Nada. Estática. Nico y Renzo tenían sus propios asuntos que resolver. Quizá no les funcionaba el walkie, o lo perdieron. Curioso, ella conservaba su mochila y casi todos sus objetos. Normal. Jodie era organizada, detallista, puntillosa incluso. Responsable. Incluso ahora, después del infierno de fuego, nieve y humo, y a pesar de Santa y sus criaturas, ahí estaba, de pie, sonriendo hacia la puerta, detrás de ella la furgoneta y un arsenal de armas de última tecnología y diseño.
“Puedo sacame un buen pico en el mercado negro”.
Todavía, en estas circunstancias, pensaba y trazaba planes de futuro y negocios.
Tomó aire, llenó los pulmones de oxígeno sucio, moléculas revueltas y confusas entre el frío de la nevada y el calor de los incendios.
Comprobó la hora en su clásico e infalible reloj de pulsera. Esperó un minuto más.
Se cargó al hombro con el lanzamisiles, dejó otro de los grandes proyectiles al lado, junto a ella. Apuntó hacia la puerta.
“Una idea muy loca, Jodie. ¿Y qué no ha sido loco esta noche? ¿Qué no ha salido mal? ¿Dónde está el botín?”
¿Acaso lograría atravesar el cerco policial?
Torció el cuello, a un lado; al otro. “Estoy cansada. Agotada. Me quiero ir a casa”.
Tomó posición, rodilla en tierra. Ajustó la mira. Se preparó para el retroceso. Su dedo apretó el gatillo.
Boom.
Ensordecedor.
Apartó la cara, inclinó la cabeza a un lado.
Cargó la segunda ojiva, sin perder tiempo. Sin detenerse a pensar en consecuencias.
Abrió fuego una segunda vez.
El misil voló, hipersónico, a través del boquete abierto en la entrada.
“Bueno, un regalo. Una distracción”.
Regresó corriendo a la furgoneta, al asiento del conductor. Cinturón. Pisó a fondo. Puso en marcha el radiocassette.
Rock, baby. Rock & Roll.
Volante suave pero bien sujeto. Firme. Dos pistolas en el asiento de al lado. Una pequeña mochila con granadas.
Una fuga a lo grande.
Una fiesta de puta madre.
Una explosión. El Nakatomi Plaza, temblando, agonizando, soltando un lamento configurado en cemento, ferralla y hormigón. Ya no quedaba cristal. Una nube de humo y escombros. Jodie temió que el cielo fuera a caérsele encima. O el edificio, por segunda vez. Tocado, pero no hundido.
Los brazos de Jodie temblaban cuando dejó el lanzamisiles vacío en el suelo. Tomó el segundo. Mucho peso para ella. Afianzó bien sus elásticas piernas, disparó sin pensar mucho. Si ya escuchaba el bullicio allí fuera, cuando el misil atravesó la polvareda e impactó en algún lugar, los gritos vinieron a ella. Alarma, miedo, desconcierto, alguien dando órdenes, las sirenas al límite, una mujer gritando. Siempre había una mujer gritando. Esta vez no era ella.
Avanzó hacia la furgoneta mirando de reojo el cadáver de Smithers. No se movió. Había sido uno de los "buenos" hasta el final. Ni las babosas del espacio querían sus restos. Cinturón, armas, retrovisor. Estaba fantástica. El maquillaje un poco apagado y el sudor no ayudaba, pero seguía siendo capaz de enamorar.
Rock and Roll. El universo confluyendo en una emisora de radio. Aceleró. Las ruedas derraparon sobre el suelo del garaje, humo negro tras ella y nada más. No miró atrás. Ya no quedaba nada. Aquella operación sería otros de sus casos de conquista fallidos. No había muchos, pero si algunos. El marido se arrepentía y decidía que amaba a su esposa o ella llegaba a casa antes de tiempo, les sorprendía y ella quedaba como la mala de la película. El Nakatomi había elegido otra con la que bailar. Dejaría atrás su cadáver retorcido y hecho mierda. Lo mismo daba.
Pasó un bache, atravesó el denso humo y la fría noche le sacudió en sus labios de cereza. Fue como saltar al espacio exterior, con todas esas luces parpadeantes y estrellas de neón. Azules, rojas, blancas, amarillas. De nuevo, el centro de atención. Su misil había hecho saltar por los aires varios coches de policía, y a sus oficiales, y había generado gran revuelo. Las ambulancias se movían hacía ese punto llameante donde el fuego calcinaba los chasis irreconocibles de los vehículos del departamento de policía de Los Ángeles. Los curiosos huían, los periodistas enfocaban sus cámaras hacía el fuego y hacia Jodie. ¿Quién es esa mujer, la famosa Jana Gruber buscada por la Interpol? ¿Acabará alguna vez esa noche negra de horror? Titulares, esos carroñeros eran lo único que querían.
Los policías empezaron a disparar. Aquello era Estados Unidos. Ya era habitual disparar primero, preguntar después. Jodie les había saludado con explosivos de primera calidad, ahora recibía respuesta. Revólveres, armas de asalto, escopetas reglamentarias. También los rifles austriacos de precisión, estos en las manos de los agentes del FBI. El capó recibió su tanda de agujeros, el cristal también, perdió un retrovisor y uno de los tiradores del FBI impactó en el depósito. Pero estaba blindado, igual que el cristal. Jana, después de todo, habían pensado en eso también. Solo por si las cosas se torcían.
Pero el cerco seguía formado, una línea de coches y agentes furiosos que no dejaban de dispararla. El comisario, tras las líneas, pedía refuerzos por radio mientras el misterioso jefe del FBI hacía una llamada por el teléfono de su coche. Era el único que estaba tranquilo.
La noche era vibrante, joven, nevaba. Estaba fuera, pero, a la vez, atrapada. El cerco era perfecto, habían tenido horas para formar aquella barricada. Tras ella, la achaparrada figura del Nakatomi, como una deforme criatura que aún la estaba llamando.
Sin tener nada que ver, ¿Has visto la película Ruta Suicida de Clint Eastwood?
https://www.youtube.com/watch?v=DZzNBvmM_J4
Mientras jugaban a los pistoleros, la trampa de carne se cerraba sobre ellos. Nico disparó contra el tentáculo que quería ser uno con ella. Incluso boca abajo su puntería no pudo ser mejor. Renzo, su valiente escudero, se unió al salvaje tiroteo vaciando su cargador como si no hubiera un mañana. Y puede que así fuera. Agujerearon la carne. Las balas se incrustaban y hacían estallar pedazos de viscosidad. Al momento, el apéndice se reconstituía. Era algo muy primigenio, que realizaba sin pensar. No soltó a Nico, su presa.
