Lo único realmente importante
Tu batalla
En el centro del mundo, el Error se enquista en la tierra como el rencor
en el corazón, vomitando demonios y un enfermizo vapor blanco al cielo.
El Error empaña tu visión y todo lo que haces, ya sea bailar, cantar, amar
o luchar. Es una mancha sobre el perfecto firmamento, la marca del Sol
sobre el hielo.
Hubo un tiempo en el que los caballeros no eran necesarios, cuando el
cielo era negro y perfecto, la luz de las estrellas pura y fría, y la gente no
tenía miedo ni debilidad. Pero ese tiempo se acabó, nunca fueron los caballeros
tan necesarios como ahora, porque solo una orden, tu orden, los
Caballeros de las Estrellas, se interpone entre los vestigios del pueblo y los
demonios que ansían devorarlos.
Y así, bajo la abrasadora luz del Sol y su extraño cielo azul, has llegado
a esta batalla. Tu espada canta con la luz de las estrellas invernales y fluye
como agua entre tus dedos, una vez, dos, y otra criatura repugnante cae
bajo tu mano, vomitando sangre roja sobre la nieve.
Hay otros contigo, otros caballeros, y puesto que esto es una guerra,
muchas y amargas serán las maneras en que sucumbirán a su destino. Y
en algún momento serás tú el que caiga o muerto o traicionado por tu
corazón. Llegará el verano en el que no habrá guerra, cuando los errados
desciendan con furia y sin miedo a través del hielo derretido, cuando el
fiero Sol no encante ningún corazón con sus llamativos colores al elevarse
como una herida en el cielo primaveral, cuando no queden más caballeros
sobre el campo de batalla. Pero ese no es este verano, y tu espada está
afilada y tu coraje es deslumbrante. Has jurado luchar contra el Sol y la
gente aún tiene un campeón.
El pueblo
Érase una vez —antes de que los caballeros luchasen con demonios, antes
de las batallas, antes de la guerra y antes del Sol— una gran ciudad en la
cima del mundo. Construida con hielo y luz de estrellas, llena de elegantes
palacios y resplandecientes estatuas, era el hogar de una gente cuyo esplendor
jamás comprenderemos. Ataviados de luz estelar y copos de nieve, vivieron
una época dichosa, alimentándose con exquisiteces, brindando con
vino hecho de la noche y amándose como el mar bajo el hielo. Llamaron a
su ciudad Polaris, pues se alzaba sobre la cima del mundo como la estrella
guardiana se alza en lo alto del cielo.
Su rey
Entre ellos, pero también sobre ellos, había un hombre, su rey. Educado
tanto en los antiguos saberes como en la más exquisita cortesía, la agudeza
de su juicio y la sabiduría de su ley eran admiradas por todos, desde el más
importante de los ministros al más humilde de los bailarines y artistas.
Su reina
A su lado había una muchacha, su reina. Regia y callada, con una risa tan
única como una estrella azul. Mirar a sus arrebatadores ojos —¡y qué
sonrisa!— era suficiente para amarla, y en verdad era amada por su gente,
pero Polaris la amaba más que nadie.
Ella era reina y princesa, nacida de las estrellas y la noche, cuidadosa y
despreocupada, de sencillos gestos improvisados tras largo estudio. Tan
reina suya era, tan devota hacia él y su amor tan evidente, que en la corte
nadie la llamaba otra cosa que la Reina de Polaris, la Dama de Nieve y
Estrellas, la Doncella de la Altísima Ciudad. O quizá, si eran gente cercana
y amigos de su familia, la llamaban la Reina de las Nieves. Nadie
recordaba su nombre.
Sus caballeros
La reina era un tesoro, el más grande de una ciudad de tesoros, el más
grande que la ciudad jamás hubiera poseído, y como tal no podía ser dejada
sin guardianes. Nadie la dañó nunca, ni su pueblo, ni las bestias, ni
la tierra, ni el mismo cielo, y nadie la hubiera dañado jamás, pero aún así
su esposo la protegía no con un solo guerrero sino con toda una orden.
