Mecida por el fiero rumor de las olas y el desagradable quejido de la madera bajo sus pies, Inés María de Osuna meditaba a propósito de los lances que la habían llevado hasta aquel lugar, a la cubierta de una fragata, La Dolorosa, rumbo a tierra añorada. A la vieja y agotada España que, aunque herida, todavía lucía orgullosa.
Aquesta historia dio apertura con un mal desafuero del cual le quedaba a Inés, además del nefasto recuerdo, una seña en su mejilla que sanaba pronta y bien; apenas una línea rojiza que le cruzaba la piel marmórea dándole un aire indómito dentro de su hermosa candidez. Los actores de la escena: varios truhanes que habían acabado sus días servido de alimento a los perros de la dama. Tras lo acontecido, los días sucesivos le parecían meros nubarrones. Conversaciones, favores, bolsas tintineantes, hurracas y galanteos hasta dar con las pájaras que habían vendido por demasiado poco su lealtad. Nunca olvidaría Inés el dulce jugo de aquella pequeña victoria al cazar a la tal Rebecca, el sabor de una venganza ofrecida por Satán. La trifulca en la taberna de la ya mencionada, por otro lado, se le antojaba una vorágine confusa de injurias, heridos, votos a tal y a cual, y una firme muestra del coraje español, que aun siendo muy inferiores en número habían despachado a una buena veintena de herejes ellos solos. ¡Santiago y cierra España!, que no les hacía falta más. Eso sí, todavía le trepada un escalofrío a la dama al recordar los ojos huecos de un Tomás Lemoine sin vida; santurrón y para colmo de la herejía ducho en el arte prohibidas. También había tenido el gusto de toparse en esos advenimientos con un hereje galeno, timador de cartas de poca estofa, que respondía al nombre de Marcos de Fournier. Hicieron trueque; prisionera e información por preservar el pellejo. A ambos les pareció acertado.
Pero la daga más honda, la más letal, la que le arrebató el aliento y la compostura, fue el anuncio de que sus hombres –y hablamos de hermano y padre queridos-, habían sido tomados como rehenes mientras ella tomaba parte en la batahola barriobajera. Fue entonces consciente, además, de los entresijos que guardaba con recelo el destino, lo comedidas que llegaban a ser las intrigas palaciegas, y las privilegiadas mentes que caminaban libres por las Españas procurándole cuanto mal pudieran engendrar. Que si en una parte del mundo nuestro Rey se batía con el francés y apostaban a ver quién conquistaba Flandes, en el otro alguien –uno judaizante llamado Pedro Robledo que bien podía irse a rezar plegarias al infierno-, se cuidaba las espaldas secuestrando al virrey para tomar posesión de una ciudad. Un plan lindamente estudiado que, para fortuna de Brujas y descontento de los nativos y el judaizante, salió rana gracias a la presta actuación de Inés. Decidiose, tras largas dudas y ambages, por dejar los tercios en casa desobedeciendo orden directa del mismísimo Rey del Mundo. Brujas halló paz, y muy agradecidos estaban sus cristianos habitantes, pero bien sabía Inés que el laudo conllevaba un serio agravio y una cantidad incierta de deslealtad que ningún enemigo dudaría en aprovechar.
Por desgracia, para más inrri y gran desconsuelo, como si todo ello no fuera poco, el lance tocante al secuestro de su sangre se resolvió dejando huérfanos a los de Osuna, sin padre, guía, virrey, tierra o potestad para gobernar sin antes regresar a Madrid para darle cuentas al illustrísimo Rey. Acierto o desafuero, sólo el tiempo lo diría, pero amén que había actuado de buena fe creyendo lo mejor para el pueblo que a sus pies se postraba.
Pero sepan vuestras mercedes con toda certeza y claridad, que en ese instante, sin lugar a dudas, sacando genio, coraje y rectitud de donde no la había, Inés pudo haberse proclamado reina de mil mundos. Ahí se demostró con creces la pasta de los españoles, el talante que gastaban, y el de nuestra heroína.
Con la vista perdida en los confines del mundo donde se escondía el sol, Inés era cada vez más consciente de cuanto dejaba a sus espaldas: una hermana camino de vestir los hábitos, un hermano al frente del tercio y cuya lealtad resultaba incierta, amigos a los que echar en falta, unas tierras inhóspitas que se habían hecho llamar hogar a la larga… Pero también debía recordar lo que viajaba consigo que, a fe mía, era de tener en cuenta. Pues de entre los pasajeros de aquel barco se escondían dos armas de doble filo, a cada cual más temida. La primera, y no por ello menos peligrosa, una Confesora disfrazada de criada. Ojos felinos, sonrisa de doncella, intenciones que sólo Dios conocía. El otro, un amor embozado, calado en ropas soldadescas; talante español, carácter fiero, corazón inmenso que latía cual tambor al ritmo que marcaba Inés. Pero la pregunta era, ¿hasta cuándo?
