Hacía varias dekhanas que Zhar había llegado a la grandiosa urbe de Aguas profundas y, pese a ello, solamente hacía unos días que había conseguido pasar. No comprendía porqué los guardias es reían y mofaban de él cuando, tras negarle el paso (advirtiéndole desde la distancia, eso sí), él alegaba no ser un orco sino un dragón.
Con el paso de los días, el “dragón” finalmente comprendió que debía haber algo en su aspecto que no gustaba a los guardias, así que se decidió a ocultar el gran hacha que usaba para defenderse echándosela a la espalda bajo las ropas y acercarse poniendo su mejor cara de humano. Sorprendentemente, aquella vez sí que le dejaron pasar.
Sin embargo los problemas continuarían. Eran pocos los lugares donde se le permitía estar, y en más de una ocasión fue escoltado de manera poco elegante hasta la salida de la posada o taberna, y pese a que el insistía en no ser un orco, la gente parecía ser demasiado estúpida como para comprenderlo.
Fue así como finalmente dio con sus huesos en un sucio hospicio en el Barrio del Muelle que, aunque no era la zona más “bonita” de la ciudad resultó mucho más acogedora con el orco y sus monedas. Y allí, en un jergón malholiente de la sala común se encontraba Zhar cuando el suelo de la ciudad tembló intensamente, abriendo numerosas grietas y causando cuantiosos desperfectos y destrozos a su alrededor, aunque todo se mantuvo en pie incluyendo la infecta posada donde el chamán del dragón volvió la cabeza hacia la pared buscando algo de tranquilidad. Llevaba un par de días tratando de recordar qué era lo que el dragón le había dicho que hiciera una vez hubiese entrado en la ciudad, pero por mucho que se esforzaba su mente estaba completamente vacía.
El recuerdo finalmente llegó en forma de dolorosas y extenuantes visiones. Zhar no recordaba que fuese tan duro, pero pronto su atención se centró en las visiones que se repetían una y otra vez. En ellas veía a un anciano desesperado porque algo había ido mal y cómo, alrededor de éste, las columnas se venían abajo y cavernas a su alrededor se colapasaban. A estos “recuerdos” le seguían otros, que parecían ser lo que le habían dicho que hiciera, en los que se veía a sí mismo recorriendo largos pasillos, penetrando en habitaciones repletas de curiosos y extraños elementos y recogiendo enormes tesoros; y el oro le gustaba. Se podía cambiar por cosas realmente buenas, como una armadura buena o un bistec.
Para él estaba claro lo que Galadaeros le había mandado hacer y en nada le importó que varios centenares de personas (magos y sacerdotes en su mayoría) también hubiesen tenido las mismas visiones durante el día; así que cuando al anochecer volvió a tenerlas, supo que debía ponerse en marcha cuanto antes. Lo que no tenía tan claro era dónde estaba la dichosa mazmorra por la que debía investigar, pero como había oído que la ciudad se erguía sobre Bajomontaña y debajo de las montañas era normal que hubiese cavernas (como las de los orcos con los que vivía cuando era una cría) hizo un par de preguntas hasta averiguar dónde tenía que ir para descender: una posada con el nombre de “El Portal Abierto”.
Con todo su buen paso (que él era de zancada larga), Zhar se encaminó hacia la curiosa posada ocultando su rostro por una capucha, a pesar de lo cual solía llamar la atención por su altura y su fuerte corpachón.
Cuando vio afuera el letrero con el nombre de la posada (y orgulloso de ser capaz de leerlo de un tirón) entró decidido.