A pesar de los malos momentos que le habían hecho pasar determinados compañeros en el instituto, Sidney siempre había sido feliz. Sus amigos, sus estudios, su familia, sus sueños, sus esperanzas habían sido suficientes para no dejarse influir por el acoso por parte de cierta gente.
Pero todo pegó un giro de ciento ochenta grados cuando Malcolm murió.
Su estabilidad emocional fue resquebrajándose poco a poco hasta el punto de pasar aquel infernal mes en el sanatorio. Su vuelta fue un infierno que lo único que había conseguido era hundirla cada vez más.
Su madre, la que debería haber sido su gran apoyo, se encerró en el recuerdo de un muerto sin prestar atención a los vivos, apartando a Sidney de su lado y culpándola de todo lo sucedido.
Pero no fue sólo en su casa donde se sintió abandonada, en el instituto la situación no fue mucho mejor. Nadie vino a consolarla, todos la rehuían mirándola con pena e, incluso Kat, su gran amiga, la había estado esquivando hasta que dejó de tener contacto con ella. Quienes se mantuvieron inalterables y siguieron metiéndose con ella como si nada hubiera sucedido fueron los de siempre, en especial las Wells y el imbécil de Kurt.
Ni los estudios ni el acercamiento de su amor platónico de toda la vida habían conseguido que la Sidney de antaño regresara. Al contrario, todo fue a peor. Derek también había muerto en el preciso momento en que pensaba que tendría alguna oportunidad con él y esa muerte creó una nueva fractura en su estabilidad.
Y, si las últimas semanas habían sido malas, los últimos días habían sido un infierno, una montaña rusa de emociones que consiguieron desequilibrar aún más a Sidney.
Abrir los ojos ante la evidencia de que Derek sólo la había estado utilizando fue un golpe que, gracias al apoyo de Troy, no fue tan duro como en un principio hubiera creído. Y Troy...
Dicen que el roce hace el cariño, y con Sidney se cumplió. Descubrir sus sentimientos hacia el joven aprendiz de delincuente fue un golpe de aire fresco en su vida y, con el beso que se habían dado, la llama de la esperanza renació en ella.
Pero no podía durar. Ella estaba maldita y aquellos momentos de felicidad sólo podrían presagiar el desastre.
Al igual que había hecho Derek, Troy sólo se había estado riendo de ella. Lo supo cuando el joven acudió corriendo ante la llamada de su peor enemiga, lo confirmó con la confesión de Mercy y, la puntilla que rompió por completo lo poco que quedaba de cordura en Sidney, fue el mensaje de Troy echándole la culpa de que la caprichosa de Mercy se hubiera ido de su casa por su cuenta y riesgo.
No podía permitir que todo el mundo se siguiera aprovechando y burlando de ella y, como en cualquier maldición, lo mejor era acabar cuanto antes.
La única persona que se había mantenido a su lado todo ese tiempo fue su salvador, su padre, aunque el recuerdo de Troy la ayudó a salir de aquel pozo al que se había tirado sin pensar en las consecuencias, arrastrada por la desesperación y el desprecio de todo el mundo.
Durante los días de su recuperación mantuvo la esperanza en Troy, de que acudiría a verla, que podrían hablar y arreglarlo todo. Pero Troy nunca apareció, confirmando de esa forma que sus sospechas eran ciertas.
Sidney no regresó al instituto. Su padre, harto del desprecio que su mujer había mantenido hacia su hija viva, decidió tomar una drástica solución. Pidió el traslado en su trabajo y, dejando todo atrás, se llevó a su hija a otra ciudad. Una ciudad alejada de todo lo negativo, de todos los malos recuerdos, de las malas experiencias, una ciudad con el sol suficiente para derretir el hielo en el alma de Sidney.
Perdería un año de sus estudios pero, con el tiempo, las heridas se irían cerrando aunque no olvidando. Atrás quedaban Birchmont, el instituto, el invierno, su madre, la tumba de Malcolm, las pesadillas,... Troy.
Sidney dejó oculto bajo llave los malos recuerdos y comenzó a pensar en su futuro aunque, según dicen,... el pasado siempre vuelve.
Durante los días siguientes al terrible suceso, infinidad de cadenas de televisión, periódicos y demás tertulia televisiva y periodística invadió las calles de Birchmont acosando a los protagonistas supervivientes del fatídico día de Navidad y a las familias de los fallecidos. No comenzaba un sólo telediario en todo el país sin una imagen de lo sucedido. Al mismo tiempo, se iban sabiendo más datos sobre lo sucedido y sobre la figura siniestra de Erik Stark, el terrible asesino disfrazado de Santa Claus.
Pero poco a poco todo fue volviendo a la normalidad, y conforme los periodistas iban menguando en número y la noticia de interés se trasladaba a otro rincón del mundo, las heridas se fueron cerrando o, al menos, dejando la tranquilidad necesaria para hacerlo. Pronto las victimas de Brichmont quedarían relegadas en el olvido mediático, pero quienes más habían sufrido sabían perfectamente que tardarían años en olvidar los sucesos de la trágica noche, si es que alguna vez llegaban a superarlos del todo. Pero al menos ahora podrían intentarlo sin tener que ser perseguidos por micros y cámaras cada vez que salían a comprar al supermercado o a coger su coche para ir a trabajar.
Muchos decidieron abandonar aquel pueblo maldito que no había aportado a sus vidas más que tragedia, y quienes se quedaron sintieron una marca de igual modo en sus corazones ante la magnitud de lo vivido, las heridas y los compañeros que ya no estaban. Todos sesgados por un perturbado que había culpado por algún extraño motivo que no acertaban a conocer a los jóvenes del instituto Highbrooke. El revuelo televisivo sólo regresó por unos días más cuando se dio a conocer la sentencia para el perturbado Santa Claus: pasaría sus días en un psiquiátrico de máxima seguridad. Muchos esperaban que se le sentenciara como persona cuerda, pero su locura era más que evidente. Al menos los supervivientes de la matanza podrían estar tranquilos, pues de aquel centro nadie había logrado escapar y el pasaría allí el resto de sus días.
O eso les habían dicho...