Epílogo: 20:41
Casi habías olvidado cómo era la normalidad. Las heridas de tu mente duelen más que las que castigan tu cuerpo. Asistir a esa terapia de grupo no fue buena idea, a fin de cuentas. No obstante, el ajetreo de la vida diaria supone un agradable bálsamo para tu inquietud, y te da tiempo para reflexionar acerca de lo sucedido. Después de pensarlo durante un tiempo, de haber intentado buscarle explicaciones a lo inexplicable, has llegado a la conclusión de que, simplemente, formas parte de ese reducido grupo de seres humanos que, por un motivo o por otro, tienen la mala fortuna de tropezarse en sus vidas con cosas que no son de este mundo, cosas que la inmensa mayoría de personas, entre las que te contabas hasta hace muy poco, consideran falacias absurdas o cuentos para niños. Pero lo que tú viviste no fue ningún cuento. A medida que pasan los días, el horror de vuestra visita a la mansión de la finca Coppercreek parece más lejano, y en muchas ocasiones sientes como si tus recuerdos se nublasen, impidiéndote recordar algunos detalles con claridad. Casi habrías llegado al convencimiento autocomplaciente de que quizás te equivocabas, que la soledad del bosque y la desesperación de tu corazón te llevaron a imaginar cosas que no eran reales. Si no fuera porque desde entonces, desde hace dos semanas, las pesadillas te roban el sueño, y te recuerdan que lo que experimentaste sí fue real.
Dos semanas.
Parece increíble que haya pasado tanto tiempo desde que atravesasteis aquella barrera del aparcamiento y os lanzasteis desesperadamente hacia vuestra libertad, hacia vuestras vidas. Ni siquiera recuerdas cuánto tiempo tardasteis en llegar hasta el hospital más cercano. Dado que algunos de vosotros estabais heridos de consideración, vuestra aparición en el centro causó una reacción de alarma. La policía no tardó en verse implicada. Ya habían llegado rumores de un incendio en los bosques de la zona montañosa de la reserva natural, y vuestra descripción de lo sucedido no hizo sino añadir más datos a la investigación del incidente. Por lo que supisteis a través de las noticias en la televisión y en los periódicos de los días siguientes, el incendio se propagó a una velocidad inusitada. Muchas personas fallecieron esa noche, incluidas la doctora Jocelyn Beckett y su ayudante, Claudette Laveau, cuyos cadáveres incinerados y parcialmente mutilados fueron encontrados en la zona, junto a los de alrededor de una docena de hombres y mujeres de todas las edades, una vez que el incendio pudo ser controlado. Solo sobrevivieron seis de los asistentes al evento, y fueron encontrados en un estado completamente amnésico y cercano a la catatonia. Sin embargo, os sorprendió enormemente cuando la versión oficial determinó que, simplemente, las personas que convivían en ese lugar perdieron el control, debido a que la mayoría de ellos eran emocionalmente inestables, y ocasionaron la terrible tragedia. Para cuando os dieron el alta a aquellos de vosotros que estabais en peor condición, el caso ya estaba cerrado. Así, no os quedó más remedio que volver a vuestras rutinas del día a día, que si bien podían ser crudas y terribles, al menos eran mundanas.
Los primeros días fueron los peores. Sentiste un vacío enorme en tu interior, como si de repente nada tuviera sentido, como si toda la realidad que habías construido con los años no fuera más que una mentira endeble que ocultaba un siniestro horror subyacente. Tu mente vagaba a lugares insospechados, y te encontrabas preguntándote qué debía ocurrir allí, por qué pasó lo que pasó y qué era exactamente la fuerza que estaba detrás de ello. La angustia se aferraba a tu espina dorsal como un perro de presa, y te despertabas gritando en mitad de la noche. Te distanciaste de tus personas más cercanas, y cuando te hablaban, era como si no pudieras escucharlas. Tu imaginación estaba perdida en un lugar oscuro y aterrador del que no podía escapar, y un miedo sordo te arrebataba el aire en los momentos más inesperados del día. Pensaste que ibas a enloquecer.
Y sin embargo, el tiempo ha ido pasando, y tu vida ha vuelto a lo más parecido a la normalidad que conoces. Creíste que sería imposible, y sin embargo, no puedes dejar de admirar la facilidad que tiene el ser humano para olvidar. Tú no puedes olvidar, pero al menos has rodado con el impacto; un mecanismo de defensa alternativo para aquellos que han visto demasiado como para poder continuar negándoselo a ellos mismos. Además, la vida sigue, y con ello tus tortuosos problemas cotidianos.
¿Qué harás ahora que tienes una segunda oportunidad?
Muy bien, muchachos. Ahora, escribid cada uno (SOLO A MÍ) un resumen, tan corto o tan largo como queráis, de lo que habéis hecho desde que atravesasteis la valla del parking hasta ahora, dos semanas después. Cómo lo habéis vivido, cómo os ha afectado, si ha cambiado de alguna manera vuestra forma de vivir... En fin, cualquier cosa que se os ocurra. Molaría que fuera algo personal, íntimo, en lo que estuviera implicado de alguna manera vuestro «secreto siniestro». Quizá hayáis hecho las paces con vosotros mismos, o tal vez vuestra desventura por los bosques no haya sido más que la gota que ha colmado el vaso y os ha acabado de fundir los plomos. Tenéis absoluta libertad creativa. Me gustaría que fuera una especie de declaración de intenciones, un ejercicio de la última oportunidad de decirle al espectador/lector/quien sea: «¡Este es mi personaje!». Vamos a hacer un final memorable.
Para aquellos que no estén (léase Fer y... Alonso...), yo mismo escribiré las conclusiones. No las podréis leer de inmediato, pero le dará a la partida una cierta consistencia interna, y cuando se acabe y todos podáis leerlo todo, tal vez descubráis cosas interesantes de los demás personajes.
Adelante.
El sonido de las teclas resuena en mi cabeza mientras mis dedos trabajan en el teclado a toda velocidad. Ni siquiera levanto la vista del monitor cuando apuro el último sorbo de la sexta taza de café que me bebo esta noche. Está fría, cómo no. No tengo ni idea de cuántos días llevo sin dormir, pero tampoco es que lo eche de menos.
Hasta el momento, las búsquedas han sido infructuosas. Una cosa es segura, y es que ahora sé mucho más acerca de la historia de Coppercreek, la locura compartida, la psicología de masas y el folklore de fantasmas. También he podido compartir experiencias en algún que otro blog paranormal (siempre desde el anonimato, y sin dar datos cruciales), pero por ahora solo me he cruzado con pirados supersticiosos. Claro que, a ojos de un observador casual, yo pasaría por un pirado supersticioso.
Arrugo la nariz. El fuerte olor de mis axilas me está recordando que hace días que no me doy una ducha. Bueno, supongo que no me pasará nada por dejar diez minutos el ordenador.
La ducha reactiva mi cuerpo agarrotado. El ruido me aísla de cuanto me rodea, convirtiéndome en un feto envuelto en la soledad de una placenta de agua helada. Apoyo la frente en la pared, esforzándome en no pensar demasiado en las pesadillas que me mantienen despierto. Las pesadillas y el café...
Debería llamar a mi hermana. Solo la llamé una vez, la mañana siguiente de escapar del infierno Coppercreek. Apenas fueron unas palabras, lo suficiente para decirle que estaba bien, que necesitaba estar solo unos días y que la quiero.
Salgo de la ducha con parsimonia y me planto frente al espejo. Un joven desgarbado y ojeroso me devuelve una mirada extraña desde detrás de unas oscuras ojeras. A juzgar por su aspecto, debe de hacer más de una semana desde la última vez que se afeitó... y que comió algo sólido, ya puestos. Una fea cicatriz cruza dolorosamente las costillas marcadas. Aún duele, pero nada es más doloroso que el recuerdo.
Desvío la mirada hacia el frasco de antipsicóticos. Supongo que Eija se enfadaría muchísimo si supiese que he dejado de tomármelos, pero, francamente, después de lo que vivimos mis compañeros y yo, después de lo que... pasó... no creo que unas simples pastillitas supongan una gran diferencia.
Me visto apresuradamente. Hay que volver al trabajo.
