Miles estudiaba la situación fuera del ángulo de visión del sheriff, hacia la derecha de Lewis, apoyado en la pared y con el espíritu tensionado como un arco. Ni siquiera los dos muchachos se habían apercibido de su presencia.
El teniente Blake permanecía apartado. Se detuvo a indagar en los rostros de Lewis y Josie. No parecía que tuviese intención de intervenir. Su rostro no expresaba nada.
Al otro lado de la avenida, el herrero contemplaba la escena con los brazos en jarra, mientras que Rutherford les indicaba a unos paseantes mediante cuchicheos lo que estaba a punto de pasar.
Al fondo de la calle, Richmond y Taylor, tras de algún titubeo, se habían lanzado en pos de Andy Broken, para abordarlo en la entrada de la tienda de abastos.
El último tono de las campanas se extinguió, una sombra de nota bruñida que murió como todo lo nuevo. Les seguían llegando los sonidos de Little Troy despertando, pero lejanos, como procedentes de otra dimensión, insubstanciales en el interior de la cúpula trágica que los había acogido.
Norton dio un paso para acomodar su postura y la tierra se removió sobre su suela con un ruido que vaticinaba el que hacen las paladas del enterrador sobre la tapa del ataúd. El mundo se llenó de su reverso. Un vacío expectante lo colmaba todo y suspendía la respiración de los espectadores. Garrison apretó la mandíbula. El menor de los gestos de aquellos dos hombres se volvía perceptible de un modo inimaginable, la decisión de la muerte los hacía dolorosamente presentes.
Y entonces ocurrió, en un segundo que sólo puede registrar el cerebro de quien obra, sorprendiéndoles a todos: Norton desenfundó.
Y Garrison reaccionó, un pestañeo por detrás, pero con tanta suavidad, que su revólver ya estaba encañonando a su oponente, antes de que éste pudiese afirmarlo.
Y los efectos aclararon la aparente simultaneidad de sus disparos: una bala ya había impactado en el pecho de Norton, desplazándolo hacia atrás, cuando la suya abrasaba el costado izquierdo de Garrison.
Garrison enseñó los dientes y disparó de nuevo el más rápido, acertándole en las tripas. Norton, quien sentía que los miembros habían dejado de pertenecerle, replicó sin fuerzas, y su bala se hundió en la tierra, cerca de las botas del sheriff. El jugador cayó de rodillas. Josie pudo atisbar un par de flores sangrientas abriéndose sobre la tela de su espalda.
Garrison se llevó la mano izquierda al costado herido al tiempo que apuntaba con mucho cuidado y disparó por tercera vez. Un puñado de los sesos de Norton salieron despedidos por los aires y el valiente cayó de espaldas con las piernas recogidas sobre su cuerpo, repentinamente lívido. Su mano izquierda sufrió un espasmo y ya no se movió más.
Y Bonito se permitió bajar la guardia, incapaz de sospechar el enemigo con el que estaba a punto de encontrarse en el interior del local desierto. Sus armas no eran de hierro, sino que más bien tenían la cualidad del durazno; su desafío no era el zafio de los pistoleros borrachos, sino que era como el susurro de la brisa peinando las praderas en primavera.
Entre los límites de los nueve y los catorce años, surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o tres veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica. Aquella niña que fregaba el suelo de rodillas, cerca de la barra, descubiertos los hombros frágiles y color de miel y la parte superior de la espalda esbelta, aquella joven que se estiraba conmoviendo los senos juveniles y las curvas incipientes, era, sin lugar a dudas, una de tales doncellas.
Se detuvo en su tarea y miró al pistolero, quien resultó golpeado irremediablemente por la gracia letal, por el evasivo, cambiante, anonadante, insidioso encanto de la nínfula.
Marie fue consciente de su efecto perturbador sobre Bonito y la amenazó:
-Suzzette, mala pécora, vuelve a tus quehaceres o te deslomaré.
Suzzette agachó la cabeza dócilmente y estiró de los picos de su blusa, antes de continuar. Al pistolero, que estaba admirando el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que caracterizaban a aquel pequeño demonio mortífero, ignorante de su fantástico poder, no se le escapó la visión de un pequeño lunar en su flanco.
Minutos después, sumergido en una tinaja de agua caliente, la figura de Suzzete aún estaba prendida de sus retinas como una herida tierna.
