Partida Rol por web

La tormenta hacía que el bote se zarandeara como mil demonios y la lluvia azotaba el rostro de Pascalet con fiereza. A pesar de ello, el joven remaba sin parar y, con cada trueno que lanzaba el cielo, más fuerte cantaba él su tonada pirata.

—¡Si quieres ron, yo te daré! —le cantaba con gritos al viento, remando al mismo ritmo—. ¡Vamos, Ana! ¡Sigue el ritmo, así! ¡Si quieres son, te cantaré!

Con cada ritmo, bogaba y miraba a Ana para que lo hiciera al mismo tiempo que él.

—¡Ven a jugar con el pi...!

Aquel verso quedó detenido, pues de pronto una ola se le metió en la boca. Sin embargo, aquello no amedrentó al joven, que continuó cantando con más fuerza.

—¡¡Con el pirá, pirá-pirá pirata Robérts!! ¡¡Vamos, Ana, más fuerte!!

Remaba y cantaba, gritaba y bogaba, sin perder nunca el ritmo, hombro con hombro junto a Ana. Sin embargo, una nueva ola, más fuerte, volvió a sacudirlo, como si el mar se hubiera enfadado con él por no rendirse y hubiera entrado en una competencia por ver quién aguantaba más. El bote se inclinó con fuerza y Pascalet, sabiendo que Ana le tenía pavor al agua, la rodeó con ambos brazos, muy fuerte, para que la castellana no perdiera el equilibrio y siguiera remando y guiando el bote.

Al hacer eso, sin embargo, fue él quien perdió el equilibrio. Sintió que su culo se despegaba de la bancada y se vio salir volando despedido en el aire hasta caer en el agua, pero antes de ello, su brazo se golpeó contra la amurada de babor y pudo sentir el crujido de un hueso.

—¡¡Gggñññaaaaaaaahhhhh!! —gritó de dolor mientras salía despedido.

Ana seguía la canción de Pascalet con gritos aislados de partes de las estrofas, el resto del tiempo se lo pasaba dándole indicaciones al muchacho sobre si esa palada debía hacerla más larga, más profunda, o más leve. La castellana no quitaba ojo al mar a su alrededor y al punto ya difuso que era la isla, calculando la trayectoria que debían seguir y buscando la ola que los llevaría más cerca de su objetivo, en función del ángulo y la fuerza de la ola decidía si maniobrar para meterse sobre ella o sortearla y buscar otra.

De repente una gran ola salida de ninguna parte les impactó lateralmente, el bote se inclinó peligrosamente por su lado, un remo le golpeó el pecho y se dio con el otro en las rodillas cuando lo aferró fuerte para no perderlo. Estaban casi volcando cuando los brazos del pelirrojo la tiraron hacia él en un abrazo, logrando cambiar el peso de estribor a babor y haciendo que la barca recuperara su posición horizontal de golpe... Tan de repente que el que salió lanzado por la borda fue él.

La castaña sintió entonces un fuerte tirón de las cuerdas con las que el joven los había atado al principio de esa travesía, su cuerpo fue lanzado de nuevo hacia el mar detrás de su compañero, pero su ágil mano se agitó desesperada y se asió a la red que había para asegurar la carga, parando ese movimiento en seco y lanzándola al fondo de la embarcación donde aterrizó con un sonoro golpe.

Después de un momento de oscuridad, o al menos eso le pareció a ella, por fin Ana recuperó la posibilidad de hablar, pues durante todo el episodio anterior había estado tan preocupada y aterrada ante las posibilidades de lo que les iba a pasar que no había podido articular palabra. Un gemido escapó de sus labios y al llevarse la mano a la frente pudo notar como un líquido más viscoso que el agua bajaba por su rostro, no tuvo tiempo de investigar más en profundidad la brecha que de seguro se había hecho, la cuerda alrededor de su cuerpo tironeaba de ella hacia el mar donde a buen seguro su amigo luchaba por mantenerse a flote.

—¡Pascaleeeeettttttt! —gritó bien fuerte para hacerse oír por encima del rugir de la tormenta.

Si se le ocurría morirse antes de que ella lo pudiera pillar, lo mataba...

Ana había logrado aferrarse al bote con la fuerza suficiente para no caer por el borde, pero Pascalet no había tenido tanta suerte. Las olas lo zarandearon sin piedad, el agua se le metía en la boca y en la nariz, y la tormenta no parecía tener intención de detenerse pronto. Al contrario: arreciaba con más fuerza. La cuerda con la que se había atado terminó por romperse y el muchacho quedó a la deriva del oleaje. 

Se perdieron de vista. Pascalet era incapaz de localizar el bote y Ana no encontraba sus cabellos pelirrojos entre las olas que hacían que el bote se moviese de un lado a otro sin descanso. 