El humo asciende lenta y suavemente, moviéndose con esa dulzura propia de la delicada caricia de la muerte antes de posar su fría mano sobre ti, tras haberse ganado tu confianza con fácil asombro. Mis manos, en contacto con el calor, es lo único que me hacen pensar que sigo conservando el aliento, la calidez de la vida, el conocimiento de mi propia existencia. Todo mi cuerpo da un súbito respingo al escucharse de fondo el teléfono sonar de manera insistente. Aferro con fuerza la taza de té mientras escucho el mensaje de preocupación de mi madre. Hace dos semanas que no doy señales de vida, permaneciendo encerrada en mi apartamento sin comer apenas y sin nada de coca encima, con las persianas bajadas y la puerta cerrada a cal y canto.
Tengo un aspecto de pena, lo sé. Mi piel es de apariencia más mortecina a la habitual y mi mirada más inerte que nunca. Soy un fantasma encerrado en un inútil cuerpo que cree estar vivo pero que no hace otra cosa que presenciar día tras día como las horas más decadentes de su existencia se forman a su alrededor, atemorizada por la mera idea de que todo lo vivido en Coppercreek haya sido real. Atormentada, finalmente, por pensar que aquello era verídico y real: era el infierno. Y si he pasado por el infierno, debo de estar bajo la mirada estricta de las fuerzas que equilibran este maldito mundo putrefacto llamado realidad, vida y muerte.
La carencia de horas de sueño también ayuda a que mis paranoias y miedos aumenten de manera considerable sin echar mano de las drogas. De repente, alguien llama a la puerta con insistencia. Presionan el timbre una y otra vez. Golpean la puerta de manera tenaz. Me acerco lentamente y miro a través de la mirilla, reconociendo de manera inmediata a mi madre. Sin estar del todo segura, empiezo a abrir los cerrojos de la puerta hasta abrirla, lentamente. Como un huracán, entra arrollándome y gritando cosas que no logro comprender. Está demasiado excitada y habla demasiado rápido. No para de abrazarme con fuerza. Finalmente logra calmarse un poco.
-¿Por qué no me has llamado? ¡Te he dejado miles de mensajes! Oh, Dios mío Kimberly…Vi lo que pasó en las noticias. No hay día en que no dé gracias a Nuestro Señor por lograr salvarte de ese horrible incendio… ¡Oh, Kimberly…! –me abraza con más fuerza, consiguiendo una mueca de dolor por mi parte debido a la herida- Ah… Lo siento, cielo…
-Mamá, estoy… -me cuesta pensar con claridad. ¿Cuántos días llevo encerrada aquí? La miro claramente desorientada-… Estoy bien… Estoy… -la abrazo con gran necesidad de calor humano y cariño. Al sentirla, recuerdo los tiempos en que todo era normal, en que todo funcionaba bien. Hasta que la fastidié- Mamá, estoy bien… -las lágrimas empiezan a brotar, contagiando también a mi madre- Estoy… Estoy asustada, mamá… Tengo miedo… No quiero seguir así…Lo siento mucho, siento todo por lo que os he hecho pasar… Lo siento…-digo con voz quebrada.
Por la expresión de mi madre parece que mis palabras le resulta lo más gratificante que ha oído en mucho tiempo. Una mirada llena de comprensión me transmite que ha estado esperando este momento con creces. Me seca las lágrimas y se dirige a mi habitación.
-No te preocupes, cariño. Volvemos a casa. Todo va a ir bien.
Ahora mismo estoy viviendo de nuevo con mis padres. No salgo demasiado por no decir que prácticamente me paso la vida dentro de estas lujosas paredes. Una vez a la semana me visita un psiquiatra demasiado interesado en mi época con Adam, por lo que no confío en absoluto en su profesionalidad. Estoy segura que mi padre aprovecha mis sesiones con el psiquiatra para revisar mi habitación en busca de drogas. No las encontrará. He cambiado un posible encierro en un psiquiátrico por estar de “paciente” en casa de mis padres. Apenas hablamos, aún hay mucho resentimiento con mi padre y esa tensión se sigue notando. Todo lo contrario que con mi madre.
Pero algo sigue sin cambiar: en mis sueños, en mi momento más vulnerable, sigo escuchando ése silbido a través del bosque. Entre las sombras algo diviso. Es una figura. El silbido cada vez es más lejos. Y la figura cada vez está más cerca. Siento el olor de cuerpos quemándose. El corazón me va a mil por hora. Tengo miedo pero estoy paralizada, observando cómo se va acercando lentamente hasta que le pierdo de vista. Siento su presencia. Sé que está cerca, pero no logro encontrarle. Me doy la vuelta para aprovechar el momento y escapar, pero me encuentro de cara con ése ser sin rostro visible que me clava un arma en el pecho. Esta vez ha acertado. Todo se oscurece. Noto que caigo y voy perdiendo el conocimiento, sabiendo que mi vida se escapa de mis manos como arena que se escurre entre mis dedos. El áspero y contundente impacto con el duro asfalto de esa carretera me permite observar como en el coche mis compañeros siguen ardiendo. Me arrastran. Noto cada vez más y más calor. Ese olor inolvidable cada vez es más intenso. Tardo en comprender que voy a formar parte de la barbacoa hasta que es demasiado tarde y, sin estar muerta del todo, siento como las imparables lenguas de fuego van haciéndose con mi carne aún con vida. Grito de dolor, de horror, de impotencia, de incomprensión…
…Pero despierto en mi habitación. Otra vez.
Gran epílogo, master! :)
Miro el calendario.
Han pasado dos semanas. Dos semanas con pesadillas, dos semanas respondiendo preguntas de la estatal y del FBI sobre los sucesos de la mansión Coppercreek.
Pero todo a lo que llegan no son sino callejones sin salida. Parece que a todo el mundo le contenta esa rápida versión oficial, un breviario mal hecho presentado comol manual de cabecera para excusas chapuceras.
Es como si la masacre de Waco hubiera sido una fiesta rave en la que las pirulas hubieran rulado a demasiada velocidad y el tiroteo dcontra el grupo de asalto del FBi hubiera sido algo completamente accidental como consecuencia de la intoxicación por psicotropicos.
A todo el mundo le conviene tapar la boca de esa madriguera.
Coppercreek nunca sucedió como nosotros recordamos.
Me he procurado mantener ocupado durante estas dos semanas: trabajando a tope, entrenando a tope, investigando a tope en mi tiempo libre.
En realidad, no he tenido tiempo libre. Sólo tiempo de preparación.
No me he puesto en contacto con los chicos, aunque tampoco lo han hecho ellos conmigo. Confieso que me hubiera gustado haber recibido una llamada por parte de ellos, la verdad.
Éramos un grupo muy complejo y raro, pero todos con nuestros secretos. Me temo que el bueno de Bill guardaba alguna muerte truculenta en su garganta, Kim busca la muerte, Eli sólo quiere acurrucarse pero no es eso lo que me inquieta de ella, y Luke... no sé qué pensar tampoco de él.
Aún estoy confundido. Nunca fallo a la hora de atacar, nunca. Y, sin embargo, en aquella mansión apartada de cualquier vestigio de civilización y cordura no era yo. Allí pasaba algo, algo que no he sido capaz de comprender, de descubrir, pero a lo que no nos podíamos enfrentar desde un punto de vista racional convencional.
Sin embargo, he vuelto más alocado que antes: mi resolución de problemas mediante el empleo de la violencia se ha disparado hasta límites insospechados. En ocasiones, ni yo mismo me reconozco.
Ahora hay una leyenda en los suburbios: yo he despellejado, descuartizado y quemado vivo a Adam Schultz en el desastre de Coppercreek.
Lo cierto y verdad es que lo que sirvió para identificar a Schultz no era demasiado; no lo suficiente para considerarlo un cuerpo humano siquiera. Pero el ADN y las dentales no mienten.
Era Schultz.
Estoy lleno de adrenalina, que es lo mismo que decir que estoy lleno de odio. Como antes de acudir a la consulta de Moore. Lamentablemente, no hay nada peor para un poli que dejar un caso a medio resolver, y yo no soy menos.
La sombra de la duda, las incógnitas, las hipótesis, no hacen más que asomarse a mi duermevela en forma de pesadillas que me impiden dormir, que me hacen despertar de un respingo, con una nueva idea en la mente, con una nueva teoría a la que dar forma, una nueva ruta de investigación por la que continuar.
Me pongo en contacto con mis amigos del FBI. Nos hacemos favores mutuamente, y me deben a mí más que yo a ellos. Logro la relación de los inquilinos de la mansión para aquel fin de semana.
