Estaba sobre el suelo, a sólo unos pasos de él. Le habían dicho lo que contenía, pero no se atrevió a abrir aquella caja. Era hermosa, finamente labrada en ébano. "Para Su Majestad Católica", indicaba el pliego anudado a ella, escrito con letra elegante y menuda. Su contenido le ofendía y repugnaba, habría deseado que nunca se lo hubieran remitido.
Estaba dentro de la cripta del monasterio, rodeado de muertos. A su alrededor no había más que el círculo siniestro de los sepulcros del panteón real, cuyos mármoles recubiertos de oro y plata contenían los huesos de los que le precedieron en el trono del Imperio. El rey acudía cada tarde a la cripta, más como un suplicante que como un monarca, y permanecía sobre un escabel de nogal, encorvado y diminuto, en el centro de la sala. Su rostro marchito apenas se dejaba entrever a la luz de algunas bujías que no libraban a la estancia de las penumbras. En la sala imperaba un vaho a clausura y muerte. Parecía como si el sol y la calidez de los primeros días de julio no pudieran entrar en aquella pieza mortuoria, tan grave como el resto del monasterio.
La mirada del monarca se fijó en el crucifijo apostado sólo unos pasos detrás de la caja. Lo observaba colérico. Era la misma cruz de marfil y oro que llevó donjuán de Austria en la borda de la galera capitana al enfrentarse a los turcos en el golfo de Lepanto, y en ella clavaba ahora el rey sus ojos enrojecidos, no para rememorar victorias añejas, sino como recordatorio de su última derrota. Sombrío, ido, melancólico, así permanecía desde que llegaron las noticias de los crímenes de Madrid. Escuchó con estupor el relato de cómo una cruz fue profanada durante los ritos demoníacos perpetrados en la misma capital de su Imperio, para escarnio de la fe, la religión, y de él mismo, máximo defensor de ambas. Aquello era sólo un preludio de los horrores que le contaron los alguaciles de la Justicia. Se imaginaba el sótano oscuro donde habían encontrado los cadáveres, y temblaba con aquellas escenas: una orgía de locura y sangre, que sólo dejó cuerpos destrozados.
Estiró los pies para acercarlos al brasero. Tenía frío. Se arrebujó bajo su manto y volvió a mirar la caja. Sabía que mil lances sangrientos ocurrían cada día en Madrid, pero ése perturbaba grandemente al pueblo, temeroso que el demonio anduviera ahora libre por las calles de la ciudad en busca de nuevas víctimas. Le habían contado que en los mentideros corrían decenas de rumores, algunos inventaban crímenes sangrientos para atribuirlos al Diablo que andaba suelto, y el miedo crecía aún más; otros, más veniales, se dedicaban al comercio de cruces bendecidas, escapularios, imágenes santas y todo aquello que pudiera amparar del Maligno, pues cada uno buscaba su defensa y nadie confiaba ya en las autoridades ni en el rey para resolver ese o cualquier otro asunto.
Sin embargo, el monarca no hacía más que pensar en ello. Se puso en pie, y tomó la caja. Con ella en las manos contempló los catafalcos, situados muy por encima de él, que parecían querer aplastarle con todo el peso de su gloria. ¿Qué habrían hecho ellos? Cada tarde observaba esos nombres que hicieron temblar al mundo y que le empequeñecían aún más: leía el nombre de una tumba y se le hacía presente la gloria del César Carlos tras aplastar a los enemigos de la fe católica en Mühlberg, tal como lo había pintado Tiziano, y él lo contempló lleno de envidia en el palacio del Buen Retiro, hacía ya mucho; tanto, que parecía ahora un recuerdo de otra vida lejana y feliz. Al leer el nombre de otro sepulcro brotaba la grandeza del segundo Felipe, el hombre que había unido las posesiones de España y Portugal para crear un Imperio sin igual en el mundo. La misma herencia que había malbaratado en sus cuarenta y un años de reinado. Incluso cuando miraba el nombre de su padre, el tercer Felipe, recordaba el rostro bondadoso de su progenitor, que si no poseía el talento de sus antecesores, al menos les había igualado en devoción y piedad cristiana.
Sabía que él era el más indigno de todos ellos. Se miró en uno de los espejos colocados frente a las bujías para duplicar su luz. Sintió lástima de lo que veía. Su cuerpo ajado, débil, al borde de la extinción, era el paradigma mismo del reino que gobernaba. ¿Quién reconocería en ese rostro flácido, ojeroso, con una eterna mueca de amargura, al galán que había perseguido a las mujeres bellas de Madrid, fueran cómicas, damas nobles, o incluso monjas? ¿Quién al ver esas manos débiles, de una blancura transparente que resaltaba aún más el recorrido de sus venas anquilosadas, diría que eran las mismas que empuñaran las armas contra el francés o aplaudían las obras de Calderón y Lope en las fiestas sin fin del Casón del Buen Retiro? ¿Quién recordaría en esa mirada triste, falta de vida, al joven monarca pintado por Velázquez?