Primero sintió un tirón, sabiendo que la cuerda lo aferraba a la chalupa y que no tenía nada que temer: pronto estaría de nuevo con Ana, navegando en la tempestad. Sin embargo, enseguida notó que esa tensión se aflojaba. Tiró del cabo con el brazo sano y pronto tuvo el extremo roto en la mano. No tuvo tiempo de lamentarse, pues una ola le hizo dar varias vueltas sobre sí mismo y tragar agua por nariz y boca.

Se esforzó por salir a la superficie y miró a su alrededor, en busca del bote.

—¡An…! —gritó mientras se atragantaba con otra ola.

«Maldición, Pascalet», se lastimó internamente, «esto no habría pasado si hubieras hecho caso a Sasha… bueno, y a Ana». A pesar del desaliento que sentía, no se rindió. ¡De ningún modo! ¡Todavía no había nacido la tormenta que pudiera con Pascalet de Tartelet! Braceó y braceó con su extremidad sana. No estaba seguro de la dirección, pero confió en que su instinto lo guiara.

Sentía un dolor agudísimo en el brazo que se había golpeado, como si se lo estuvieran atravesando con una daga, pero también este dolor quedó rápidamente eclipsado por otro nuevo. Sintió algo duro que le abofeteaba la cara.

—¡Auch!

Notó enseguida el sabor de la sangre en la boca. Aquello que lo había golpeado le había hecho una magulladura. Lo miró. Era un tablón, un tablón grande en el que bien cabrían dos personas tumbadas a lo largo. Soltó una carcajada, una risa como de loco desquiciado que se oyó por encima del rugido del mar.

—¡Ven aquí, maldito! —exclamó mientras lanzaba su brazo hacia el tablón.

Se subió a duras penas y pensó que ya estaba a salvo por el momento, pero al subirse notó un pinchazo en la mano que le hizo gritar de nuevo. Se había arañado con un clavo. A pesar de eso, una vez arriba del tablón sintió que todo iba a ir mejor.

—¡Yo soy Pascalet el Temerario! ¡Temedme, vientos y mares! —gritó con toda su teatral ferocidad.

Ana asió el cabo con fuerza dispuesta a estirar de él y subir de nuevo al pelirrojo al bote, pero de repente después de un tirón, bastante más fuerte que los de antes, la cuerda quedó flácida colgando de la mano de la mujer y ella miró con pavor la inmensidad del mar embravecido.

—¡PASCALEEEETTTTTT! —gritó el doble de fuerte que antes, mirando hacia todos lados, tratando de ver su cabellera de fuego entre la oscuridad de las olas —Vamos Ana, que puede salir mal, sé remar como el mejor pirata...

La castellana comenzó a soltar palabras que habían sido dichas por el pecoso, al menos a ella le sonaban igual a las que había dicho, la rabia y la desesperación impregnando cada sílaba, un escozor en su frente hizo que elevase la diestra y se quitó la sangre mezclada con agua salada que resbalaba por su cara y amenazaba con meterse en su ojo. 

Por ese motivo el siguiente envite que recibió la embarcación volvió a pillarla sin suficientes apoyos y fue de nuevo lanzada, al menos no había soltado su amarre anterior y sólo volvió a golpearse, esta vez fue su codo y la cadera izquierdas las que recibieron el impacto contra el suelo y el peso de su cuerpo sobre ellos. 

La castaña gritó por el daño recibido y maldijo a todo lo que se le ocurrió mientras se hacía con el remo y se sentaba dispuesta a remar con todas sus fuerzas en la dirección en la que suponía quedaba la isla, debía salir de esa tormenta antes de que ésta acabase con ella, esperaba que su amigo pensase lo mismo y poder encontrarlo antes de que fuese tarde.

Mientras peleaban cada uno por su lado contra la violencia de aquella tormenta, Ana y Pascalet vieron un rayo caer a un centenar de metros por delante de ellos. El trueno sonó justo después, retumbando y haciendo vibrar el aire a su alrededor. No se veían, estaban demasiado ocupados intentando mantenerse a flote, Ana en el bote y Pascalet en el tablón. 

Pero la tormenta no parecía dispuesta a darles un respiro; más bien al contrario, sentían que la lluvia arreciaba con mucha fuerza, tanta que entre el golpeteo de las gotas y el rugido del oleaje, se les hacía imposible escuchar a nadie más que a sí mismos. 

El rayo caído delante de la castaña y el trueno seguido le hicieron pegar un respingo, la idea de seguir hasta la isla e internarse más en lo que parecía ser el centro de la tormenta empezó a parecerle una locura.

