- Una botella de cerveza no me hará mal... ¿qué dices? Ven, que hoy invito yo. -, le digo mientras comienzo a irme hacia dentro nuevamente.
En ese momento, giro mi cabeza hacia ella, y le sonrío.
- ¿Qué? ¿No vienes? -
Suspira y le sigue, al fin y al cabo hoy no hay mucho más que hacer....
Las paredes de mi habitación están desnudas a excepción de un pequeño crucifijo de madera. La cama, pulcramente arreglada, armoniza con la austera estancia, no hay nada de caracter personal a la vista, y el poco mobiliario que hay debe ser el mismo que venía cuando me otorgaron el cuarto. Nada debe distraerme de mi misión y de mi servicio a Dios. He prometido renunciar a riquezas y comodidades hasta que este sea un mundo donde la paz y el amor de Dios sean universales.
Hasta entonces, rezo arrodillado en el suelo frente a mi cama, en mis manos el Libro, entrelazado con mis dedos un rosario de cuentas de plástico.
Al oir la llamada, me levanto de inmediato, y guardando en un cajón mis cosas, marcho hacia la sala de reuniones. Esperaré allí a que llegue la hora.
Llego a la cantina junto con mi camarada, que a duras penas quizo venir. Bueno, no me hará mal un poco de compañía. Me siento en uno de los taburetes de la barra junto a ella, mientras le pido al camarero dos cervezas, el cual, más rápido que una bala, las coloca frente a nosotros sobre dos servilletas de papel y con gran destreza les quita la tapa.
- Brindemos... -, le digo a Natasha. - Por la madre patria. -