El semblante del rey Felipe, el cuarto de los de su nombre, tenía el aspecto desolado de los jugadores que lo han apostado todo y han perdido. Alguna vez había creído que Dios le eligió para restaurar la grandeza de España. Ahora eso parecía un sueño, pero aún recordaba el tiempo en que el pueblo le aclamó, los nobles le adularon, y los artistas le ensalzaban: Felipe el Rey Planeta, Felipe el Grande; en esos lejanos días sus tercios aplastaban a los herejes en Breda y sus armadas eran dueñas de los mares. Pero Dios decidió castigarle por sus pecados. Desde ese momento todo comenzó a desmoronarse, y ahora, cuando ya no quedaban ni tercios, ni armadas, ni oro, ni orgullo, ni ganas siquiera de seguir vivo, le llegaba aquella última humillación, el escarnio al Dios al que sabía que muy pronto iba a unirse.
Volvió a sentarse en el escabel, y puso la caja en su regazo. No temía la muerte, pero le horrorizaba, más que nada, el infierno. Se había arrepentido de todos sus pecados, de su lujuria, de su soberbia, de su vanidad, de su pereza, de su avaricia, de todos los males causados a su pueblo y a sus reinos. Se arrepintió de todo, aunque sabía que eso ya no valía de nada. Y ahora llegaba aquello, su capital convertida en un cubil de cultos maléficos. Su deber era prestar un último servicio a Dios y al reino extirpando aquella semilla maligna antes que fructificara. Era necesario actuar rápido y sin piedad.
La mirada de rey había adquirido durante esa tarde un brillo especial, parecía recuperar poco a poco parte de su vigor de antaño. Aquella sería su postrera batalla, pero esta vez estaba en su mano alcanzar la victoria. Conocía la derrota, pero en esta ocasión no perdería. No ignoraba que a su cuerpo cansado le quedaba poca vida, no tardarían los gusanos en roer su carne. Nada podía hacer para mejorar la situación del reino o de sus súbditos, azotados por la peste y el hambre, pero al menos no los dejaría en manos del Diablo y de sus adoradores.
Puso la mano sobre la tapa de la caja, pero no se atrevió a levantarla. Pensó durante un largo rato a quién designar para descubrir la verdad de esas muertes. Incluso entre su círculo íntimo pocos hombres le eran de confianza ya. Estaba más solo que nunca. Le quedaban sólo aquellos muertos en sus catafalcos, que no eran sino los primeros de una legión que había pasado por su vida. De los que le vieron llegar al trono cuarenta y un años antes pocos quedaban vivos. Su corte era un séquito de fantasmas: la reina Isabel, la reina María, su heredero el príncipe Baltasar Carlos, Olivares, su amigo y consejero, los numerosos hijos que apenas habían sobrevivido unos años a su nacimiento, la mayoría de los cortesanos que inauguraron con él su palacio del Buen Retiro. De todos ellos sólo debían de quedar polvo y huesos.
Por fin, se armó de valor y levantó la tapa de la caja. Allí estaba, tal como le habían dicho. El corazón, renegrido por la sangre coagulada, era pequeño; debía de ser el de la niña gitana, uno más de sus súbditos que no supo defender. Dejó caer la caja al suelo, espantado. Se arrodilló para pedir ayuda a Dios, y juntó las manos para comenzar una plegaria. El murmullo ahogado de la oración se extendió por la cripta, hasta que el rechinar de los goznes de la puerta lo hizo enmudecer. Una bocanada de aire limpio y cálido se introdujo en la sala, pero el soberano no se percató de esto, ni de los pasos que bajaban la escalera a su espalda hasta que acabó su oración.
—Majestad, es hora de retiraros a vuestros aposentos —dijo el recién llegado.
El rey alzó la mirada y observó el rostro severo del padre Iturbe, su confesor, un jesuita de pelo prematuramente encanecido y voz sibilina o poderosa según requería la ocasión. Su porte era el de una persona inteligente y capaz, aunque en esos ojos oscuros brillara un destello siniestro, puede que de astucia o maldad, quizá de ambas cosas. Sí, pensó el rey para sus adentros, él sabría detener al Diablo.
Continuamos AQUÍ.