Marie, ajena a esto (o quizás dolorosamente consciente), le frotaba con delicadeza cada tramo de piel y se declaraba:
-Bonito, ¿has pensado en sentar cabeza? Tengo un primo que vive en Killem. Regenta los establos. No hace mucho que me comentó que quería emplear a alguien. ¿No te gustaría trabajar para el ayuntamiento? Podría comentárselo. Así podrías dejar ese trabajo ingrato en la granja. No creas que no me enteré de que os robaron la otra noche. ¿Te juegas la vida para qué, por dos dólares al día? Yo también podría dejar este trabajo, Bonito. Sabes que desde que te conozco procuro reservarme para ti. Dime, Thomas, ¿podrías llegar a sentir algo por mí?
Lewis contempló entre atónito y decepcionado como la pericia de Garrison superaba con bastantes creces la de Norton, pero aún así no interrumpió ya que no hubiera sido justo, se trataba de un duelo de honor entre dos hombres.
El cuerpo del jugador de cartas cayó tendiendo en el polvoriento suelo, empezando a formar un pequeño charco rojizo debido a los múltiples impactos de bala.
Lewis contempló al cadáver con fijeza, más fijeza de la que podría considerarse normal a pesar de tratarse de un muerto. Estaba muy claro que algo se fraguaba en la mente del montañero, algo lo suficientemente decisivo y arriesgado como para hacerle dudar durante varios segundos.
Finalmente, y sin previo aviso, dió un brusco empujón a Josie, la cuál probablemente daría un traspiés al cogerla tan de sorpresa. No le agradaba demasiado la idea de que su posible último contacto con ella fuera tan maleducado, pero la verdad es que suponía que poca diferencia supondría con la opinión que ya tenía formada de él... que probablemente se rebajaría al mínimo tras lo que hizo a continuación.
La mirada de desdén que el sheriff había dedicado a ambos se repitió por última vez en la cabeza de lewis antes de levantar el rifle hacia él y disparar.
Quizá era un gesto cobarde, dado que Garrison ya estaba herido y desprevenido, pero eso le daba francamente igual con una rata como él.
Tirada: 5d6
Motivo: disparo
Resultados: 3, 4, 5, 4, 4
¿Qué vidas distintas podía escojer "Bonito" con un abrir y cerrar de ojos? ¿Qué vidas seguras y perdurables desechaba al guardar silencio a las preguntas de la muchacha?
Mary, el polvo del camino me ha secado en exceso el garguero... Dijo mirando el reconfortante agua En unas horas parto donde la Señora Wales mi querida, ¿què mejor que no perder el tiempo?
Dijo encogiendose de hombros y esperando que la muchacha comprendiera la indirecta sin ahondar màs en el asunto que tanto lo incomodaba
No, no puedo... Y menos ahora... Nunca dejé a los mios aún cuando nos utilizaban... Menos lo haré ahora que somos iguales con mis compañeros, que estamos en la misma... Y, acaso entenderías mi pequeña lo que siente un vaquero cuando arma un negro en el filo de una cuchilla, observando como se pone el sol, observando las longhornes pastar mansamente... Sabiendose protector de algo? Nah... Mejor, un trago de licor para pasar el mal trago...
Pero Garrison no estaba tan desprevenido ni tan malherido como Lewis se pensaba. En lo que éste hacía por empujar a Josie, asentar la culata del rifle sobre su hombro y levantar el percutor, el sheriff, perro viejo que había preparado más de diez duelos amañados, se reviraba como un danzarín de la muerte hacia la puerta del saloon, plantaba una rodilla en tierra y realizaba implacable dos disparos.
El primero desgarró el cuello de Lewis; el segundo arrancó astillas de la pared, cuando el objetivo se tambaleaba y su cañón vomitaba fuego, un disparo impreciso de necesidad que obligaba al teniente a agachar la cabeza.
Lewis miró a la nada con estupor. La bala le había seccionado la carótida y la sangre se le escapaba a borbotones, empapándole la chaqueta. El rifle se le escurrió como un objeto alargado e insensato de entre los dedos y se derrumbó. Intentó mantenerse con la mano derecha, pero le falló en unos segundos, y cayó de ese costado. Tenía los ojos abiertos, una expresión infantil de incredulidad, mientras su mejilla reposaba en un copioso charco rojo vivo de su propia sangre, a los pies de Josie.
