Espero que hablen mejor alemán que yo su lengua nativa.. - dijo con una sonrisa.
Escogió señalando con la mano a unos pocos hombres, no quería dejar desprotegida a Hagall, pero entre el nativo hercúleo y Daman, no tendría problemas de seguridad, además de la fierecilla de Nidhog.
Se fue directo a los laboratorios, siempre prevenido y alerta, lo que vio le dejó muy sorprendido, al parecer habían puesto un explosivo donde estaban los laboratorios, sabía bien esos efectos, un buen ingeniero, también ha de saber como echar abajo sus estructuras.
Busco con la mirada a ver si encontraba a alguno de sus compañeros, ya sea Adeline, el loco de Bernstein o el compañero de Hagall, aquello pintaba mal, estaba claro que ellos no habían tenido nada que ver con esa explosión, ¿ será entonces que tengan un infiltrado dentro?, ¿ que sabían que querían usar la campana para sobrecargar la campana de la antártida?, aquello le hacía cerrar los dientes con fuerza, la campana era su creación, le dolía que este en ese estado, pero también , era una manera de recordar a su creída difunta esposa, pero en cuando vio a Margot con vida, se sintió completamente aliviado, aún con el cambio de manera de ser de su mujer.
Todo fue una confusiòn por màs que estuviera preparada para momentos asì, siempre era un golpe, una especie de irrealidad que a la rubia le tomaba algunos segundos recomponerse. Tal vez no era la perra insensible que todos o muchos creìan que era pero lo cierto es que habìa conseguido -una vez màs- salir con vida y ademàs, darse cuenta que aquello no habìa sido al azar, ni un ataque fortuito, se habìan preparado y ellos al estar tan ocupados en todo lo demàs, sencillamente habìan pasado por alto aquello. Tenìa que moverse ràpido e ir a buscar a los demàs, esperaba que no hubiera muchas vidas que lamentar pero claro, esperaba y pensaba por sobre todas las cosas, en aquellos a quienes consideraba importantes.
Necesitaba volver a casa de Hagall pero tenìa que cuidarse de todo, porque podrìan ir a por ella si creìan o sospechaban que era del enemigo. Iba cuidando cada paso que daba, aquel ataque no la habìa cogido en el mejor lugar pero se alegraba de poder ir por su propio pie. Pensaba en el profeta, le habìa servido mucho tiempo y ahora no sabìa si estarìa bien pero primero querìa cerciorarse de algo y luego, ya màs acompañada, tal vez moverse en otra direcciòn. Desafortunadamente habìa imàgenes en su cabeza que no olvidarìa en mucho tiempo, cada vez dudaba màs de que todo aquello fuera a servir para algo porque cada vez se parecìa màs al maldito problema que en un principio los habìa llevado hasta allì.
-Heck!
Adeline tropezò con un cuerpo y estuvo a punto de caer pero se recompuso, aquello era vomitivo y eso que la muerte no le daba asco especialmente pero las circunstancias eran distintas. Mientras avanzaba para llegar donde Hagall y los demàs, su odio por todos aquellos que tanto la habìan lastimado crecìa.
Los soldados nativos se derramaron por la colonia. Eran muchos más que los alemanes, y los líderes de las SS, los golpistas, habían caído o estaban siendo detenidos. Durante muchos años, el pueblo alemán había aprendido a mantenerse al margen de las revoluciones. Eran los camisas pardas y las SS quienes se encargaban de la lucha callejera. La gente solo se adhería al movimiento, se manifestaba en mítines o expresaba su apoyo a los sucesivos golpes que contra su libertad se iban produciendo. Por una vez, éste golpe parecía dispuesto a darles más libertad, y ese era un cambio a agradecer, aunque podía dar vértigo: estaban demasiado acostumbrados a obedecer órdenes a ciegas.
De cualquier modo, la serpiente había perdido su cabeza. Con Zimmerman fuera y algunos de sus mejores apoyos fuera de combate a consecuencia del atentado y el tiroteo en casa la sacerdotisa, solo fue necesario detener a algunas personas más. Hulda Zimmerman escogió el cianuro, un regalo personal de Magda Goebbels, de modo que cuando los soldados la arrastraron fuera de su casa, murió irremediablemente entre convulsiones.