Investigo a la doctora Beckett y a Claudette. Nada anormal, pero esa relación con Moore me intranquiliza.
Deshago la madeja. Me voy al principio de todo.
Recurro a los informes de las víctimas. Leo los informes periciales de las policías intervinientes en la investigación: locales, estatales, FBI. Nada anormal, pero una investigación chapucera, como si todo lo hubieran hecho con ganas de sepultar aquello bajo una inmensa losa y olvidar que existió.
Un nuevo reverendo Jim Jones en una moderna tragedia de la Guyana.
Voy leyendo los nombres, investigando puntos en común. Todos con trastornos de algún tipo, unos cuantos muy serios, con internamientos en centros especiales, o con un historial de violencia y agresiones verdaderamente inquietante.
Todos están muertos.
Voy leyendo los nombres, hasta que llego a uno que me hiela la sangre.
Jodie Ellen Logan.
No puede ser...
Leo su ficha. Veo su foto. No cabe duda: la mirada lánguida, el rostro demacrado, las facciones desecajadas por el sufrimiento, el dolor marcado a fuego a lo largo del cuerpo.
La hija de unos familiares. Mi familia. Y yo fui su pecado y su perdición.
Mi padre acababa de morir. Yo estaba colpasado por el dolor. No me quitaba el sufrimiento ni entrenar hasta caer exhausto en el suelo, ni trabajar como un loco y no saber qué día era, o acostarme con cuantas mujeres pudiera.
Sin embargo, en una barbacoa de fin de semana, allí estaba ella. Rutilante, con nun cuerpo joven y floreciente, con las hormonas más alteradas que las mías, alerta en pleno despertar sexual.
Las miradas dieron paso a las palabras, las palabras a las caricias, las caricias a los besos, los besos al sexo.
Aquel fin de semana aprovechamos cada instante en soledad para tomarnos como fieras, con la necesidad imperiosa de quien se aferra a la vida por cualquier medio, y nuestro medio era el creer que aquel sexo era amor, y no era nada.
Sólo dolor.
Le destrocé la vida. Lo sé.
Los padres me llamaron. Hubo un cambio radical en la niña: había dejado de lado a sus amigas, le iba mal en los estudios, no hablaba, no comía. No me dijeron nada: Jodie no les había dicho ni una palabra. Les recomendé que la llevaran a un especialista.
Al final, había acabado en Coppercreek.
¿Cómo es posible? Ni siquiera la vi mientras estaba allí. ¿Dónde estaba? ¿Dónde...?
Y entonces, me acuerdo. Jodie. La chica que nos atacó en el bosque junto a otros tres lunáticos. Cuando la ví sin la capucha ensangrentada, ni siquiera la reconocí. ¿Es posible que hubiera cambiado tanto? Por experiencia sé que la mala vida puede volver irreconocible a una persona en meras semanas. Y yo llevaba muchos meses sin saber de ella. Aun así, esos ojos azules, ese pelo castaño... Ahora veo su imagen claramente en mi mente.
Y yo la maté.
Jamás pude prever aquello. Ahora miro los restos de la niña, con la mirada desencajada por el terror, empapada en sangre y hollín, con las comisuras de los labios rajadas hasta las orejas. Puedo ver los dientes a través de los cortes, en un tétrico e intenso contraste del blanco contra el escarlata y el negro.
Está medio descuartizada y eviscerada por completo.
Algún caníbal la ha vaciado.
Me derrumbo. Lloro como un niño al comprender el auténtico horror de lo que ha sucedido, de lo que he hecho. Pero no puedo rendirme. Se lo debo, y ahora más que nunca.
Debo averiguar qué cojones se oculta allí dentro, entre los calcinados y retoricos huesos de madera de la mansión Coppercreek, qué fue lo que nos hizo caer en la locura, qué mal se oculta más allá de la luz.
Casi me siento como el protagonista de "El guardián entre el centeno" de Salinger. Temo despertarme atado en una celda acolchada y darme cuenta que toda mi vida no es más que una grotesca ilusión, y que el monstruo al que todos observan curiosos y aterrados a partes iguales soy yo mismo.
Pero, sea como sea, quiero descubrir la verdad. Tal vez sea un modo de redimirme por mi pecado. Por mis pecados.
Lo necesito.
Elisabeth se miró al espejo. El cristal le devolvió la imagen de una chica pequeña y delgada, con cercos oscuros alrededor de unos ojos claros y almendrados. Hacía dos semanas que no conseguía dormir. Desde aquel fin de semana en la montaña, nada había vuelto a ser igual. Pocas cosas habían mejorado, pero al menos, Elisabeth había madurado. Ahora que había salido del pequeño mundo en el que había estado encerrada, se había dado cuenta de que los problemas que tenía, o que había creído tener, no eran nada comparado con aquello a lo que había tenido que enfrentarse. A raíz de entonces, ya no era Eli, la niña pequeña asustada de todo. Ahora era Elisabeth, una mujer joven y ciertamente asustada, que a veces seguía deseando poder refugiarse en su burbuja de insensibilidad y alejarse del mundo exterior. La mirada de la chica del espejo era directa e incisiva, acusadora. Era como si tratara de decirle, «sabes que no sirve de nada». Y en verdad lo sabía.
Y eso, en cierta medida, la había hecho fuerte.
Desde que volvió a casa, se dio cuenta de la suerte que tenía de seguir viva. Por eso, intentó empezar, poco a poco, una nueva vida con su madre. Esa nueva vida estaba apenas comenzando, pero Elisabeth se esforzaba por estar junto a su madre Marta, intentando sacarla de la apatía en la que se hallaba. Paradójicamente, la comunicación entre ambas mejoró desde el incidente de la casa de las montañas. Madre e hija pasaban largas horas hablando, paseando y haciendo cosas juntas, por triviales que fueran. Era como si las dos se hubieran dado cuenta que no merecía la pena seguir viviendo el pasado, recordando los malos tratos y abusos de su padre borracho y drogadicto. Es cierto, Elisabeth tenía un pasado distinto ahora, uno de un horror innombrable que había estado a punto de matarla, pero no podía hablar de ello con su madre, y resolvió dejarlo atrás, olvidado entre aquellos árboles oscuros y siniestros rodeados de niebla.
Cumplir los dieciocho años supuso un cambio para ella. Fue como la confirmación de que debía seguir adelante con su vida, asumir responsabilidades de mujer adulta y conseguir un cierto grado de control sobre su entorno. Empezó a trabajar en una tienda de ropa gracias a una amiga del instituto que también trabajaba allí. La situación económica de casa distaba mucho de ser desahogada, pero al menos logró pagar algunas facturas y alejar la amenaza del deshaucio inminente. Por primera vez en mucho tiempo, Elisabeth tenía la sensación de estar empezando a hacer las cosas bien. Además, se lo debía a su madre. Mientras Marta estuviera en proceso de curación, ella tenía que tomar las riendas y cuidar de ella. Pero a lo lejos, en el horizonte, se divisaba un rayo de esperanza.
Una nueva vida.
PNJotizada.
Aceptación.
A veces, la solución a todas las angustias y sinsabores de tu vida se encuentra al alcance de tu mano. Si no la tomas, es por miedo. Y ha sido el miedo lo que me ha impedido ser yo mismo todos estos años. Ha sido el miedo lo que ha hecho que, desde la muerte de mis padres en aquel espantoso accidente, me haya despreciado a mí mismo, llegando a desear morir. Pero ahora que el peligro de muerte ha sido real, me he dado cuenta de lo mucho que deseo seguir vivo. Me he dado cuenta de lo fugaz que puede ser la vida; más incluso de lo que imaginaba ahora que sé que hay una oscuridad terrible amenazando desde los rincones ocultos de la realidad. Y por ello, sé que no puedo permitirme el lujo de seguir esquivando mi naturaleza. Solo eso puede salvarme.
Llegué a casa con la intención de llamar a mi hermana Bella. Aún recuerdo mi sorpresa cuando, al abrir la puerta de mi apartamento, la encontré allí sentada, esperándome, después de tanto tiempo separados. Era como si hubiera sabido todo el tiempo que iba a llegar en ese preciso momento. Mi ojo castaño miró el suyo, y mi ojo negro se reflejaba en el de ella. No hizo falta decir más.