Mary se había entregado al pistolero en silencio, con una pasión casi desesperada.
Tras la sesión amorosa, Bonito yacía en la cama, con las manos debajo de la nuca y el pecho subiéndole y bajándole con serenidad, apreciando la claridad que se derramaba por la ventana.
Las campanas de la iglesia estaban dando las once de la mañana.
Ni siquiera advirtió cuando Mary se escurrió de su lado y desapareció. Trataba de recordar unas palabras atrapadas en mitad de los rezongos de Magus al marcharse como un perro sin dueño: “Ávaro. Mal amigo. No te hablaré de mi visión entonces. Estabas de pie ante siete puertas y todas ellas conducían a la muerte”.
Lo oyó entonces, inconfundible, el sonido de unos disparos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Una pausa. Uno. Dos. Tres.
Aquel familiar estruendo en la lejanía le hizo incorporarse sobresaltado... Completamente desnudo, se arrimó a la ventana con cautela...
Ningún indicio tenía de estar en peligro, salvo los incidentes pasados... Pero estaban en el pueblo y allí debía haber ley.
¿Y desde cuándo la ley manda en esta tierra?
Observó intentando identificar el origen de los disparos, para luego ponerse sus ropas y volver con sus compañeros.
En fin, ya dieron las once, mejor voy a ver al viejo Miles...
El empujón de Lewis la hizo trastabillar pero alcanzó a apoyar sus manos sobre la estructura de madera y evitar caer. Se disponía a increpar a Thomas cuando sobrevinieron los disparos. Todo pasó demasiado de rápido, un segundo tenía la recia espalda de él frente a sus ojos y al siguiente yacía tumbado en el suelo mortalmente herido.
Josie sintió que su corazón dejaba de latir y su respiración también cesó. El tiempo pasó lento, demasiado lento a su alrededor y los segundos se hicieron eternos. Volvió a respirar y su corazón a latir, pero cada latido era como un puñal atravesándole el pecho, doloroso como el que más. Sus ojos se llenaron e lágrimas que le fue imposible contener, como nunca Josie dejó que esos sentimientos tan férreamente acorazados a lo largo de esos años, salieran a flote.
-Tom... -susurró.
Se agachó junto a él y le cerró los ojos, despacio, deslizando la mano por su rostro una última vez, en una caricia como las que le diera antaño. El mentón de Josie temblaba y ella cerró los ojos, haciendo un esfuerzo como hace mucho no hacía para no echarse a llorar.
Se humedeció los labios, aún con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Respiró profundo y volvió a enterrar esos sentimientos. Se tragó el dolor y la pena, pero no así la rabia y mucho menos el odio, un odio que ahora había sido reavivado, un odio que surgía con nuevas y renovadas fuerzas.
-Maldito perro bastardo... -masculló y se puso de pie, cogiendo el rifle de Lewis que a partir de ese momento haría como propio.
El odio con el que miró al sheriff fue infinito, pero aunque deseaba como nada acabar con la vida de ese hombre sabía que nada podría hacer en ese minuto contra él.
-¡TERMINO EL ESPECTACULO! -gritó a los curiosos hecha una furia y buscando con la mirada a sus hombres. Necesitaba una carreta, no se iría del pueblo dejando el cuerpo de Lewis allí tirado... no podía hacerlo y no lo haría.
A Miles le hervía la sangre, el sheriff había acabado con su compañero. Escupió el tabaco de mascar antes de darse cuenta de que la bilis había llegado y le dejó un mal sabor de boca.
Estuvo tentado de disparar, pero Garrison estaba alerta y sus hombres ya corrían en esta dirección. No era seguro que acabase con ese chacal antes de que las cosas se pusieran feas. No, tendría que esperar por otra oportunidad para vengarse de esa hiena.
Dejó de sujetar la culata de su revólver, se obligó a ello pues no se había dado cuenta que lo estaba agarrando con fuerza y se acercó a Josie para calmarla y al mismo tiempo cerciorarse de que no hacía ninguna estupidez. Sin embargo no dejó de mirar a Buentino, lo hizo fijamente. Se notaba su fuego interior aunque sus ojos eran fríos, y ambos sabrían al cruzar su mirada que algún día tendrían que matarse.
