El clérigo miró con desdén al semiorco y dejó que se fuera sin decirle nada. Inmediatamente se volteó a sus compañeros, en especial a Arianna.
—Y bien, ¿Qué hacemos ahora?, esto no lo veía venir!—. Se rascó la cabeza pensativo. —Quizá sea una buena idea que nos guíe si ya conoce estas tierras, además serviría que cargue con nuestras cosas, pero no podemos darle un arma hasta que no demuestre que puede ganarse nuestra confianza.
Dio su argumento, pero esperaba que sus compañeros, en especial Arianna tomaran la decisión final.
Por ahora yo interpretaré a Gael
Arianna sonrió solo con la mitad de su boca mientras la otra permanecía inmóvil y fría como sus ojos y su corazón.
—Que venga con nosotros, no le veo el problema, siempre y cuando acate las órdenes que se le den y hable cuando se le pida. Desde que huimos de esos huargos no sabemos muy bien en donde nos encontramos exactamente, ni siquiera Mozhog, con su ayuda podríamos llegar más rápido al sur y salir de estos páramos que no me gustan en lo absoluto!
Limpió la hombrera de su armadura con el guante, pero no era una mancha lo que veía, era una abolladura provocada por el hacha de uno de esos orcos. Miró a Skagnar con cierto desprecio, pero no sería ella quién se retractara de sus palabras. Parecía un orco desesperado y asustado, el miedo es un arma muy poderosa si se sabe utilizar.
—Y si hace algo estúpido, bueno, dejamos al desgraciado en manos de Mozhog—. Si, era cierto, si lo dejaban atrás era una condena a una muerte segura, pero ahora estaba pidiendo misericordia y Arianna pretendía dársela, por más que fuera un orco con quien sabe cuantos pecados encima.
—Y dile a tu amigo, él también podrá venir—. Finalizó tajantemente, fría como sus azules ojos que no mucitaban expresión alguna.
Porsha estaba realmente nerviosa, aún pensaba en el combate anterior y se sorprendía de haber conjurado con éxito por primera vez la telaraña, un conjuro bastante poderoso y difícil por la manera de gesticular, no era un conjuro que pudiera lanzar cualquiera y en la escuela de magia de Argluna, solo los de la clase intermedia y avanzada podían conjurarlo, se sentía orgullosa ya que logró sacarlo en el momento en que más se requería y lo hizo sola, estudió el libro de Mantoazur y de ahí lo copió a su propio libro, practicó una y otra vez durante las noches y sus compañeros de viaje fueron testigos de sus fracasos, pero finalmente lo había conseguido y eso nadie se lo podía quitar.
Sin embargo el clima había amainado y era hora de seguir el camino hacia el sur, eso la ponía nerviosa ya que en los páramos se encontraban a merced del clima y de los depredadores que habitaban esas remotas tierras, no sabía si le preocupaba más ser devorada por un Troll o morir congelada mientras dormía.
Pero se armó de valor y se levantó de su puesto. Caminó hasta la entrada. —Pues que nos sirva de guía y nos saque de estos páramos de una buena vez!—. Dijo mientras pasaba por el lado de Arianna sin parar de caminar. No sabía porque lo había dicho, ella nunca se entrometía en ese tipo de asuntos, prefería que los demás decidieran el curso del viaje, por un instante pensó en retractarse, pero ya era demasiado tarde.
Suspiró una última vez en el umbral de la entrada de la cripta y salió sin mirar atrás. Sintió como el viento helado golpeó sus mejillas y enfrió al instante su nariz y orejas, sonrió al ver al semiorco parado esperando para que el grupo saliera y se cercó a él con pasos ligeros e inseguros.
El Calishta que se hacía llamar dedos permaneció con los brazos cruzados, mientras observaba la escena, no había dicho nada y no lo iba a hacer.
Cambio de pierna el peso de su cuerpo y golpeó el talón de la bota contra la pared en la que se apoyaba, levantó ambas cejas y empezó a caminar afuera de la instancia. Él no iba a ser el que le diera la mala noticia a su compañero y socio, prefería que se la diera otro, si no es que la pequeña mediana ya le había contado. Ojalá el nuevo día hubiera cogido de buen humor a Mozhog, o de lo contrario..... Dejó escapar un bufido de solo pensarlo.
