Justo cuando a Renzo se le acababan las opciones para escapar de las balas del oso, a la mañana le esperaba el toque final, con fuegos artificiales y todo. Por todo el rato que duró la nueva ducha de plomo intentó esconderse de la mejor manera que pudiese porque aquel día no estaba de humor para morir acribillado.
La lluvia de balas, combinada con las luces de la policía que llegaba coronaban una mañana que no sería nada fácil de olvidar. Finalmente, cuando no escuchó más balazos, se animó a asomarse, a ver a quien había que disparar ahora. El único de pie, o al menos el único que Renzo veía, era al oficinista, pero con una ametralladora y una peculiar opción de vestimenta. Él no era quien para criticar la etiqueta del hombre, que parecía no tomarse a bien las negativas.
El recién llegado se sentó, calmado como el ojo de una tormenta. Lo dejó un poco más tranquilo la respuesta que dio al niño y decidió levantarse, pero la respuesta del maldito idiota del supervisor estuvo por provocarle el infarto que había eludido mientras Winnie buscaba acertarle con los peligrosos mosquitos de metal.
Se levantó con las manos levantadas y su pistola tomada entre dos dedos, bien a la vista del oficinista. Se acercó despacio, con la mejor sonrisa que pudo construir, que en honor a la verdad no era muy convincente. Dejó el arma en la mesa, frente al recién llegado.
- Amigo, si no te molesta te serviré yo el desayuno. Intentaré evitar las patatas cantarinas con sangre, eh? jeje -rió sin gracia.
Si el tipo lo dejaba, Renzo le prepararía el maldito desayuno.
- Oye, podemos decirle a esta gente que se vaya, ¿verdad? Creo que ya han tenido mucho por una mañana. Yo me quedaré a desayunar contigo, si te parece bien.
Respecto a la poli y a Jana ya se ocuparía despues. Total siempre llevaba documentación falsa encima.
Tirada oculta
Motivo: de la sartén al fuego
Tirada: 1d100
Resultado: 58(+60)=118 [58]
Que Dios me ampare (?)
Esperaron. Renzo fue el único que se movió. Lento, las manos visibles, una caricatura de cartón atrapado en el tiempo bala. Un desayuno y patatas cantarinas. El supervisor le lanzó una mirada, excusándose. No iba a ayudarle. El italiano alzó sus ojos hasta la colorida carta que había suspendido por encima de su cabeza. Pan, lechuga, tomate, cebolla caramelizada, salsa especial, kétchup. Y la carne. Un mix de ingredientes que perfectamente orquestados podían salvarles la vida…crear un cráter en el corazón de LA.
Calentó los panes hasta que se tostaron un poco. La carne sobre la plancha chisporroteó. Una vuelta, otra. ¿Cuál era el punto del menú? Espolvoreó el pan con lechuga, colocó una rodaja de tomate. La carne se terminó de hacer en menos de un minuto. Comida rápida. Más lechuga, cebolla. Ketchup. La salsa, no podía olvidarla. El segundo pan. Una obra maestra culminada en honor al pollo.
Encontró el papel de envolver. Tan vistoso, tan llamativo. Las patatas cantarinas se encontraban en la mesa caliente, a buena temperatura. Siempre listas, siempre calientes para tu paladar, asi decía la canción del spot. ¿O era la publicidad de un bar de carretera? Metió el pedido en una caja de cartón junto con un vaso tamaño mediano lleno de Coca Cola. El desayuno de los campeones.
Renzo salió de la cocina. Apenas habían pasado cinco minutos, pero los supervivientes de la que sería recordada como la masacre del Pollo Brother, le contemplaron como si hubiera estado fuera del local por años.
Renzo colocó el pedido sobre la mesa.
—Servicio directo a la mesa. Eso es nuevo —dijo el oficinista, una sonrisa nerviosa, los ojos perdidos.
—Todos se quedarán a desayunar. Como dije, no quiero molestar a nadie. Por favor, sigan comiendo.
Miró el desayuno, luego por encima de su hombro. Ahora había al menos seis coches patrullas. Las luces encendidas, los agentes de azul detrás de las barreras metálicas, con las armas fuera de sus fundas. Habían cortado el tráfico, despejado la calle. Salvo por una mujer de traje quien discutía con uno de los agentes. Tenía su Dodge allí aparcado y no parecía querer moverse de allí.
