Las gafas del Viejo.
Es una fría mañana de septiembre de 1612 en el viejo Madrid de los Austrias. Esto, para los oídos de los contemporáneos, viene a significar lo siguiente: hace frío y huele a mierda. Habéis asistido a los servicios religiosos, cada uno en la parroquia que os corresponde o, para aquellos de vosotros que pertenecéis a una orden religiosa o habéis profesado votos, en las capillas destinadas a tal fin. Mientras os dirigís a la calle Atocha apremia vuestros pasos un viento seco y cortante como sólo sabe conjurar Madrid. El cielo es un cobertor ácimo y plúmbeo, ribeteado de vez en cuando por leves cicatrices brillantes que anuncian, aunque sin esperanza, que hay un sol tras el lienzo gris. La lluvia parece inminente, y los transeuntes se apresuran para llegar a sus lugares de destino, hundiendo la cabeza entre los hombros. Un olor a sopas de ajo, preparadas en los conventos cercanos para los mendigos y pobres de solemnidad, se superpone al de las bostas de los caballos, y por un momento la vida y la muerte se trenzan en vuestras fosas nasales.
Cuando cruzáis la arcada del palacio del conde de Salinas, un vaho mefítico, de braseros reconcentrados, os da la bienvenida como el abrazo impúdico de un súcubo portuario. Los criados deambulan de aquí para allá, como cadáveres mecanizados y la sala con gradas en la que la academia Salvaje tiene lugar os espera con un silencio desprovisto de ceremonia. Los primeros en llegar ocupan sus sitios a distintas alturas en las gradas de arco que velan un pequeño estrado en el que Francisco de Silva y Mendoza, el anfitrión y hermano del Conde, espera. Está enfrascado en la lectura de un billete de tamaño tan reducido que sus ojos reducen su tamaño al de las cabezas de los alfileres para intentar descifrar la escritura. A juzgar por su expresión, no tiene mucho éxito.
Cuando estáis todos, el anfitrión levanta su cabeza, guarda en su faldriquera el billete y os mira con detenimiento.
-Me alegra ver que vuestras mercedes han podido llegar puntuales. Ciertamente espero que terminemos antes de la hora de comer, pues se requiere mi presencia en la Corte por la tarde. No dudo, sin embargo, que nuestra reunión de hoy será tan provechosa como es costumbre. Siguiendo nuestras normas, propondré hoy el tema para realizar las composiciones. Es éste: ¿Cuál es el más alto destino al que puede aspirar un hombre? Se me ocurrió releyendo a Ausias March, por supuesto -el noble muestra una amplia sonrisa, que contrasta con el escepticismo reinante. De las seis personas en la sala aparte de él, ninguna cree que haya releido a Ausias March, y sólo dos creen que lo haya leído alguna vez-. Bien, pues podemos comenzar.
El anciano Cervantes, encorvado sobre su cuartilla, apenas garabatea algo dificultosamente antes de erguirse y declamar, con voz cortés pero cascada por la edad:
-Si no les importa a vuestras mercedes que comience yo con el tema que ha propuesto nuestro anfitrión, he acabado ya mi composición. Es algo... modesta, pero dada la altura del tema he pensado que es mejor que su forma no eclipse el contenido. -El anciano se ajusta unas lentes rayadas y viejas sobre la nariz antes de leer dificultosamente:
-Quiere, don Francisco, una respuesta
a la mayor pregunta de esta vida:
¿qué camino, razón, senda o medida
es para nuestra alma más honesta?
El Santo Padre en Roma echa la siesta
el turco con su harén hace estampida
y curas hay amigos de bebida
que reniegan de Cristo por la fiesta.
Mas si folgar, beber... nada nos cuesta
será porque el buen dios así nos quiere:
henchida la barriga, el arma enhiesta,
émulos del Señor, que al mundo diere
su sangre, pero nuestra es la gesta
de verter vino si el hierro nos hiere.
El anfitrión carraspea audiblemente. Ha seguido con cara de espanto el poema del anciano, sin poder hilar, al menos aparentemente, las palabras que ha escuchado y dotarlas de un significado coherente. Por suerte, su rostro de estupefacción no contrasta para nada con la que viene siendo usualmente la configuración de su cara. Digamos que el noble tiene siempre cara de "asombro".
-Bien... bravo... bravo... er... don Miguel... Si vuestras mercedes lo permiten, yo también me he permitido componer un pequeño poemilla, un divertimento inofensivo... sí... veamos...
Yo pregunto, oh, y no me desvelo
pues sé que pregunto con mucho tino
por el del hombre más alto destino
y respondo que es... ¡el cielo!
Hace una exagerada pausa para aplausos, que no llegan, y luego recupera su voz monocorde.
-Bien... ¿cuál de vuesas mercedes será el siguiente?... ¡hay un ducado para el que sea el primero!
Mientras tanto el anciano como don Francisco recitan sus composiciones, el otro Francisco se dedica a garabatear rápidamente con una mueca de disgusto en la boca y los ojos entrecerrados tras sus pequeñas lentes.
Al terminar los otros dos, se aclara la garganta, llamando a sí la atención, para recitar con voz desganada una composición bastante pobre:
¿Qué es la vida, es la cuestión?
Si se mira en torno a uno,
no se ve famoso alguno.
Señorita o santurrón
pocos tienen colofón.
¿Qué es la vida, es la pregunta,
si al morir no alcanza punta?
La respuesta el cuerpo saca
como un soplo de cloaca.
¡Esta pregunta es una sandez en estos días, mis señores! —dice, airado, al terminar, mirando y remirando la octavilla garabateada con mal humor, claramente disgustado con el resultado de sus prisas—. ¿Mi ducado?