De pronto, el hedor de los orcos, de la sangre y de la misma muerte le asestó una certera e inesperada puñalada. Gael contuvo el aliento por un instante; luego, apretó los párpados y exhaló un profundo suspiro. Lentamente echó una mirada sobre los cuerpos mutilados de los orcos y los restos de sangre esparcidos por la cripta. Hasta ese momento había ignorado esa aciaga presencia y se había ocupado de otros menesteres impulsado por instintos más primarios y mundanos, por el hambre que arrastraba desde hacía dos días atrás. Entonces solo había importado satisfacer aquella necesidad, pero ahora…
Recordó vagamente la voracidad con que había engullido aquellos trozos de carne y la satisfacción posterior. Apenas un delgado hilo nos separa de las bestias, pensó, un muy delgado hilo. Ese pensamiento no lo hizo sentirse mejor, sino que todo lo contrario. Incluso la reciente discusión careció repentinamente de sentido. ¿Sobre qué discutían? ¿Sobre la vida o la muerte de aquellas repugnantes criaturas? ¿Sobre su condición de prisioneros o meros sobrevivientes de los caprichos del destino? ¿O acaso era tan solo el simple acto de imponer un argumento, una voluntad? Se sintió vacío, pero inexplicablemente sereno. Como si la tormenta que poco antes arreciara afuera se hubiera llevado algo más que su atrabiliaria furia meteorológica, sino que también había acarreado con algo de él. Se sentía ligero, aliviado tal vez.
Lentamente contempló los grises cadáveres arrumbados a la entrada de la cripta, silentes, olvidados. Deliberadamente o no, todos y cada uno, Dedos, Mozhog, la pequeña Porsha, Arianna y él mismo, los habían echado al olvido. Nefandas criaturas, heraldos del odio. Ahora estaban muertos. ¿Era su culpa que solo el odio anidara en sus corazones? ¿Era acaso su propia voluntad la que los impulsaba a odiar hasta sus míseras existencias? El clérigo no conocía la respuesta, tal vez porque nunca antes se había hecho esa pregunta.
Los cantos y las bendiciones son para la vida, pensó. Ella es celebrada y bienvenida. ¿Qué hay, en cambio, para la muerte? Hay rabia y maldición. Hay lamentos. Hay miedo. Pero sin la muerte esperando, la vida no sería un camino, sino un pozo. Un insondable abismo. Y, sin embargo, solo recibe furias y maldiciones. La muerte carga con una tarea que todos comprenden, pero que pocos perdonan. Pero sin ella, los hombres no mirarían al cielo en las noches claras. Tampoco cantarían. Sin ella no existirían el suspiro ni el deseo. Sin ella nadie en Toril se ocuparía de ser feliz, concluyó.
El desplante de la pequeña maga lo apartó de sus pensamientos. Gael esbozó una ligera sonrisa. Porsha tenía carácter y eso era bueno, pero debía aprender a controlar sus impulsos. Más aún si los arcanos de la magia eran su destino. La historia de Faerûn recordaba muchos magos cuyas artes sembraron la muerte y el horror. Magos que se dejaron arrastrar por sus impulsos. Pero la pequeña aprendería… Aún era muy joven. Giró la cabeza siguiendo los pasos de Porsha y frunció ligeramente el ceño. Sí, aprenderá, pensó, aunque tal vez ciertas compañías no le sirvan de mucho para tal propósito, añadió para sí al contemplar la tosca silueta del bárbaro. Negó con un leve movimiento de la cabeza. Helm, el vigilante, cuidaría de ella. Él, Gael, cuidaría de ella. Era su misión ahora.
