Tus súplicas, tu desesperación, el modo en que defendías el comportamiento y la inocencia del joven japonés, nada de eso parecía logran conmover a aquel gran señor. Muy al contrario, al arrodillarte frente a Kippei el gran hombre tigre sonrió con cierta satisfacción. Se llevó una mano al rostro y acarició el vello facial sobre su labio superior, observándote con la misma condescendencia con que se contempla a un niño pequeño.
Por... ¿favor? -Replicó lentamente, arrastrando cada sílaba como si disfrutase con ello. Ante vosotros, los mercenarios al servicio de Bingbing te miraban con cierto desconcierto, aguardando la decisión de su amo. El que sostenía el arma parecía inquieto, como si ardiera en deseos de cumplir su cometido. Tal vez, sólo tal vez, deseando que llegase el momento de dar por terminado aquel trabajo. ¿Era miedo lo que se adivinaba en su mirada? Su compañero había perecido bajo las demoledoras fauces de aquella bestia a no demasiada distancia- ¿Debería concederle favor alguno a quien se niega a aceptar su lugar en el orden de las cosas, a quien se atreve incluso a cuestionar ese orden natural? -Fan Bingbing chasqueó la lengua un par de veces, negando con la cabeza mientras cerraba los ojos brevemente. El monje, ante ti, se mantenía impertérrito, apoyado en su báculo con gesto grave- ¿Por qué debería dejarle ir, exactamente, niña?
No eres culpable de todo ésto, pequeña... -Te dijo una voz en tu cabeza. No, no te lo estabas imaginando, ni tampoco era un recuerdo, a pesar de que aquellas palabras te resultasen familiares. Del mismo modo, aquella voz te resultaba igualmente familiar, en el tono que empleaba, en la forma de expresarse. No la habías oído hacía demasiado, aunque te costó identificarla. Era mucho más grave y cavernosa, y poseía un eco propio y cercano que la hacía reverberar. Era la voz del monje, y no lo era, pues parecía brotar de la garganta de algún tipo de bestia mítica- Pero sí que podrías evitarlo, ponerle fin. Ya te lo dije antes, pero no quisiste escucharme. -Insistió, pacientemente, aunque detectaste un cierto tono de tristeza- La búsqueda egoísta de la felicidad personal te hará desgraciada, y lo que es peor, hacer desgraciados a muchos otros. Puede incluso llegar a hacer a algunos perder lo más valioso que poseen: la vida misma. -Tus ojos se posaron instintivamente en el cuerpo inconsciente del joven extranjero. Miraste al monje a su rostro, y aquellos ojos ciegos parecían mirarte fijamente, como si pudiera no sólo verte, sino traspasar tu alma. Oías claramente su voz, pero sus labios no se movían un ápice- Sólo tú, Hija de la Madre Esmeralda, tienes el poder de otorgar la vida, y encauzar el camino errado...
Sin dejar de acariciar el cabello de Kippei con una de mis manos, me limpié los ojos con la otra, queriendo deshacerme de mis lágrimas para mirar a Bingbing ante su réplica. Arrastraba cada sílaba, hablando con una tranquilidad que me daba náuseas. La vida de una persona estaba en juego, y a el le parecía traer sin cuidado, seguramente acostumbrado a sesgar vidas; tal y como le había visto hacer minutos atrás.
Aguardé a que se explicara, en silencio, pues tenía claro que era momento de guardarme mis opiniones y callar. Ese hombre había dejado claro que no le importaba lo más mínimo lo que tuviera que decir, y yo tenía mucho que perder, Kippei tenía mucho que perder.
Nunca me perdonaría que le arrebataran la vida por mi culpa.
Pude ver por el rabillo del ojo cómo los esbirros del hombre tigre me miraban con desconcierto, girando mi rostro un instante hacia quien sostenía el arma, comprobando que se sentía inquieto, y advirtiendo pronto miedo en su mirada; lo cual no era de extrañar. Quizás, después de todo, aquellos hombres no fueran tan malos, y simplemente obedecieran órdenes por temor a lo que les pudiera pasar.
Devolví mi mirada rauda a Bingbing, escuchando cómo formulaba una pregunta que él mismo respondió chasqueando la lengua y negando con la cabeza. No tenía intención de concederme favor alguno por no aceptar el que él decía que era mi lugar, basándose en un orden del que yo renegaba. Sentí una gran angustia, creyendo que estaba todo perdido, cuando aquel desalmado me preguntó por qué debía dejar vivir a Kippei.