Pues aunque era un pueblo de guerreros, en honor a ella también lo era
de caballeros.
El alba el principio del Error
No podemos saber qué ocurrió ni qué hubiera pasado de no ocurrir.
Solo sabemos que las visiones comenzaron en los artistas. Uno a uno
las vieron, etéreas e irregulares, luces provenientes del borde del horizonte,
colores más rojos que las estrellas, nuevas sombras nunca antes
vistas, amarillo y verde y dorado a través de las gélidas murallas eclipsando
las estrellas del firmamento, brillantes e imposibles, hermosas y
extrañas.
Hablaron sobre ellas, escribieron sobre ellas, las pintaron y cantaron
sus cacofonías al viento. Al principio se creyó que era locura, ese tipo
especial de dulce locura, pues solo atacaba a los mejores de entre ellos y
aquellos que están entre los mejores viven envueltos por un velo en el oscuro
corazón del sueño. Pero si era locura, era una que se extendía, pues
cada vez más gente las veía, y para cuando llegó al más alto de entre ellos,
a Polaris en persona, ya se le había dado un nombre. Porque era algo nuevo,
dijeron que era hermoso. Porque era nuevo, lo llamaron Alba.
El rey la vio, y era tal su belleza, que por segunda vez en su vida lloró.
Y así ocurrió que cuando los sabios descubrieron que la venida del Alba
podía ser predicha, él ordenó la creación de un gran calendario que pudiera
prepararlos para su llegada. Los monótonos chirridos y chasquidos de los
engranajes del Calendario llenaron los salones de Polaris y una nube de
humo negro ascendió emborronando el cielo, y por primera vez las gentes
vieron algo que no era bello.
En esos extraños momentos y adelantándose a ellos, el rey mantenía
a su corte en las más elevadas torres de la ciudad, y durante las luces del
Alba no comían ni bebían ni cantaban ni bailaban, sino que permanecían
Y sentados, inertes, observando esa nueva estrella teñir el cielo de llamativos
colores. Y el Alba duraba más, cada vez más, y el rey aseguró que eso era
porque el Alba estaba complacida con ellos, complacida por su Calendario
y su señor. Pronto el Alba dominó el cielo, y el rey y su corte se sentaron
para siempre en una solitaria torre, observando esa frívola luz circundar
silenciosamente el borde del cielo
El pacto
Pero la esperanza aún no estaba perdida, pues había algunos de entre ellos
que no amaban el Alba. La primera fue la Reina de las Nieves, la esposa
de Polaris en persona, y el segundo tras ella fue Algol, su campeón. En la
seguridad de los más profundos y oscuros corredores de Polaris, donde
esa funesta luz extraña no podía alcanzar sus rostros ni sus corazones,
crearon su propia corte sombría donde hablaron de los alaridos de los
músicos, de cómo, lenta pero implacablemente, las partes más alejadas
de la ciudad parecían derretirse, del extraño trance de la corte real y de
muchas otras cosas. Y fue allí donde cada uno de ellos hizo ancestrales
juramentos por la más alta de las estrellas, juramentos para detener la perniciosa
influencia del Alba.
Cada uno de los guardianes de la reina tomó ese juramento, cada uno
por propia voluntad, y se dice que ese fue el origen de los Caballeros de la
Orden de las Estrellas
El error y los errados
Cosas que no deberían ser construidas, un poder que no debería ser conocido
Algunos dicen que el Rey supo de cierto tipo de cristal que podría magnificar
el Alba y que construyó uno enorme en la más alta torre sobre el
Calendario y la ciudad de Polaris. La Orden de las Estrellas atacó el cristal
cuando aún estaba siendo construido, pero durante tan terrible batalla
el Alba se alzó y el cristal la transformó en lo que hoy es el Sol. Aterrorizados
por la ardiente estrella, el Rey y todo su pueblo se levantaron
en armas para enfrentarse a ella, pero tanto ellos como la ciudad fueron
destruidos por su poder.