Puede que tuviera muchas vidas, pero la suerte se le estaba acabando. Nico tomó una decisión fatal. Entre ser devorada o disparar a su propio pie. Apretó el gatillo. Sentir la bala traspasando su tobillo casi fue una bendición en comparación con aquel dolor que la succionaba. Luego se dio de bruces contra el suelo. Su sangre, salpicada aquí y allá, fue rápidamente absorbida por los diferentes pliegues de aquella masa amorfa. Si Jedediah estaba ahí, no lo parecía. Había ojos y orejas salpicando los muros y el techo, junto a testículos y cuerdas vocales, pero no parecían funcionar bien. Como si ese tamaño tan grande no permitiese un desarrollo correcto de los órganos. Aunque habían saltado sobre la sangre, igual que hicieron sobre Nicoleta una vez chocó contra el suelo.
Renzo la ayudó, arrastrando su cuerpo, evitando que las goteras carnosas la cubrieran por completó. La ayudó a ponerse en pie. Dolía igual que si hubiera metido el pie en una trampa para osos. A Renzo le ardían las entrañas, como tener una docena de botellas rotas en sus intestinos.
Miraron al frente. La criatura se había extendido; paredes, techo, suelo, llegando hasta casi la escalera. Se estaba cerrando, sobre ellos, mientras avanzaba también desde su espalda. Tenían que moverse, correr. Ya no quedaban balas ni más oportunidad. Huir era lo único que podían hacer. Escucharon una explosión; abajo, afuera, amortiguada por las capas de grasa que los estaba rodeando. Jodie no vendría a su fiesta, parecía tener una solo para ella, muy particular.
Apenas eran unos metros. Cincuenta, puede que sesenta. Y el pasillo entre ellos y las escaleras estaba libre. Por lo menos, para una última carrera. Adelante, una cascada de carne se desprendía, cerrando su única vía de escape.
Tanto Renzo como Nico tienen que superar una tirada para escapar. Tanto Renzo como Nico tiene un penalizador de +20 a las tiradas de fuerza o destreza.
Para escapar, deben superar una tirada de Constitución o Poder. Como ambos están heridos, esta tirada tiene un penalizador de +10.
Si Renzo y Nico deciden ayudarse el uno al otro, apoyarse, el penalizador no se aplica. Pero, si uno falla la tirada, arrastrará al otro a su destino fatal. Y digo fatal, porque no habrá segundas oportunidades. Estáis al límite.
Por otro lado, os habéis percatado que la criatura ya no parece tan inteligente. Se la puede engañar. Si uno de vosotros deja al otro atrás (le pega, le pone la zancadilla, le empuja), se salvará. Eso requerirá una tirada de fuerza/destreza. Si esa tirada falla, será el jugador quien sufra las consecuencias.
La cuestión es que no hay mucho tiempo para poneros de acuerdo, solo para correr. Así que haced la tirada en oculto y poned vuestra intención en ella, que puede coincidir con lo que pongáis en vuestro turno público, o no. ¿Confiáis el uno en el otro?
Los ojos de Renzo miraban desorbitados a su alrededor mientras tiraba de Nicoleta. ¿Cómo se había metido en aquella situación? No quería ni pensarlo. Tal vez era producto de tanto polvo blanco y aquello era una gran alucinación. Si salía de esta se replantearía su vida, seriamente.
Su corazón palpitaba como un V8, sacudiendo su cuerpo desde adentro, el dolor en su abdomen era intenso, como una rata que se estaba haciendo un festín con sus intestinos. Pensó fugazmente en aquella chance que había tenido para salir de ahí, cuando Jodie hizo lo más sensato e inteligente que cabía hacer.
- ¡Vamonos de aquí! - Gritó a Nicoleta, por más que se encontraban al lado, casi pegados.
Tironeó de su brazo, la levantó por el torso, desesperado, intentando que ninguno de los apéndices del engendro lograra alcanzarlos. Sólo quedaba correr y esperar lo mejor.
Tirada oculta
Motivo: ayudar a nico y huir con ella, con 60 - 20: 40
Tirada: 1d100
Dificultad: 40-
Resultado: 8 (Exito) [8]
No sé bien lo que tengo que tirar, lo pongo en la tirada y cualquier cosa lo ajustas con los penalizadores que correspondan Dire.
Derrapó. El furgón blindado salió a la noche de Navidad, quemando rueda desde las entrañas humeantes del parking.
Era libre. Tal vez solo durante breves instantes. Pero lo era. Dueña de su destino. De su vida. El presente y el futuro inmediato le pertenecían. Nadie podía quitarle este momento. Estos segundos de libertad.
Atrás quedaba Jana. Los planes del robo. El equipo de mercenarios, ladrones, criminales todos ellos. Oh, bueno, fuera etiquetas. Hombres y mujeres de negocios que consideraban superfluo respetar las leyes de la sociedad. Gente como ella tenía sus propias normas.
La noche estaba iluminada, no por las estrellas ni las farolas o rótulos de neón, si no por las luces de emergencia de los coches patrulla, ambulancias, bomberos. Cámaras de televisión. Reporteros ansiosos de noticias. El flash de las cámaras fotográficas.
Todo ello era fugaz. Mil estímulos por segundo bombardearon su cerebro.
“Jodie, esto no es lo tuyo”.
No, no lo era. Ella no era Nico. Ni Karla. Ni Amor.
Pisó el acelerador, luego tiró del freno de mano, giró el volante, derrapó de nuevo, la furgo se levantó un poco del lado opuesto.
Llovía. No eran gotas de lluvia. Las nubes aguardaban para descargar otra tanda de nieve.
Lluvia de balas. Horizontal y vertical. Pero Jodie no sentía nada. No había miedo, inquietud o nerviosismo. Dejaba a su cuerpo actuar. Su mente sabía que no tardaría en morir.
O quizás no. Una incertidumbre.
Realizado el giro, cambió de dirección y enfiló a los coches en llamas al otro lado. El punto más débil de aquella improvisada muralla.
Blackjack.
Todo o nada.
A fondo el pedal.
Joder. No iba maquillada, ni siquiera lápiz de labios. Bueno. Después. En casita.
Una copa de Grand Marnier y un baño.
¿Conocería al Diablo?
Ya lo había saludado.
Gordo y de rojo.