Callado, miró a Josie antes de echarse al hombro el cadaver de Lewis. - Busquemos una carreta. Llama a los demás. Nos vamos de aquí. - le ordenó a Josie, aunque sabía que ella era la patrona y no él, pero su presencia era imponente y su forma de hablar fría y firme no dejaba razón para desobedecerle.
Lo que para todos había sucedido en apenas un par de segundos, a Lewis se le antojó casi interminable.
La bala del sheriff impactó certera y sorprendentemente, sobretodo teniendo en cuenta que debería haber estado poco preparado tras su duelo... o al menos eso había creído. Nuevamente había sido un iluso.
Notó como la sangre brotaba de la herida extinguiendo su propia vida, pero de hehco lo hacía tan deprisa que apenas era capaz de sentir dolor alguno.
Su cuerpo reaccionaba instintivamente, más rápido que su mente, y antes de darse cuenta su cuerpo ya yacía en el porche del saloon en el que escasos minutos antes había pasado un buen rato.
Pero aún así, no se arrepentía. Lo había intentado y había fracasado, era mejor perecer entonces que vivir con otra deshonra vergonzosa a cuestas. Estaba seguro, moriría ahí, solo, pero ni siquiera eso le importaba.
Fue entonces cuando pudo distinguir la voz quebrada de Josie, cercana y muy lejana a la vez, usando ese diminutivo que tantos años atrás había sido el más habitual para referirse a él.
Aquellos fueron buenos tiempos, los únicos, quizá después de todo sí había sido un error... si tan sólo lo hubiera sabido antes no se hubiera arriesgado. Al final, sí tenía algo que perder, pero ya era demasiado tarde.
Su boca compuso una pequeña sonrisa a sabiendas de que la única mujer a la que había amado nunca seguía sintiendo algo, aunque no supiera muy bien el qué. Ya no podría comprobarlo, acariciarla o besarla... pero para él ese simple diminutivo suponía suficiente motivo para entregarse a la oscuridad de la muerte con una extraña mueca de felicidad.
Richmond, el agrio mexicano, y Taylor, un gordo malencarado, llegaban hasta su jefe con las pistolas desenfundadas y aire negligente en el momento en que Miles se estaba echando el cuerpo de Lewis al hombro para encaminarse hasta la tienda de abastos, adonde Josie se había apresurado para pedir prestado un carromato a Lucius Broken. Garrison y Miles se crucificaron mutuamente aún durante graves instantes.
Bonito llegaba a medio galope justo cuando Miles depositaba el cuerpo de Lewis en la carreta y Josie lo cubría con una manta. Además, había otro cadáver tirado frente al Sullivan, con la cabeza abierta como una calabaza, repulsivamente brillantes bajo el cielo encapotado. (Como más tarde sabría, se trataba del cadáver de un jugador que se había batido en duelo con el sheriff por una afrenta pasada. Lewis, esperando tomarlo por sorpresa, se había entrometido, y el sheriff lo había fulminado con un balazo en el cuello.) Cerca de él, el sheriff y dos de sus hombres forcejeaban, el uno maldiciendo y jurando que sólo se trataba de un rasguño, los otros conminándolo a ir hasta la casa del doctor O’Reilly. Había también un oficial de la Unión, con los brazos en jarra y el ceño fruncido. Garrison accedía y hacía mutis cuando el enterrador Ziman, un individuo agorero de nariz aguileña, entraba en escena y se apresuraba a hacerle las medidas a Norton y mientras tanto, Bonito, Josie y Miles se ponían en movimiento. Miles conducía la carreta y ya a la altura de Ziman y el muerto, Josie se apeó para formar una recua con sus caballos, que estaban atados al abrevadero. Ziman aprovechó para preguntarles si debía de encargarse de su difunto. “La señora Wales debe de decidir cómo y dónde se entierra”, le contestaron.
Entonces, Sarah y Zacharias hacían su entrada en el pueblo. Eran las once y media y lloviznaba. Oyeron el silbido de un tren que partía hacia Austin con el cargamento de Seth Doherty y un vaquero a bordo, Jacinto Heredia, que apretaba sus facciones, definitivamente convencido de declarar ante el sheriff en cuanto estuviese de regreso. En ese punto, cuatro de los agentes del sheriff arribaban para vigilarlos muy de cerca. El teniente Blake, que hasta ese instante había estado observando aquel trasiego con aspecto lúgubre, meneó la cabeza y se marchó bajo la lluvia.