—Espero que no utilicen un francotirador —dijo el oficinista —. Siempre lo hacen ¿Saben? Lo vi en una serie. Buscan un momento y pum, la cabeza del tipo sale volando. Solo que en mi caso… —les mostró el pulsador unido a su cuerpo —. Si esta preciosidad cae de mi mano, activará mi cinturón. Bien, ¡Veamos esa hamburguesa!
Usó una mano para desenvolverla. Fue picoteando las patatas a la vez que iba comiéndose la hamburguesa. Fueron cinco tensos minutos. Se bebió medio vaso de azúcar con agua y colorante.
—Ahí va la última, jeje —dijo, engullendo la última de las patatas.
Silencio. El tipo sonreía. Una sonrisa amplia, verdadera. La tensión había desaparecido de su rostro, su mano estaba relajada. Ahora había diez coches afuera y un tipo con traje dando órdenes aquí y allá. La mujer trajeada había movido su Dodge, pero no mucho. Había otra chica al volante. Aparecieron los primeros curiosos.
—¿Y ahora qué? —no preguntó a nadie, puede que ni a si mismo —. Ha sido una buena hamburguesa. Excelente. La mejor de toda mi vida.
Sus ojos seguían vacíos. Se había dado cuenta de que todos los días acudieron al local para comerse aquel menú no habían podido llenar el vacío que sentía cada vez que se levantaba por la mañana. Y el clavo ardiendo que hasta ahora le sujetaba a la vida se había convertido en una ilusión, un fantasma. Aquello solo era una hamburguesa, no el cariño que necesitaba.
El tipo miró la mano con el pulsador. Estaba jugando con una idea. No había escapatoria. Estaba tan dentro de la rueda que girar era lo único que podía hacer. Estaba cansado. Correr y correr. La oficina, los atascos, su vida solitaria. Solo tenía que dar un botón. Después de todo, la mejor parte de su vida ya había pasado. Había sido devorada junto con aquella hamburguesa.
Me quede mirando cuanto ocurria, atravesando el lugar de un lado a otro con mi mirada, mientras el del cuchillo ahora se convertia en chef. Donde antes buscaba cortar la yugular de un oso adicto en exceso al subidon de azucar por dulce miel, ahora usaba otro tipo de filo para cortar cebolla o una paleta para que la carne semiartificial saltase sobre la plancha de mugrienta grasa, buscando darle el mismo toque que el latino que ahora yacia hecho pedazos en el mismo piso sobre el que se movia.
Grasa y sangre. Era genuinamente gracioso...
Una media sonrisa, carente de ningun tipo de emocion y al mismo tiempo sincera en el disfrute de un chiste personal no contado en voz alta.
Parpadee un par de veces y acabe guardando mi arma con tranquilidad, como si toda locura ocurrida fuera solo un capitulo mas de un sitcom que apenas comenzaba. Un suspiro de hastio mientras observaba al hombre comerse su hamburgesa disfrutandola sin ninguna duda y yo me acercaba con tiento alli donde los donuts esperaban.
Necesito algo de azucar... - Una frase simple, con mis manos a la vista y ninguna intencion violenta de inicio en mis formas.
Saque una de esas enormes, gordas y agujereadas monedas de azucar de su prision de cristal y plastico, para llevarmela a la boca. - El cafe es una mierda, pero estos no estan mal del todo.
Mire al hombre. Mire al exterior. Alli donde antaño la cerdita apretaba el acelerador como si estuviera a punto de recibir carne en barra donde mas le gustase y no pudiera esperar a que las bragas callesen por si solas, ahora todo un escenario de azul y rojo se movia perfilando la situacion.
Las palabras del hombre atrajeron mi atencion. Entendi el camino recorrido y como ahora, habia llegado al final... ya no tenia encesidad de mas y por ende, un final apropiado tomaba forma en su mente. Atrofiada sin duda, con una vision de tunel tal que un tren pareceria un conejo libre por el campo. Un mordisco, glase blanco empapando una vez mas mi barba mientras masticaba de forma ostentosa buscando atraer su atencion.