Tirada oculta
Motivo: Conducir
Tirada: 1d100
Dificultad: 55-
Resultado: 68 (Fracaso) [68]
—¿Quien te gusta más, Samy o yo? — una pregunta tan fuera de lugar como aquella criatura imposible que se extendía sobre moqueta y hormigón por igual. Nicoleta se apoyaba en Renzo, su tobillo incapaz de soportar su peso, su brazo izquierdo aferrado a su cintura como la tenaza de una mantis, pero también daba soporte al destrozado italiano. Juntos eran más rapidos, aunque puede que no lo suficiente.
Le miró a los ojos al decir ésto. Sonreía como sonríe un maniquí, una muñeca de cera, una niña en un concurso de belleza. Sus ojos eran cuentas de cristal de mirada fija, muerta, fría como el vacío entre las estrellas.
Antes de tirar, necesito esa pequeña repuesta :D
Tirada oculta
Motivo: Lanzamiento de Judo despechado
Tirada: 1d100
Dificultad: 70-
Resultado: 20 (Exito) [20]
Tirada oculta
Motivo: Huir con Renzo. Agilidad
Tirada: 1d100
Dificultad: 75-
Resultado: 95 (Fracaso) [95]
Si renzo titubea, se muestra poco categórico o dice que Samy, Nicoleta cogerá del brazo del arma a Renzo y lo lanzará hacia Jeddy, usando una llave de judo cargada de justa indignación. Si dice que Nicoleta, la rumana hará todo lo posible por que ambos salgan con vida.
¿Pero que demonios le estaba preguntando?
¿Habría Nicoleta descendido finalmente a la locura? Al inicio de la noche Renzo hubiera jurado que le faltaban varias conexiones sinápticas, pero los horrores de las horas siguientes le había dado el empujón final, aquello era la prueba cabal de su teoría. El tacto con la cosa que amenazaba con devorarlo todo hacía mella en cualquier psiquis.
¿Qué otra posibilidad cabía para la pregunta, y más en ese momento? Nicoleta no carecía de atractivo, eso estaba claro. En otras circunstancias, sin mucha charla de por medio, lo habría sido un elemento disuasorio, no hubiese dudado un minuto en intentar seducirla. Samy lo hubiese perdonado, como otras muchas veces.
Samy. ¿Cómo te atreves a usar su diminutivo? -le hubiese contestado si no estuviesen a punto de ser devorados por una entidad más allá del tiempo y la cordura.
Pero claro, la pregunta también tenía otra intención. Era muy probable que detrás de aquello estuviera subyacente otra cuestión. ¿Te utilizo como cebo y me salvo? Renzo se lo había planteado. Con la chica para entretenerse, tal vez las chances de escapar fueran más amplias. Lo necesario para tener un ajustado éxito. Probablemente estuviese disfrutando de un último momento de control, de poder. Si no me contestas que soy la mas bonita del reino tiraré el espejo mágico y lo romperé en mil pedazos. Tal vez a su manera estaba disfrutando de todo aquello, la adrenalina, la desesperación inocultable en los ojos del italiano.
- ¿De que hablas? -atinó a decir. Samy, diez mil veces.
Ucraniana psicópata, no se animó a decirle.
Renzo no estaba dispuesto a dejar su último gramo de dignidad en ese laberinto de sangre y pesadillas.
...Y sin embargo, mientras su miradas se encontraban por un instante, Renzo vio en la de ella un brillo especial. Un único instante de calidez en los inexpresivos ojos de la asesina rumana.
Debió ser un rayo de luz perdido se entre la miríada con los que la policía y la prensa enfocaban al Nakatomi plaza.
Debió ser la perdida de sangre o sus anticuerpos siendo devorados por esas células alienígenas con mil millones de años extra de evolución.
O puede que fuese que sabía que su carrera contra la muerte se acababa. Ellos vendrían a por ella. Mucho peores que Jeddediah, habitantes de la nada tras la vida, seres consumidos, cobardes y hambrientos, que se alimentaban de los que agonizaban, les quitaban esos veintiún gramos y los convertían en carne muerta, antes viva. Dientes, dientes, dentro de otros dientes, máscaras de piel humana. Se comieron a su padre, se comieron a todos los que conocía.
Nicoleta agarró con fuerza a Renzo. Su caballero de camisa floreada le había rescatado del tentáculo y había visto en los ojos del presunto italiano algo diferente, un futuro junto a la piscina en algún lejano resort, Samy y ella siendo amigas y cómplices. Había visto en él algo a lo que aferrarse en estos momentos de duda. Alguien que la engañase, que le dijera que todo iba a salir bien.
—¡Tengo que vivir! — dijo, superando la poco habitual debilidad de su cuerpo. No estaba acostumbrada a que su inagotable energía la traicionase.
Agarró el brazo del arma de Renzo y se sacó de la recámara un ippon-seoi-nagi modificado por las circunstancias. Ciertamente, podría haber usado su pistola, pero molaba más así. Era la heroína, la protagonista .
Se prevé un frente tormentoso de calibre cuarenta y cinco y chubascos de nueve milímetros, el tifón de armas semiautomáticas no durará más que unos minutos, pero será intenso. No olvide su paraguas.
La libertad. Una moneda roñosa que se malgastaba y con la que, por norma, se pagaba con sufrimiento o incluso con la muerte. Como la heroína, te hacía sentir que podías volar, que tenías magia en tus dedos, cuando en verdad estaba consumiéndote, arrojándote al pozo cada vez más profundo. Jodie lo estaba gozando. Cuerdas de metal en sus oídos, el cinturón rodeando su cuerpo como un amante protector, la bestia de cuatro cilindros rugiendo bajo el capó, los neumáticos cabalgando, saltando, rodando hacia ninguna parte. Ella, decidida.
Su objetivo era la barrera, el punto más débil del cerco policial donde las lenguas de fuego devoraban metal y goma. Aceleró, tiró del freno de mano, giró. Levantó una cortina de humo negro, un sonoro grito asombro y sensación de expectación. También una erección. Aplastó el pedal del acelerador como a un ex-marido con ínfulas, dirigiendo la furgoneta blindada hacia el punto incendiado que ella misma había provocado. Saldría del infierno por la puerta en llamas, como una diva en su último show. Solo le faltaban las lentejuelas... aunque no faltaban partidarios en ofrecerle unas cuantas, de plomo.
Los policías mejoraron su puntería. Disparaban al bulto. Las balas eran gratis y creían poder detener el vehículo agujereándolo como un queso gruyere, estilo americano. Los agentes del FBI estaban tocados de la cabeza. Disparaban porque se la ponía dura. La mayoría tenían recuerdos de la guerra o de algunas de las operaciones negras en las que habían participado. La violencia era su forma de conectar consigo mismos. Mucho mejor que el yoga.