El calishta abandonaba el recinto cuando Gael volvió a girar la cabeza y sus ojos se posaron en la límpida mirada de Arianna. Con un silencioso pero enérgico ademán, le ordenó a los orcos que abandonaran el recinto y estos obedecieron en el acto. Carraspeó para aclarar la voz y preguntó, sin ironía y casi en un susurro:
—Dime, ¿dónde quedó aquello de que “ellos mismos sobrevivan o mueran, que ellos mismos fabriquen su destino”? —Dicho esto, alzó las manos en señal de paz. —No malinterpretes mis palabras, no pretendo reiniciar una discusión. Es que sencillamente no logro desentrañar lo que pretendes. Primero argumentas en contra de llevarlos como prisioneros y propones dejarlos aquí. Luego, cambias de idea y pretendes que viajen con nosotros. Quizá es una buena idea, yo mismo la he barajado. Pero sé también que es un riesgo, un riesgo muy grande. Además, ¿qué haremos con ellos? ¿Serán nuestros prisioneros? Entiendo que no deseas eso. ¿Entonces qué? ¿Seremos compañeros de viaje? ¿Quién cargará sus armas? ¿Ellos? ¿Tú? ¿Y luego qué? ¿Los abandonaremos más adelante quien sabe bajo qué condiciones y circunstancias, sin armas ni un refugio? Ignoramos que nos deparará esta travesía y, lo que es más importante, ¿quién nos asegura que no nos conducirán hacia una trampa? Este es su territorio y lo conocen bien, es cierto. Pero tal vez por eso mismo no sea una buena idea. Existe el riesgo de que nos traicionen y… —Bufó por lo bajo, frustrado.
Otra vez volteó la cabeza hacia atrás y contempló a la pequeña mientras que una sonrisa se alojaba en su rostro. Proteger a Porsha era su misión y no estaba satisfecho de cómo había desempeñado aquel papel en esta ocasión. Si fuera por él, estarían todos muertos ahora. ¿Era una buena idea dejar que los orcos los guíen por estos peligrosos páramos infectados de alimañas y de hordas de pieles grises? ¿Y si los conducían hacia una emboscada? ¿Resistirían otro ataque? Jamás lo admitiría frente a los otros; todos parecían tan convencidos de las decisiones que tomaban, incluso la pequeña maga. Pero él no estaba seguro de qué decisión tomar. Si cometía un error podía arriesgar la vida de Porsha, y no... ¡No!, repitió para sí, eso jamás ocurrirá. Porsha era su misión ahora. Su propósito. Así se lo había comunicado su dios. Helm, el vigilante, el protector.
—No lo sé. ¿Y si nos equivocamos? Está Porsha de por medio… —concluyó, como si aquel nombre fuera un argumento irrefutable.
Era muy cierto: Porsha era su misión, su propósito. Pero también era cierto que un hombre es algo más que un propósito. ¿Acaso es el propósito de las nubes aliviar el calor del labriego que siembra trigo? Tal vez, pero una nube es más que su propósito. ¿Es propósito de una huella guiar al que viene detrás? Hasta una huella es diferente de su propósito. Y así era con Gael. El clérigo tenía un propósito, Porsha; pero en su vida había algo más: Arianna. Solo ante ella podía mostrarse vulnerable o vacilante. Ni siquiera ante la pequeña maga. Solo Arianna. Ella lo había conocido hundido en el alcohol, sin un camino, sin nada a que aferrarse. Y quizá sin dios, ya que su fe vacilaba en aquellos tiempos. Fue junto a ella, y quizá por ella, que se puso en pie, que recobró la fe, que volvió a creer. Eso se lo debía a esa distante mujer de gélidos ojos azules, pero que guardaba una secreta calidez. Era ella a quien se dirigía ahora y en quien depositaba sus dudas, y solo en ella. Fue entonces cuando clavó una intensa mirada en la guerrera, una interrogante mirada.
—Dime. Confío en tu juicio —afirmó.
La mirada perdida y sumida en sus propios pensamientos de Gael no pasó desapercibida para la Iluskana, lo observó atentamente a los ojos mientras hablaba, quedaban los dos solos en esa silenciosa cripta que había guardado el silencio de unas almas que hacía siglos no se acobijaban con el calor de un cuerpo viviente.
De repente sus ojos azules desprendieron una mirada que Gael jamás le había visto, un atisbo de expresión en ese frío rostro norteño de rasgos bruscos, sus ojos podían mostrar cierto ¿deseo? o ¿desdén?. ¿Qué diferencia había?, en ese lugar donde se encontraban, rodeados por el lúgubre manto de la muerte reciente y antaña, Arianna de repente se sintió viva, como tocada por una manta cálida en una fría noche invernal, ni ella misma entendía que ocurría, quizá fuera ese periodo de unos días sincronizados con el ciclo lunar que le alteraban mes a mes su estado de ánimo o quizá fuera el hecho de estar a solas con Gael, pero un calor recorrió su espina dorsal y se refugió en su cabeza, manifestándose en forma de pensamientos lujuriosos y deseos reprimidos.
