Junto con el resto de sus compañeros, ayudó a las mujeres a salir de aquel pútrido criadero de los nauseabundos seres, prestando especial atención al estado de su hermana. La fortuna casi les depara un dramático final a manos de los doblegados pueblerinos. Pero los designios del destino son generoros y quiso éste que llegasen en ese instante los hombres del primo de Marghaeritte.
Pudo así Hugh, tras la pelea, tomar un momento de descanso. Habían sido dos días frenéticos y, aunque había encontrado a Lea, la forma de hacerlo no había sido la esperada. Y con ello, volvió a derrumbarse. Estrechó a su hermana entre sus brazos y volvió a llorar en un silencio roto, unicamente, por el ocasional sorber de su nariz. Volvió también a unirsele, una ve más, su querido y peludo amigo. Quien metía la cabeza debajo de su brazo buscando un abrazo "a tres".
Tras el intercambio de información con los hombres del Conde de Puerta del Duque y la ayuda sanitaria de éstos, viajan rio arriba. Despidiéndose por el camino de los que durante los últimos días habían sido sus compañeros, buenos y valientes hombres que habían dejado todo por la busqueda de un ser querido. Despidiose de ellos deseándoles la mejor de las venturas.
Durante los siguientes días, sigue de forma aislada a las fuerzas de incursión que buscan los cúbiles de las infectas criaturas, así como en las tareas de localización de la red de secuestradores. Mostrándo una actitud cruel y brutalmente despiadada con todo aquel con el que consigue cruzarse, ansioso por aplacar su ansia de venganza.
Pero todo es en vano. Sus sentimientos de dolor y rabia se acrecentan cada vez que, al caer la noche, vuelve al hospicio de las hermanas lathandianas y Lea no le reconoce. Pasa las horas a su lado, le cuenta historias de su niñez, de las anécdotas que sus " hombres libres" han llegado a protagonizar o le lee cuentos de hadas. Todo es infructuoso. Su vientre se agita mientras su mirada yace perdida, sumida en la inmensidad cósmica de unos horrores que, solo los dioses sabrán, habrá visto.
Tiempo más tarde, en la oscuridad de una lluviosa noche de otoño, los desgarradores gritos de dolor resuenan durante horas en el convento hasta dar paso a los llantos de un neonato. Huyendo bajo el amparo de las sombras, portando un bulto bajo el brazo, logra abandonar la urbe y adentrárse en la espesura para acabar con el fruto de la atrocidad cometida en aquel infecto cubículo. Los pensamientos y pesares golpean en la cabeza del montaraz con cada palada. Al finalizar, solo queda un monton de tierra removida en mitad de un claro y un enorme sentimiento de culpa.