Allí estaba Luna, fiel a su nombre, en la noche de su espíritu, el enano encontró la luz, vaga, imprecisa, al mirar a través de sus lágrimas.
¡Cuánto había cambiado! Y a la vez seguía siendo una niña. Al descubrirla, corrió hacia ella. Se agachó. ¡Qué raro para un enano! Y se estremeció al saber el motivo.
Luna era una chica vivaracha, mal esclavo o preso hacen quienes tienen semejante amor por la vida, por el sol, la libertad, quienes ven la belleza en cada pequeño detalle recóndito. Por eso, por esa curiosidad y esperanza insaciables, había intentado escapar, y por ello, sus captores le habían cortado los talones de aquiles.
Los pies yacían flaccidos, como aletas. Cuanta humillación resultó en tanto que, al final, además de eso sufrió la desvergüenza de quedar preñada por un puñetero pez. Tardó mucho en empezar a hablar. Ninguno de sus compañeros de misión, de hecho, conoció jamás su voz. Cuando se separaron, deseándose lo mejor, y tras varios días de cargar pacientemente con ella a pie, flaca como se había quedado, como una raspa...oh, otra vez los pescados...como una pluma, mejor, ella por fin habló. Había tenido al niño. Se lo habían arrebatado. Lo odiaba. Sobrevivió a base de imaginar que tallaba piedras. Había llorado tanto, decía, que ya no le quedaba nada que llorar. Ciertamente, durante todo el viaje no derramó una sola lágrima y, aunque estaba claro que agradecía al enano su salvación, había algo dentro de ella que había muerto. No sólo su vientre, algo más profundo, más necesario.
Llegaron a su destino. Gogri pidió vino, y se desplomó por el esfuerzo. Por la noche, con algo de fiebre, despertó y le agasajaron con buena carne de cordero. El padre había llorado lo que su hija ya no sabía, y era feliz. Gogri sonrió. No le dijo lo que había percibido en Luna, no lo consideraba su derecho. Simplemente, pasó unos días, se mostró extremadamente educado y muy solícito y, cuando llegó el momento, se despidió de todos.
Luna, al final de la fila, lo esperó sentada, como ya estaría siempre, y le dio un beso en su rubicunda mejilla.
-Ya ves que aún me queda una lágrima para ti, mi salvador -dijo, cuando por su piel resbaló una gota que se perdió en la densidad de su barba-. Vuelve alegre. Recuérdame. Un día tallaré algo con mis manos que todos vosotros reconoceréis.
Así volvió Gogri Grimhammer a su tierra, sonriente, casi feliz. Nunca volvió a saber de ella, de la pobre Luna quebrada, pero el enano esperó y esperó, viviendo, entre tanto, muchas aventuras para las que quizá quede espacio en otra narración.
En su corazón sabía la verdad, intuía que ella, rota y muerta por dentro, no había tallado nada más que una daga o algo parecido con lo que huir de las pesadillas, con la que fundirse una noche con el orbe de plata que llevaba su nombre.