Anclado en la pobreza y los conflictos internos, Níger es una encrucijada donde convergen tráficos ilícitos, rutas migratorias y redes terroristas. Al rompecabezas del subdesarrollo y la inseguridad se le suman dos piezas fundamentales: la mala gobernanza y el desaprovechamiento del uranio, principal recurso mineral del país, explotado por empresas extranjeras y convertido en origen de conflictos internos.
Sin acceso al mar, con un largo historial de conflictos internos y una dependencia desmesurada de la ayuda internacional y los recursos naturales, Níger es un caso paradigmático de un país atrapado en el subdesarrollo. Como en otros ejemplos africanos, la rivalidad interétnica, la concepción patrimonial del Estado por parte de los dirigentes, la corrupción endémica, los infortunios climáticos y la codicia de las grandes empresas extranjeras han socavado la prosperidad nacional hasta convertirla en una quimera.
No obstante, si por algo sobresale la cuestión nigerina en la actualidad es porque, en primer lugar, en un periodo histórico de relativa calma interna, el entorno regional y el precio de las materias primas han acabado por fijar el más difícil todavía. Y, en segundo lugar, porque la paradoja de la pobreza adquiere un matiz particularmente cruel en este país, uno de los mayores productores de uranio del mundo y que también posee oro o crudo, pero sin embargo figura entre los más pobres y dependientes de la cooperación internacional del planeta.
Situado en el corazón de la franja saheliana, Níger ocupa la penúltima posición —187.º— en el índice de desarrollo humano elaborado por Naciones Unidas, solo por delante de la República Centroafricana, un país asolado por la guerra. Con una renta per cápita de 510 dólares anuales, un 44% de los nigerinos vive con menos de 1,90 dólares al día. Apenas un 15% de la población adulta está alfabetizada en un país donde la estabilidad política duradera es una gran desconocida. Desde su independencia de Francia en 1960, en Níger ha habido cuatro golpes de Estado exitosos —el último en 2010—, a los que se suman otras intentonas fallidas, como la más reciente, en 2015. El balance ha sido de cuatro dictaduras militares y siete repúblicas —incluida la actual—, con la democracia en eterno proceso de consolidación. A pesar de su formalidad democrática, el Níger de hoy sigue siendo un régimen autoritario donde el poder se concentra en unas pocas manos y el respeto a los derechos humanos y las libertades básicas está más que en cuestión.
Además, Níger es el país con mayor tasa de fertilidad del mundo: aunque decreciente, la media de hijos por mujer se sitúa por encima de siete. Según proyecciones de Naciones Unidas, la población nigerina, que sobrepasa los 21 millones actualmente, se triplicará para 2050; si los pronósticos se cumplen, a finales de siglo habrá más de 190 millones de nigerinos. Una bomba demográfica que, unida a las perspectivas de los países vecinos, podría poner en grave peligro el desarrollo sostenible del Sahel y agravar las amenazas ya existentes.
Actualmente, la región es una de las más convulsas del mundo, por lo que Níger, dada su localización geoestratégica, se ha consolidado como una encrucijada de inseguridad exacerbada desde el desmoronamiento del Estado libio, el conflicto interno en Mali y el afianzamiento de Boko Haram en Nigeria.
Ante semejante panorama, no es de extrañar que, a pesar de la presencia de varias iniciativas internacionales establecidas por la Unión Africana, Francia, la Unión Europea y Estados Unidos, el país siga siendo un lugar de tránsito tanto para migrantes como para el narcotráfico y las redes terroristas. La porosidad de las fronteras y la dificultad para controlar todo el territorio siguen siendo asignaturas pendientes en el ámbito de la seguridad. No obstante, las actividades ilícitas y las relacionadas con el tránsito migratorio se han mostrado esenciales para la economía de las zonas más desfavorecidas del país y, de hecho, han sido ampliamente toleradas por las autoridades, una paradoja que añade más complejidad a la hora de abordar las raíces de la fragilidad nigerina y encauzar el desarrollo sostenible.
Por Níger circulan anualmente unos 300.000 migrantes. Particularmente, la ciudad septentrional de Agadez, histórico lugar de tránsito sahariano, se ha convertido en una de las capitales del contrabando en África. El número de migrantes que transitan por ella con dirección al norte vía Libia o Argelia fue de 170.000 en 2016, si bien solo un 30% de ellos llegan a zarpar en barco hacia Europa. A pesar de que la cifra tiende a disminuir, la dimensión adquirida por este fenómeno hace que la industria migratoria sea un verdadero sustento para la población local al involucrar a buena parte de ella no solo en el negocio del contrabando, sino al suministrar a los migrantes bienes y servicios tanto durante su estancia en las ciudades como en su travesía. Un migrante puede llegar a gastar cientos de dólares, que pueden incluir sobornos a las fuerzas de seguridad, algo que paradójicamente se ha convertido en un ingreso esencial para su funcionamiento.