Jodie podía escuchar el metal tratando de morder su piel. Pero todas esas abejas metálicas chocaban contra el parabrisas o las chapas de metal. El vehículo era de primera. Al menos Jana no se había equivocado en eso.
Entre todos los tiradores había uno que se estaba tomando su tiempo. Al Powell había matado a un niño por error una noche de servicio. El chaval estaba jugando en la acera con una pistola de juguete. Al lo confundió con un arma de verdad y le reventó la cabeza al muchacho. Solo tenía trece años. Eso le marcó. Desde entonces Al le había cogido el gusto a eso de reventarle la cabeza a los demás y no perdía la oportunidad de hacer un touch down con su 38 reglamentario cuando el protocolo se lo permitía. Por eso no malgastaba balas. Le importaban demasiado. Le hubiera gustado colocar una bala en la bonita cabeza de Jodie, pero Al había comprendido que debía sacarla del vehículo. Así que siguió la furgoneta con el punto de mira de su revólver y disparó a la rueda.
Diana.
Jodie perdió tracción, el neumático trasero de la izquierda reventó, la llanta chocó contra el suelo, levantó chispas. La furgoneta viró a un lado, luego a otro. Jodie giró el volante, mantuvo el tipo como una patinadora sobre hielo. Luego se desplomó. El vehículo volcó, se arrastró sobre uno de sus laterales y terminó estático a diez metros del incendio en la barrera. Por poco. Una de las ruedas que se habían salvado aún giraban loca en la furgoneta. El cristal se había hecho trizas. Jodie estaba expuesta. El airbag no había saltado, el cinturón se le había clavado en el esternón. Probablemente tenía rotas un par se costillas.
Antes de que pudiera reaccionar vio los pies de un agente y la negra boca de su arma, encañonándola.
—Será mejor que no haga ninguna tontería de vaqueros, señorita. Su viaje termina aquí —dijo Al Powell, era más simpático cuando hablaba a través del walkie.
Aunque algo oscuro en su mirada le estaba rogando que tratase de coger su arma y le alegrase el día.
Venían corriendo más agentes. Entre ellos algunos del FBI.
—La sospechosa es nuestra —dijo un agente. Traje negro, gafas de sol, un Johnson estándar.
—Y una mierda, amigo. Esta es mi jurisdicción. La sospechosa irá a comisaría.
—Veremos lo que dice su jefe.
—Le pueden dar por culo a ese lamebotas.
Empezaron a discutir. Llegaron más hombres, de azul y negro, formaron dos bandos. Ahora Jodie tenía una docena de armas apuntándole a la cara y un dolor en el culo que le estaba matando. Jodie, Jodie, Jodie. Allí a donde iba los hombres siempre discutían por ella.
Podía haberla salvado. Aunque estuviera como unas maracas, Renzo podía haberla salvado. Pero ella tenía que habérselo permitido. Él podía seguir vivo si no hubiera pensado que su dignidad valía más que su vida. Pero prefería a Samantha. O al menos a sus tetas. La chica era todo azúcar glas y sonrisas. Le estaba esperando fuera. Ella le rescataría, encontraría una manera. Solo tenía que llamarla. Renzo, querido, tienes un aspecto horrible, diría ella al verle. Vendaría sus heridas, tomarían algo de coca y se darían un buen revolcón. Una pena que aquello fuera a morir con él.
Nico había decidido que no se fiaba de él. En su trillada mente de comunista psicótica, que Renzo no la hubiera elegido a ella, que no hubiera compartido con ella esa visión de rosa en la que ella tenía un hueco, lo habían condenado. Nico debería seguir buscando su sitio en el mundo. Renzo, por el contrario, ya no tendría ese problema.
El italiano notó que ya no había suelo bajó sus pies. Aunque los dos estaban hechos mierda Nico le agarró con firmeza y lo lanzó por encima de ella. Hacia la criatura. Fue como darle una golosina a un tigre hambriento. La carnaza cambiante estiró sus ahora tentáculos, sus ahora brazos, sus ahora manos, para aferrar al italiano. Mientras Renzo se hundía en esa montaña de gelatina que abrasaba su piel Nico escapó, cojeando, dejando detrás de ella un reguero de sangre de pie tambaleante.
Renzo se sintió como si le hubieran metido en una de esas prensas que hacían cubos de metal con coches enteros. Solo que las paredes eran blandas y en lugar de aplastarle, le estaban consumiendo, licuando, pedazo a pedazo. Hasta que el último vestigio de su ser se vio diluido en el lodo primordial.
Nico había llegado a las escaleras, un tramo irregular de escalones salpicados por escombros y nieve. Echó de menos a Renzo al apoyar el pie. No necesitaba ser astronauta para ver esas estrellas de dolor. Aún tenía unos cuantos pisos por bajar y esa cosa seguía creciendo tras ella. Tras haberla alimentado no parecía tener interés en ella, lo que indicaba que quizás se había quedado sin pretendiente. Si Jedediah ya no estaba allí para mantener a esa cosa bajo sus instintos ya no había nada que pudiera contener sus deseos originales.
Nicoleta era la protagonista. Pero todas las historias terminaban. Jodie era un spin-off que no había terminado de despegar. Renzo era una historia manida; un documento real sobre los riesgos de la confianza. Toda su vida tonteando con las drogas, las armas y los ordenadores y su sentencia había sido ejecutada por una mujer. Una con la que ni siquiera se había acostado. Todo terminaba.
Renzo desaparecía, fundido, separándose su individualidad, de su consciencia, de su ego, del yo. Todo conocimiento y rasgo de personalidad, todo recuerdo, fue engullido por el hambre que había caído del espacio exterior. Un hambre insaciable. Allí había muchos más, como él. Creciendo, germinando, formando parte de un todo en mente, cuerpo y alma.
Nicoleta llegó a la recepción del Nakatomi Plaza. Para entonces el edificio era ya una masa palpitante de carne roja. El garaje bullía sangre, las paredes eran parte del estómago y del esófago. El suelo estaba cubierto de vello, escamas o dedos. Formándose, desapareciendo. Una boca pronunció su nombre antes de desaparecer. La única opción que tenía ahora era dejarse atrapar o salir a la fría noche. Donde otros la atraparían igual.
A Jodie no le había ido muy bien al tomar esa decisión. La furgoneta, volcada, ella en la cabina, atada, con una docena de armas apuntándole a la cara. Policías, Jonhsons. Atrapada. Su plan de fuga se había estrellado contra el asfalto. El edificio bullía de vida. Periodistas y ambulancias habían sido retiradas, incluso parte de la policía. El FBI había tomado el control. Unos sujetos con traje de contención bacteriológico y cañones de frío entraron en escena, dirigiéndose hacia el edifico. El hombre sin rostro dio sus órdenes.