La besé con la pasión de un amante, y le arranqué la ropa con dolor, con furia y con amor. Las dos mitades que habían estado alejadas la una de la otra volvieron a unirse aquella noche, para no volver a separarse jamás. Perdí la cuenta de cuántas veces le hice el amor, de cuántas veces lo hemos hecho en estas dos semanas. Ha sido una catarsis; por fin he podido dejar de huir de mí mismo.
Al mirarla a los ojos, supe que, como siempre, podía confiarle mis temores. Cuando le conté todo lo que había sucedido en mi estancia en Coppercreek, no me interrumpió ni una sola vez. Vi en su mirada que creía todas y cada una de mis palabras, porque sabía lo que había en mi mente. Sin embargo, junto a ella ya no tengo miedo. Siento que lo único que me importa ya no me puede ser arrebatado.
Decidimos desempolvar los viejos libros de la biblioteca de nuestros padres. Jamás pensamos que llegaríamos tan lejos, pero una cosa nos fue llevando a otra. Entramos en contacto con grupos de personas que habían tenido experiencias parecidas a la mía, y descubrimos que esos sucesos extraños no son tan aislados como pensábamos. Hay un gran mal ahí fuera, esperando para devorarnos, y debemos estar preparados si queremos sobrevivir.
PNJotizado.
Bill
Te sientas de nuevo frente al ordenador. Hay mucho que hacer todavía. Llevas incontables horas investigando por la red, y todavía no has hallado ninguna pista concluyente acerca del incidente de las montañas. Por eso, tienes que seguir buscando. De alguna manera, sientes que tu vida depende de ello. Estás convencido de que la humanidad, sin saberlo, forma parte involuntariamente de algo más grande, más siniestro y cruel; una realidad mucho mayor y más siniestra que la que nadie se imagina. Lo que pasa es que la inmensa mayoría de la gente decide mirar hacia otro lado, por la sencilla razón de que esa verdad es más que lo que pueden digerir. Y porque cuando no puedes enfrentarte a tu miedo, lo mejor suele ser ignorarlo. Pero tú ya sabes que eso no funciona, porque a lo mejor tu miedo decide no ignorarte a ti.
Por esa razón, sabes que debes continuar. Después de lo que has experimentado, no puedes permitirte cerrar los ojos ante lo que está pasando delante de tus narices. Pero lo cierto es que no te preocupa sacar a la luz públicamente nada de lo que descubras, ni estar más o menos preparado ante lo que pueda venir. En realidad, la vida jamás te había parecido más interesante. Una parte de ti se alegra de que haya algo más. No puedes evitar sentir sobrecogimiento, una mezcla de horror y fascinación, y por eso quieres saber más, necesitas saber más. Ni siquiera eres consciente de qué hora es, porque hace tiempo que bajaste todas las persianas de tu apartamento. Estás aislado del mundo. Solo estáis tú y tu ordenador, y la verdad que sabes que estás a punto de descubrir.
Pasan muchas horas, y el cansancio hace mella en ti. Vas derivando de una página web perturbadora a otra, y pierdes por completo la noción del tiempo. Acabas por entrar en un chat de conspiradores trasnochados que no dejan de especular acerca de lo que pasó en Coppercreeck. Insensatos. Ni siquiera estuvieron allí. Estás a punto de escribir unas cuantas palabras para callarlos a todos, cuando de pronto, suena tu teléfono. Es tu hermana Eija.
—Hola, hermano —te saluda, con cierto tono de preocupación en la voz—. He pensado que hoy podría ir a verte. Hace tiempo que no hablamos. ¿Podrías recordarme tu dirección?
Como un autómata, le das la dirección de tu apartamento, aunque bien pensado, es un poco extraño que no la recuerde. Justo cuando terminas de decir el número de tu puerta, el teléfono cuelga. Arqueas una ceja con extrañeza, pero decides no darle mayor importancia.
Vuelves a sentarte y empiezas a chatear con esa panda de frikis. Después de darle un par de vueltas, has pensado que tal vez alguno de ellos sí sepa algo, y decides hacerte pasar por un ignorante más. La gente comparte titulares de prensa y declaraciones de algunos de los familiares de las víctimas, así como algunas fotografías del lugar tal y como quedó después del incendio, y la verdad es que resulta bastante sorprendente. ¿Cómo pudo extenderse tan rápido un incendio originado en una casa?
Llaman a la puerta.
Con un quejido, te levantas de tu silla y te diriges hacia la puerta. Debe de ser Eija. Parece que se ha dado bastante prisa en venir.
—¡Qué pronto has llegado...! —le dices desde el otro lado de la puerta.
No hay respuesta.
Estás a punto de quitar el pasador y abrir la puerta, pero notas algo extraño. Un intenso y húmedo frío te llega desde la ranura de debajo de la puerta, una sensación pegajosa que te recuerda a la que sentiste en el recibidor de la mansión, poco antes de que se desencadenara el horror. Súbitamente, comprendes que algo va mal. Te alejas un paso de la puerta y miras hacia la ranura. En ella, sobreimpuesta sobre la luz que llega del exterior, ves la sombra que proyectan dos piernas. No se mueven en absoluto.
—¿Eija?
Sigue sin haber respuesta.
¿Quién hay detrás de la puerta, a tan solo dos dedos de madera de ti? Muy lentamente, acercas tu oreja a la puerta, para intentar escuchar algo. Te llega un profundo y pesado silencio, difícil de describir, porque no es solo que no oigas nada, sino que se trata de un silencio con su propio sonido. Cuando aguzas el oído, te parece oír un ligero claqueteo, como el sonido que harían unas ramitas al entrechocar con el aire. ¿Por qué? ¿Por qué viene a buscarte? ¿Por qué, si lograsteis escapar de aquel lugar? Y sin embargo, sientes que es tu oportunidad de conocer el origen de todo. Tus dedos se acercan dubitativos a la tapa de la mirilla de la puerta y la deslizan a un lado. Despacio, te acercas a la pequeña ventanita de cristal. Cierras tu ojo izquierdo y aproximas el derecho a la mirilla. Sientes como la tensión crece dentro de ti. Todos tus sentidos te gritan, «¡aléjate!», «¡huye!», pero les haces caso omiso y pegas tu ojo al cristal, para ver...
Nada.
No hay nadie al otro lado, ninguna cara horrible mirándote como si ya supiera que estás ahí. Nada. Frustrado, deslizas el pasador y abres la puerta. La fría luz del fluorescente del rellano te deslumbra. Miras a ambos lados, pero quienquiera que estuviese ahí, se ha esfumado.
Decepcionado, extrañado y aliviado a partes iguales, vuelves a entrar en tu apartamento y cierras la puerta. ¿Qué acaba de ocurrir? De pronto, todo el miedo de la situación se apodera de ti de repente. Dejando que tu espalda resbale sobre la puerta, te quedas sentado, abrazándote las rodillas y maldiciéndote a ti mismo por ser tan estúpido. ¿Qué decían de la curiosidad y el gato? Está claro que, por el motivo que sea, el peligro no ha pasado, y eso le da a todo un nuevo giro. Ahora más que nunca, tienes que saber. Con las energías renovadas que da el miedo, te levantas y te acercas de nuevo al ordenador, solo para ver que alguien del chat ha compartido una fotografía.
Usuario anónimo ha compartido imagen: cara.jpg
Mierda.
Te sobreviene una sensación de pánico repentino. Esa cosa va a por ti, y ahora mismo. En este mismo momento. Rápidamente sientes como tus opciones se reducen, y sabes que debes escapar de este apartamento ya. ¿Por qué?, no dejas de preguntarte. ¿Qué hiciste mal? ¿Qué les habrá sucedido a tus compañeros, esas pobres almas perdidas con quienes hiciste ese viaje maldito? Mientras te haces todas esas preguntas, tu vista se posa inconscientemente en el reloj despertador digital que descansa sobre la mesa, a tu lado.
Son las 20:41. Tragas saliva. Fue la hora a la que fue tomada la fotografía estropeada de la cámara del fallecido en el accidente de coche. La misma hora a la que todos los participantes de la terapia de la mansión se volvieron locos y empezaron a matarse entre ellos.
La misma hora que es ahora.
