—No vamos a encerrar a los rehenes en ningún sitio. Los quiero ver a todos, a la vista. Siempre vigilados —contestó Jana a Jodie —. Pero tienes razón en lo que dices. Es algo más que un palurdo sin hogar. ¿Pero qué?
La maquinaría alemana que tenía por mente estaba trabajando. El vapor, la electricidad, transistores y diodos. Máxima potencia hacia ninguna parte. Jana era capaz de trazar un plan si veía todo el paisaje, si conocía a todos los personajes de la obra. Pero había un intruso que no podía catalogar. Algo extraño, siniestro, acechándoles. Karl había sido destrozado y su hermana se había esfumado, buscando dar muerte al asesino. Amor había sido brutalmente asesinada y Diego había sido arrojado por la ventana. La policía estaba en camino. Afuera, el sargento Al Powell pedía ayuda. El caos se cernía sobre la ciudad. La puerta al infierno estaba en el Nakatomi.
El elevador. Ding. Una mujer desnuda fue escupida por sus fauces. Asustada, confundida. La chica en ropa interior que se les había escapado. Tras ella, Tanque. La mirada perdida, andaba solo si Nicoleta tiraba de su mano. La eslava se había desprendido de su ropa, decorada su piel con una combinación negra. Sobre ella, las correas que sujetaban sus armas y su equipo. De una mano llevaba a Tanque, como a un niño grande, de la otra arrastraba un saco. El saco de Santa Claus.
Michael no apareció. Desaparecido. Sin rastro. Nicoleta solo le perdió de vista un momento. Y ya no estaba. Regresó, con la chica, el compañero ido, el saco de regalos de Santa. Solo había uno; algo pesado que obligaba a la mujer a arrastrarlo por el suelo. Afuera, luces de navidad; rojas y azules. Los chicos de azul. La caballería del sargento Al Powell. Jana se acercó al ventanal. Al menos cinco coches patrulla. Vendrían más en cuanto supieran que tenían rehenes. Pero ellos no parecían preocuparle.
—Necesito averiguar que está pasando aquí. Necesito pensar —sus ojos claros se desviaron hacia el despacho de Nakamura. Tomó una decisión —. Necesitamos ganar tiempo hasta que Argail pueda abrir la cámara de seguridad. No nos iremos de aquí con las manos vacías. Aparte, ya no podemos salir por la puerta principal.
Lo que indicaba que tenía un plan B de escape. No lo comentó.
—Jodie, te quedas al cargo. Contén a la policía. En cuánto Argail abra la cámara, nos vamos. Mientras, trataré de descubrir que está pasando.
La recta alemana se encaminó hacia el despacho de Nakamura, aquella cueva corporativa llena de horrores y curiosidades. La clave, pensaba, estaba allí.
Una mala sensación les recorrió a todos. Como si no quisieran seguir descendiendo más en esa oscura sima en la que se habían metido. Pero uno de ellos lo hizo. Nicoleta abrió el saco, revelando una motosierra. Un cacharro antiguo, grande, pesado. Sucio. Parecía no haberse usado en años. Los dientes no estaban afilados y la sustancia oscura que había pegados a ellos estaba reseca y polvorienta. Las chapas estaban comidas por el óxido. No tenía combustible. No era el arma asesina. Al menos no allí, no en ese año. Parecía que alguien le había dado un uso intensivo. Pesaba, señal de que provenía de una época antigua, cuando se hacían las cosas para durar, sin nada de electrónica, solo motores, correas y cadenas. No parecía un arma, tampoco una herramienta. Más bien, una reliquia. Un tesoro. El osito de peluche de un niño perverso.
La voltearon. En uno de sus costados había un nombre grabado. Betsy.
Habían encontrado a Betsy.
Cerramos capítulo.