Los soldados protagonizaron un último tiroteo, en el módulo de mando, liberando a Rommel y al capitán Fegelein, que habían sido apresados por los golpistas a la espera de que "la autoridad" decidiera qué hacer con ellos. Las granadas y el gas bastaron para hacerles salir del búnker. Algunos se rindieron y otros, obstinados, pelearon hasta el final.
La colonia estaba conmocionada. Rápidamente, Rommel orquestó una mentira fruto de las circunstancias: el ataque terrorista era obra de aquellos golpistas. No era cierto, pero era un método muy eficaz para enemistar a los colonos contra sus conciudadanos... habían matado miserablemente a compañeros suyos con una bomba, como si fueran sanguinarios anarquistas. Se hizo el recuento de bajas y comenzó a quitarse los cascotes en busca de heridos o supervivientes, pero también para evaluar los daños que el módulo científico había sufrido y el estado de "La campana".
Las pérdidas entre los científicos habían sido numerosas. Olsen había muerto por la explosión, desmembrado, y algunos de los científicos que trabajaban en el laboratorio no sobrevivieron al atentado. Otros, quedarían marcados de por vida, desfigurados o mutilados. La enfermería estaba llena y la doctora Dietrich no daba a basto. A pesar del miedo de Bernstein, su herida no revestía apenas gravedad: un poco de metralla en la pierna, fragmentos sólidos y fáciles de retirar. Su operación, sin embargo, se demoró mucho debido a la lista de espera. Al borde de la isquemia por la pérdida de sangre, recibió una transfusión de Annette, que era de su mismo grupo sanguíneo. Fue su manera de pedir disculpas por la manipulación de su padre, que había insistido en "tener a alguien cerca del judío". Sin embargo, y a pesar de sus suspicacias, la chica sentía genuina devoción por su mentor.
Los días pasaron, tras la resaca del atentado, y algunas claves fueron conocidas. Aquel hombre, el terrorista muerto, no era uno de los científicos desaparecidos. Debía tratarse, entonces, de uno de los hombres de Kammler que había llegado como avanzada al planeta. Su intención, al parecer, era robar planos de la campana y varios de los inventos más prometedores de Krieg y Bernstein, posiblemente para enviar la información "al otro lado". La bomba era una cortina de humo, pero también un método para impedir que ellos usaran la campana para tratar de frenar lo que estaba por venir. Un catalizador, esperaban, para mostrar a los colonos "los peligros de la amistad con los nativos" y reforzar el golpe de estado que Zimmerman había dado. Se lamentó la muerte del coronel Jürgens, que durante la captura de Rommel sacó su arma reglamentaria y disparó contra los golpistas, que le acribillaron. Lo mismo hubiera pasado con el capitán Fegelein de no ser por que el Zorro del Desierto se apresuró a entregarse, interponiéndose en las bocas de los subfusiles.
Se organizó un funeral en honor de las víctimas, cuyo acto central fue un discurso de Rommel en el Volkshalle. "Estamos solos". Les habló de la traición de Kammler, del golpe de estado que se preparaba, de que Alemania les había considerado carne de cañón. Habían demostrado que eran capaces de sobrevivir, pero ahora debían luchar por construir su propio futuro. Se les había prometido un paraíso en el que habitar, y en él estaban. Kammler solo quería destruirlo con agentes biológicos, armas nucleares y un holocausto sobre la población nativa. Tenía su vista puesta en la Tierra, en ganar una guerra que se había perdido. Ellos debían escoger: mirar al pasado o hacerlo hacia el futuro. Les dejó escoger. Los que quisieran seguir siendo devotos seguidores de un führer muerto, podían abandonar la colonia con sus pertenencias, sin poder llevarse ningún documento o artefacto. Solo a ellos mismos y sus efectos personales. Los que se quedaran, debían comenzar a construir una nueva sociedad, más justa e inclusiva, donde los nativos tuvieran cabida.