Mi mirada sobre sus ojos. Un mordisco mas, masticar. Una, dos, tres veces y tragar. El sonido, el movimiento de la nuez mientras medio donut seguia entre mis dedos.
Es una mierda levantar el telon. Mirar mas alla de la pantalla de dulce realidad que nos colocan y ser consciente de que no somos mas que ganado movido por los poderes de facto. Cruel e interesada. Asi es la realidad, pero oculta, mostrada tras una dulce y saborsa hamburguesa o unas patatas, para terminar con un donut glase... y dejarnos con ganas de mas, para que no levantemos la mirada, para que no miremos que hay tras la cocina y ese ruido de fondo que suena a roto. - Mire a sus lados, a la gente que habia mas alla. - Poderes de facto. Una realidad marcada por sus reglas... y luego estan, quienes refuerzan esas reglas, quienes juegan a atacar o defender esas reglas y por ultimo quienes juzgan en base a esas reglas.
Otro mordisco. Masticar lento y pesado, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Un gesto en direccion alli fuera con la cabeza.
Esos de ahi fuera refuerzan esas reglas. Esas mierdas que ahogan nuestras vidas y las encierran en una prision mental absurda de la que no es facil escapar.
Toda salida debe ser... como debe ser, la cuestion es... no que los demas le busquen significado, sino que el final tenga significado para uno mismo. Cruda realidad atada y servida con ketchup y mostaza en sobrecitos... ¿Quienes pagaran la cuenta... los pobres espectadores que no saben nada... o quienes refuerzan esa realidad trajeados en sirviente y amistoso azul?
Otro mordisco. El ultimo. Un lento rechupar de dos dedos antes de limpiar la mano en una servilleta. Tras aquello, ajeno a todo volvi a mirar al hombre. Esperando por unos largos segundos. - Hay niños... - No hacia falta decir mas y aun asi, mis formas delataban poca o ninguna sempatia. Solo cruda realidad.
Fuera.
Jodie recorrió el estrecho callejón repleto de basura con un paso animado, elegante y cadencioso. El exterior estaba iluminado por la cruda luz del día y los destellos artificiales de los hombres de azul. La ley. Asomó su naricilla fuera del callejón. Dos agentes de policía corrieron hacia ella. No la dejaron reaccionar. La tomaron por los brazos, y como auténticos ángeles, la sacaron de allí.
—¿Es que no sabe que hay un lunático en el local? —gritó uno, el más grande, un veterano perfectamente afeitado.
—¿Está herida? ¿Le duele algo? —preguntó el segundo agente, una mujer joven recién salida de la academia.
Las preguntas se sucedieron atropelladamente mientras Jodie era llevaba en volandas al otro lado del cordón policial. La dejaron descansar de su acoso verbal tras pedirle que agachase la cabeza tras un coche patrulla.
—¡Sácala de aquí, Hersi! ¡Es demasiado peligroso! —Pidió el veterano.
Pero la muchacha ya no miraba a Jodie. Había dejado de interesarse por ella para centrar sus ojos en la figura que ha salido del local.
—Ha salido…
Dentro.
El peso de la vida podía hundir las almas más frágiles. Incluso las más fuertes se desgastan poco a poco. La rutina es una máquina de dos engranajes capaz de triturar el titanio si no se engrasa con un poco de entusiasmo, de amor, de esperanza. Una vez la máquina tenías dos opciones; girar entre sus dientes como una pieza de carne demasiado dura que no deja de masticarse, o salir por tu propia mano. Muchos lo hacían. Ángeles caídos en la batalla por la felicidad, la identidad, la vida. Aquel hombre solo era uno más. Uno de los fantasmas que no aparecen en los noticiarios, sino en una estadística que pasa desapercibida.
Buscar el sentido de la vida en un local de comida rápida era lo que traía el nuevo mundo. Ordenadores, coches japoneses, MTV. La decadencia del mundo, la soledad del hombre. El oficinista miraba el pulsador. Una gran decisión. La última de su vida, o la primera de su renacimiento. Casi esperaba ver a un ángel y a un demonio diminutos sobre sus hombros. Pero allí no había nadie. Solo un tipo de gabardina negra aficionado a los donuts que jugó a ser el abogado del diablo.