Y de pronto, vuelves a tener esa absoluta certeza de que hay alguien observándote, justo detrás de ti, a apenas uno o dos metros de tu espalda. Casi puedes sentir la oleada de frío y vacío que te envuelve, llegando desde ese punto cercano. Notas lo que parece un espasmo eléctrico en tu espina dorsal, como si tu sistema nervioso estuviera a punto de fallar y colapsarse. No puede ser... Tu mente sigue diciéndote que no puede ser real, que esto no puede estar sucediendo, que cuando te des la vuelta no habrá nadie, y que tu terror se disipará tal como vino. Una opresión en tu pecho te ahoga. Este miedo tan atroz, como no habías sentido nunca, acabará por matarte, si no le pones fin inmediatamente. Tienes que girarte, demostrarte a ti mismo que tus temores son irreales, que estás a salvo.
Así que te das la vuelta.
Fin
Kim
Tus ojos se abren de par en par. Te despiertas sudando, y lo único que evita que lances un grito es que no tenías suficiente aire en los pulmones para proferirlo. Otra vez la misma pesadilla. ¿Cuándo va a terminarse? ¿Es que no has sufrido ya bastante? Resulta increíble la nitidez y la precisión con la que los sueños pueden replicar la realidad. Has llegado a montarte la teoría de que, tal vez, los sueños sean la realidad. Quizás sean otras posibles realidades, truncadas tan solo por el azaroso devenir de los acontecimientos. A lo mejor, en algún lugar, tal vez incluso en otro tiempo, el vehículo en el que viajabas sí colisionó con el otro, y tu cuerpo esté ahora ardiendo eternamente, retorciéndose y gritando inútilmente mientras las hambrientas llamas lo consumen por completo. Dicen que las sensaciones y la percepción de los colores en los sueños no son reales, que todos soñamos en blanco y negro y que las cosas que nos ocurren no nos duelen en realidad. Y sin embargo, todavía conservas en tu mente la gama exacta de rojos y negros de tu sueño, y el dolor angustioso del fuego devorándote, interrumpido solo por el gris e insípido bálsamo de la realidad. ¿Quién sabe? Puede que tu vida real sea la verdadera pesadilla; al fin y al cabo, en ella te sientes como anestesiada, impasible, y ciertamente, los colores e incluso los sonidos parecen carecer de su antiguo brillo. Sí, tiene que ser eso: estás soñando que vives en casa de tus padres desde el interior de un coche en llamas. O tal vez... Tal vez ya estés muerta, y aún no lo sepas. Como en aquella película. Se te escapa una carcajada ante tu propio pensamiento. ¿Desde cuando eres tan metafísica? Las drogas deben de haberte hecho polvo el cerebro.
Y no obstante...
Te revuelves en tu cama, intranquila. No se te olvida lo que sucedió hace dos semanas en la mansión de las montañas. Y si eso pasó, es que nada es imposible. La realidad, la de verdad, y no la que todos quieren creer, es que en este mundo pasan cosas. Cosas extrañas, inexplicables... Sobrenaturales, por etiquetarlas de alguna forma. Has llegado a la conclusión de que allí había algo, sea lo que sea, que controlaba de alguna manera a las personas que estaban participando en la terapia, convirtiéndolas en locos asesinos. Maldición, por lo que parece, también controlaba el entorno e incluso el propio paso del tiempo. ¿Con qué os encontrasteis? Cuanto más te lo preguntas, cuanto más piensas en ello, más te da la sensación inescapable de que quedan cabos sueltos, de que hay asuntos por resolver. Tal vez por eso no puedes dormir, porque tu mente te dice de algún modo que has de permanecer alerta. Quizás lo que intentó mataros pueda volver en cualquier momento, y debes estar preparada para cuando lo haga.
Otra cosa que no has dejado de preguntarte en este tiempo: ¿por qué vosotros? ¿Qué os hacía diferentes de los demás? Cuando se desató el caos, ¿por qué vosotros pudisteis escapar, en vez de volveros locos como todos los demás? Es como si todo lo que os rodeaba intentase dañaros a vosotros en concreto, en la medida de lo posible. Así, la pregunta sigue sin respuesta. ¿Por qué?
Te sientas en la cama, apoyando los pies en el frío suelo de madera. Joder, ¿por qué hace tanto frío? Todas las luces de la casa están apagadas, y lo único que rompe la oscuridad es la luz roja de los dígitos del reloj despertador que hay en tu mesilla de noche. Son más de las ocho y media de la tarde, lo que en esta época del año significa que ya hace tiempo que es de noche, y sin embargo, tus padres aún no han vuelto. Tenían una comida con unos amigos suyos, y a ti no se te ocurrió nada mejor que hacer que intentar recuperar las horas de sueño perdidas. Suspiras. La verdad es que te extraña que no hayan dejado a nadie en la casa para que te vigile, pero no por ello dejas de preguntarte por qué están tardando tanto.
Hace frío de verdad.
Te abrazas a ti misma, tratando de entrar en calor. A través de la ventana abierta te llega un ligero claqueteo, seguramente procedente de las ramas de algún árbol cercano, movidas por el aire. Te levantas de la cama y te acercas a la ventana para cerrarla, pero entonces notas algo raro. Una densa y pesada niebla, que casi parece humo, flota en el exterior. No es que te extrañe que haya niebla en estas fechas, pero sí el hecho de que está totalmente inmóvil, como suspendida en el aire, sin ningún viento que la mueva. Y si no hay viento, ¿cómo es que has oído moverse las ramas de un árbol? Lo que es más, la densidad y la oscuridad de la bruma te recuerda a la que os rodeaba en el bosque aquel día. El silencio también es similar. Ese silencio húmedo, con entidad propia, tan difícil de explicar a alguien que no lo haya experimentado.
Todas estas sensaciones se van de repente. ¿Serás idiota? Tienes que dejar de prestar atención a tu paranoia si alguna vez quieres superarlo. Te limitas a cerrar la ventana. Te calzas tus zapatillas y sales de tu habitación. Estás sedienta.
Bajas las escaleras y te diriges a la cocina de la planta baja. Cuando te acostaste, dejaste todas las luces de casa apagadas, y ahora que es tan tarde, todo está a oscuras. Enciendes la luz de la cocina. Cuando la claridad te baña, te sientes mucho mejor. No has podido evitar desarrollar cierto temor a la oscuridad, como cuando eras una niña y cruzabas el pasillo a toda velocidad para ir al cuarto de baño, para que los monstruos no te atraparan. Abres la nevera de cristal negro y sacas la jarra del agua, dejando la puerta de la nevera abierta. Coges un vaso de la encimera y lo llenas de agua. Tomas un sorbo. ¿Qué habrá sido de Pierce, Bill y los demás? ¿Estarán tan jodidos como tú? Tal vez deberías llamarlos un día de estos. Te acabas el vaso de agua, te llenas otro y devuelves la jarra a la nevera. De pronto, al cerrar la puerta, ves reflejada en la lisa superficie negra una figura alta y amenazadora justo detrás de ti. Dejas escapar un grito, y el vaso se te cae de la mano, rompiéndose en mil pedazos y llenándolo todo de cristales y de agua. Te das la vuelta a toda velocidad.
Nada.
Allí, donde hace solo un segundo habías visto esa terrorífica silueta, no hay nada. Estaba tan cerca que podía tocarte, pero en un instante, ha desaparecido. ¿Será tu mente jugándote una mala pasada? No, imposible. Una cosa es que tengas miedo por los recuerdos de tu estancia en aquel horrible lugar, y otra muy distinta es que estés flipando sin haber consumido antes.
Aquí hay algo. Contigo.
Suena tu teléfono desde tu habitación. Rápidamente, sin detenerte a recoger el desastre que has organizado, subes corriendo las escaleras y entras en tu cuarto, cerrando la puerta a toda velocidad. Afortunadamente, tu puerta tiene pestillo, y por supuesto, lo cierras sin pensarlo. Miras de nuevo el reloj despertador que ilumina el dormitorio.
Son las 20:41. Tragas saliva. Fue la hora a la que fue tomada la fotografía estropeada de la cámara del fallecido en el accidente de coche. La misma hora a la que todos los participantes de la terapia de la mansión se volvieron locos y empezaron a matarse entre ellos.
La misma hora que es ahora.
Prácticamente te lanzas sobre el teléfono, no sin antes asegurarte de ver quién llama. Es el número de tu madre. Descuelgas el teléfono.
—Mamá, ¿por qué tardáis tanto? Venid pronto, por favor...