La mujer miró alrededor y volvió a gritar llamando a su amigo, más por impotencia de no verlo que por verdadera creencia de que la oyera, pues apenas ella misma se escuchaba, apretó todos los músculos de su cuerpo que ya empezaban a quedarse fríos de tanta agua vertida sobre ellos y volvió a hundir el remo en la turbulenta superficie.

De nuevo otra mala encarada por parte de la inexperta navegante y la ola rompió en oblicuo contra la quilla, desestabilizando la embarcación y cambiandole el rumbo, haciendo que se golpease con el mango del remo en la cara y en la rodilla por no querer soltarlo.

Aún dolorida, con un hombro limpiando la sangre que le bajaba por un ojo y parpadeando con el otro excesivamente para apartar el agua, Ana de Mendoza y de la Vega volvió a hundir el remo en el agua con decisión y soltura.

—¡No podréis conmigo¡ —gritó a los elementos y a quienes estaba segura los enviaban contra ella —Lo que no te mata te hace más fuerte y juro que saldré de esta mas fuerte y mejor.

Mientras remaba, gritaba, limpiaba un ojo y achicaba agua del otro, le pareció ver algo flotando un poco más adelante. Ya no sabía dónde estaba el norte, ni la isla, ni tierra firme, había dado tantos bandazos que lo único que le importaba era encontrar al pelirrojo y salir de la tormenta, por lo que al mínimo indico de algo flotando se dirigió hacia allí esperando y rezando para que fuese él, rescatarlo y así poder matarlo lentamente cuando ya estuvieran a salvo.

—¡Pascalet! ¡Aquiiiii!

Volvió a gritar con ánimos renovados, acercándose cuanto podía y lanzando el cabo que se había roto, y que aún pendía de su cintura, así como estirando el remo y apuntalando ambos pies para hacer fuerza y tirar en cuanto el muchacho estuviese aferrado a ellos.

Maltrecho como estaba, Pascalet estaba de rodillas sobre el tablón y empezó a cambiar el peso de su cuerpo para intentar navegar las olas según iban llegando, de forma que no perdiera el equilibrio, pero al mismo tiempo el tablón pudiera avanzar. ¿Hacia dónde? Eso era otro problema, pero por lo menos no quería quedarse hundido y a merced de los golpes de las olas.

Su brazo izquierdo le dolía horrores y cuando intentaba moverlo le dolía más aún. La fuerte lluvia que caía le limpiaba casi sola el pequeño reguerito de sangre que le caía desde la nariz por el golpe que le había dado el tablón.

—Llegaremos, Croquembouche, llegaremos —se dijo en un tono de voz que más parecía un susurro contra el potente sonido de la tormenta.

El pequeño ratoncito iba, en realidad, escondido bajo el caparazón de tortuga que Pascalet llevaba al hombro. De no haber sido por eso, el pobre roedor ya se habría ahogado. El pelirrojo podía sentir el cosquilleo de Croquembouche allí abajo, que de vez en cuando eran arañazos, cuando el ratoncillo se aferraba a su brazo con mayor intensidad.

De pronto, entre la cortina de agua que formaba la lluvia cayendo de manera violenta, vio aparecer la silueta del bote en el que viajaba Ana.

—¡Ahí está Ana, Croquembouche!

Movió el peso de su cuerpo para dirigir el tablón hacia allí y, por fin, cuando se vio cerca, agarró el cabo que Ana le ofrecía y tiró suavemente de él. Se agarró también al remo y, entre los dos agarres que la castellana le ofrecía, logró que el tablón se aproximara al bote hasta quedar pegados. En ese momento, Pascalet dio un salto y cayó dentro del bote con una voltereta en el fondo del bote, que estaba completamente encharcado. Sin embargo, al caer en el bote aparatosamente, se pegó un golpe en la espalda con un travesaño y otro en la cara al salir de la voltereta, mientras lanzaba una maldición al aire.

—¡Por todos los macarons de Montaigne! —Logró incorporarse, muy maltrecho—. ¡Hay un poco de agua aquí! —le gritó a Ana, mientras la lluvia seguía empapándolos.

El oleaje seguía zarandeando el bote, pero al menos Pascalet había logrado subir de nuevo a él con la ayuda de Ana. Reunidos de nuevo se dieron cuenta de que no iban a poder gobernar la barca, no mientras las olas siguieran golpeando con tanta fuerza. 

La tormenta no parecía tener intención de amainar y la lluvia caía tan fuerte que apenas se veían ellos mismos. Aun así, se dieron cuenta de que navegaban a la deriva, pero en dirección a la isla, incluso les pareció que las propias olas les ayudaban e impulsaban, empujándoles hacia ella. 

Era imposible precisar cuánto tiempo pasaron zarandeados por la tormenta, y en algún momento llegaron a pensar que el mar les haría chocar contra las rocas del acantilado, pero al final aquel bote improvisado se detuvo con violencia en la arena de una cala pequeña.