Fue un día triste cuando sesenta de aquellas personas, incapaces de vivir sin el racismo y el fascismo en sus corazones, abandonaron la colonia en un penoso convoy a través de territorio enemigo, tregua mediante, hacia el lugar donde se habían asentado la avanzadilla de Kammler. Eran hombres, mujeres y sus familias, casi todos fervientes nacionalsocialistas o miembros de las SS, que se marcharon sin mirar atrás.
Los que se quedaron, una sorprendente mayoría, descolgaron de las paredes las cruces gamadas, reemplazándolas por el símbolo de aquel nuevo ejército, el Venuskorps, que se había convertido en su nueva bandera, en la esperanza de un futuro mejor. Por delante, tenían días sombríos y duros. Días de guerra, de trabajo y reconstrucción. Sin embargo, no estaban solos. Cada día, más nativos llegaban a su puerta, dispuestos a vivir aquel sueño. Su número aumentaba, y pronto tendrían a su disposición un verdadero ejército de trabajadores y soldados. Una comunidad humana vibrante donde los nativos aprendían ahora a ser científicos, médicos, pilotos y soldados. Grandes cambios estaban por llegar, pero los Siegfrieders habían aprendido a moldear el futuro a su voluntad.
Nada era imposible, mientras se mantuvieran juntos.
Los días en la Antártida eran monótonos. Los soldados de Kammler entrenaban intensivamente en el uso de las nuevas armas, recibían re-educación patriótica y mataban el tiempo combatiendo el intenso frío. En el hemisferio sur, el verano llegaba durante aquellos meses de diciembre y enero, lo que hacía las temperaturas más soportables. Sin embargo, la base de Neuschwabenland se situaba en un fiordo cuyas gélidas aguas y milenario glaciar mantenían a los soldados preocupados en sus salidas al exterior.
La guerra había terminado hacía dos años, pero los simpatizantes de la causa recibían fondos desde los países latinoamericanos. Muchos reclutas eran nazis huidos al final de la guerra, que se habían escondido en países cuya cultura mestiza despreciaban. Otros, sin embargo, eran nuevos. Gente de países occidentales que antes de la guerra había mostrado su simpatía por los nazis que no habían podido entrar en los batallones de "folks deutsche" durante la guerra. Los espías y captadores reclutaban entre "sujetos de países arios con una situación socio-económica difícil". Huérfanos, pobres sin nada que perder, desplazados por la guerra o gente que había perdido sus casas. Quedaban, no obstante, no pocos adeptos a la causa en Alemania, que se escondían entre las sombras y callaban al paso de los jeeps estadounidenses y los tanques soviéticos.
No eran, sin embargo, tan numerosos como alardeaban: unos veinte mil. Tenían ventajas tecnológicas con respecto a naciones de la Tierra, incluso en aquella era de sorprendentes adelantos. Gracias a sus amigos, espías infiltrados durante la Operación Paperclip, tenían en sus manos diseños para fabricar sus propias armas nucleares y aviones a reacción. Pero todo eso quedaba ensombrecido por los increíbles inventos y la tecnología antigravitatoria que se estaba desarrollando en Venus, a la que ya habían tenido acceso durante los informes de un extorsionado Olsen y un fiel Zimmerman.
El número de éstos artefactos e invenciones no era impresionante. Unos pocos prototipos, que esperaban que bastaran para iniciar la producción en serie una vez que tuvieran acceso a las impresionantes materias primas del planeta naranja. Trazaban sus planes de conquista, con un pie puesto en otro mundo y el otro en el presente, cogiendo de él cualquier cosa que les interesara, cualquier adelanto que pudiera marcar la diferencia "al otro lado".
El general Kammler, en el interior del austero búnker, esperaba junto al "canciller del Reich" Bormann las noticias del otro lado. Ese mismo día, una transmisión planeada desde Venus se esperaba como agua de mayo. El resultado positivo, si los dioses querían, del Putsch contra Rommel y sus secuaces. Los recursos de Sigfrido se iban a poner a su disposición desde aquel momento. Pero los acontecimientos iban a precipitarse.