En cuanto a la actividad terrorista en el país, organizaciones como Ansar Dine, el Frente de Liberación de Macina, Al Qaeda en el Magreb Islámico, el Movimiento para la Unidad y la Yihad en África Occidental (Muyao), el Estado Islámico del Gran Sáhara o Boko Haram han estado operativas a lo largo y ancho del país en los últimos años. Ha sido precisamente esta última la más perniciosa en la región sudoriental de Diffa, colindante con el menguante lago Chad y con el noreste de Nigeria, epicentro de su actividad terrorista. Se calcula que esta región alberga a más de 250.000 desplazados entre refugiados nigerianos, desplazados internos y retornados nigerinos que huyen de la violencia yihadista, si bien tampoco aquí se encuentran a salvo: Diffa ha sido lugar frecuente de atentados mortales de Boko Haram durante los últimos años y su actividad, aunque más reducida, no se detiene.
Pero no solo el sur y el este son lugares de conflicto y vulnerabilidad; el norte y oeste también sufren violencia y necesidad. En concreto, el oeste resguarda a más de 57.000 refugiados provenientes de Mali en distintos campamentos a lo largo de la frontera con este país, donde los conflictos internos entre milicias yihadistas y el Gobierno central no cesan desde 2012. Por su parte, el norte de Níger ha sido una zona tradicionalmente convulsa. Lejos de la capital, su orografía desértica y gran extensión lo hacen proclive al merodeo de milicias y redes de crimen organizado. Asimismo, es hogar de la insurgencia tuareg, protagonista de dos grandes rebeliones entre 1990 y 1995 y entre 2007 y 2009. Las raíces del agravio de la población tuareg nigerina —la comunidad tuareg se extiende, además, por el norte de Mali y el sur de Argelia y Libia, principalmente— se encuentran en su sentimiento de marginación política y económica por parte del Gobierno central, en lo que juega un papel determinante la distribución poco equitativa del mineral más codiciado del país: el uranio.
Con una producción que ronda las 4.000 toneladas anuales —el 8% mundial—, Níger, uno de los países más pobres del planeta, es sin embargo el cuarto productor mundial de uranio, por detrás de Kazajistán, Canadá y Australia —en 2017 quinto tras intercambiar posiciones con Namibia—. Agadez, la turbulenta y empobrecida región norte del país, hogar ancestral de los tuaregs y los tubus, contiene la mayor reserva de uranio de África y la séptima del mundo. Descubierto en 1957, bajo la colonización francesa, el uranio, en lugar de convertirse en una fuente de riqueza y desarrollo al servicio de la nación, ha sido tradicionalmente origen de disputas internas, objeto de la codicia de empresas extranjeras y una rémora más a la prosperidad y la cohesión social del país.
La otrora potencia colonial, Francia, mostró poco interés en abandonar la joya más preciada de su antigua colonia y la continuó explotando hasta convertirla en una pieza clave de su suministro energético. Alrededor de tres cuartos de la producción eléctrica en el país galo, el más dependiente de la energía nuclear del mundo, proviene del uranio; el extraído en Níger, en concreto, representa más de un tercio del utilizado en las centrales francesas. La ecuación resulta tan clara como paradójica: Níger, un país donde solo un 16% de la población tiene acceso a la electricidad, es esencial para la seguridad energética de Francia.
La empresa Areva —recientemente renombrada Orano—, perteneciente al Gobierno francés, ha disfrutado de un monopolio sobre el uranio nigerino durante más de cuatro décadas, hasta 2007. Hoy en día sigue controlando las dos principales minas a través de compañías subsidiarias. Concretamente, su participación en Somair supera el 60% y posee más de un tercio de Cominak. China, país emergente en la economía nigerina, se hizo con la mayoría de la propiedad de Somina, establecida en 2007.
Además del privilegio de la propiedad, Areva ha contado tradicionalmente con ventajas comerciales que han hecho de la producción y exportación del uranio un negocio poco provechoso para Níger. Los contratos opacos y desiguales entre el Gobierno nigerino y la multinacional francesa contenían la exención de impuestos aduaneros a la comercialización o utilización de equipamiento y materiales para la extracción. Hasta que no se alcanzó un nuevo acuerdo en 2014, Areva —cuyos ingresos totales hasta 2013 doblaban el PIB de Níger— pagaba un 5,5% de canon por la explotación de las minas, unas condiciones que han decantado la balanza desproporcionadamente a favor de la antigua metrópoli. Como ejemplo, en 2010 Níger recibió alrededor de 459 millones de euros de los más de 3.500 millones en los que se valoraba la exportación de las toneladas de uranio, unas cifras que, sin embargo, Areva desmiente.