—Está fuera de control. No nos sirve. Contenedlo para su eliminación. Que no salga de aquí.
Iba a tener que hacer un gran trabajo de limpieza.
Algunos de los agentes se encontraban en el suelo, con las manos en la cabeza, tratando de comprender la pesadilla que estaban viendo. El Nakatomi estaba vivo. El gobierno lo solucionaría, claro. Que tuviera un plan de contingencia para esa ocasión tampoco dejaba títere con cabeza. ¿Qué otros horrores y mentiras se escondían tras el velo de la sociedad? Otros tantos que podían conducirlos a la locura.
Ajena a todo, la nieve seguía cayendo.
Bueno, habéis agotado todas las oportunidades de supervivencia/escapar del edificio. No lo habéis hecho nada mal, la verdad, pero las decisiones de todos y cada uno de vosotros nos llevan a este abrupto final. No es un final color de rosa, aunque alguno aún podéis darle un matiz.
Ciertamente ha habido muchos momentos en los que la partida se ha desviado hacia un lado totalmente diferente a lo planeado, tanto para bien como para mal, creando incluso líneas de acción que no estaban consideradas. Por eso me encanta jugar con vosotros, por que aunque tengo una estructura, ésta es abierta y uno nunca sabe cómo va a terminar.
Otro de los puntos por los que me gusta jugar con vosotros es que sois fieles a vuestros personajes, aunque eso rompa la historia o genere situaciones que se salgan de lo esperado, como disparar a un PNJ relevante o unirse a la facción contraria. Eso me encanta también, ya que obliga a que los PNJs evoluciones también, y cambien. Si, se puede decir que era una partida basada en el cambio.
¿Había posibilidades de sobrevivir/escapar? Por supuesto. No nos olvidemos de que Renzo tenía el comodín de la llamada. Samantha habría podido romper el cerco policial para salvarle a él y a sus compañeras.
Si Jodie hubiera vuelto a por sus compañeros, también habría evitado que Renzo muriese, ya que habría podido hacer daño a la criatura con explosivos, lanzallamas, cualquier cosa.
Por otro lado, Renzo decidió salvar a Nico, y la tirada le acompañó. Pero si Nico hubiera decidido salvar a Renzo, habría fallado la tirada, arrastrándole consigo a una muerte horrible. Decidió no hacerlo y eso la ha salvado. En cualquier caso, Renzo estaba jodido…XD
No me arrepiento de nada de lo que ha sucedido en la partida y vosotros tampoco debéis hacerlo. Ha quedado una buena partida, aunque el final no vaya a tener ninguna esperanza…XD
Es el último turno por vuestra parte. Yo colgaré otro tras el vuestro, con las conclusiones y un par de epílogos.
Podemos comentar por el off-topic todo lo que creáis que ha quedado inconcluso, así como dudas sobre la trama y o personajes.
Jodie no tuvo tiempo de pensar en lo sucedido, no era necesario. Alguna bala perdida, o con intención, acertó a una de las ruedas. Intentó manejar el volante y controlar la furgoneta, un giro aquí, otro allá, pero nah. El titán se desplomó a un lado y se deslizó patinando por el asfalto. Imaginó las chispas saltarinas y brillantes cautivando las pantallas de televisión de toda América.
Un golpetazo, oscuridad. Dolor.
Vale. Si sentía dolor, estaba viva. ¿No? Le dolía el bonito trasero y el costado. Cada trago de aire le suponía una tortura. Oh, vamos, Jodie, no seas drama. No es para tanto.
Había sangre. Poca. Su lengua la paladeó en el labio. De antes o de ahora. Se palpó el cuerpo, un toqueteo nada sexy. Entera. Prisionera del cinturón en el interior de la furgo. ¿Le daba tiempo a soltarse?
Probó, con ansiosos dedos febriles y urgencia en el corazón.
Vaya. El poli gordinflón amigo de donuts y subnormales.
Qué persistencia.
Rehuyó los ojos del polizonte. Jodie miró el negro cañón, como si fuese la salida, la escapatoria a sus problemas. ¿Por qué no? Adiós, mundo cruel. Pero no. Ella era una luchadora.
Tuvo una idea nacida de la frustración y la rabia.
Compuso una expresión de confusión, miedo, dolor e incomprensión. Sus ojos transmitieron esas emociones cuando los plantó en la crueldad dedicida de las pupilas del patrullero.
-¿Qué ha sucedido? Me duele. Me duele mucho.-dijo, apenas un hilo de voz.
Las lágrimas asomaron y asolaron sus cansados y angustiosos ojos.
-¿Por qué me dice eso y me apunta con un arma? Me asusta. Por favor. Me duele, sáqueme de aquí, se lo ruego.
Pronto aparecieron más tipos uniformados. De una clase y de otra. Jodie los observó, con cara de terror y dolor.
-Por favor, me duele. ¿Y mi hijita? - La ladrona de bolsas y corazones intentó mirar a su alrededor. El dolor auténtico la golpeó. Incluso un ligero mareo real.
-¡¿Y mi hija?! ¡Mi hijita! ¿Dónde está? - se sacudió un poco en su asiento. Un poquito nada más.
-Od, dios mío, me duele mucho. Avisen a mi marido. Por favor. Me duele. No quiero morir.
¿Acaso no era una consumada actriz con mil caras?
Continuó con el cuento. Cerró los ojos, el llanto y el rictus de angustia y desesperación se trasladó a cada centímetro de su fisonomía.
-Mi hij… hija… - repitió.
“Capullos”.
Y se desmayó. Bueno, simuló que perdía el conocimiento.
“Amnésica. No recuerdo nada. Amnésica. Mi amada hija. Mi querido esposo. No se quién soy. No recuerdo nada. No recuerdo nada.”
Escuchaba las voces. Lejanas. No prestó atención ni a planes de contención, hombres de negro, o las bocas oscuras de la decena de pistolas que la intimidaban.
Le iría bien uno de sus cócteles ahora. Lástima.
¿Y Renzo y Nico? ¿Lo consiguieron? Se alegraría por ellos.
A su alrededor, voces, urgencia, desprecio, amenazas.
Jodie no abrió los ojos. Dormía. Su cerebro vacío de recuerdos, emociones y sensaciones.
¿Jodie? ¿Quién es esa?
