Por supuesto cada miembro del equipo lleva consigo un Walkie Kenwood que podréis usar para comunicaros entre vosotros o con los diferentes miembros del equipo cuando estéis separados. La única norma aquí es que solo podéis transmitir voz y, a la hora de narrar, tonos de voz y aspectos de la misma.
—¿Tienes luz Anderson? —Jana, el walkie.
—Brillante como una mañana de verano —el mayordomo, seco, aséptico, dado a la poesía muerta.
—Hemos perdido la luz en la planta, también en el despacho de Nakamura. Argail arreglará el corte. Renzo, vuelve, no te quiero solo ahí arriba. Michael, Nicoleta, atrapad a esa chica y volved —unos momentos de silencio, pensamientos, deducciones, motivos. Una idea —. Cuidado, podría haber alguien más ahí fuera.
—Y esto es cortesía de vuestro buen amigo y vecino Argail —escucharon por el walkie cuando la luz volvió —. Alguien ha sido muy malo, ha cortado los cables. He redirigido la energía. Un par de puentes. No pasará la inspección, Jana, pero aguantará toda la noche —díscolo, alegre.
—Buen trabajo, Argail. Vuelve —ordenó Jana —. Quiero que volváis todos. Ya. Tenemos que cumplir el calendario.
—Lo veo, Jefa —el walkie, Diego. Casi un susurro —. Vamos a acabar con esto.
Ni una opción de que se rindiera. No habían ido allí a tomar más prisioneros.
—Tanque, delante. Te cubro por la izquierda. Amor, rodea la mesa y ataca por detrás.
Un malfuncionamiento del walkie, o quizás algo deliberado, pero el botón de comunicación seguía pulsado. Lo escuchaban todo.
—Que grande es, joder —masculló Amor —. Más que tú, Tanque.
—Cuánto más grandes, más ruido hacen al explotar.
Solo estática. El inconfundible sonido de un arma de gran calibre al ser amartillada.
—Muere cabrón —el susurro de la muerte.
Diego, su dedo sobre el gatillo. La primera detonación. Le siguieron más, poderosas, terribles. El trueno y la tormenta. Diego y Tanque escupiendo plomo.
—¡Corre como un conejo asustado! —Diego, la risa de alguien que lo tenía todo bajo control.
La carne, fresca y sanguinolenta, cruda, al abrirse. El grito de guerra de una mujer en la distancia. El acero contra la carne. Cuchilladas. Un gorgoteo. Algo que moría. O algo que nacía. El sonido inconfundible de una motosierra al ponerse en marcha…si la motosierra estuviera formada por huesos, vísceras, músculos y dientes. El grito de una mujer. De horror.
El Walkie, Tanque. Su respiración, cruda, entrecortada. El aliento cargado de sudor, mocos y desesperación. Podían sentir sus lágrimas resbalando por su rostro de hierro negro. De fondo, el sonido áspero de la maquinaria.
—Brazos… —dijo Tanque, cesó su tormenta —…la cogió entre sus brazos…con todos ellos…mapopobawa…
De fondo, disparos. Un arma a plena potencia hasta que quedó sin balas. Clic, clic, clic, cargador vacío. La voz de Diego, difusa.
—¡Tanque! ¡Va hacía ti! ¡Espabila! ¡Joder, espabila!
Tanque empezó a llorar, dejó caer el walkie. Crack, el sonido de la radio al resquebrajarse contra el suelo. Clic, una anilla. Granada, detonador, explosivo. Fuego, un boom. Llamas. El Walkie de Diego sonó entonces.
—Amor ha caído. Repito ¡Amor ha caído! A Tanque se le ha ido la pinza, está petrificado. Lo hemos hecho explotar…—entrecortado, jadeante, las llamas acariciando cada una de sus palabras. Diego y su paseo por el Infierno —…pero no está muerto. No sé cómo, pero ese cabrón aún no está muerto.
