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A lo largo de la Costa Perdida hay focos de civilización, como los campamentos tradicionales varisianos que se encuentran en casi todos los barrancos y hondonadas de estos confines bordeados por precipicios. De vez en cuando se ven casas solitarias en lo alto de los riscos, residencias de excéntricos o ricos en busca de un poco de paz lejos del bullicio de las calles de Magnimar.

Una serie de posadas (cada cuarenta kilómetros, más o menos, que es la distancia que la mayoría de los viajeros puede recorrer en un día) jalonan la Carretera de la Costa Perdida. Pequeños santuarios de piedra en honor a Desna, diosa de los vagabundos y deidad tutelar de los varisianos, ofrecen cobijo si una de las frecuentísimas tormentas sorprende a los viajeros.

Con el tiempo, cualquiera de estos gérmenes de civilización podría prosperar y convertirse en un pueblo de gran tamaño o incluso en una ciudad. De hecho, ya ha ocurrido en una ocasión, a orillas de un puerto natural enclavado entre acantilados a unos ochenta kilómetros al noreste de Magnimar.

Lo que en su día fue un campamento varisiano mayor de lo habitual y a la sombra de una antigua torre en ruinas, hoy es el pueblo más grande de la Costa Perdida: Punta Arena, la Luz de la Costa Perdida.

LA LUZ DE LA COSTA PERDIDA

A medida que uno se aproxima al pueblo de Punta Arena, se hace más evidente la huella de la civilización sobre la Costa Perdida. Aumenta la cantidad de campos de cultivo en los páramos limítrofes y valles fluviales; también cada vez más embarcaciones pesqueras surcan las olas de las aguas verde-azuladas del golfo Varisiano.

Es más habitual cruzar arroyos y ríos sobre puentes de madera que vadearlos y la Carretera de la Costa Perdida es cada vez más ancha y está mejor cuidada. Punta Arena queda oculta a la vista desde cualquiera de sus accesos (sur o este), respectivamente por la Bandeja del Diablo (una prominente calzada de roca caliza) y por un arco de salientes rocosos y colinas poco pobladas que se alzan justo al este del pueblo.

Es al doblar la última curva del camino cuando las chimeneas humeantes y las calles bulliciosas de Punta Arena reciben al viajero con los brazos abiertos y la promesa de una cama caliente, una vista realmente agradable para quienes han pasado solos los últimos días en la Carretera de la Costa Perdida.

Por el sur, la entrada a Punta Arena está dominada por un puente de madera, mientras que un muro de piedra otorga al pueblo un poco más de protección al norte. Aquí la Carretera de la Costa Perdida atraviesa un portón de piedra, custodiado generalmente por uno o dos guardias. El puente del sur no suele estar vigilado.

Aparte de goblins esporádicos, los ciudadanos de Punta Arena no han tenido que preocuparse demasiado por las invasiones o los bandoleros, ya que, simplemente, la zona no tiene suficiente población para que el robo sea un negocio rentable. De un clavo doblado, tanto en el portón de piedra como en el puente del sur, cuelgan un espejo y un cartel con un mensaje escrito: “¡Bienvenido a Punta Arena! ¡Por favor, detente a contemplar cómo te veremos nosotros!”.