Sus palabras cayeron sobre él con la contundencia de un martillo. Uno que le había quitado la venda de los ojos a golpes.
—Si, niños —musitó viendo al muchacho abrazado a su padre.
La mujer cuarentona no apartó sus ojos de Michael, ahora con algo más de brillo. Lo que para uno podía ser un diablo, para otros era un ángel. El anciano contemplaba toda la escena con cierto hastío. Una vez llegaba a viejo la cosa no era mucho mejor, ¿Verdad? Tenías que sumar problemas de salud, amigos que ya no estaban, perder tu hueco en la sociedad, tu trabajo. Empezabas a mearte en la cama, o perder la memoria. Y al mirar atrás solo recordabas tu caja de acero y hormigón, donde habías perdido la mayor parte de tu vida.
El supervisor estaba pálido. Renzo, sentado a un lado. Aprobado por los pelos como cocinero sustituto. No era el mejor grupo de apoyo que uno podía desear, pero fue el único que tenía.
—El final no me lo pueden arrebatar ¿Verdad? El final es mío y solo mío. No está en el guión…—miró por el cristal, las luces, los agentes. Se puso en pie —. Forman parte del sistema. Son el sistema.
Le temblaron las piernas durante unos momentos. Acalló un suspiro, contuvo una lágrima. Su rostro seguía serio.
—Ha sido una buena charla. Les deseo lo mejor —sacó su cartera y le dejó sobre la mesa —. Invito yo.
La campanita de la puerta. Un cliente satisfecho que se marchaba. El oficinista salió al exterior, se detuvo. Alzó la mano con el detonador para que todos le vieran. Los policías le apuntaron con sus armas, dudando. La joven de azul le indicó a Jodie que saliera corriendo de allí mientras sacaba el arma. El oficinista empezó a avanzar, tranquilo. Aquello era un paseo. Llegaría tan cerca como pudiera.
Jodie no pudo zafarse del control policial. Se deja llevar, por supuesto.
-Hemos pasado mucho miedo...mucho. Ha sido horrible -gimotea- ¿Un lunático? Yo creo que muchos...Hubo un tiroteo. Una auténtica tormenta de balas, para aquí y para allá entre el cocinero y unos tipos disfrazados que querían atracar el local.
Jodie miró a los agentes de policía, las gordas lágrimas besaban sus mejillas aparentemente pálidas - ¿Se imaginan? ¿qué buscaban, pollos? Si el café es asqueroso. La gente está super loca.
Pues eso, compuso su mejor cara de inocencia, terror y asombro. Corrió, se agachó detrás de un coche patrulla. Joder, la pipa -pensó, de pronto, capturando un lagrimòn junto a la comisura de su boca. No tenían porqué registrarla.
Vio al tipo de antes, el que se quedó sin desayuno. Joder, pues sí, sí que está loca la peña. ¿De dónde coño ha sacado ese explosivo, lo guardaba para acción de gracias? Tal vez es todo falso.
Asintió con la cabeza a la joven policía. -Buena suerte. Gracias -susurró.
Se gira.
Comenzó a galopar sin mirar atrás.
Cuando había ofrecido hacerle el desayuno no había considerado las posibilidades. El tipo estaba desequilibrado. Renzo podía entender la frustración, pero ¿que le daba la seguridad de que si le hacía mal el desayuno no terminase él mismo con sus sesos de acompañamiento a las patatas cantarinas?
Intentó recordar todo lo que pudo acerca de las veces que había visto como se hacían, que para ser honesto no habían sido muchas. Pero le puso esmero. Como si su vida dependiense de ello.
El clima era tenso. Si no hubiese sido por las luces azules que venían de afuera bien podían ser parte de un cuadro, casi todos inmóviles y a la expectativa de lo que pudiese pasar. Uno tiende a pensar que luego de una balacera como la que habían vivido venía un momento de calma, pero el universo es caótico y no se atiene a esas reglas.
Le sirvió el desayuno tragando saliva, y se quedó ahí, esperando el veredicto, como un condenado.
