La travesía hasta Aguas Profundas había sido muy tranquila hasta el momento en que llegaron al puerto de la urbe. Antherion había gastado cada moneda de oro que tenía en costearse el viaje hasta el continente, con lo que le esperaban unos días bastante duros hasta que encontrase una manera de ganar las monedas suficientes como para poder iniciar la investigación de dónde podía encontrarse su familia. Claro, pero éso fue hasta que la bolsa del capitán de La Gaviota Blanca se cruzó en su camino.
Aprovechando que éste se afanaba en ayudar a el resto de viajeros a descender del navío, el elfo gris cortó la cuerda que sujetaba la bolsa al cinturón antes de marcharse, como si nada hubiese pasado, con rapidez y sin mirar atrás. Para su sorpresa, lo que en principio creyó que iban a ser unas pocas monedas de oro y gran cantidad de plata resultó ser la paga de la tripulación, con la que podría vivir a cuerpo de rey durante dos semanas.
Sin embargo, a su llegada el pícaro no encontró la ciudad tal y como había esperado. Al parecer, durante ésa misma mañana había habido un gran seísmo y, pese a que no se había caído ningún edificio, sí que habían aparecido numerosas grietas. Además, por las calles la gente comentaba como una gran cantidad de magos habían sufrido unas extrañas visiones en las cuales veían al viejo Halaster, “el mago loco de Bajomontaña”, gritar enfurecido y cómo cavernas enteras se venían abajo.
En principio no era algo a lo que dar importancia, al menos no demasiada, pues era un problema que en nada tenía que ver con él. Pero éso cambió durante la noche. Las visiones de las que había hablado la gente se repetían ahora en su mente: Antherion soñaba con adentrarse en Bajomontaña, o recibía la visita de Halaster gritando encolerizadamente. Se despertaba entre sudores, deseando entrar en la famosa y legendaria mazmorra para hacer “aquello que debía hacerse”. No sabía qué era realmente ese algo , pero momentáneamente veía en sueños extrañas habitaciones subterráneas, curiosos y desconocidos objetos, pilas y pilas de monedas que parecían llamarle y a un Halaster que se apresuraba para llevar a cabo diversas tareas.
No tenía ningún sentido. Según decían únicamente los magos y clérigos habían sufrido la llamada del desesperado mago, pero por alguna razón él también. Él también se encontraba deseoso de descender a la mazmorra, aunque no tenía muy claro si era debido a que anhelaba hacerse con uno de los abundantes tesoros de Bajomontaña o porque realmente le inquietaba qué era lo que estaba sucediendo ahí abajo y que, al parecer, ponía en peligro a la ciudad.
Por ello no le extrañó encontrarse con numerosos magos, sabios, y todo tipo de aventureros que habían liado el petate, cuando salió a la calle. La expedición a Bajomontaña había comenzado y todos parecían dirigirse a un mismo lugar: el Portal Abierto; la entrada más conocida y usada hacia la mazmorra.