La alarma del complejo sonó. Hacía mucho que no la escuchaban para nada que no fuera un simulacro. El general dejó su taza de té y poniéndose la gorra, se acercó con paso firme hacia el módulo de mando y control. El búnker tembló debido a las explosiones. ¡Un bombardero enemigo! Furioso, llegó hasta la sala desde normalmente se dirigían todas las operaciones y se desencriptaban los mensajes de radio.
-¡El submarino U-740 informa de que ha avistado a una armada enemiga en el mar de Ross!
-Radar... -inquirió.
-Mi general, múltiples aeronaves sobrevuelan el fiordo a baja altitud, para confundir a nuestros sensores.
-Póngame con el submarino.
Nuevas explosiones, el búnker tembló.
-Capitán Hartmann, informe.
-Dos portaaviones, varios destructores y buques rompehielos, señor. Estaban escondidos en una ensenada, creo que planeando el ataque.
-Coordine a las fuerzas navales, capitán. Ataquen al convoy y pónganles en fuga.
-Jawohl!
Fue a usar el teléfono, pero la comunicación se interrumpió. Una bomba convencional, aunque de gran poder explosivo, había penetrado en el búnker y dañado la glocke, interrumpiendo el sistema eléctrico. La campana se había apagado en modo emergencia y los generadores auxiliares comenzaron a funcionar.
-¡Informe de daños!
No contestaban al otro lado. El general masculló, y corrió hacia el transporte subterráneo, un pequeño tranvía que velozmente le llevó hasta el hangar donde guardaban sus aeronaves, que estaban se preparando para despegar.
-¡Soldados del Reich, hoy es el día!, ¡Prepárense para defender la base!
El general abordó uno de los "haunebu", las naves circulares con motor venusiano antigravedad. Dirigió el contraataque, y los norteamericanos descubrieron, para su sorpresa, que los rumores de una base nazi en la Antártida eran ciertos. Perdieron muchos pilotos aquel día, y tuvieron que retirarse después de perder uno de los destructores debido a los torpedos alemanes.
El regreso triunfal a la base fue ensombrecido por el informe de daños. La campana había sido tocada y requería reparaciones exhaustivas. Parte del xerum se había quemado, volviendo tóxica aquella sección del búnker. Les costaría meses de duro trabajo reparar todo aquello y tenerlo listo para el traslado a Venus. Además, ya no podían mandar ni recibir mensajes desde el planeta.
Kammler sabía, además, que debía acelerar sus planes. Los aliados ya sabían donde estaban. Era cuestión de tiempo que prepararan una flota mayor para atacarles. Quizá, ni siquiera se arriesgarían, lanzándoles bombas nucleares. Pero habían visto toda aquella tecnología, y si algo querían los dos bloques de aquella Guerra Fría era tener acceso a los científicos y las superarmas nazis. Trabajarían a contrarreloj, gastando sus últimos cartuchos y fundiendo los últimos lingotes de oro. O Venus, o nada. La Tierra era ya un planeta demasiado hostil a sus intereses.
Era una cumbre histórica. "La puerta" serviría como terreno neutral para que varios de los más poderosos señores Nuaki decidieran su postura en común contra los extranjeros. Rama, en el marco de la tregua, había aceptado participar. "Todos debemos unirnos frente a ésta amenaza", le dijo su propio hermano, el príncipe Ajaka.
El salón dorado de los embajadores fue el lugar escogido para la reunión. Los Nuaki tenían gustos refinados, y sus esclavos Anu les servían en todo momento. Manjares de las cuatro esquinas de Venus, y aún delicadas frutas de la Tierra y Marte se servían en aquellas opulentas mesas.
Todos esperaban a que la gran emperatriz llegara con su séquito, para dar comienzo a la reunión. Era una reunión secreta, a puerta cerrada, que la embajada del imperio en la colonia Sigfrido iba a negar siquiera que se estuviera produciendo. Habían aprendido mucho de los extranjeros durante todo aquel comercio de intercambio, y los primeros talleres imperiales se atrevían ya a producir armas basadas en principios semejantes a las de los extranjeros. Además, se rumoreaba que un número de ellos habían abandonado la colonia. Todos querían echar el guante a aquella gente, ponerles a trabajar como esclavos para sus propios intereses, nivelar la balanza de la tecnología militar.