No se quedó a ver lo que pasaba con Renzo. No porque sintiera reparos, horror o lástima, si no por puro afan de supervivencia. Sobrevivir. Nicoleta siempre sobrevivía
No dejaba de ser curioso que se dedicara a una de las profesiones con el índice de mortalidad más alto que existía.
El Nakatomi latía, vivo, orgánico, había germinado tras la muerte del salido de Jeddediah. Toda la energía vital venida del espacio liberada al fin de las estrecheces de la mente de Santa Claus. Descontrolada, irracional.
O quizás no tanto. Mejor no comprobarlo.
Nicoleta cojeaba ostensiblemente y sus perfilados labios mostraban una poco común mueca de cansancio, de hartazgo. Estaba recibiendo un curso exprés de sentir dolor y perder sangre. Pasada la novedad de la sensación, tuvo muy claro que estar herida era un asco.
Paso a paso fue llegando al hall del Nakatomi. Los sofás pronto cobrarían vida como en una de esas películas malas de terror, el símil de piel se convertiría en una coraza ulcerosa y la madera de su armazón en un esqueleto dentado. O a lo mejor no. A quien le importaba. A Nicoleta no, desde luego.
Pero si al hombre de gris.
Sintió los ojos de él desde antes de salir por la puerta y sintió un peso, una presion en la boca del estómago: ansiedad, nerviosismo. Sentimientos no identificados. Sacó una tentativa mano que decía "No disparen", antes de salir paso a paso, renqueando por el tobillo astillado, dejando tras de sí un reguero de sangre sobre la blanca escalinata.
Todavía vestía los restos sucios y rasgados de los pantalones, camisa y chaqueta que le habían prestado los pseudo agentes del FBI. Suficiente para que la policía que rodeaba el edificio la tomara como una de los suyos.
Si no le volaban la cabeza, se acercaría a las ambulancias. Una chica joven, una agente de ley herida, saliendo del infierno hecho carne. Los focos sobre ella, la heroína superviviente del Nakatomi. Espectadores y televidentes hechizados por la imaginada historia de la guapa joven de ojos perdidos. Era imposible que no se acercara nadie a ayudarla. La subirían a una ambulancia urgentemente y ningún Johnson podría evitarlo.
Luego escaparía del hospital. Sería fácil. Pondría un mundo de por medio entre esta ciudad y ella. Volvería a su eterna huída de la muerte .
—Se ha desmayado, podéis dejar de encañonarla —el sonido de un arma al entrar en su funda de cuero, un coito seguro pero breve —. ¡Que dejéis de apuntarla, joder!
El sargento Al Powell, dando órdenes. Cortaron el cinturón, la cogieron por los brazos, la sacaron del amasijo de metal. Inconsciente. Ella fingía. Otra máscara. Trajeron una camilla. Los policías discutían con los agentes del FBI. Jodie podía percibir la tensión y el deseo de violencia por ambas partes. Había sido una noche complicada. Había muerto gente, el alcalde estaba que echaba humo, el pavo se estaba enfriando sobre la mesa.
—Pide una identificación. Necesitamos saber quién es —pidió el sargento.
Hombre cauto, encadenó la muñeca de la sospechosa a la camilla. El enfermero se quejó.
—Así no puedo hacer mi trabajo.
—Pues no lo haga.
El comisario entraba en escena. Tenía autoridad. O algo parecido. El hombre de paja, el pelele de la sombra tras el poder. Quería a la mujer. Si era el único civil que habían podido salvar, la quería de trofeo. Si era terrorista, necesitaría una buena cabeza de turco. La llevarían a la comisaria, no al hospital.
—No es lo que recomiendo. Esta mujer ha pasado por mucho. Necesita ser atendida en un hospital —de nuevo, el enfermero —. Si además ha perdido a su hija, estará en shock.
Alguien tiró de ella, con fuerza. Ese alguien se llevó un puñetazo. Dos hombres rodaron sobre la nieve, uno con traje otro de azul kevlar. La querían. Todos querían uno de sus pedazos. El sargento Al Powell estaba tranquilo. Sabía lo que ocurriría. Sin el capitoste del FBI por allí el comisario tiraría de sus contactos para quedarse con la chica. Sería bueno para la investigación, aunque, a la larga, eso les causaría problemas. Registraron su bolso, su equipo. Le echaron un vistazo a su documentación. Un nombre falso, una foto con peluca. La mujer misteriosa tenía muchas caras, muchas máscaras. Pero no tenía una foto con su hija perdida. El sargento Powell se rascó la nariz. A él se le daban bien esas cosas. Su mujer decía que tenía olfato.
—Ya sé quién es está mujer —dijo, confiado, y no costaba imaginarle con las manos puestas sobre el cinturón, sacando barriga, sonriente, como un sheriff en el viejo oeste.
—Hemos capturado a Jana Gruber.
Avanzaba sobre la nieve. Un cuerpo deshecho, una mente descompuesta. Nico era un cadáver andante. La ropa hecha jirones, coja, herida aquí y allá. Había perdido ese toque de grandeza, su aroma sexy y peligroso. Ahora parecía una víctima. Siempre había sido llamativa. No estaba en su mejor momento, pero llamó la atención igual. Los agentes del FBI estaban discutiendo por una mujer en una camilla. Vio la furgoneta volcada. Sumó dos y dos. Tuvo suerte, se le acercó un agente de policía y no uno del FBI. Le permitió apoyarse sobre él, la llamó señorita.
Había una ambulancia cerca. Una de ellas estaba en llamas. Se preguntó, durante un momento, si le llevarían a esa. A la que estaba ardiendo. Si le meterían en una camilla, la amarrarían como a una loca y la prenderían fuego. Pero no. Apareció otra, las luces brillando. El cerco de seguridad se abrió, la ambulancia entró. Un sanitario abrió las puertas desde dentro. Se bajó para examinar a Nicoleta. Estaba a las puertas del cielo.
—Tendrá que venir al hospital, cuanto antes —le dijo al agente de policía.
Ambos le ayudaron a subir a la ambulancia. La tumbaron en la camilla. La cortaron la camisa y la chaqueta, le abrieron la camisa para ver sus heridas. Lo peor era el pie.
—Necesitará una intervención, pero volverá a caminar. No se preocupe —dijo el sanitario, quien le colocó una máscara de aire.
El policía cerró las puertas del vehículo y golpeó la chapa con la mano. Se podían ir. Que suerte. Nicoleta, una vez más, burlando a la muerte, a la cadena perpetua. A sus enemigos. Cuando pudo centrarse se percató de que el oxígeno que le habían puesto olía a algo. A otro gas. Y que el sanitario, que hasta ahora había sido todo amabilidad y preocupación, se mostraba más distante. Eso sí, la amarró a la camilla con una correa de cuero.
