La lluvia caía a plomo en la gran ciudad. Las luces eléctricas alumbraban a los pocos valientes, o desdichados, que se aventuraban en las calles aquella noche. Los coches pasaban a toda velocidad por la calzada de asfalto, levantando grandes cortinas de agua a su paso. Y vosotros aguantabais el aguacero de manera estoica.
Alzasteis vuestros rostros, como cada noche, hacia el cielo nocturno. No se veían las estrellas, ocultas por la potencia lumínica de la urbe, y sin embargo… Una permanecía fija en el cielo, para vuestra consternación. Su luz roja titilaba incluso a través de la capa de contaminación y de las luces, como una herida en el propio centro del firmamento. Había estado ahí a lo largo del último año, desde que apareciera en el cielo nocturno, poniendo vuestro mundo patas arriba. Y brillaba un poco más cada noche.
A pesar de ello, el Rebaño la ignoraba, con aquella actitud obcecada de ignorar todo lo sobrenatural que les rodeaba. Ningún astrónomo había hecho comentario alguno al respecto. Ningún noticiario se había hecho eco de la noticia, ni siquiera en sus secciones más absurdas o intrascendentes. Simplemente, parecían no verla en absoluto.
Volvisteis vuestras miradas de nuevo al mundo que os rodeaba. Avanzasteis pesadamente bajo el manto de lluvia, dando gracias, al menos, de que los habituales vagabundos, prostitutas y drogadictos no os molestaran aquella noche. Cruzasteis la calle con la seguridad y la autoridad que os daban vuestros largos años de vida… o no-vida.
Al llegar al callejón, os refugiasteis en su interior, parcialmente protegidos del torrente por la gran altura de los edificios que lo flanqueaban. Un par de gatos callejeros, que se había resguardado cerca, salieron huyendo, espantados por vuestra terrible presencia. Ni siquiera las ratas o las cucarachas aguantaron demasiado tiempo en la cercanía, prefiriendo exponerse a la lluvia torrencial.
- Ah… vosotros… Al fin
La voz, resquebrajada, vieja, cansada, retumbó por el callejón, aun siendo un simple susurro, sobresaltándoos. Y no era fácil sobresaltaros. Al principio mirasteis de hito en hito, buscando, a la desesperada, el origen de aquel susurro. Entonces captasteis un leve movimiento por el rabillo del ojo y centrasteis vuestras miradas, augustas, terribles, en un montón de cartones y desperdicios, que parecían moverse. De debajo de aquél montón de mugre surgió un viejo mendigo, que os miró directamente, mientras recogía un roído sombrero y se lo ponía en la cabeza.
El hombre se incorporó un poco y empezó a hablar. Cuando lo hizo, su voz os resulto familiar, aunque lejana, muy lejana.
- Os he estado esperando… largo tiempo. Estoy cansado, muy cansado. Venid, acercaos. Sí, vosotros. No hagáis moverse a un pobre anciano. La podéis ver, ¿verdad? – dijo, señalando hacia el cielo con un dedo retorcido. Tosió, interrumpiéndose, y una nube de vaho salió exhalada de su cálido aliento. Respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados, para recuperarse, antes de continuar.
– Sí, ha llegado el momento. Vuestro momento. No me recordáis, ¿verdad? No, claro que no. Fue hace mucho, mucho tiempo. En otro lugar, en otra época. Pero es importante que recordéis, ahora más que nunca. Cuál es vuestra herencia, vuestro Legado. Por eso estoy yo aquí. Sentaos, poneos cómodos. Nos llevará algo de tiempo. Veamos, dejadme recordar – Se atusó la desordenada y sucia barba, pensativo – Sí, sí. Lo recuerdo. Lo recuerdo bien, como si hubiera sido ayer. Lo recuerdo todo.
Se tapó el rostro con una mano huesuda, artrítica, sumido, de repente, en un ligero temblor, antes de continuar, casi sollozando, con la voz rota
– Esa es mi maldición. Todo empezó en Sérézin…