Finalmente, la gran reina llegó junto a su heredero. La presencia de su kimlar enmudeció al resto de Nuaki, que tenían sobre ella un temor reverencial. La gran emperatriz, la eterna, siempre les había guiado hacia la victoria. El futuro, el presente, el pasado, los planetas mismos, el corazón de los asteroides y el calor de las estrellas le pertenecían de pleno derecho.
La reina se sentó en el trono que le estaba reservado en aquel pabellón, haciendo un gesto displicente al esclavo que se acercó para ofrecerle de beber. No tenía ganas de hacerlo, ni de festejar nada. Estaba contrariada por todo lo que estaba sucediendo en en aquel su planeta.
-Parece que no estáis todos. Algunos de vosotros me llaman tirana, y otros conspiran aliándose con los extranjeros. Los milenios de paz y guerra ritual entre nosotros parecen haberos hastiado. ¿Acaso no sabéis que éstos extranjeros son solo la avanzadilla? Esperan la llegada de un ejército mayor y más poderoso, que quiere poneros a todos de rodillas.
Hubo rumores por eso, pero ella los acalló con un simple gesto. Una mirada de su hijo le bastó para comprender.
-Hay muchos que se creen toda esa patraña del profeta tuerto. El mentiroso. La gente común se está aliando con esos extranjeros. Solo caminan hacia su exterminio. ¿Acaso no saben que no creen que seamos dignos de formar parte de nada suyo? Y el caso es... que tampoco importa. Lo que un puñado de esclavos e insectos descontentos pueda hacer no debería preocuparnos. Nosotros estábamos aquí, mucho antes siquiera de que el primer simio caminara por la Tierra, y estaremos después de que éste planeta sea un páramo donde la vida sea imposible. Nuestro es el futuro, nuestras serán las estrellas... como siempre ha sido y siempre será.
Todos repitieron ésta última frase.
-Es por eso que requiero de vosotros, mis hermanos, sobrinas e hijos, la unidad necesaria. Se que mi propio hijo cree que éstos extranjeros son de fiar, que se han mostrado amistosos. Pero yo soy la emperatriz, y vosotros sois los reyes de éste mundo. Somos nosotros quienes decidiremos, y mi propuesta es firme. Aliaos a mí y les derrotaremos. Luego, pondremos nuestra mirada en la Tierra, para procurar que éste error se borre de la historia misma. Doichslan, ese país de comedores de col y salchichas, desaparecerá de la historia misma. Jamás existirá.
Ajaka se removió, incómodo, a su lado. En ese momento, las puertas se abrieron y la comitiva del príncipe Rama entro en el salón.
El príncipe díscolo, el gran perturbador de la paz en el planeta, estaba allí, frente a ellos. Le acompañaban sus Anu, los enmascarados negros, y su consejera y general, la peligrosa Margot Krieg. La mujer cuyo nombre susurraban los esclavos, con admiración y temor. Los Nuaki cuchichearon, inquietos, y la emperatriz parpadeó con cierta incomodidad.
-Vienes a mi, hijo mío, después de hacerme la guerra y haber jurado destruirme.
-Si, madre.
-¿No debería mandarte desollar, querido hijo?
-Bien pudieras hacerlo, querida madre, pero sabes que mis fuerzas rivalizan con las tuyas en número y calidad.
-Desgraciadamente...
-¿Te has aliado, madre, con esos infectos extranjeros en mi contra?
Ella parpadeó con una sonrisa y Ajaka se acercó unos pasos a su hermano, hablándole a la cara.
-¿Quieres enfadar a nuestra madre, o que te manden ejecutar?
-No, quiero saber a qué se debe ésta reunión. Si pretendéis que me alíe con esas cucarachas y deje pasar el ataque sobre Umad estáis muy equivocados...
La emperatriz se rió. Sin duda, Rama era fiero. Durante cien años, había gozado por su desobediencia. Le había demostrado iniciativa, ganas de tomar el mando. Pero bajo la influencia de aquella perra extranjera, todo había cambiado. Ahora, sin embargo, el hijo podía volver al redil, redimirse.