Suspiró sonoramente y observó detrás del hombro de su compañero la gran figura del Semiorco contrastando con la pequeña mediana sonriéndole expresivamente. Más cerca se encontraba dedos caminando para reunirse con el par, y detrás del moreno, los orcos hacían caso a Gael y caminaban con pasos inseguros y medidos hacia la salida, con un evidente temor hacía el imponente bárbaro que aguardaba por ellos.
Volvió su mirada a Gael y con su mano izquierda envuelta en un guante de cuero desgastado se retiró un mechón de cabello rubio que se le había pegado en la frente y en el pómulo izquierdo a causa del sudor que empezaba a filtrarse a través de los poros de su piel a pesar de la corriente de viento helado que entraba a la cripta.
Se acercó un par de pasos hasta tenerlo a su alcance y levantó su mano derecha para ponerla delicadamente en el cuello del Aasimar.
—Yo no quería que esos orcos fueran contra su voluntad como prisioneros nuestros, ¿con qué derecho haríamos semejante cosa?, ellos desean ir con nosotros y ni siquiera como compañeros de viaje, quieren ir como guías y esbirros. ¿Quién niega que en un corazón negro no se alcance a filtrar algo de bondad?, quizá y solo quizá estén agradecidos por perdonarles la vida. O quizá estén asustados y en medio de su insensatez y estupidez saben que los dos solos no pueden sobrevivir a esta salvaje tierra. Solo espero no equivocarme y que el justo nos haga justicia en esta ocasión, los orcos son traicioneros, pero los humanos también lo son, los humanos son codiciosos, pero ¿todos son así?.
Se encogió de hombros ligeramente, suspiró otra vez y acercó su rostro al rostro de Gael, le dio un beso en la mejilla y pudo sentir el vello de su barba incrustarse suavemente en su mejilla, inmediatamente la sangre subió a su cabeza y en cuestión de un segundo sus blancas mejillas se tomaron rojizas. Alejó de nuevo su rostro y continuó hablando, golpeando con su cálido aliento el frío rostro del seguidor de Helm.
— Y si tú no estás seguro, nadie en esta partida puede estarlo. Quizá no te hayas dado cuenta, Gael, pero si bien seguimos los pasos del mestizo, es a ti a quien verdaderamente seguimos. Dentro de nuestros corazones sabemos, sé, que estamos por buen camino si tu considera que vamos por buen camino, no deberías confiar en mi juicio más de lo que deberías confiar en el tuyo mismo, yo confío en ti y los demás —Dijo señalando con sus cejas al resto del grupo. —Seguro que también. Porsha es nuestro propósito, Mozhog nuestros pies, pero tú eres nuestra cabeza que toma las decisiones correctas cuando es debido.
Se apartó definitivamente de Gael y recogió el ciervo destripado que aún permanecía empalado en el suelo, los orcos en el afán de cumplirle a Gael y salir, olvidaron que eran los encargados de cargar con ese tipo de cosas. Arrastró lo que les serviría de alimento por un par de días en dirección a la entrada para empezar de nuevo el recorrido a través del escarpado páramo.
Gael no supo precisar si fue aquel rescoldo escondido donde el viento y la nieve dejaron caer su látigo sobre una mirada de azul escalofrío, o si acaso el íntimo y simple acto de apartar una rubia guedeja, o si aquel incitante suspiro o si los lentos pasos que se encaminaban hacia él… El hecho fue que algo removió un viejo recuerdo olvidado en su memoria.