La opresión en mi pecho aumentó. Sabía qué era lo que tenía que hacer para salvar a Kippei, pero tenía la esperanza de encontrar otra salida. Sin embargo, no conseguía verla. Entonces escuché una voz que me eximía de toda culpa por lo que sucedía, una voz que me resultaba familiar pero que me costó mucho identificar, pues se asemejaba más a la de una bestia mítica que a la de un hombre. Se trataba del monje, quien me dijo que podía evitar lo que estaba sucediendo, recordándome que ya lo había hecho. Con cierta tristeza en su voz me dijo que buscar mi propia felicidad no sólo me haría desgraciad a mí, sino también a otros; lo que podía suponer incluso perder la vida. Miré a Kippei un instante, ante de dirigir mis ojos hacia el monje, cuya mirada parecía traspasar mi alma. Sus labios no se movían, pero volví a escuchar su voz, afirmando que yo era la única que podía otorgar vida y encauzar el camino errado.
Agache mi cabeza, abatida, bajando esta hasta que entró en contacto con la de Kippei. El monje parecía tener razón, al menos en aquella ocasión. Sólo yo podía salvar al chico de una muerte segura, y estaba dispuesta a hacerlo aunque eso supusiera condenarme. Hacía poco que le conocía, pero había sido tiempo suficiente para saber el gran corazón que tenía, y para convertirse en alguien por quien estaba dispuesta a hacer sacrificios.
- Deberías dejarle ir, porque será así como aceptaré acompañarte... - respondí finalmente a la pregunta de Bingbing, tras aspirar el aroma del cabello de Kippei y separar mi cabeza de la suya, comenzando a ponerme lentamente en pie. - Ocuparé mi lugar si le permite vivir, Señor Bingbing. - añadí al terminar de erguirme y girarme hacia el hombre. - Pero me gustaría hablar con mi tío antes y asegurarme de que él se ocupará de Kippei, por favor. - solicité, haciéndole una reverencia para demostrarle un respeto que en realidad no le tenía.
La sonrisa de satisfacción que esbozan los labios del gran tigre resulta del todo despreciable, llena de arrogancia y sentimiento de superioridad. Te mira alzando su rostro, obligándose a adoptar una pose por la que se diría que te saca una inmensa diferencia de altura, como si se encontrase ante una criatura minúscula. Sí, sin duda tus palabras eran exactamente lo que estaba esperando, y las estaba disfrutando, deleitándose en ellas.
Ocuparás tu lugar, por las buenas o por las malas... -Anuncia, como una verdad incuestionable- El cachorro vivirá, para que ocupes tu lugar por las buenas. Nadie podrá acusar a Fan Bingbing de carecer de piedad...
No obstante, la sonrisa desapareció de su rostro cuando trataste de imponer aquella segunda condición. De hecho, te miró de arriba a abajo, mostrando una mueca de desprecio con la que mostró los dientes incluso. ¿Esperar al regreso de tu tío, de aquel a quien había definido como un viejo borracho? Parecía que fuera a decir algo, a buen seguro duras palabras que negarían tus pretensiones, pero alguien se le adelantó.
El anciano monje parecía una escultura de realismo espectacular, inmóvil y aguardando la resolución de aquel asunto. Sin embargo, con una mirada detenida pudiste percibir la tensión en él, un nerviosismo que se esforzaba en disimular. Y algo más. Cuando aceptase acudir con el tigre, pudiste notar el alivio recorriendo su cuerpo, cómo se relajaba ligeramente, pero también cómo en su rostro se dibujaban minúsculas e imperceptibles arrugas de lástima.
Y a pesar de ello, al solicitar hablar con tu tío antes de partir, la tensión regresó a él, y se adelantó a las palabras de Fan Bingbing tomando la palabra con un aire sereno y sabio, casi paternalista. De repente, su voz inspiraba una cierta ternura que no habías percibido antes.
Eso no será necesario, niña... -Indicó, mirando sin ver en dirección al gran señor- Si Fan Bingbing, en su magnificencia, perdona su vida, entonces su vida debe ser salvaguardada. Yo mismo permaneceré a su lado hasta el regreso de Lu Yan, y me aseguraré de que se ocupe de él como corresponde.