Sea como fuere, en Níger —cuyo presupuesto está financiado en un 45% por ayuda internacional— las industrias extractivas aportan un ínfimo 4,8% al PIB, si bien es cierto que a ello también contribuye que los precios del uranio siguen bajo mínimos. En cualquier caso, el uranio sigue representando un 40% de los ingresos de las exportaciones y las compañías mineras siguen siendo el mayor empleador privado en el país. Los bajos precios del uranio también marcaron dos años de arduas negociaciones entre la empresa gala y el Gobierno nigerino, durante las cuales Areva llegó a suspender su producción alegando razones de mantenimiento. Finalmente, ambas partes alcanzaron un nuevo acuerdo de explotación que elevó el canon impositivo al 12%, si bien, como en el caso de sus antecesores, no se hizo público.
Si la retribución económica de la actividad del uranio dista de ser ideal, el impacto medioambiental también ha sido objeto de duras críticas por parte de informes independientes, ONG como Greenpeace y personal sanitario en la zona. Los niveles de radioactividad presentes en el agua, el aire y el suelo son superiores a los límites de seguridad marcados por la Organización Mundial de la Salud, y los efectos en la población local van en consonancia: malformaciones, abortos indeseados, enfermedades poco frecuentes, problemas respiratorios habituales o una alta incidencia del cáncer en la región parecen indicar inequívocamente las secuelas de la actividad minera. Areva, en cambio, asegura que en 40 años de actividad no se ha diagnosticado ningún caso de enfermedad relacionada con el trabajo en sus minas y que trabaja para limitar cualquier posible impacto medioambiental.
En cualquier caso, el desequilibrio económico y los efectos ecológicos han contribuido sobremanera a la gestación de un sentimiento de agravio en la población local que en ocasiones ha adoptado formas de expresión violentas. La explotación del uranio y la distribución de sus beneficios han constituido alicientes para la orquestación de golpes de Estado y, especialmente, para el alzamiento de las dos rebeliones tuaregs. En la más reciente, el Movimiento de Nigerinos por la Justicia, una milicia que continúa activa, tomó las armas y realizó atentados en las zonas mineras para reclamar una mayor descentralización política y una mayor retribución económica de los beneficios del uranio para la población local. Posteriormente, el terror volvería a las instalaciones de Areva con el atentado perpetrado por Muyao en mayo de 2013, que dejó la mina de esta ciudad paralizada, si bien este ataque fue de índole yihadista y no se enmarcaba dentro de la tradicional disputa interétnica nigerina.
Pese a todo, Níger es considerado un país estable dentro de su fragilidad perenne. Los más optimistas pueden argumentar que al menos no figura entre los 20 Estados más frágiles del mundo. Además, en consonancia con el resto de la región, en el país los esfuerzos internacionales no solo no cesan, sino que parecen ir en aumento, centrados en la ayuda humanitaria, infraestructura y el refuerzo del Estado de derecho y la seguridad. En este ámbito, la Unión Europea es la que más está incidiendo en un país que, en primer lugar, puede volverse trascendental para su suministro energético —ya lo es para Francia—. El gasoducto que conectará Europa con Nigeria, llamado a aminorar la dependencia europea del gas ruso, está planeado que pase por Níger, aunque la materialización de este proyecto todavía parece lejana.
No obstante, la mayor preocupación europea en la región del Sahel parece ser su propia seguridad, por lo que no quiere que Níger, en un contexto de explosión demográfica, se convierta en un oasis para el crimen organizado y en una autopista de migrantes hacia el Mediterráneo. Por ello, el refuerzo de la seguridad en el país ha sido notorio, incluyendo misiones como Eucap Sahel Níger y otras iniciativas regionales enmarcadas en la lucha contra el terrorismo.
Aunque estos esfuerzos no pueden ser subestimados, se antoja difícil pronosticar una mejora radical de la situación si no se incide en otros factores. La esperanza en Níger también pasa por una mejora real de la gobernanza y el Estado de derecho, una mayor cohesión social e interétnica que se refleje en la realidad política del país y la transformación de su economía en lo concerniente a una mayor participación en la explotación de sus recursos minerales y una mejor distribución de sus dividendos. Asimismo, sin una diversificación y dinamización de la economía nigerina que evite su dependencia de la exportación de unas materias primas volátiles y sin la puesta en marcha de incentivos eficaces que alejen a la población local de actividades clandestinas, los esfuerzos segurizadores correrán el riesgo de resultar cortoplacistas e ineficientes. Un desafío difícil, pero que debería ser ineludible; en juego está la estabilidad de un país de vital importancia geoestratégica y la prosperidad de una población en constante crecimiento.