La luz del ocaso aclaraba más aquellos ojos azules, tan claros, amplios y hermosos como el cielo despejado de Castilla. Con las manos delicadas sobre la baranda, aire ausente y siempre refinado, erguida y orgullosa sobre el mar como si fuera su única señora, parecía más un ángel bañado en oro que una dama; dichosa como una reina, resuelta cual rapaz, y cada vez más astuta y determinada a ser dueña de su propio destino. Esa era Inés Mª de Osuna, grande de España.
Y en ello teníamos a nuestra señora Inés, en su marcha atravesando el mar bastante presta no fuera a ser que algún corsario holandés o inglés se cruzara por casualidad y les avinagrase el viaje. Semanas quedaban antes de llegar a Madrid, donde la grande de España habría de decidir cual sería su destino, a la par que hacerse un hueco en la corte, quizás buscar marido, organizar una venganza, y en general cualquier acto de esos turbios que tan necesarios eran para ganar un peón más que jugar en las eternas partidas que jugaban los influyente. Pero voto a dios que para ello todavía que llegar a la seguridad de Madrid, cosa que nunca es tan sencilla cuando vives en este viejo siglo, quizás de oro, pero hideputa como el que más.
Sobre la magia. [Porque recordemos a nuestros lectores que en este Siglo de Oro que llega a su fin, los pobres españoles y sus imperios ya no solo tenemos que lidiar con corsarios, ejércitos y cortesanos, todos bien aplicados en el arte de joder a nuestra bandera, si no que cada nación ajena a nuestros intereses dispone de artimañas y poderes que nos son tan maravillosos como ajenos. Magia hay mucha, y bien puñetera, por lo que no sería de extrañar que se vieran más tipos de los aquí relatados. Más sabiendo el arte que tiene Doña Inés para meterse en lances de destino incierto y personajes, cuanto menos, poco recomendables.]
Hace tiempo se dice que las Españas contaban con la misma capacidad mágica que las demás naciones, pero hace bastante que cualquier cualidad haya quedado extinguida, para buena alegría de la señora Iglesia. No obstante, las demás naciones siguen conservando sus mañas con más o menos aplomo.
Siendo el asunto de si tales dones provienen de dios, del diablo, o de la puta que les parió, a un servidor le importa bastante poco. Primero, porque sus florituras no les salvan de las mismas mojadas o disparos a bocarrajo que avían a nuestras mercedes. Y segundo, porque un servidor prefiere dejar esas discusiones a los salones de los conventos (o a las hogueras la Inquisición) y centrarse en evitar que los muy hijos de puta me lleven a pedir explicaciones al altísimo.
Así que primero tenemos a los Italianos, con sus llamados “confesores”, de los que por cierto abusa más de lo que le gustaría a la Inquisición nuestros nobles y eclesiásticos, que aunque gente de pecado a todo el mundo le viene bien tener el apoyo de alguno de esos cabrones. Se dice que están relacionados con los cultos hebreos y se suelen ocupar de que los mercaderes tengan garantizados sus negocios. Los muy cabrones son jodidamente letales, espadachines maestros, cortesanos hábiles, cultos en los idiomas como el qué más, y con una puntería de mil demonios. Hasta se dice por ahí que más de una bala pueden esquivar.
Luego están los franceses, que muy católicos serán, pero los perros siguen con su nefasta magia. Y de estos te puedes esperar cualquier cosa, un resplandor azul y hasta me creería que el demonio bajase a tocar la gaita. Y si lo digo por algo es, que he visto de todo con tales villanos: teletransportes, telequinesis, miembros amputados de la nada. Eso si, tales depravaciones las pagan con cuerpos endebles y afeminados, por lo que en una lucha de igual a igual se tienen por poca cosa.
Para terminar, los herejes ingleses, a cuales mala pascua les de dios por su maldita niebla y sus corsarios. La Armada Invencible ya pagó las consecuencias de atacar su vieja y corrupta tierra, donde al llegar todo estaba en vuelto en citada niebla salvo las zonas con rocas afiladas a las que uno podía, queriendo o sin querer, ir a bien estrellarse. Con gente de tan pocos hígados hay que acostumbrarse a pelear sin ver tres en un burro.