-Preferiría que una cobra me mordiera, hijo mío, que seguir un minuto más con ésta alianza. Tu hermano... dice que éstos extranjeros son diferentes, que podemos convivir con ellos... ¿Que dices tú?
Rama sonrió, socarrón.
-Son una plaga, madre. Todos y cada uno de ellos. Aunque debo admitir que como esclavos son muy productivos. Ganaríamos mucho con su tecnología... y sus mujeres son muy placenteras en la cama.
Kal Nagini, antiguo amo de Adeline, estaba presente en la reunión. Se sonrió por el comentario, pues era muy cierto. La reina dio de comer al kimlar, un animal pequeño, entero. Era bueno que cazaran presas vivas, para no perder el instinto. Además, hizo que los demás se callaran, pendientes de aquella conversación.
-Puedo tolerar tu insolencia cuando todos esos monos de color claro hayan muerto, hijo mío. Entiendo que eres impulsivo, como tu padre, que en paz descanse. Tienes sangre caliente, como todos los hombres de nuestra familia... Pero en ésto, debemos estar de acuerdo. ¿Combatirás a los perros extranjeros a mi lado?
Margot le miró de forma significativa, pero Rama hizo caso omiso. "Estaban hablando los mayores". No era lo convenido, así que la sorprendió.
-¿Es una pregunta retórica? Deseo estar en primera fila para sacar las entrañas de sus hombres y forzar mi entrada en sus mujeres rubias de carnes rosadas. Suplicarán ser mis esclavos, enfrentados al horror que desataré sobre ellos.
Ajaka se marchó de la sala, indignado. Su hermano se lo quedó mirando un momento, sonriendo luego a su madre.
-No se como aguantas sus chiquillerías.
-Lo mismo que he aguantado las tuyas durante demasiado tiempo. Tu madre sabe perdonar, solo exige... lealtad.
-¿Que deseas, que me arrodille ante ti?
-No... solo que vengas a darle un beso a tu madre, y que te sientes a mi lado durante ésta guerra.
El hijo rebelde se acercó con una sonrisa deleznable al trono. Acarició la cabeza del kimlar con el que a veces había jugado, al que había enseñado el gusto por la carne humana. Dio tres pasos, apoyándose en el trono. Los guardias se pusieron tensos, pero se limitó a darle un beso a su madre. Los Anu se besaban en la boca, aunque fueran parientes de sangre. Como no reflejaban tener una edad dispar, como era realmente el caso, el beso tuvo connotaciones sexuales. El incesto era una práctica relativamente común entre ellos, ya que mantenía "la sangre pura".
La emperatriz sonrió, indicándole con un gesto afectuoso a su hijo que se sentara en la silla baja que tenía a su lado. Los Nuaki parecían complacidos. Una histórica alianza se había sellado, para tranquilidad de todos. Sin embargo, aquello no había terminado. De hecho, no había hecho más que empezar.
La extranjera se adelantó unos pasos, encarando el trono con fiereza. Los guardias parpadearon, pero no movieron un dedo. Se suponía que ella era una Anu, como ellos. La lealtad al amo se sobreentendía. La sumisión era total.
-Siempre has sido un tornadizo, un don nadie. Justo cuando lo tenías todo al alcance de la mano, todo lo que yo te he proporcionado, te escondes detrás de las faldas de tu mamá.
Rama se rió por la insolencia, como si fuera un buen chiste. Pero la emperatriz no. Ya estaba harta de aquella mujer, más que harta. Era un buen momento para darle su merecido. Ella misma lo había buscado.
-Silencio, esclava. No consentiré insultos hacia mi hija, no de una perra extranjera de ojos claros. No eres más que... su montura preferida.
Margot sonrió, fría como el acero. La reina silbó y puso al kimlar en alerta. Las fauces le chorreaban sangre, pero nunca despreciaba matar a una nueva presa, no si su madre y alter ego se lo ordenaba.
-Tu reinado ha llegado a su fin, emperatriz. Tu imperio... está a punto de caer.