El Sol y la Luna
Lo primero que se vio después del Error fue el fiero Sol emerger del Alba
como un terrible grito, cegando a todos los que lo miraron, abrasando a
todos los que lo vieron, ensordeciendo a todos los que se bañaron en su
resplandor. Su poder no tiene par. Transforma la nieve en vulgar agua,
vuelve la luz de las estrellas insignificante y endurece la seda como cuero
curtido. Incluso los poderosos glaciares se ablandan y derriten ante su luz.
El Sol es grande y terrible, no con quienes lo veneran, pero sí es el enemigo
de los caballeros, pues ellos se han juramentado en su contra.
Nada tan grande puede llegar al mundo sin dejar su huella y así el Sol
ha dejado la Luna, el agujero blanco y desgarrado por el que se abrió paso
quemando el firmamento. La Luna surca el cielo y regresa, antes y después
del Sol, bailando alrededor de su progenitor, sirviendo como recuerdo de
su luz en el mórbido invierno y como fantasma de su gloria en el cenit del
verano. Cambia también, creciendo y menguando, mientras el cielo trata
de curar su herida antes de que el Sol vuelva a abrirla de nuevo.
Tu pueblo
La gente que vive en la memoria de Polaris es alta, delgada y hermosa. Su
cabello es plata y oro y todos los demás colores del cielo nocturno y su piel
es tan fina que a través de ella puedes ver sus venas de pálido azul. Sus ojos
son de un azul o rojo pálidos, o raramente blancos o verdes o púrpura o
negros. Son tan hermosos que tu corazón podría detenerse al mirarlos,
tan hermosos que, en ocasiones, lloran por ello. Sus nombres son los de
las estrellas. Su lengua, cuando se dignan a usarla, es como el sonido del
agua congelándose. Su furia es como la rotura de un glaciar. Aunque son
capaces de grandes proezas en combate e ingeniería, su temperamento se
orienta hacia las artes y la música, incluso cuando son provocados.
Este pueblo, antaño grande, es ahora decadente y disoluto. Sus gentes
beben fuertes vinos, pasan los veranos escudriñando con languidez los
vívidos colores del Sol a través de cristales protectores, y los inviernos
ocupados en estúpidas intrigas y debates senatoriales. Aunque no olvidan
la antigua gloria, pocos de entre ellos harán nada para detener su patético
declive, o incluso la masacre a manos de los errados.
Los vestigios
Todo lo que queda del gran sueño de la ciudad de Polaris son cuatro vestigios,
cada uno depositario de parte de su antigua majestad. Una vez,
fueron las zonas más bajas de la ciudad, las más alejadas de la corte real,
las menos majestuosas y más al sur.
Pero, incluso ahora, si miras esas brillantes ciudadelas construidas en
antiguas eras a base de hielo y plateada luz estelar, conocerás la belleza
y maravilla de sus habitantes.
Los caballeros
Los caballeros de la Orden de las Estrellas son los grandes héroes del pueblo,
la única línea de defensa entre ellos y la total aniquilación a manos
de los errados. Cada uno de ellos es arrojado y bravo y leal, pero, tristemente,
su destino es caer en la corrupción, la maldad, la desesperación y
la muerte.
Los errados
Irguiéndose en el mismo centro de los cuatro vestigios, en la cima del
mundo, el Error acecha e infesta el cielo, recordándoles a todos los que
lo observan la insensatez de sus antepasados. El aire a su alrededor hierve
con nubes de vapor y humo, de blanco níveo bajo la luz del Sol. Y, sin
embargo, ninguna luz puede ocultar que no es simple humo, ya que desaparece
lentamente, ascendiendo, hacia el claro y fresco aire de verano.
Hay quienes quieren negarlo, quien dice que el humo en el cielo es una
mera ilusión o que siempre estuvo ahí, y que no tiene importancia. La
mayoría de la gente jamás piensa ni habla sobre el Error, apenas siquiera
cuando observan la forma del paisaje a través de sus ventanas, la mayoría
orientadas al Sur.
