El Nakatomi era todo un espectáculo: sus preciosas cristaleras reflejaban las luces nocturnas de la ciudad de Los Ángeles. La azotea estaba despejada, territorio aún de asfalto virgen, donde el horror y el infierno no se habían propagado. Aún. Si uno descendía desde la cima hasta los pies de aquel gigante podía ver sus cicatrices. Cuerpos hechos trizas, medio devorados, fundidos, rostros hundidos en las paredes, casquillos de balas, restos de explosiones, sudor, orines, miedo, y un gordo vestido de rojo que recuperaba algo que era suyo.
—Betsy…—murmuraba mientras miraba abajo desde la cristalera.
Los periodistas trataban de grabar algo de la matanza del recibidor, pero no podían captar nada. Las cámaras no estaban funcionando. Había al menos diez canales de televisión y personal de radio, pero sus máquinas no funcionaban. Le echaban la culpa a la policía. El comisario daba una rueda de prensa. Le atacaban, la acusaban. Exigían saber que estaba sucediendo.
Nevaba. Ya no era la tímida simiente de un dios helado. Ahora era toda su pasión, todo su sexo y su mugre, toda su basura y placer liberada sobre el edificio, como si quisiera enterrarlo, sepultarlo en nieve. Porque dentro de él aún quedaban actores. Y alguno fuera.
El sargento Al Powell miraba con preocupación a los cielos; había visto el tráiler que acababa de llegar con la insignia del FBI. Helicópteros de combate. Habían traído helicópteros de combate.
El canal 9 retransmitía desde un punto remoto de la ciudad. No podían grabar el edificio, pero podían presentar un informativo especial desde sus estudios. Un reportero con pinta de gilipollas había encontrado a unos familiares de unas de las personas secuestradas. Una criada hispana a la que la luz de la cámara estaba cegando trataba de balbucir algunas palabras. Dos niños, a su lado, eran entrevistados por el tipo sin escrúpulos. No quería un Pulitzer, le bastaba con conseguir el mayor share de audiencia.
—Y decidme, niños. ¿Hay algo que queráis decirle a vuestra madre, que ha sido secuestrada por un grupo terrorista en el edificio Nakatomi?
La cara de los niños era como un cristal roto. El niño se echó a rodar. La niña, que abrazaba una foto de su madre y de su padre, miró a la cámara. Esa imagen valía millones. Porque la niña tenía la fuerza de su madre, pero aún seguía siendo inocente, vulnerable.
—Vuelve a casa, mamá. Vuelve pronto.
Pero no iba a volver. Porque algo se había metido por debajo de su piel hasta quebrar su esternón, succionando sus órganos internos como una batidora de carne, derramando su sangre dentro de una caja metálica para luego deshacerla, devorarla, morderla, escupirla. No, la señorita Genaro no iba a volver a casa.
—Ya lo han oído, la desgarradora voz de una niña pidiendo que su madre vuelva sana y salva por navidad. ¿No existen los milagros? Soy Terry Den, del canal 9, y hoy deseo que mi regalo de navidad sea la madre de esta niña. Devuelvo la conexión.
La cámara se apaga, el periodista se aleja. ¿Has grabado eso, lo has grabado, no? La niña queda en sombras, el Nakatomi también.
Pero es navidad. Llega Santa Claus. Y a la nieve…se la deja caer. Porque no hay nada más que pueda hacerse.