Y le contaré lo que aquí ha pasado, niña. -Oíste en el interior de tu cabeza- Para que entienda cuál es tu lugar, y cuál es el suyo.
Fan Bingbing había conseguido justo lo que pretendía, y su cara era el reflejo de ello. Aquella sonrisa de satisfacción, orgulloso por lo que hacía, me daba náuseas. Incluso su forma de mirarme, como si no fuera más que un ser insignificante, era asquerosa.
Aceptó dejar vivir a Kippei para que ocupara el lugar que según él me correspondía por las buenas, dejando claro que ocuparía ese lugar aunque tuviera que ser por las malas. Incluso con aquella muestra de despotismo, trató de ensalzarse a sí mismo, pretendiendo mostrarse como alguien piadoso por esa decisión.
El monje se había mantenido quieto, impasible, habiendo adivinado una tensión en él que se desvaneció cuando acepté acompañar a Bingbing. El hombre se sintió aliviado, pero también podía leer la lástima en él, lo que aumentaba mi sensación de estar cayendo por un precipicio.
La petición de ver antes a mi tío no fue bien recibida por el hombre tigre, mirándome con un enorme desprecio que anticipaba su negativa. Pero antes de que Bingbing se pronunciara lo hizo el monje, a pesar de volver a estar inquieto. De forma serena, señaló que mi petición no era necesaria, pues dentro de la concesión de Bingbing se encontraba el que la vida de Kippei debía ser salvaguardada; ofreciéndose a ser él quien se ocuparía de aguardar a que llegara mi tío y se aseguraría de que se ocupara del japonés.
Aquellas palabras me tranquilizaron un poco, pues al menos Kippei no estaría al cargo de uno de aquellos mercenarios hasta que mi tío le encontrara, y sabía que Lu Yan accedería a cuidar de él. Quería ver por última vez a mi tío y contarle qué era lo que había sucedido, pero sabía que aquello no estaba en mi mano.
Entonces escuché algo dentro de mi cabeza. El monje me dijo que contaría a mi tío lo sucedido, para que este comprendiera cuál era su lugar y cuál el mío. Esperaba que así fuera, que contara a Lu Yan lo que realmente había pasado, que no había tenido más remedio que acompañar a Bingbing. No quería que mi tío se hiciera una idea equivocada de por qué accedía a acompañar a aquel déspota, pero además el que Lu Yan supiera qué había sucedido, dejaba una puerta abierta a poder escapar de aquel lugar.
- Se lo agradezco. – terminé diciéndole al monje, haciendo una reverencia, para girarme después hacia el hombre tigre. – Estoy lista para partir. – le dije con la voz apagaba, desviándose pronto mi mirada hacia Kippei, implorando a la Madre Esmeralda que cuidara de él.
El Señor de la Guerra no ocultó su plena satisfacción al oír tus palabras accediendo a sus designios. Apenas se molestó en compartir con uno de sus mercenarios una breve mirada, sintiendo, y fue suficiente para que el soldado saliera corriendo hacia el interior de la aldea, en la que se respiraba un silencio absoluto lleno de tensión. No te cabía duda de que los pobres aldeanos estarían tan asustados que se habrían ocultado en sus casas a la espera de que aquellos hombres armados desaparecieran de sus vidas.
Sin embargo, Fan Bingbing volvió a mirarte, de un modo que te pareció ligeramente lascivo, mientras te recorría de arriba a abajo con aquellos ojos maquillados. Sin embargo, su expresión se frunció ligeramente, con curiosidad, fijando su atención en el báculo que sostenías en una de tus manos. Se acercó a ti y lo observó detenidamente, fijándose con especial interés en aquel rostro tallado que representaba a un mono.
¡Monje! -Llamó al anciano, sin apenas un mínimo de respeto. Ni siquiera se molestó en mirarle- ¿Qué opinas de este báculo? No parece propio de una campesina...
El anciano ciego, que parecía haberse relajado tras ver aceptadas sus recomendaciones, volvió a ponerse tenso al oír la voz del hombre tigre. Era una tensión sutil, apenas perceptible, de la que sólo podía uno darse cuenta fijándose detenidamente en su lenguaje corporal. El monje caminó en tu dirección, con seguridad, y sólo al llegar junto a ti titubeó un poco al mover su mano, que terminó en tu hombro, recorriendo tu brazo hasta tocar el báculo.
