-¡Vive Dios que venceremos! -Se elogiaba eufóricamente Don Beltrán en presencia de sus sirvientes. ¡Si hasta esos ermitaños* del sur pelean entre si...! ¡Un simple vasallo de Nuestro Rey, cargado todo él de fe cristiana. da muerte digna a uno de sus hudíes y se enemistan por su propia derrota, entre ellos...! ¡Valientes bellacos! ¿Y tenemos que guardar pleitesía a estos infieles? ¡Jamás!
Acto seguido, Don Beltrán hacía pasar desde su trono a uno de sus consejeros más apreciados con un gesto simple de mano hacia los guardias. El consejero, nada más entrar, dejó un pergamino encima de una de las mesas y comenzó a hablar. Allí ya se encontraba don Marcial, su hijo y heredero, escuchando todas las vanaglorias y adulaciones propias de su padre hacia cuantos nombres de emires, califas y filósofos musulmanes había oido alguna vez.
*: referido a "almorávides"
-Como mande, mi señor... -decía Jean-Luc haciendo una reverencia antes de mirar a los ojos al Conde. El emisario ya llegó. Su Majestad ha concretado la búsqueda de la Cruz como vos propusísteis a nuestro querido don Gastón. Al parecer Su Majestad se decantó porque no ha mucho que la lejana Cruz Templaria quiso cedernos el privilegio, según cuenta algunas lenguas, de descansar cerca de estas tierras, en este condado... Claro que vos lucháis con fe y fiereza contra esos musulmanes... Don Alfonso quiere para la guerra la Sangre, ¡la Cruz de Plata!, pues ciertamente dice que le llevará a la victoria en Zaragoza.
El hombre esperó cabizbajo la respuesta del conde. Miraba de reojo a Marcial, el cual tenía clavada en él su propia mirada en cada movimiento que el consejero hacía, en cada palabra que decía.
En seguida Marcial se levantó de su asiento tomando un impulso rápido y casi instintivo.
-Padre, yo podría...
-Retírate Jean-Luc -interrumpió el Conde a su hijo, mientras se dirigía al consejero-, y haz enviar a don Gastón una partida de 50 ovejas frondosas, ¡y nada rancias o raquíticas, pues en esos Pirineos es de deber que el frio hiele los huesos de sus nobles!
Acto seguido, el hombre miró seriamente a don Manuel, el hijo, el cual se dio cuenta de ello, y seguidamente bajó de forma disimulada sus ojos hacia el suelo hasta hacer una pequeña reverencia y desaparecer tras el portón. Los guardias volvían a ocupar la entrada.
-Oh si...hijo... -dijo don Beltrán recordando que su primogénito se había dirigido antes a él-, lo sé, lo sé... Diste muerte a esos jabalíes cual almas en pena, como pulcra ofrenda al propio Cristo... Y ciertamente contemplé que estabas preparado. Mmm... creo que ha llegado el momento...
Entonces el conde se levantó y paseó por toda la sala, desde su sillón de cojines de ricas costuras hasta la puerta de su estancia principal, donde permanecían impávidos sus guardias.
-Busca en Miravista, en Sotoviento, en Novallas, Alberite o Magallón... ¡En cada pueblo que recuerdes de estas tierras!, a hombres de valeroso corazón y temerosos de Dios, que no hagan sino obedecer sus divinos preceptos y amen a Su Majestad como tantos otros le queremos; -en esos momentos se dio la vuelta y recogió el pergamino, luego volvió a dirigirse a su hijo. Promulga este edicto allá donde vayas, pues es la palabra de Don Alfonso, firmada de propia su mano, convocando esta empresa de delicadas artes... Mis vasallos le sirven en Juslibol, por lo que confio en que encuentres hombres que busquen "La Sangre" en su lugar... Vacila de aquellos que sean ladrones, tramposos y maleantes, pues, de encontrar milagrosamente tal reliquia, no sabrán que están tratando con el caliz del Creador...
En esos momentos tomó el pergamino, lo extendió y se lo enseñó a su hijo:
Don Beltrán sonrió mirando a su hijo a los ojos, frente a frente. No había sonreído en toda la mañana. Luego con voz cálida, tras una interrupción, finalizó:
-Acompaña a esos hombres. Que seas tu quien traiga el honor de la dicha, no lo olvides, haciéndolo sobre tus manos. Hijo mio... eres ya todo un hombre... montarás mi caballo, aun fresco y joven, y algún día estas tierras serán tuyas. Mientras tanto honra a tu padre y a tu Rey. Tráeme una respuesta... o esa Reliquia. Ahora parte, raudo.
Finalmente le abrazó y se dio la vuelta esperando a que se fuera.
-Como ordene, Padre -respondió Marcial. Vuestra bondad, la del Rey y la de Dios partirán conmigo. Llevaré el edicto a cada plaza, a cada casa. Los deseos de su Majestad serán complacidos si Nuestro Señor lo dispone. Mi señor...
Y Marcial salió de la sala, preparado para comenzar así su periplo de búsqueda y reclutamiento por todo el Condado de Aguilera. Sin embargo, de camino a los establos de la fortaleza, se encontró por uno de los patios Jean-Luc, cruzándose con él. Cuando le vio fue directamente hacia él.