—No queremos que se caiga —dijo el hombre, tensando demasiado el cuero.
Para entonces Nico ya notaba su propia debilidad.
—Eso que ha hecho ha sido una tontería —dijo una voz anodina, gris, sucia.
Alguien en la cabina, al lado del conductor. Mierda, casi podía adivinar el nombre del conductor. O el del sanitario. Johnson. Ambos eran Johnson.
—Ahora tendremos tiempo para hablar y conocernos mejor —dijo el hombre Gris.
Entrar a pie, salir en ambulancia. El edificio en llamas, un reguero de muertos. Navidad. Nadie podía negar que aquella había sido una fiesta de cojones. Una fiesta en la Jungla de Cristal.
Epílogo
Le habían tirado un edificio encima. Dos veces. Y ni siquiera tenía un rasguño. Era diferente. No en lo importante, en la sesera todo estaba bien apretado y engrasado. Su cuerpo era lo que había cambiado. Aunque ya no lo podía ver como tal. Aquella criatura del espacio había tratado de devorarle, de consumirle. Pero él había sido más fuerte y la conquista de su adversario se había tornado en derrota. Y ahora era él quien tenía el control.
El poder sobre la materia.
Había esperado agazapado en uno de los conductos de ventilación, amorfo, revalidando su conciencia. La oscuridad le sentaba bien y el tiempo, como otras muchas cosas tal como mear o comer, ya no le afectaban. El tiempo era un constructo social, una ilusión. El cuerpo, la carne, era real. No había envejecimiento porque cada célula de su cuerpo podía ser cambiada o sustituida por otra. Duplicada, alterada, desintegrada. Las posibilidades eran infinitas. Y las tenías todas en su ADN.
Así que había esperado a que los agentes del gobierno se hubieran marchado. Se habían llevado muchas muestras. Pero ya estaban muertas. El frío podía matarlo. Nota mental, era lo único que podía matarle ahora. Una vez las cosas se habían relajado decidió salir de du escondite. No porque tuviera miedo, eso ya era cosa del pasado. Pero alguien como él sabía apreciar la discreción
Ropa, armas, cara. El kit completo. Había tenido tiempo para practicar. La materia era su don ahora. Viva, inerte. Había trascendido. No tardaría en comprender como empezar a fabricar piezas móviles y máquinas compuestas. No tenía límites. Pero antes si tenía ciertas barreras que tirar abajo, ciertas vendettas que, como humano, quería resolver. No tenía prisa, lo disfrutaría. El tiempo, el mundo, el universo, ahora no eran más que un campo de juegos para él. Y él, un tramposo. Dios. No seguía las mismas normas que los demás.
Con una sonrisa apagada en sus labios Michael estiró el cuello de su largo abrigo negro para protegerse del frío antes de caminar hacia las sombras, de donde ya no saldría nunca.
Nueva York.
La luz del amanecer taladraba su cabeza como un martillo neumático. Su boca sabía a gasolina de noventa y ocho octanos. Sentía su cuerpo como si le hubieran pasado por encima con una apisonadora. El último antro quizás se llamase así; Apisonadora. Ahora por fin comprendía cómo se sentía el Coyote. Le dolía la cabeza. La resaca iba a ser de las fuertes. Trataba de pensar. Reconocía su apartamento, pero no recordaba que día de la semana era. Estaba de vacaciones, le dijo un hilillo de voz. Un hilillo, hasta pensar dolía.
Poco a poco iba recordando. Claro. Pidió unos días libres. ¿No era hoy cuando volaba hacia Los Ángeles para darle una sorpresa a su mujer? O exmujer, Holly había vuelto a usar su apellido de soltera. Alzó los ojos de sapo de las sábanas sucias, un billete de avión lo contemplaba desde el bolsillo se su abrigo, acusador. Era solo de ida. Había puesto muchas esperanzas en aquel viaje.
—Oh, a la mierda, vamos allá.
Su primer impulso, alargó la mano hacia la mesilla. ¿Y esa chica? Sus curvas eran geniales, sensuales. No tendría más de veintidós. No recordaba haberse traído un regalo del club de striptease. Pero así debía haber sido. Sopesó sus opciones, el dolor de cabeza siguió martillándolo. Eso era decir mucho para un irlandés como él. Volvió a tumbarse. Total, ¿Qué podía pasar si solo se echaba una cabezadita? ¿Perder el vuelo? Y de ser así, ¿Tan grave sería?
Semanas después…
—¿Qué es lo que hace diferente al sujeto, profesor? —preguntó uno de los ayudantes de bata blanca, era algo taimado y estaba asustado.
Como todos menos el profesor. El Profesor no tenía miedo.
—Veamos. Sabemos que una fuerte personalidad puede llegar a provocar mutaciones inestables donde el parásito pasa a ser el sujeto dominado, como ya hemos visto en varias ocasiones. El espécimen del incidente Nakatomi pertenecía a esa categoría. Nada que ver con los dos incidentes originales de la Antártida —barruntó el profesor, tras sus gafas redondeadas, sus ojillos de alimaña contemplaban los monitores que mostraban al sujeto —. ¿Qué puede haber provocado este nuevo tipo de mutación? Una fuerte psique, eso desde luego, pero entonces entraría en la categoría 2. Estamos hablando de una nueva categoría. Tiene un don único. Excepcional. No diría divino —dijo con una media sonrisa ladeada —. No, descartamos lo divino.
Varias hojas de datos pasaron ante los ojos del doctor a gran velocidad. Era como una rata atrapada en un laberinto de cristal, buscando el queso.
—Aquí. Lo inusual. Cocaína.
El ayudante mostró sorpresa, no dijo nada. Era tan poco lo que conocían sobre el espécimen.
—Recuerda quien es. Su cuerpo ha sido recombinado, pero su mente sigue presente; sus recuerdos, su personalidad. No es una copia. De una forma, logró pasar a través de ese mar de lodo primordial para renacer como algo nuevo, exultante —el profesor mostró una sonrisa iluminada por la mortecina luz de los monitores.
Daba miedo.
—Quiero conocerle. ¿Cuál es el nombre del sujeto?
—Renzo Angelotti.
—Genial, es un gran nombre. Renzo. Nuestro ángel.
Minutos, una figura menuda atravesando los intrincados mecanismos de seguridad de un centro de investigación que no existía. Una puerta abriéndose, Dante abandonando toda esperanza. Renzo elevando el rostro. No comprendía la máquina en la que se encontraba, atrapado, encadenado. Solo entendía del dolor, de las pruebas, de los largos experimentos a los que le estaban sometiendo, de las drogas que le impedían pensar.