Pudiste ver cómo aquel anciano fruncía el ceño, pensativo, bajando su rostro que terminó ensombrecido. Las yemas de sus dedos recorrieron lenta y delicadamente el rostro de aquel simio, continuando con otras decoraciones talladas a su alrededor. Y de repente, sentiste que aquellos ojos ciegos te miraban, como si pudieran atravesar tu carne y alcanzar tu alma.
Parece una antigua obra de artesanía, mi señor. -Indicó finalmente el monje, soltando el báculo- No una obra maestra digna de un gran señor, aunque no carece de cierto arte... burdo y sencillo.
En aquel momento, viste un carruaje aparecer por uno de los laterales de la aldea, bordeando la misma. Uno de los mercenarios lo escoltaba a caballo, tirando de varios jamelgos más, mientras otro mercenario lo adelantaba al galope tomando el camino que abandonaba la aldea, posiblemente como explorador o mensajero. Bingbing pareció distraerse del asunto del báculo, dado que el monje le arrebataba toda importancia, y observó el carruaje unos instantes a la espera de que acudieras a él, escoltada por el mercenario que dejó a Kippei tirado en el suelo. Mientras tanto, oíste la voz de aquel monje dentro de tu mente, una última vez.
Vela por ese báculo, pequeña. Es un objeto de gran poder, y vital importancia. Puede que no hoy, pero su existencia está envuelto en la leyenda...
Cada vez me costaba más mirar a Bingbing a la cara, y es que me resultaba complicado disimular la aversión que me provocaba esos gestos de satisfacción que mostraba al estar saliéndose con la suya.
Con una mirada y un asentimiento de cabeza hizo que uno de sus mercenarios regresara rápidamente al interior de la aldea, la cual parecía un remanso de paz, probablemente porque sus habitantes se encontrarían escondidos a la espera de que aquellos desalmados abandonaran su hogar.
Cuando el hombre tigre volvió a mirarme sentí un escalofrío por mi espalda, pues aquella forma en la que me miraba de arriba abajo me pareció lasciva. Sentí miedo e impotencia, esperando estar equivocándome con aquella impresión que me había dado esa mirada, y es que me aterraba la idea de tener que volver a vivir algo como lo que había padecido con mi padre.
Los ojos del hombre terminaron por detenerse en el báculo, acercándose a mí para observarlo desde cerca. Mientras miraba el rostro de aquel mono, llamó al monje sin mostrar respeto alguno, preguntando por ese objeto que no le pareció propio de una campesina como yo. El monje se acercó, notando cómo la tensión regresaba a él, y guiándose por el tacto llegó al bastón a tráves de mi brazo. Tras mostrarse pensativo unos instantes noté cómo su rostro se ensombrecía, recorriendo las tallas del báculo con sus dedos.
De pronto, el monje me miró, sintiendo que su ciega mirada alcanzaba mi alma; pero sus palabras fueron para su señor, transmitiéndole que era una obra de artesanía antigua pero que carecía de interés para alguien de su posición.
Aquello me tranquilizó, pues por algún motivo sentía que no debía separarme de aquel bastón, dándome cuenta en ese instante de que lo apretaba con fuerza. Aflojaba mi mano ligeramente cuando me di cuenta de que un carruaje escoltado por un mercenario a caballo aparecía por un lado de la aldea, bordeando esta, mientras otro esbirro de Bingbing se adelantaba por el camino que abandonaba la aldea.
El hombre tigre parecía haber perdido interés en el báculo, mirando el carruaje a la espera de que acudiera a él, y empecé a dirigirme a este escoltada por el mercenario que había dejado a Kippei en el suelo. Mientras avanzaba, no pude evitar girarme hacia atrás, queriendo ver a Kippei una última vez, aunque fuera en aquel deplorable estado. Terminé cerrando los ojos y volviendo mi mirada al frente, sintiendo un gran vacío en mi interior.
Entonces volví a escuchar aquella voz en mi cabeza. El monje me comunicó que cuidara del báculo, pues este era muy poderoso y muy importante, mencionando incluso que estaba envuelto en la leyenda. Me costaba creer que aquel bastón realmente fuera algo de vital importancia, pero tenía muy claro que cuidaría de él, y es que aunque no hubiera sido más que un palo de madera, era un regalo que me había hecho mi tío.