Afortunadamente pareció gustarle, y respiró un poco más tranquilo, aunque no apartaba su vista del dedo del pulsador. La mejor de toda su vida. Que vida triste, pensó Renzo, pero asintió en su dirección, agradecido.
Iba a intervenir de nuevo cuando habló el otro hombre, indudablemente otro de los convocado por Jana. Bueno, bien por él. Lo dejó hablar, no convenía que el oficinista recibiera mucho "ruido".
Las palabras del tipo duro habían surtido efecto. El oficinista agradeció, dejó su cartera y salió del local. Renzo hizo ademanes de alejarse de la puerta, de esconderse hacia el lugar opuesto a donde se retiraba la bomba andante. Si se quedaban quietos, tomaría de la mano a la chica, al niño, a quien pudiera, para animarlos. Si encontraba algún lugar apropiado, intentaría ver el final de la historia, pero era fundamental la cobertura.
El final prometía fuegos artificiales.
La palabra surtio efecto. Siempre lo hacia. Niños. Seres indefensos que debiamos proteger. Esa era la memoria genetica implantada. Nadie hacia daño a los niños. Era un anatema simple de la propia existencia humana, pues aquellos que le hacian daño a los niños eran monstruos y nadie... queria ser un monstruo o al menos no se atrevia a mirarse al espejo sabiendo que lo era. Como si una vida valiera mas que las demas solo por ser mas joven. Cercenar el futuro...
Mire al hombre por unos segundos mientras contestaba a mis palabras, sabiendo que la decision ya se habia tomado.
Me daba igual, mientras no volase esa carga a un par de metros de mi me valia. Lo demas, era cosa de la conciencia de cada uno.
Al mismo tiempo que el oficinista se dio la vuelta para encaminarse a la salida, yo mire en direccion a lo que habia mas alla, a un oceano azul de sonido y miedo... y sin perder un segundo de mi tiempo, ni un gramo de mi saliva, me di la vuelta. Moviendome en direccion a la salida que habria detras con tranquilidad y pasos sencillos.
Dentro de poco el mundo se sacudiria con la fuerza de la realidad rompiendo las preciosas rutinas de toda una ciudad y mientras la policia de cursos semanales y a distancia intentaba entender que ocurria, o solo ser capaz de reaccionar minimamente a ello, las opciones de desaparecer a traves de los callejones serian lo bastantes altas para dejar atras la carniceria y esperar que toda esta mierda no fuera algun juego absurdo de Jana.
Un paso. Dos pasos. La puerta. El batir de la misma y justo cuando estuviera seguro de que mi figura no se veria desde fuera, me movi mas rapido y concentrado. Un objetivo. Simple. Moverme y escapar gracias a la distraccion de un hombre a quien le habian arrebatado la ultima brizna de cordura. No es que me importase, mas alla de los segundos que me compraria a expensas de su vida.
El hombre al que se le daba mejor cocinar que matar, la chica que huía sin mirar atrás, el tipo de negro, mensajero de la muerte. Tres cartas de una baraja trucada. Faltaba un as. Y el comodín.
El oficinista avanzó hacia los negros cañones de las armas. Arrastrado por la desesperación y el dolor. Y la rabia. Si alguien le hubiera tendido una mano, si le hubieran dado un abrazo. El amor puede sanar heridas. La soledad, por el contrario, resultaba fatal, torcía las cosas, retorcía la mente, quebraba el espíritu. Le habían aconsejado avanzar. Vengarse. Morir como un héroe en una cruzada. Su último canto de cisne por todo lo haría. Su paso no titubeó, su rostro se mantuvo serio, áspero. Los policías le ordenaron que se detuviera. Pero él no obedeció.
Dentro del local se desató una pequeña estampida. Corrieron hacia la cocina sin detenerse. La mujer agarró del brazo a Michael.
—¡No me dejes atrás!
Resultaba más fácil tirar de ella que quitársela de encima, así que la llevó consigo. Renzo ayudó al anciano. Fue el último en salir. La cocina estaba llena de sangre, patatas y casquillos de bala. Ninguno miró atrás. Cuando salieron al callejón el hedor de la basura calentada por el sol de LA les sacudió las narices. Así era como olía la libertad. Siempre era algo sucio. Y allí, se separaron.