Durante unos segundos, no hay respuesta. Y de repente...
El teléfono se te cae de las manos, y te cubres el rostro con ellas. Sabes perfectamente de qué niño era el llanto que acabas de oír. Sin embargo, te da tanto miedo reconocerlo que ni siquiera te atreves a elaborar la respuesta en tu mente. ¿Por qué está pasando todo esto?
Y de pronto, vuelves a tener esa absoluta certeza de que hay alguien observándote, justo detrás de ti, a apenas uno o dos metros de tu espalda. Casi puedes sentir la oleada de frío y vacío que te envuelve, llegando desde ese punto cercano. Notas lo que parece un espasmo eléctrico en tu espina dorsal, como si tu sistema nervioso estuviera a punto de fallar y colapsarse. No puede ser... Tu mente sigue diciéndote que no puede ser real, que esto no puede estar sucediendo, que cuando te des la vuelta no habrá nadie, y que tu terror se disipará tal como vino. Una opresión en tu pecho te ahoga. Este miedo tan atroz, como no habías sentido nunca, acabará por matarte, si no le pones fin inmediatamente. Tienes que girarte, demostrarte a ti misma que tus temores son irreales, que estás a salvo.
Así que te das la vuelta.
Fin
Pierce
Te despiertas sobresaltado. Lo primero que notas al despertar es el dolor en tu mandíbula al haberte quedado dormido sobre la mesa, con la cara apoyada sobre el hueso de tu muñeca. Mueves la quijada a un lado y a otro mientras levantas la cabeza, la vista todavía borrosa por el velo del sueño. Una montaña de cajas de cartón repletas de archivos te rodea, amenazando con desmoronarse y caer, enterrándoos a ti y el monitor del ordenador que llevas horas consultando. Has estado todo el día encerrado en el sótano de la comisaría, en la sala de archivos, con la mejor excusa que has sido capaz de elaborar. Tu jefe te miró con cara de preocupación cuando le dijiste que «tenías que contrastar algunos datos de investigaciones anteriores que podían estar relacionados con tu caso actual», pero finalmente accedió a dejarte que dedicaras el día a lo que creyeras conveniente. Como todos los días desde hace dos semanas, dedicas al menos un par de horas a organizar y revisar documentos que puedan tener que ver, aunque solo sea remotamente, con el incidente de Coppercreek.
Te has afanado en separar el grano de la paja y en encontrar respuestas concluyentes, o que al menos te guíen en una dirección concreta. Por ahora, lo único que has podido hacer es una labor de descarte: sabes que, al menos en teoría, ninguna de las tres personas «relevantes» relacionadas de alguna manera con el caso, es decir, Moore, Beckett y Claudette, tuvo nada que ver con lo que pasó. Todos los datos que has encontrado hasta el momento parecen conformar una casual pantalla de humo que ofusca algo más oscuro, más soterrado. Y como no te gusta creer en casualidades, solo te queda una teoría.
Todos fueron víctimas.
O al menos, Jocelyn Beckett y Claudette Laveau. Si ellas fueron las responsables de los acontecimientos de la mansión y sus alrededores, su muerte no tiene sentido. Eso te deja con la alternativa de que Coppercreek fue influida por un factor externo, algo que vino de fuera y sembró el caos y la muerte. Y de ser así, ¿por qué todo ocurrió precisamente con vuestra llegada? Todo parecía ir de perlas hasta que vosotros pusisteis un pie allí. De hecho, investigando el historial de las actividades llevadas a cabo por Beckett en la mansión, has comprobado que la labor que realizó fue encomiable, y que jamás tuvo lugar ningún incidente o altercado importante. Aun así, sigues resistiéndote a la idea de que allí pueda haber sucedido algo que no se pueda explicar de un modo racional.
Y con todo, no puedes olvidar la fugaz aparición de la que fuiste testigo cuando saliste del comedor para seguir al ahora cadáver Adam Schulz. ¿A quién, o qué, viste exactamente? Y ese silbido... Se te hiela la sangre con solo recordarlo. Un silbido que Kim también pareció oír poco después del accidente de coche. Y la figura que vio cernirse sobre el tal Nikólaos Karidakis, el griego de la cámara que iba en el vehículo siniestrado, justo antes de su muerte. Sospechas que tanto ella como tú visteis lo mismo. Luego está todo el tema de las fotos, la inquietante imagen subexpuesta que encontrasteis en el sobre con las instrucciones que os dio Beckett, el inexplicable cambio del clima, la niebla, la rapidez con la que anocheció...
El ataque en el bosque.
Una punzada de dolor hace presa en tu pecho cuando recuerdas el momento congelado en el tiempo en que apretaste el gatillo y todo pareció dar un vuelco. Las víctimas se convirtieron en los asesinos. Y Jodie... Dios, estaba tan cambiada que ni la reconociste. Después de todo el daño que le habías causado, parece una cruel broma del destino que también fueses tú quien la mató.
No.
No fuiste tú. Fue eso. Eso jugó con tu mente, y con la de tus compañeros. Todos visteis cómo un puñado de locos encapuchados se lanzaban sobre vosotros armados, y Bill tendrá ahora mismo una fea cicatriz para recordarlo. Así que decides dejar de culparte, y concentrar tus esfuerzos en lo que de verdad importa: encontrar a quien lo hizo y vengarte. No descansarás hasta que lo consigas.
Te sirves otro vaso de café del termo, y das un trago. Mierda, está frío. De hecho, ahora que reparas en ello, hace frío en el sótano, lo que no deja de ser extraño; todo el mundo se queja del calor que hace siempre en la sala de archivos, sin importar la época del año. Coges tu chaqueta del respaldo de tu silla, pues te habías quedado dormido solo con la camiseta, y no quieres coger un resfriado. Mientras te la estás poniendo, oyes el sonido que te indica que acabas de recibir un correo electrónico. Con curiosidad, abres la bandeja de entrada.
Correo de: jellenlogan@yahoo.com
Asunto: cara.jpg
Es imposible. Es el correo de Jodie. No puede ser. Has aplicado todos los filtros antispam habidos y por haber, y nunca recibes un correo que no sea genuino. Y sin embargo, ahí está ese misterioso correo, con el aún más misterioso asunto. No puedes quitarte de encima la sensación de que, ahora mismo, está sucediendo algo extraño. Por impulso, miras el reloj despertador digital que has traído de tu casa, que descansa sobre la mesa.
Son las 20:41. Tragas saliva. Fue la hora a la que fue tomada la fotografía estropeada de la cámara del fallecido en el accidente de coche. La misma hora a la que todos los participantes de la terapia de la mansión se volvieron locos y empezaron a matarse entre ellos.
La misma hora que es ahora.
Conteniendo la respiración, abres el correo. Tiene una imagen adjunta, y sabes perfectamente cuál es. Sin embargo, la foto está a una resolución muy grande, y el ordenador con el que trabajas ya vio sus mejores días hace tiempo, así que tienes que esperar que se cargue lentamente. La fotografía empieza a aparecer progresivamente, de arriba hacia abajo. Todo lo que ves es un rectángulo prácticamente negro que se va haciendo cada vez más grande, revelando paulatinamente...
De pronto, el tubo fluorescente de la sala fluctúa ligeramente, y tu ordenador se bloquea. Se muestra una pantalla de error de color azul con un mensaje en letras blancas que ni entiendes ni estás de humor para intentar descifrar. ¡Joder! Frustrado, te agachas para pulsar el botón de reinicio del equipo, y vuelves a incorporarte. Entonces, reflejada en la superficie negra del monitor apagado, ves una figura alta y amenazadora encorvada sobre ti, justo a tu espalda. Asustado, lanzas instintivamente tu brazo hacia arriba y hacia atrás, con la intención de agarrar su cabeza, y te das la vuelta rápidamente para ver...
Nada.
Sea quien sea que estuviera allí, ha desaparecido. Te miras la mano. Enredado entre tus dedos, ha quedado un mechón de cabellos negros y ligeramente húmedos. Los dejas caer horrorizado. Esto va más allá de cualquier intento de explicación lógica. ¿Qué está pasando?