Y en resumidas cuentas todo quedá así. Que le sirva de consuelo a vuesamerced que los españoles, sobre todo los aragoneses como yo, creamos una magia bastante más poderosa que las suyas, consistente en tres principios: las picas, la polvora y un buen par de cojones.
Medio de transporte.
Se llamaba La Dolorosa y era una fragata de las de tres palos, lo común de la época, con sus velas cuadradas y su cañonería ligera en única cubierta superior, a fin de realizar una única descarga con su artillería ligera para hacerle la puñeta al enemigo antes de realizar el abordaje de rigor y mandarles todos a tomar vientos. Era maniobrable como la que más y además bastante rápida, lo que la hacía perfecta para el oficio de corsario, lo que realmente era.
No era capaz de enfrentarse a un Galeón ni con la virgen de su parte, pero eso se solventaba no dejándose pillar por ninguno; y cogiendo en cambio, muy cabronamente, a toda nave mercante que pudiera divisar en el horizonte.
Contaba con una tripulación de unas 100 personas, todas ellas de profesión militar y, como era normal en los barcos de la época, está atestado de proa a popa. Difícil era encontrar un sitio donde se pudiera sentir aunque fuera algo de intimidad, y más harto complicado era terminar el viaje sin pillar chinches, piojos o pulgas; que bien saltaban de un marinero a otro, hideputas ellas. Ya era difícil sentirse a gusto en este tipo de embarcaciones, como para encima sumarle el extra de carga que debía llevar, con unos caballos de transportar muy puñeteros, todo sea dicho.
Y con estas era el barco ideal para transportar a Doña Inés, que necesitaba ir con presteza al puerto de Vizcaya, y a poder ser sin que nadie lo supiera; es que es fácil estar a chitón si ni siquiera se conoce el secreto. Podía además amargar a cualquier otra nave que quisiera enfrentarse a ellos y en general era buena escolta para una Grande de España.
Nuevas caras.
Su nombre era Ernesto Elvira Santos y había siendo el capitán de la fragata desde que se echara a la mar allá ya por lo menos cinco años. Decían que su madre era de Zaragoza y su padre del infierno, gusto que le concedían para salvar el escollo de decir que es hijo de aquellas que se dedican a hacer remiendos y curas en los ejércitos, si me entendéis bien. Pero algo del demonio tenía que tener dentro, porque a pesar de ser bastante bajo, solo ligeramente más alto que la mayoría de las mujeres, daba miedo como el que más. Aragonés de pura cepa, de fuerte acento, le sobraban diez segundos para hacer que cualquier grupo de brabucones se diera la vuelta en cualquier callejón. Vive dios que nadie quería verlo enfadado.
Odiaba ligeramente a las mujeres con ese matiz que tienen aquéllos que no están acostumbrados a tratar con ellas, pues le parecían que eran elementos a sobrar dentro de un barco, y él no conocía otro vida distinta a la echada a la mar desde su infancia, cuando busco fortuna en el mediterráneo. Y redios como detestaba esos malditos caballos, que apunto estaba todos los días de despacharlos a machetazos con tal que dejaran de estorbar. Por no decir que el oficio de transportista no era el más adecuado para una nave corsaria, cuyo lugar estaba en amargar a los ingleses el oficio de dar por culo en el mar a base de pasarlos a todos a cuchilla sin miramiento ninguno (pardiez que eso se le daba de maravilla).
Era fácil de ver que detestaba a Inés con cierta mala sangre. No obstante, con ese hacer tan suyo de los habitantes del imperio español, acataba todas sus órdenes con diligencia y extrema lealtad, porque ella era Grande de España y estaba más cerca de su Rey, que estaba por encima de todo, que él mismo. Su opinión de la muchacha era pésima y a pesar de ello se subiera dejado matar tres veces antes que permitir que cualquier mentecato la mirase torciendo el gesto más de una vez. Cosas de españoles.
Felipe García, alias “el lindo bravo”. Un rufián simpático que se rumoreaba que se dedicaba en sus horas libres al contrabando, el allanamiento de morada, el robo y la seducción de monjas, entre demás lindeces. No podías confiarle media moneda de cobre, pero tu integridad y vida no tenían mejor protector. De esta gente extraña que si bien es capaz de dejarte mil y una púas, a la hora de la verdad le tienes sangrando por tu merced, sonriendo encima. El hideputa más bueno con las armas de fuego que se puede conocer.
No viven, están muertos
De sudores fríos llenan tus sueños
Ojos tuertos, huesos rotos
Sus barcos ya no atracan en ningún puerto.