El camino de vuelta a casa estuvo lleno de amargura.
Catherine Wales y Darius Potter ya estaban en la granja. Gertrudis y el pequeño Jeremy se deshicieron en llantos cuando el cadáver fue trasladado a uno de los dormitorios para ser velado. Jeremy lloró tanto que todos temieron por su salud. Catherine dio dinero a Potter para pagarle un buen ataúd y quiso que Thomas Lewis fuese enterrado en el cementerio familiar, el cual sólo contenía una tumba, la de su marido, meramente testimonial.
Sobre la una, Potter y Bonito regresaron al pueblo para hacerle el encargo al enterrador y avisar al cura. Tomando mil precauciones, aseguraron que a las doce del día siguiente todo estaría listo para celebrar el sepelio en las tierras de Ithaca.
A eso de las tres ya estaban de vuelta, ilesos. Gertrudis había preparado un caldo reparador para todos y se sentaron juntos a comer. Fue una larga sobremesa en la que, además de lamentarse hondamente y jurar venganza, Zach les habló del sudista que él y Sarah habían visto merodeando junto al río Flegetón. Carlos Príamo no dijo nada, pero ya supo dónde encontrar al sargento Speaker. Miles, por su parte, les contó lo que Jacinto Heredia, un antiguo compañero, le había revelado: sin lugar a dudas, la banda de Ajax Hugues les había robado el ganado hacía una semana. El tipo había estado en el saloon O’Malley unas noches antes, reclamando, impunemente, un par de vaqueros para robar ganado y conducirlo hasta el cañón de las Águilas.
Faltaba poco para las cuatro de la tarde y Carlos Príamo era el principal motivo de conversación entre Richmond, Taylor y un humillado Andy Broken en un callejón embarrado cercano a la estación. Al muchacho, indeciblemente despechado, tan sólo le hicieron falta un par de bofetadas para contar lo que había descubierto en la granja: un mestizo cojo y desabrido lo había recibido a punta de escopeta esa mañana en la granja Ithaca, cuando la viuda y el capataz se encontraban visitando a la señora Clayton.
Serían las cinco cuando el sheriff, con el torso fuertemente vendado, tan sólo habiendo sufrido un tiro limpio que había atravesado carne magra, y rumiando la información reciente, le pateaba la cara a Magus, un comanche borracho, para que le hablase de esos confederados que se habían visto en el O’Malley días atrás. Magus no tardaba en delatar a una de las prostitutas, Marie, que se veía con uno de ellos, un tipo con un parche en el ojo. Garrison, ni corto ni perezoso, envió a tres hombres para que la vigilaran.
Dejó de llover en el crepúsculo.
Sonaban las nueve. Garrison cenaba con el alcalde, el juez, el teniente Blake y Edgar Mortimer, el director del banco. Éste, manipulado por Buentino, terminó por comentar que la viuda Wales había ingresado todo un hatillo de lingotes de oro hacía unos meses.
A las diez, una Marie desangelada, tal vez con el corazón roto por la actitud elusiva de Bonito, y cuyo verdadero nombre era Sybil Reynolds, abandonó furtivamente el saloon para dirigirse a los Dardanelles y encontrarse con Speaker, a orillas del Flegetón, oculto en una covacha. Los tres hombres del sheriff la habían seguido y, tomándolos por sorpresa, liquidaron al confederado que Príamo había herido en una mano, y se llevaron a rastras al lestrigón y a la puta.
Pero tras la cena, Carlos Príamo, opacado por el luto de los compañeros, se había apropiado del caballo de Lewis y dirigido hasta donde Zach y Sarah habían indicado, justo para ver a los ayudantes y sus prisioneros alejarse. Antes de ninguna otra cosa, decidió seguirles.
Finalmente, Speaker cantaba todo lo que sabía en la cárcel tras ser sometido a casi dos horas de brutal interrogatorio. Garrison y sus hombres, transformados en lobos humanos, se reunieron en el O’Malley y bebieron hasta la madrugada. Carlos Príamo no tuvo que poner durante mucho tiempo la oreja para saber lo que estaba a punto de pasar y cabalgó hacia el rancho. A su espalda, sombras demoníacas descendían en frenética danza por las faldas de Avalon Hill y se zambullían en las calles anegadas, buscando los corazones de los hombres.