Das un respingo cuando oyes lo que parece el repiqueteo de unas ramas finas al entrechocar, movidas por el aire. Excepto que aquí no hay ninguna corriente de aire. El sonido ha venido de detrás de unas estanterías. Lentamente, te levantas de tu silla y te acercas a dicho lugar, tomando todas las precauciones posibles. Pero, ¿qué podría prepararte contra esto? Das la vuelta al grupo de estanterías. Allí, en el suelo, hay un pequeño objeto blanquecino, de textura irregular, parecido a una bolsa de plástico, aunque está muy oscuro como para verlo desde esta distancia. Sigues acercándote y te agachas para ver mejor qué es esa cosa. Adviertes una serie de manchas oscuras, unos agujeros...
Espera un momento. Ya sabes de qué se trata. Conmocionado, y olvidando todos los protocolos de recogida de pruebas, tomas del suelo la máscara de tela de saco manchada de sangre que llevaba Jodie en el bosque cuando os atacó, justo antes de que le dispararas. Puedes ver claramente un orificio de bala justo encima de uno de los agujeros para los ojos. Tu respiración se vuelve entrecortada, y sientes cómo el pánico hace presa en tus huesos.
Y de pronto, vuelves a tener esa absoluta certeza de que hay alguien observándote, justo detrás de ti, a apenas uno o dos metros de tu espalda. Casi puedes sentir la oleada de frío y vacío que te envuelve, llegando desde ese punto cercano. Notas lo que parece un espasmo eléctrico en tu espina dorsal, como si tu sistema nervioso estuviera a punto de fallar y colapsarse. No puede ser... Tu mente sigue diciéndote que no puede ser real, que esto no puede estar sucediendo, que cuando te des la vuelta no habrá nadie, y que tu terror se disipará tal como vino. Una opresión en tu pecho te ahoga. Este miedo tan atroz, como no habías sentido nunca, acabará por matarte, si no le pones fin inmediatamente. Tienes que girarte, demostrarte a ti mismo que tus temores son irreales, que estás a salvo.
Así que te das la vuelta.
Fin
Eli
Suspiras cuando encuentras el enésimo montón de ropa arrugada y dejada tirada en un probador. ¿De verdad es tan difícil colocar cada prenda en su percha y devolverla tal y como la encontraste? Hay veces en que desearías mandarlo todo al cuerno y largarte. ¿Por qué siempre te dan a ti el turno de tarde y tienes que cerrar la tienda? Si ni siquiera eres la encargada... Pero entonces recuerdas cuál es la alternativa: encerrarte en tu sombría habitación, no salir jamás y seguir siendo Eli, la niña asustada del mundo. Y sabes que ya no puedes permitírtelo, ya no puedes volver atrás.
Desde que te sucedió lo que te sucedió, has tenido que cambiar por la fuerza. Creías que tu infancia y tu juventud te habían hecho una chica madura, pero ahora es cuando empiezas a comprender lo que verdaderamente implica la palabra «madurez»: significa asumir responsabilidades, y tú tienes unas cuantas. No solo tienes que estudiar por la mañana y trabajar por la tarde, sino que además has de cuidar de tu madre como si fuera ella la hija, y ocuparte de tus propios asuntos, lo que en resumidas cuentas viene a querer decir pensar en qué vas a hacer con tu vida ahora que has despertado a la realidad.
De hecho, te sorprende mucho que lo hayas asimilado todo tan bien. Hace dos semanas, en esa terapia infernal en el bosque, pasaste tanto miedo que pensaste que te ibas a volver loca. ¿Sucesos paranormales? ¿A quién puede dejar eso indiferente? Porque no cabe la menor duda de que lo que pasó en Coppercreeck no fue natural. Había algo con vosotros, todos os disteis cuenta, y mucha gente murió por su culpa. Tampoco es que le hayas dado mil vueltas, porque piensas que cuanto antes dejes de pensar en ello, antes podrás empezar de nuevo.
Y sin embargo...
Dejas las perchas con sus respectivas prendas en los lugares que les corresponde, y te sientas un momento a reflexionar en un taburete que hay tras el mostrador. En realidad, nada tiene sentido. Todo lo que os sucedió carece de lógica, y por lo tanto es absurdo esperar que acabase de un modo lógico. Hay una cosa que te ronda la cabeza: si Coppercreeck era un lugar maldito, ¿por qué no pasó nada extraño allí hasta que llegasteis vosotros? Es más, ¿por qué el coche con el que os encontrasteis en la carretera tuvo su accidente tan lejos del lugar? A fin de cuentas, recuerdas que Kim dijo algo sobre que había visto algo raro, una especie de aparición terrorífica, en el lugar del accidente. A lo mejor el lugar no estaba maldito, después de todo. A lo mejor...
Un sonido interrumpe tus pensamientos, como un claqueteo, parecido al que haría una percha al caer al suelo. El ruido venía de los probadores. Enarcas una ceja, extrañada. Tal vez se te ha olvidado alguna percha allí, y se haya quedado en una posición improbable, terminando por caerse sola. Decides ir a mirar. Como Allison, tu jefa, se encuentre alguna percha en los probadores mañana, se te va a caer el pelo. Es bastante dada a la exageración.
Sin embargo, cuando llegas a la zona de los probadores, te quedas congelada en el sitio. En uno de los probadores, a través del espacio que hay entre el suelo y la parte baja de la tela corredera, divisas la sombra de dos piernas. Es verdaderamente extraño. No sabías que hubiese nadie más en la tienda aparte de ti misma, y aunque así fuera, acabas de comprobar todos los probadores uno por uno y estás completamente segura de que no había nadie. La tienda tampoco es tan grande, y habrías visto inmediatamente a cualquiera que hubiera allí, a no ser que estuviera jugando al escondite. Llevabas al menos veinte minutos sola.
Y sin embargo, ahí está, la inconfundible silueta de dos piernas, completamente inmóviles, en el último probador.
Antes de llegar a comprender lo raro de la situación, te oyes a ti misma preguntar en voz alta:
—Hola, ¿hay alguien?
No obtienes respuesta. Quienquiera que haya allí o no te ha oído, o te está gastando una broma.
—¿Hay alguien ahí?
Entonces, vuelves a oír el sonido de antes, procedente del probador misterioso. Sin embargo, ahora que lo has oído mejor, no se parece a una percha cayendo al suelo, sino más bien al que harían unas ramas al chocar entre ellas, movidas por el viento. Excepto que aquí no hay ni ramas, ni viento. Sin embargo, sí hace frío. La calefacción debe de haberse estropeado, porque estás segura de que la habías puesto, pues eres muy friolera. Pero cuando miras hacia atrás, ves que el piloto del aparato calefactor está encendido. Entonces, ¿por qué hace tanto frío?
Otra vez el sonido.
Muy lentamente, te vas acercando al probador. A medida que te aproximas, te da la sensación de que hace más y más frío, y eres más consciente del silencio antinatural que procede de allí. Llegas frente a la tela del probador, y muy despacio, sin estar del todo segura de lo que estás haciendo, te inclinas para ver por debajo. El probador está a oscuras, y solo alcanzas a vislumbrar la forma inconfundible de dos pies grandes y descalzos, encarados hacia la salida del probador. ¿Por qué alguien se quedaría dentro de un probador a oscuras, totalmente inmóvil y mirando hacia afuera? Haciendo acopio de valor, alargas la mano hacia la tela para retirarla.
—Permiso, voy a...
Llaman al teléfono de la tienda. Sobresaltada, te das la vuelta hacia el mostrador. ¿Será Allison? Momentáneamente aliviada, te acercas a paso presuroso al teléfono. Mientras lo haces, no puedes evitar mirar inconscientemente al reloj de dígitos rojos que está sobre el mostrador.
Son las 20:41. Tragas saliva. Fue la hora a la que fue tomada la fotografía estropeada de la cámara del fallecido en el accidente de coche. La misma hora a la que todos los participantes de la terapia de la mansión se volvieron locos y empezaron a matarse entre ellos.
La misma hora que es ahora.
Con aprensión, descuelgas el teléfono.
—¿Hola? —preguntas, olvidando por completo el saludo formal y ensayado de la tienda.
Durante unos segundos, nadie te responde. Súbitamente, oyes el sonido de las ramas que hace unos segundos has escuchado en el probador. Asustada, dejas caer el auricular, que rebota contra la mesa antes de caer al suelo. ¿Qué significa esto? ¿Qué está pasando? ¿Por qué te está sucediendo esto a ti? Ya casi habías logrado superarlo, olvidarlo todo...
Y entonces, oyes otra vez el inquietante y angustioso sonido, solo que esta vez ha venido de algún lugar a tu espalda.
