Sarah se quedó de una pieza tras la intervención de Zacharias y no porque no lo estuviera haciendo bien, es más, según la castaña vaquera, aquel muchacho lo estaba haciendo mejor que nadie pero no podía evitar sentir una especie de malestar por la preocupación que él les manifestaba a aquellas dos mujeres cuando ella realmente estaba furiosa con ellas por haberles puesto en peligro a todos, si al final todo el mundo era igual. La joven bufó y se apartó, emitiendo un gemido pues el brazo le dolía sobre manera y la mirada que Zac le había echado, no le había servido para borrar la frase en la que había dejado su destino en manos de la señora del rancho, sólo porque ella le había dado una oportunidad. Lo entendía pero no lo aceptaba.
Hudson tenía un nudo en la garganta y no quería llorar delante de nadie, no le apetecía hacerlo nunca más; con gran esfuerzo se acercó hasta donde había caído su sombrero, lo levantó y miró a cada uno de los presentes, ella no tenía ninguna razón más para quedarse. Quizás el propio Buckner pero él tampoco parecía poder dejarlo todo por ella, la muchacha estaba cansada de vivir cuidándose las espaldas. Se acercó a Catherine y respiró profundo antes de empezar a soltar las últimas palabras que le dirigiría a aquella mujer, sonrió brevemente, la sonrisa era para la negra que la observaba con infinito aprecio.
-Está en usted, señora, aceptar o no los consejos de Buckner, una cosa es segura, si decide quedarse-y en este punto se volvió a mirarlo, con mucho dolor y decepción, pero no por él, por ella; Buckner no le pertenecía y ella lo supo enseguida,-tendrá un hombre fiel bajo su mando, no permita que le maten, como a... Bueno, ya sabe. Por mi parte, no le debo nada y lo lamento mucho pero no quiero arriesgar más mi vida, quizás finalmente quiera ser una mujer normal...-volvió a mirar a la señora.-Me llevaré mi caballo y la ropa con la que llegué a aquí y le dejo mi agradecimiento. Deseo, de todo corazón, que las cosas salgan bien para usted y los muchachos. Hasta pronto, señora Wales.
Sarah se calzó por fin el sombrero, bajando la cabeza para que nadie pudiera notar que prácticamente le era imposible controlar el llanto y enfiló lentamente hacia la puerta, bajar las escalerillas le costaría pero no estaba dispuesta a quedarse, no, simplemente quería ser otra persona, lejos de allí. Y por Dios que lo que más le dolía era dejar a Buckner y pensaba en sus gestos, sus labios, lo que pudo haber sido y no fue. Se sentía más tonta que nunca por creer que alguien pudiera interesarse en ella, alguien además de Andy e incluso éste le había tratado como una cualquiera. Bajó los escalones lentamente, quería dejar cuando antes aquel lugar de muerte.
Bonito había comenzado a replicar a balazo limpio contra las ventanas de los más intrépidos, tratando de rescatar a Miles de aquel infierno. Pero en el fuego cruzado, su fiel corcel Pingo cayó acribillado; el pistolero saltó con agilidad y se tiró tras la mole con estertores de muerte.
Pero entonces, la voz del teniente Blake, un militar de rostro aniñado y porte estirado se sumó a la del juez Pickering con la intención de detener la masacre:
-¡Alto, alto el fuego!
Los disparos fueron amainando.
-¡Ustedes dos, arrojen las armas!
Bonito presentaba un rostro desencajado -¡habían matado a su caballo, esos perros, se los iba a hacer pagar!-, vibraba como un zorro acosado, pero Miles, asumiendo lo insostenible de la situación, y entendiendo que tal vez cupiese la posibilidad de explicar la injusticia de la que habían sido víctima, le hizo un gesto perentorio inequívoco al tiempo que se deshacía de sus armas, y el joven lo imitó.
El teniente Blake examinó entonces el cadáver de Garrison y chasqueó la lengua. Durante aquellos instantes de incertidumbre, Miles y Bonito, con las manos en alto, y cercados por una docena de personas con rifles y escopetas, se sintieron como auténticos náufragos, desvalidos, desposeídos de todo, solos en la vida.
Cuando la viuda Wales se dejó persuadir, pese a los reproches y pataleos de su hija, Sarah ya se había marchado, con rumbo indefinido.
Buckner preparó una carreta para transportar a las mujeres, al herido y al crío. Alguien mencionó la Granja Abandonada, el que había sido el hogar de los Atreus, una familia de colonos griegos que había sido masacrada por los comanches antes de la guerra, y allí decidieron esconderse. Llegarían en una hora y media, por caminos embarrados, calculaba el joven, ya subido en el pescante.
Minutos después, reunidos en la casa del juez, pudieron dar su testimonio. Alguien encontró en una celda de la cárcel al sargento Speaker, moribundo, quien pidió a un cura para confesarse, pero antes lo contó todo: de cómo él había sospechado que el teniente Wales había sido el encargado de sacar el oro de la Unión del país, de cómo creía que lo había enterrado por los alrededores del rancho Ithaca, de cómo había intentado asaltar el mismo días atrás, ahora que la guerra había acabado…
Bonito y Miles fueron encarcelados preventivamente, mientras que una partida de hombres se dirigió hacia el rancho, apenas una hora después. El rancho les dio la bienvenida con un truculento felpudo de cadáveres. Allí se había desencadenado una auténtica batalla. Al encontrar la casa vacía, algunos hombres siguieron el profundo rastro de las ruedas de las carretas.
En ese momento, la carreta estaba cerca del lago Caribdis. Se detuvieron unos segundos para avistar la isla, el jardín de las Hespérides. Cuando una hora después se estaban acomodando entre las ruinas, custodiadas por dos cadáveres putrefactos y despedazados por las alimañas, vieron llegar dos hombres a caballo, presentando bandera blanca. Buckner tuvo el buen juicio de no dispararles. Así, todos pudieron saber que la verdad empezaba a conocerse y que podían volver al rancho, sin represalias por el momento.
Al anochecer de ese mismo día, Bonito y Miles fueron liberados.