—Llámame —le dijo la mujer a Michael cuando, por fin, se libró de su presa de hierro.
Jodie tenía un par de piernas espectaculares, pero sus pies eran mucho mejores. Le llevaron por segunda vez lejos del conflicto. Se alejó de los policías, demasiado pendientes del hombre explosivo para fijarse en ella. Pasó los coches, se mezcló con los curiosos y luego se perdió por una calle. O eso intentó. Alguien le dio el alto. Una mujer, fuera de un Dodge Challenger, blanco con líneas negras. Había otra chica al volante.
—Llega tarde. Suba.
El oficinista miró arriba, al sol. El cielo estaba despejado. No nevaba en navidad. Tomó aire. La vida era cruel. Otras veces era ridícula. Un poco de mala suerte y ni siquiera podías disfrutar de una maldita hamburguesa. Si había un Dios, no solo ponía a prueba a sus hombres, sino que los hacía bailar para que le dieran el mayor espectáculo. Aquel era el final. Lo había intentado. Pero incluso el fuerte se torna débil y el valiente cobarde cuando los palos de la vida te sacuden una y otra vez. Avanzó, libre por fin. De todo, de todos.
—¡Deténgase!
Avanzó. Los ojos cerrados, el dedo en el pulsador. No se detuvo. Le gritaron, le amenazaron. Dispararon. Miedo, deber. Diez o doce disparos, todos sobre él. El hombre se derrumbó. El gran final. Sin fuegos artificiales. Uno de los agentes se acercó al cuerpo del pobre diablo, examinó la bomba. El C4 era auténtico.
—No está conectada.
Un error, quizás. Un mensaje para algunos. Para unos pocos, solo un tipo que quería una hamburguesa.
La policía se asomó al local. Aquello fue como asomarse al infierno. Cuerpos, sangre. Ninguna víctima inocente. Renzo y Michael habían dejado atrás el local. La policía los buscaría. Harían preguntas. Pedirían sus descripciones. Un coche se cruzó en su camino. Una mujer seria al volante. Otra con ojos del color del acero tratado en el asiento del copiloto.
—La próxima vez sigan mis órdenes al pie de la letra y esperen fuera del local. ¿Tanto les apetecía una hamburguesa? —un suspiro, decepción —. Suban, ya hemos perdido demasiado tiempo.
Casualidades, atrás se encontraba Jodie, bien acomodada. El Dodge se perdió por las calles de Los Ángeles. 24 de diciembre. La noche traería regalos, pero no para todos.
***
El inspector de policía traía el kit completo; gabardina, sombrero y cigarrillo. Pero era incapaz de descubrir que había pasado allí. Las declaraciones eran, cuanto menos, confusas.
—Le dije que no podía servirle el desayuno, son las normas. Las normas, ¿Sabe?
—Tenía los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Se fue como un ángel.
—Él volverá a por mí. Me cogió del brazo cuando estaba a punto de caer y me dijo “Yo te salvaré”. Fue como en una de esas novelas de romances. Él me salvó. Volverá a por mí. Debajo de la mesa, yo le miré, él me miró. Eso es química.
—Mi mamá dice que solo puedo ver dibujos animados en la tele. Dice que no son violentos. Pero caray, señor, yo creo que pueden ser muy violentos.
—Estábamos jodidos. Jodidos del todo. Pensé que mi hijo moriría ahí. Pero no fue así. El tipo de las gafas. Ese fue quien nos salvó. Y lo hizo con una hamburguesa.
***
Un hombre de gafas contemplaba la escena desde su coche. Demasiada atención. Periodistas, policías, curiosos. Mala fama para el negocio. No, desde luego aquello no era bueno para el negocio. Apenas hacía dos meses que había tomado la gerencia de aquel establecimiento y ahora no servía para nada. Tendría que volver a empezar. La idea era buena, claro. Le daría otra oportunidad. Pero tendría que buscar otra franquicia. Quizás cambiarle el nombre a esa. ¿Los Pollos Hermanos? No sonaba mal.
Fin del Prólogo.