Y de pronto, vuelves a tener esa absoluta certeza de que hay alguien observándote, justo detrás de ti, a apenas uno o dos metros de tu espalda. Casi puedes sentir la oleada de frío y vacío que te envuelve, llegando desde ese punto cercano. Notas lo que parece un espasmo eléctrico en tu espina dorsal, como si tu sistema nervioso estuviera a punto de fallar y colapsarse. No puede ser... Tu mente sigue diciéndote que no puede ser real, que esto no puede estar sucediendo, que cuando te des la vuelta no habrá nadie, y que tu terror se disipará tal como vino. Una opresión en tu pecho te ahoga. Este miedo tan atroz, como no habías sentido nunca, acabará por matarte, si no le pones fin inmediatamente. Tienes que girarte, demostrarte a ti misma que tus temores son irreales, que estás a salvo.
Así que te das la vuelta.
Fin
Luke
Abres los ojos, y tardas unos segundos en darte cuenta de que es de noche. Has perdido por completo la noción del tiempo. Estas dos semanas han sido una auténtica locura, en todos los sentidos. Una ruptura con la insulsa y vacía vida que habías estado llevando hasta ahora. Abrir la mente a la posibilidad, o más bien a la realidad, de que en este mundo se esconden cosas que no puedes aspirar a comprender, ha hecho que abraces tu existencia con un júbilo renovado, rompiendo el sinfín de barreras absurdas que te tenían atrapado y entumecido, sin sentir nada de verdad. Todo eso ha cambiado. Ahora sientes muchas cosas. Sientes miedo, es cierto, pero también sientes emoción, esperanza, pasión, y unas ganas de vivir que jamás habías tenido. Te sientes motivado de nuevo a continuar con tu carrera, a intentar cualquier cosa que se te pase por la mente. Y todo gracias a ella.
Oyes el sonido de la ducha. Te das la vuelta en la cama para comprobar que Bella no está a tu lado. Sonríes. Te la imaginas saliendo del cuarto de baño envuelta en tu albornoz, secándose su corto cabello rubio. ¿Por qué has perdido tanto tiempo? ¿Por qué ambos habéis perdido tanto tiempo? ¿Qué daño puede hacer amar a alguien, aunque sea tu propia hermana? Alargas instintivamente tu mano hacia el lugar que Bella ocupaba en la cama. Te sorprende la frialdad de las sábanas, que también están ligeramente húmedas. Apartas la mano. Qué extraño. Bella tiene la costumbre de ducharse constantemente, y no sería raro que se hubiera duchado justo antes de meterse en la cama... Y sin embargo, tú no recuerdas que su piel estuviese húmeda, ni mucho menos fría, cuando la estuviste acariciando. Te incorporas, ligeramente confuso.
—¿Bella?
Llamas a tu hermana, que no te responde. Seguramente no te oirá con el ruido de la ducha. Esperas que se dé prisa en salir. Hoy teníais una cita con ese misterioso individuo al que conocisteis en la sección de Ciencias Ocultas de la biblioteca municipal. Ese tipo parecía saber bien de lo que hablaba. Pasasteis un buen rato intercambiando información, y todo lo que te dijo te dejó sumamente intranquilo. Al parecer, hay un débil velo entre este mundo y otro que hay más allá de nuestros sentidos, un velo que el hombre comparó de un modo muy metafórico con nuestra voluntad de vivir. Cuando esa capa de cebolla que separa ambos mundos se rasga, ocurren cosas. Cosas como la que sucedió en Coppercreek. Y los pocos desafortunados que presencian una de estas rupturas no suelen vivir para contarlo, por lo que se sigue hablando de estos fenómenos tildándolos de supercherías y supersticiones. Es el modo que tiene de protegerse, como la alimaña nocturna que huye de la luz.
A Bella, todo esto le sonó absurdo. Claro que ella no había pasado por todo lo que has pasado tú. Por más que se lo contaras, por más que ella te creyera, su mente sigue empeñada en aferrarse a ese pequeño margen de seguridad, en apoyarse en la creencia de que casi todas las cosas son eminentemente lógicas, y que solo a veces se salen por la tangente. Te ha asegurado decenas de veces que estás a salvo, que ya nada va a ocurrirte. Y no puedes culparla por ello. De hecho, añoras la inocencia que ella todavía tiene. Pero eso no puede hacer que olvides que lo que ha pasado, puede volver a repetirse en cualquier momento. Y esta vez, no estarías en peligro únicamente tú.
—¡Bella, tengo que entrar!
Sigue sin haber respuesta. El agua de la ducha continúa corriendo, y un vapor de agua parecido a niebla empieza a surgir de debajo de la puerta, filtrándose lentamente hacia el dormitorio. Llamas a la puerta con los nudillos, pero Bella no parece oírte; empiezas a preguntarse si le habrá sucedido algo. Estás a punto de abrir la puerta, cuando de pronto, suena tu teléfono.
Sobresaltado, te das la vuelta. Habías dejado tu móvil en la mesita de noche. ¿Quién será? Enarcando una ceja, das un rodeo a la cama y coges tu teléfono.
Es el número de teléfono de Bella...
Sumamente extrañado, miras hacia atrás, hacia la puerta del cuarto de baño, desde donde te llega el sonido del agua de la ducha. Tu teléfono sigue sonando. Descuelgas.
—¿Hola? —saludas débilmente.
—Luke... —Es la voz de tu hermana. Se produce un largo silencio—. Hola, ¿cómo te va? Ya sé que se supone que no debería llamarte, pero no puedo soportar estar tanto tiempo sin saber nada de ti...
Te quedas sin respiración. Con los ojos abiertos como platos, no puedes hacer más que mascullar:
—Espera, ¿qué...?
—Ya, ya lo sé —contesta ella, notablemente incómoda—. No te enfades conmigo, por favor. Es solo que... Desde que murieron papá y mamá, no he podido hablar con nadie del asunto. Te echo de menos, Luke. Necesito verte. ¿Dónde vives?
El teléfono se te cae de las manos. Hasta ahora, no te habías parado a pensar en un detalle fundamental: Bella no sabía dónde vivías, ni tú dónde vivía ella. ¿Cómo habría conseguido tu dirección? Y si ahora estabas hablando con Bella... ¿con quién has estado todo este tiempo? ¿Cón quién has estado acostándote estas dos semanas? ¿Quién está en el cuarto de baño? Y entonces, instintivamente, tus ojos se posan en el reloj despertador que hay encima de la mesita de noche.
Son las 20:41. Tragas saliva. Fue la hora a la que fue tomada la fotografía estropeada de la cámara del fallecido en el accidente de coche. La misma hora a la que todos los participantes de la terapia de la mansión se volvieron locos y empezaron a matarse entre ellos.
La misma hora que es ahora.
Te levantas de la cama sin recoger siquiera el móvil del suelo. La puerta del cuarto de baño está entreabierta. La ducha continúa abierta, pero la luz está apagada. Empiezas a sentir los síntomas de un inminente ataque de asma. Lentamente, te acercas a la puerta del baño. Un frío indescriptible sale de su interior. ¿Qué está sucediendo? Haciendo acopio de todo tu valor, abres la puerta y enciendes la luz. La fría luz halógena ilumina el cuarto de baño. La ducha está encendida, pero dentro no hay nadie. ¿Qué demonios? Tu mente empieza a intentar buscar explicaciones a toda velocidad, pero todas te llevan a lo mismo: está aquí, contigo.
Y de pronto, vuelves a tener esa absoluta certeza de que hay alguien observándote, justo detrás de ti, a apenas uno o dos metros de tu espalda. Casi puedes sentir la oleada de frío y vacío que te envuelve, llegando desde ese punto cercano. Notas lo que parece un espasmo eléctrico en tu espina dorsal, como si tu sistema nervioso estuviera a punto de fallar y colapsarse. No puede ser... Tu mente sigue diciéndote que no puede ser real, que esto no puede estar sucediendo, que cuando te des la vuelta no habrá nadie, y que tu terror se disipará tal como vino. Una opresión en tu pecho te ahoga. Este miedo tan atroz, como no habías sentido nunca, acabará por matarte, si no le pones fin inmediatamente. Tienes que girarte, demostrarte a ti mismo que tus temores son irreales, que estás a salvo.
Así que te das la vuelta.
Fin