoció al hombre, y se levantó con su mochila en brazos, siguiéndolo de cerca.
Tras un frugal desayuno, Asteirm y el joven marcharon al lugar establecido para comenzar el viaje. Allí estaban los seis asesinos que debían escoltar a Asteirm a lo largo del desierto. El hombre se reiteró en su pensamiento, podría acabar con esos seis si quisiera. Iban armados con tanto hierro, que dudaba siquiera de que alguno supiera usar la mitad de lo que llevaba encima. Resignado, emprendió la marcha a través del desierto....