El hombre se sentó delante de él y le sonrió. Dos de sus dientes eran ligeramente más grandes que los demás, justo los del centro, arriba. En su placa ponía un nombre que pudo leer; Profesor Egger.
—¿Nos saltamos las formalidades? Yo le llamaré Renzo, usted puede llamarme Óscar.
Samantha movía su trasero en aquellas bragas tan apretadas que contorneaban su cuerpo como una segunda piel. Su culo turgente se movía al son de la canción. Sintetizadores, corcheas con forma de neón. Una camiseta que dejaba a la vista su ombligo, rosa, con el lema de “Frankie says relax”. Cogió la pizza caliente del microondas. Eso si que era tecnología de la buena. Se arrojó sobre la silla de ordenador dejando que sus piernas bronceadas se desparramasen sobre uno de los laterales. Miró a los siete monitores que tenía delante de ella. La matrix, letras verdes sobre fondo negro. Buscando, haciendo girar los discos duros en una lenta conexión.
Cogió el primer trozo de pizza y lo deslizó por su garganta. Ese trozo de queso, aceite y extra de pepperoni le costaría una clase entera de aerobic, pero Samantha no era una chica que se negase los placeres de la vida. Dinero, drogas, música y sexo. Lo quería todo. La vida era breve.
Tres horas después se quedó dormida sobre uno de los teclados hasta que un taladrante pitido empezó a percutir su cabeza. Alzó los ojos, adormilados. Se sacudió esa sensación de golpe, como un latigazo. La pantalla mostraba una coincidencia. Un rastro. Una base militar escondida. Allí era donde estaba. Su placer preferido. Su hombre. Aquel que le había enseñado todos esos trucos de mago del ciberpespacio. Sonrió ante los ojos oscuros de las computadoras.
—Pronto, cariño. Te sacaré de ahí.
***
El día del traslado. Seis hombres la escoltaban. FBI. Chalecos, cascos, armas automáticas. Debían de pensarse que Jodie era una amenaza peor que Charles Manson. La habían metido en un coche, no en un autobús, y llevado al aeropuerto. Iría a la prisión de máxima seguridad. Jodie, como Jana, había sido considerada enemigo público número uno. Pasaría el resto de sus días en chirona, irónicamente por crímenes que no había cometido. Su habitación de hotel sería una celda de tres por tres. Vería el sol un día al mes. Toda una vida de lujos, como siempre soñó. Al menos el naranja no le sentaba nada mal.
Se bajó del vehículo. El día estaba claro, despejado, el aire era limpio a pesar de lo turbio del asunto. Se acercaron al gran pájaro de metal que serviría de transporte. No estaría sola. Por lo visto había allí otros convictos que iban a trasladarse en el gran pájaro de acero. La pusieron en la cola, detrás de un tipo negro que sudaba demasiado, delante de un tipo con una larga melena.
Un agente especial se acercó a ella. Llevaba un traje gris, el pelo engominado y unas grandes gafas de sol. Se salía de la media.
—Ey, ey, ¿Qué hace ella aquí? Los criminales más peligrosos del país se encuentran dentro del avión. No es sitio para una mujer.
—Es Jana Gruber. Órdenes de arriba —dijo uno de los escoltas armados, le entregó un papel arrugado.
—¿Jana? ¿Ella? —el hombre del traje se pasó la mano por el pelo sin que eso lograse despeinarle, no sabía muy bien que hacer.
—¿Podemos movernos ya? —dijo el preso de atrás —. Tengo que darle un conejito de peluche a mi hija. No quiero llegar tarde.
Fue muy amable. El agente del traje asintió, miró a los hombres armados.
—Está bien, que suba. Pero por la parte de atrás. No quiero que Johnny23 la vea. ¿Entendido?
Y los vio marchar. Se preocupaba por nada, seguro. Aquel era el traslado de presos conflictivos más grande de la última década. Tenían seguridad y una hoja de ruta a prueba de bombas. ¿Qué podía salir mal?
***
Una habitación oscura. Atada, de nuevo. Nico y sus comodidades. La habían dado unos días de tregua. Le habían vendado el pie. Ella había matado con un escalpelo, un clip y goma de mascar al enfermero Johnson. Su tiempo de gracia había acabado. Conocía esa sensación. Piernas, brazos, atada. Una mesa cerca con un pequeño frasco de cristal. No podía verlo bien, pero algo se movía dentro. Algo alargado, vivo. Blanco como hueso.
—El jefe dijo que se arrancó el que tenía en la oreja —dijo Johnson.
Era grande, cabeza cuadrada. Hablaba lento, como un camión en marcha atrás, como si temiera romper las palabras. Llevaba las gafas de sol puestas a pesar de la poca iluminación del cuarto de tortura. A su lado estaba el otro Johnson. Bajito, feo, con bigote. Su mirada estaba prendida por el sadismo y la lujuria. Estaba vez no la habían propuesto nada. Tampoco era un interrogatorio.
—Si pudo quitárselo de la oreja estoy seguro que podrá volver a hacerlo —dijo el más pequeño, casi estaba dando saltos de la emoción.
—¿Y qué propones?
Silencio, una línea blanca y muerta donde debía estar su encefalograma. Era de los que se daban contra las paredes. Pero el otro no, el otro era brillante. Un cabrón con ideas geniales.
—Podemos metérselo por…ya sabes. Hasta el fondo —soltó una risa, cogió el bote —. Aunque la última no sobrevivió a este tipo de intervención. Bueno, parece una chica dura. ¿No? —Otra risa —. Ábrele las piernas…
El tipo enorme se acercó a Nico, pero se detuvo cuando la puerta del cuarto se abrió. No había más personal en esa sección, raro. Entraron dos hombres, dos sombras. Dos disparos silbaron en silencio. 9 mm, el aroma de la pólvora y la salvación. O de la condena. Los asesinos cogieron los cuerpos con profesionalidad, los apartaron a un lado. Empezaron a trastear con las correas de Nico. Iba a dejarla en libertad. O casi.
Un tercer hombre apareció en el quicio de la puerta. Incluso desde ahí, pudo oler la fuerte presencia del tabaco. Se encendió un cigarrillo. Los médicos decían que no era saludable, que podía matarte. Pero en aquella profesión la muerte podía llegar de forma inesperada. Mejor darle una calada a la nicotina. Era el jefe. La luz recortaba su silueta. No pudo verle la cara.
—¿A qué vamos a ser amigos, señorita? —preguntó el fumador