—¿Pero qué infame brebaje es este? —había exclamado el anciano escrutando con ceñuda mirada el contenido de su jarra. —Es que ya no se hacen cervezas como las del año de las Grandes Cosechas... Te lo digo yo, muchacho, que tú no habías nacido aún —y había añadido, entre eructos y risotadas: —¿Conque clérigo? ¿Por qué no te rebuscas la vida con algo más sencillo? ¡Qué me aspen! ¡Un clérigo! —Luego había volcado una desconfiada mirada en derredor, acodado torpemente sobre la mesa y mascullando entre dientes: —Pero si es lo que quieres, escucha mi consejo: aléjate de las hembras de cualquier especie. Como te digo… ¡Ni diosas, ni humanas, ni elfas, ni medianas y, menos aún, enanas! —había añadido al tiempo que echaba recelosas miradas hacia la camarera que servía una de las mesas. —Estoy seguro de que esa bruja le hizo algo a mi cerveza. Como te digo… ¡Cuídate de las mujeres! Enfréntate a una gran sierpe de los pantanos o a una horda de trolls, pero nunca, ¡jamás!, ¿me oyes?, jamás a una mujer… Te lo digo yo, que he tenido madre, tres hermanas, una esposa y siete hijas. ¡Ellas me arruinaron! Antes era un hombre alegre y vivaz, un gran comerciante, muy próspero y respetado. ¡Mírame ahora! Las mujeres son unas pérfidas criaturas: te clavan sus ojos y es como si te hechizaran, te hablan entre susurros y te envuelven en sus embustes… Nunca, repito, ¡nunca! las dejes acercarte a ti. ¡Jamás! Si te sonríen o te tocan estarás perdido… ¡No habrá salvación para ti! Y cuando te besan… Oh, cuando te besan… ¡Aún el inocente beso de una niña! Es como si una sierpe te inoculara su veneno. Escucha el consejo de este viejo y aléjate de ellas, muchacho, si en algo aprecias tu vida. Te arrancarán el corazón y lo devorarán ante tus ojos. Te lo digo yo, que he sobrevivido al desastre de Sulasspryn, a la Gran Plaga del Mar Interior y a los orcos y a los goblins, y… Acá me tienes, ¡vencido!... ¡Las mujeres fueron mi ruina! ¡Aléjate de ellas!
Fue cuando Arianna posó su mano junto al cuello del clérigo, que este percibió como la coraza de metal que lo protegía de hachas, espadas y alabardas se derretía como la mantequilla ante el contacto de los dedos de la guerrera. Tal vez el anciano llevara razón, pensó. O creyó hacerlo, porque el remolino de emociones que lo envolvió distaba mucho de un pensamiento. Ni las jabalinas de los orcos habían horadado tan profundo. Malherido y a las puertas de la muerte, bastaba que invocara el nombre de su dios y este restañaba sus heridas y le devolvía las fuerzas. Pero Gael no conocía arma, sortilegio o plegaria que lo salvara del precipicio que se abría a sus pies. De pronto, se percibió a sí mismo como una ciudadela amurallada con sus altas torres y su foso circundante frente a un prodigioso archimago que derribaba los muros e incendiaba hasta los cimientos de la fortaleza con el mero roce de su varita.
Tal vez el anciano estuviera en lo cierto, repitió para sí cuando Arianna acarició su barbada mejilla con el fugaz roce de sus labios y susurró palabras que él apenas escuchó, preso del hechizo. El rubor tiñó ligeramente las pálidas mejillas de la mujer y Gael se preguntó (o creyó hacerlo) si acaso solo jugaba con él, con el desbocado corazón que golpeaba en su pecho y que ahora se había detenido. Por fuera, el clérigo permanecía erguido y silencioso, con un gesto amable orillando sus ojos y curvando la línea de sus labios; por dentro, desesperado y a tientas, buscaba los extraviados latidos de su corazón. Un corazón apenas, como un crisol de brasas, guardado en la vigilia de su pecho igual que un centinela. ¿Pero cómo velar junto a él si ya no le pertenecía? Ahora era su verdugo. Maldito traidor, masculló para sí cuando volteó la cabeza y descubrió a la mujer cargando con algo más que una bestia destripada. Gael la contempló alejándose por el pasillo y llevándose consigo al desertor: el corazón del aasimar.
—Cuídalo —susurró.
Cuídalo, pensó, y, antes que se convierta en una momia deslumbrante, abre una por una todas sus heridas y que plaña su delirio en el desierto hasta que solo el eco de un nombre crezca en él con furia de hambre. Y si sobrevive aún, devuélvemelo. Será un talismán más inflexible que la ley, más fuerte que las armas y el mal del enemigo.
Gael la observó alejarse y sonrió, derrotado pero extrañamente feliz. Mientras tanto, recogió algunos de los objetos esparcidos por la cripta (*) y se encaminó hacia la salida con pasos seguros y ligeros para reunirse con los demás.
—¿A qué esperan? —exclamó y esbozó una media sonrisa. —¡En marcha! Que el camino no se hace solo…
(*) Léase, cualquier objeto de cierto interés que haya quedado en la cripta y que ninguno de los otros recogió. Lo dejo a criterio del director. =)