El kimlar atacó con un prodigioso salto y Margot lo esquivó con una agilidad antinatural. Los guardias Anu dieron un paso al frente, mientras ella sacaba de su falda una pistola de energía y disparaba al depredador, dejándolo inmóvil en el suelo. La emperatriz se levantó del trono.
-¡Fuera de mi presencia, fuera!
Los guardias la rodearon, apuntándola con sus lanzas y armas de pulso, precavidos. Ella sonreía de oreja a oreja.
-Sobrevivirás por que a mi hijo le places -añadió la reina- Pero perderás tu rango y tus comodidades. Serás... confinada al lecho, que es de donde nunca debiste salir... furcia alemana.
Margot abrió los ojos, socarrona. Tiró al suelo el arma para que los guardias no temieran, al menos no tanto, y se marchó con paso decidido fuera de la sala, antes de que nadie fuera a ponerle una mano encima. Tarareaba una canción.
Era la señal convenida. Los esclavos Anu cerraron las puertas tras de si, atrancándolas por fuera. Los guardias quisieron reaccionar, disparando contra ellas, pero tenían motivos para preocuparse. Los esclavos en la cena, que iban a sacrificarse por un bien mayor, tiraron de las anillas de las latas de bronce. Era gas, la especialidad de la química Margot, y uno particularmente letal: sarín.
La sala comenzó a llenarse de humo, mientras los Anu gritaban y trataban de abrirse paso. Sin embargo, las armas ceremoniales no podían romper las puertas de oro macizo, que disipaba gran parte de la energía de las mismas. Ajaka se cruzó en el pasillo con Margot, ahora escoltada por varios de sus hombres.
-¿Que has hecho?
Los guardias le apuntaron con sus armas, dispuestos a "terminar con aquel molesto fleco". Pero ella les retuvo con la mano.
-Darte una lección, príncipe. Nunca te fíes... de nadie.
Sonrió, fúnebre. Él estaba desarmado, y aunque luchó para abrirse paso hacia ella, una descarga eléctrica le dejó inmovilizado durante unos minutos. Pudo escuchar los gritos, al otro lado de la puerta, gritos de horror. Las armaduras de energía eran inservibles frente al gas, y de hecho muchos de los Nuaki no las portaban, ya que se consideraba grosero en el marco de una tregua.
La traidora escapó, iniciando su particular revolución. Los esclavos Anu de Halaf la proclamaron su nueva reina. Pronto, los esclavos de otros reinos se rebelarían en su nombre, aprovechando el vacío de poder. Pero en aquel momento, todo en lo que Ajaka podía pensar era en su madre. Abrieron las puertas de la sala, esperaron a que ventilara y entraron en ella, protegidos con la versión Nuaki de una máscara antigás: una careta dorada con filtro, provista de un visor.
La estampa era horrorosa. Habían muerto con un ictus horrible en el rostro. Desesperados, apiñados junto a las puertas, con las caras deformadas en una última mueca de horror. Los Nuaki, los hombres y mujeres milenarios, los que se creían inmortales, habían perecido en pocos minutos entre horribles convulsiones, haciéndose sus necesidades encima, muertos de terror. Todo aquello era indigno para alguien como él.
El kimlar de su madre estaba muerto, delante de su hermano. Rama había intentado abrirse paso con su espada, matando a unos cuantos esclavos, antes de caer al suelo. Su madre se había quedado sentada en el trono. Tenía los ojos abiertos y una expresión distante, con la sangre chorréándole la nariz y la boca, acumulándose sobre el vestido. Era imposible que la terapia génica pudiera salvarla, ni a ella ni a ninguno de los nuaki. Solo podía mantenerles con vida, por muy heridos que estuvieran, y reparar sus cuerpos. Pero no podía devolver el aliento vital a alguien que lo había perdido por completo.
El príncipe lloró, abrazado al cadáver de su madre. Estaba roto de dolor, consumido por el deseo de venganza. Cuando salió de la sala, bajando con el cadáver de su progenitora entre sus fuertes brazos, los criados y siervos de palacio lo miraron.
De repente, se arrodillaron frente a él. Era la ceremonia debida, el reconocimiento de su vasallaje. Ahora él, el único heredero vivo, era el emperador Ajaka.
Fin de la escena