-¿Mi Señor? -hizo una reverencia el cortesano sin mirarle ni una sóla vez a los ojos, los cuales tenía clavados en el suelo y su cabeza estaba "gacha"-. ¿Se olvida Vos de algo? Su montura le espera y creo que sus solda...
-¡Cállate, desdichado! -le interrumpió don Marcial- Se cómo miras a mi padre cuando estás en su presencia, ¡cómo le places en todo lo que no es siquiera conveniente!, no siendo igual cuando no está su figura... Recuerda que el Señor de Bearne es el amigo de mi padre, ¡no tu! Ahora vete... y sírvele en todo lo que disponga sin malos juicios. He dejado varios de mis hombres en palacio, asique estaré como presente. No quisiera interrumpir el percepto real por acudir en pos del salvamento de mi padre por vuestros malos infundios.
Al parecer Jean-Luc y don Marcial tenían algún tipo de rencilla anterior. Éste estaba muy molesto con Jean-Luc, que únicamente se dedicaba a intervenir en los asuntos que relacionaban al Don Gastón y don Beltrán, casi siempre por cuestiones del Rey Alfonso y sus batallas. Acto seguido, Jean-Luc se disculpó y deseó suerte al heredero, no sin antes echarle una mirada de odio penetrante cuando éste se hubo de dar la espalda yendo en dirección a las cuadras.
Fue esa misma mañana cuando Don Marcial de Aguilera hizo convocar a todos sus leales y amigos nobles, incluyendo infanzones y otros guerreros amigos de su propio padre, que se habían enterado del comienzo de la búsqueda. Esa misma tarde había reunido a muchos de ellos en la localidad de Chinarro, a orillas del Ebro, aunque sólo eran unos treinta en total (junto a sus monturas). A partir de ahí Marcial leyó el edicto Real y dispuso diversas formas de organización en la búsqueda, determinando que al ser un rumor popular el encuentro de la Cruz debían dispersarse lo más posible y cubrir el mayor número de poblaciones en el menor tiempo posible, pues la guerra de Su Majestad así lo necesitaba.
Por tanto, determinó que buscarían la reliquia en grupos de 4 o 5 hombres, incluyéndose los vasallos mismos y aquellos que se sometieran a la proclama, en todo el Condado de Aguilera. La guardia personal del hijo de Don Beltrán estaba incluída, con lo que don Marcial se desprendió de esta para poder cubrir más terreno. Esa noche decidieron los destinos de cada cual, y más tarde descansaron en la población.
A la mañana siguiente comenzó el movimiento. Partieron desde todas direcciones, cruzando colinas, montañas y el valle del Rio. Al mediodía, Marcial, que había partido bien aprovisionado, llegó a la localidad de Campolevante.
Vaya lugar... -pensaba para sí don Marcial cuando su montura se detuvo a la entrada del pueblo. Desde luego las ofrendas de mi padre a los más débiles son desvalijadas camino a este tipo de aldea... están todos sus tejados casi caídos...
Sin dilación alguna, se dirigió a lo que pareceía la plaza del pueblo, muy solitaria. Se encontró con un niño por allí y mandó llamar al párroco local. Cuando éste vino, mandó hacer tocar la campana de la casi desecha ermita por los años y las refriegas musulmanas, pues había sido un pueblo a caballo entre uno y otro bando. Cuando la campana sonó con determinación, los gritos comenzaron a sucederse tras ver los pendones oficiales del condado y el escudo de Aragón, junto a la insignia negra y cuadrada de Don Alfonso. En ese momento la gente comenzó a agolparse en el pueblo. También lo hacía cabras y burros de los lugareños.
-Atendedme, cristianos leales al Rey:
En esos momentos, Marcial, sin apearse del caballo, echó un vistazo general y sacó el pergamino. Lo desenrolló y comenzó a leerlo:
De la promulga real, por órden, decreto y disposición de su Majestad, Don Alfonso I de...
...
...
... por su mandato, sin reparo y discusión alguna. Año de Nuestro Señor de 1117. Corona de Aragón
-Ahora dadme agua y comida, villanos -continuó tras finalizar de leer-, pues esta misma tarde se os citará para la vista de vuestra voluntad y valía. Volved esta misma tarde y no hagáis caso omiso, pues Dios y su Majestad requieren de vuestro hacer.
Esa misma tarde, uno a uno fueron presentándose los pocos habitantes de Campolevante. Muchos de ellos eran niños de apenas 14 años de edad. Ni siquiera Don Marcial desecharía la presencia de una mujer, pues no era realmente una empresa de espada contra espada, sino de comprobar aquellos rumores renacidos.
La elección terminó pronto, antes de media tarde. Había comprobado quién de ellos sabía manejar un arma, quien tenía buena forma física y quien de ellos sabría leer o escribir... Sin embargo, no todos poseían alguno siquiera de los rasgos, y mucho es hablar que los tres incluidos, asique tuvo que elegir a tres de ellos, los únicos valederos (en apariencia) para acompañarle:
Esa misma noche partirían a investigar hacia la orilla sur del Ebro, entre las poblaciones de Fuentes de Ebro y Mediana de Aragón, donde al parecer los rumores y habladurías ubicaban allí la Santa reliquia.
FIN DEL PRÓLOGO