Notaron el terror, como Diego lo masticaba y lo digería. No era un cobarde, tampoco un loco. No del todo. Si se quedaba sin motores en el avión, trataba de aterrizarlo. Los tenía bien puestos. De haber sido otro quizás se habría metido en la pequeña caja negra llamada cobardía. O en la de la prudencia. Pero él no. Colocó un cargador nuevo. Amartilló el arma. Jana elegía bien a sus cabrones.
—En la sala de reuniones. Voy a por él.
—¡Espera a los refuerzos, Diego! ¡No vayas tú solo! —Jana, inflexible, intensa, al borde de un precipicio, de la oscuridad, que amenazaba con engullirla a ella y a todos.
—Está herido. Es ahora o nunca, jefa.
A Diego le eligió por su valor, porque nunca volvía con las manos vacías. Dejó la comunicación abierta. Pasos, fuego. Una patada a una puerta. La madera al quebrarse. Un grito de asombro y miedo. La motosierra había enmudecido. Diego empezó a disparar. Estaba nervioso, pero no tanto. Ráfagas cortas. Sonido de madera al astillarse.
—¡Debajo de la mesa! ¡Debajo de la mesa! ¡No eres un cabrón muy listo! —empezó a reír, bordeando la locura, saltando entre la demencia y la excitación —. ¡Te tengo cabrón! —Un cargador vacío, otro en el arma. Clak, clak, Tenía suficiente munición como para asaltar la reserva de oro federal —. ¡Se acaba la mesa! ¡Se acaba la mesa!
—¡¿Qué vas a hacer cuando se acabe la mesa?! —Diego, victorioso, hundido en un frenesí carmesí —. Se acaba, se acaba la mesa…
Sus pistolas escupían tanto plomo como su lengua un desafío. Terminó rápido. Madera, metal, torciéndose, doblándose. Algo estalló. La maldita mesa. Diego intentó decir algo, soltó aire. Bang, bang, A quemarropa. Clic. Vacía. Gatillazo. Masculló una plegaria. A medias. Dejaron de escuchar disparos. Huesos quebrándose, un grito de agonía contenido. Y entonces, cristales. Muchos cristales rotos.
Silencio. Largo, tenso. Casi treinta pisos de caída libre. Tiempo de sobra para repasar una buena vida. Tiempo de sobra para lamentar una mala.
La voz de la catástrofe. El Sr. Anderson, dentro de su compostura, pero tenso.
—Diego acaba de caer encima del coche de policía del negrata.
Una puerta que se abría, un arma con silenciador al ser disparada. Una maldición en un perfecto inglés británico.
—El poli está fuera de mi alcance. Ha escapado. Con el cadáver encima.
Silencio. Lo que tarda un hombre en darse cuenta de lo jodido que está.
Argail.
—Jefa, mejor que pase al canal 2. Es la frecuencia que usa la policía.
Movieron el dial. Escucharon una voz enérgica, asustada, pero poderosa.
—¡Me cago en la leche puta! ¿Qué es esto? Aquí el sargento Al Powell. Manden todas las unidades al Nakatomi Plaza. No es un simulacro. No, no es un puto incendio. Hay gente armada y un puto paracaidista en mi parabrisas. Oh, ¡Mierda!
Si se hubieran asomado a los ventanales hubieran visto el coche patrulla pasar por encima de unas de las vallas corporativas del edificio para caer por una cuesta de césped artificial.
—¡Todas las unidades al Nakatomi! Y llamad al capitán. ¡Tres cojones morenos me importa que esté en la cena de navidad con el alcalde! ¡Tenemos una situación con rehenes en el Nakatomi Plaza! Repito —una voz poderosa, enérgica, tomando el control del caos —. Tenemos una situación con rehenes en el Nakatomi Plaza.
El comienzo del fin, todos lo recordarían. No empezó con un gran estallido, o una melodiosa música melodramática. Lo hizo con un sonido de estática cuando el sargento cambió a un canal seguro.