Para los caballeros el Error es de suma importancia. Para algunos de
ellos es un símbolo del mayor de sus pecados y el mayor de sus fracasos,
para otros es un símbolo de su deber para con su pueblo y hay quien lo
ve como un símbolo de la verdad de su causa. Y todos ellos saben que es
el origen de los errados. Pero el Error, y el odio hacia él, es por encima de
todo el eje de la Orden de las Estrellas. Más aún que las ciudades y sus
amadas gentes, más aún que sus espadas de luz estrellada y sus maestros,
incluso más que el Sol contra el que han jurado luchar, es este odio el que
los define. Es el Error quien los atrae a la cruzada, quien engendra a los
demonios que los acechan, quien les da una razón para existir.
Los errados son criaturas demoníacas y retorcidas. Moldeados por
cualquiera que sea la corrupción que descansa en el corazón del Error,
emergen de las brumas asfixiantes del interior del mundo, masacrando y
devorando todo a su paso. Cada uno de ellos es horrible, hecho de la materia
de las pesadillas. Cada uno es único, y cualquier intento de prepararte
para tu primer encuentro con ellos es vano. Será horrible. Esta parca explicación
tendrá que serte suficiente.
Demonios de la sangre y la carne
Los más obvios de los demonios —aquellos hechos de sangre, hueso, carne
y podredumbre— emergen del Error cada primavera con cuerpos imposibles
y caóticos. Muchos toman toscas formas de personas, aunque hay
algunos que se asemejan a bestias o arañas o masas informes de piel traslúcida.
Agujas de hueso sobresalen obscenamente de las llagas en su piel y
en sus largos dientes hay manchas amarillentas de carne. Algunos demonios
son enormes criaturas monstruosas, pero tienen músculos y huesos
como las personas. Otros son meros esqueletos o sangre esculpida en una
forma sólida por algún tipo de maligna voluntad. Los hay más parecidos
a personas, que portan ensangrentados trofeos de sus víctimas y los hay
aún más extraños, que visten las pieles de los que devoraron.
Demonios del corazón y el espíritu
Pero hay demonios aún más insidiosos: aquellos que no tienen forma. Algunos
de ellos son capaces de poseer los cuerpos de las personas, mientras
que otros son meros sentimientos en el corazón, un siniestro haz de luz o
el color de un brillante arco iris. Al igual que los demonios de la sangre y
la carne, ellos se alimentan de la gente pero las cosas que devoran no son
tan simples como la carne: algunos devoran la alegría, otros se alimentan
de tristeza, otros requieren ofrendas y pactos oscuros y siempre hay otro
Los dos caídos
Los demonios más terribles de entre la horda no son enormes monstruos,
ni briznas apenas visibles de luz ponzoñosa. Los más grandes entre los
demonios, al fin y al cabo, no son demonios. Son personas: el Caballero
Solaris y la Dama Gélida.
Rara vez se les ha visto; el Caballero Solaris parece ser el mayor de los
generales entre los demonios, y es muy respetado por los suyos. Sigue siendo
un hombre, con su pelo dorado, y porta una espada de luz estelar que
arde brillante y caliente con el fuego del Sol. Su sangre es tan fría que se
ha congelado en carámbanos que atraviesan su piel pero, con todo, es alto
y fuerte y sigue siendo parte de su pueblo.
A veces lo han encontrado hablando con caballeros y se cree que ha
sido expulsado y derrotado muchas veces, incluso ha muerto, pero cada
verano regresa.
La Dama Gélida es aún más difícil de encontrar. Es el epítome de la
belleza entre las gentes: delgada y con cabello plateado, con los ojos tan
blancos como la más alta de las estrellas. Deambula por el paisaje yermo
entre los vestigios, completamente sola, entonando canciones tan melancólicas
que solo pueden ser escuchadas por las más tristes almas. Su
aliento despide nieve y su beso transforma en hielo el más ardiente de los
corazones
que te destruirá en el momento en que estés convencido de que te ama,
solo porque puede.