—Escalante, Smithers, ¿Estáis con Argail? Confirmadlo —Jana, el walkie.
—Aquí estamos, jefa.
—No necesitaba público, jefa. Pero usted manda —Argail —. ¡No toques eso, Smithers, ese equipo vale más que tú!
Silencio, otra escena.
—Michael, Nicoleta. ¿Envío refuerzos?
Podéis usar esta escena para comunicaros entre vosotros cuando no estéis juntos. Tened en cuanta que el canal 1 será escuchado por todo el grupo de Jana. Y que por el canal 2 podéis hablar con la policía. Si incluís en vuestros turnos que usáis el walkie pero no lo ponéis aquí, la comunicación no llega.
CANAL 1
- Smithers, colega. ¿Qué crees que va a pasar si por alguna de esas casualidades logras desconectar las cerraduras del estacionamiento y sales? Te daré opciones. A) Te dejarán ir porque les caes bien, si prometes no volverlo a hacer, tal vez te condecoren por tu heroísmo, B) Pasarás hasta el último de tus miserables días canjeando tus agujeros y servidumbre por protección en la cárcel, o C) Te acribillarán a tiros y pasarás tus últimos segundos preguntándote por qué hiciste tamaña estupidez. Vuelve, anda, y ayuda a Anderson, la policía no entrará todavía, tienes mi palabra de mercenario.
Walkie.
-Las armas van de camino, Sr. Anderson. Estoy dándole tiempo.
¿Cuándo iba Jana a tomar el mando directo de nuevo?
-Jana, todo bajo control –“sí, te estoy vacilando”- .¿Has averiguado algo o sigues de vacaciones? Ilumínanos.
No se si lo que se habla con la policía, también lo escuchará Nico. Es otro canal. Ya lo dirás, Ragman.
Walkie.
-Karla. Michael. Responded de una puta vez. -por probar...
-Nico, ¿qué sucede?, espabila un poco, el Sr. Anderson necesita las armas. Y nosotros también. Esa furgo no debe salir del sótano.
—Jefa —Anderson, preocupado. Preocupado. Algo había logrado sobrepasar la capa de frialdad del amante de la muerte —. Vamos a necesitar más explosivos.
Luego se escuchó la explosión, demoledora. Y tras ella, de nuevo el inglés.
—Mande refuerzos. Ya no tengo con que parar el vehículo de recreo.
Walkie.
-Sr. Anderson, abandone la recepción. Baje al parking, encárguese de Smithers y consiga juguetes para todos. Nico anda por ahí. ¿Nico? -preguntó a través del walkie.
Walkie.
-Nico, hemos parado los ascensores. Te toca ir a patita. Anderson va camino del parking. Espero que no se haga amigo de Smithers y se larguen juntos. -En cierto sentido, tanto le daba. Encontró un paquetito de chicle de fresa en un bolso y se llevó uno a la boca.
El walkie, un quejido.
—Escucha, Jebediah. Si sigues ahí… escóndete. El comisario ha perdido al control. Va a entrar un equipo de asalto. No les ha gustado la explosión. Tienen órdenes de disparar a matar. Mejor que te escondas. ¿Entendido? No te metas en el fuego cruzado.
Silencio. El bueno de Al, jugándose la placa por avisar a aquel hombre. Todo corazón y azúcar glas.
—¿Por qué…nos avisas? ¿Te importamos? —el gordo, con la boca pastosa, como si estuviera masticando sus propios labios a cada sílaba.
—Claro, Jebediah, claro que me importáis. Hazme caso ¿Vale?
Walkie. Canal 1.
-Sr. Anderson, ahora va armado y tiene apoyo. Encárgase del prototipo. Nico, me alegro de verte. Tú y Magnuss seguid apoyando a Fénix. Escalante, cubre al Sr. Anderson.- Jodie, aguantando la presión que presionaba detrás de su frente.