Hans se encontraba en la sala de espera, tamborileando nerviosamente los dedos sobre su muslo. Pese a que vestía un traje de chaqueta y pantalón en tonos claros (su "uniforme de negocios") la luz que brotaba de sus tatuajes conseguía filtrarse a través de la tela, como si le envolviera un halo celeste. Eso y el cabello rubio era todo lo que según él le acercaba a un ángel. Sin embargo para muchos observadores ese comentario habría sido erróneo: después de todo las facciones de Pira resultaban claramente juveniles, casi aniñadas, para sus ya entrados cuarenta y pocos años, y su complexión más bien gruesa recordaba vagamente a las pequeñas roscas de grasa de las piernas y brazos de un bebé o un querubín.
Él hubiera dicho, claro está, que cuando unos tatuajes de poderes místicos te dan toda la fuerza que puedas necesitar resulta mucho más difícil ponerse en forma. ¿Qué vas a hacer, levantar neveras en series de quince repeticiones? ¿Echar una carrerita de dos días? Y luego se hubiera callado, enfurruñado, a la mera mención de una dieta...
Pero ahora mismo no era su físico lo que le estaba preocupando. Se encontraba sentado en una salita de una casa igual a otras cincuenta de un barrio residencial, en la que se suponía que debía tomar revistas y entretenerse los pacientes de un psiquiatra antes de recibir su sesión. Había varias sillas, bastante cómodas, en aquel recibidor, y cuatro revisteros dispuestos en cruz, que no dejaban de recordarle a Helmutt una esvástica... Y sonrió ante ese pensamiento: Ya es oficial, doc, soy un chalado, así que enciérreme ya.
No había nadie más con él, y debía haberlo: no faltaban más de cinco minutos para empezar la visita y su mujer no había llegado. Bonita manera de empezar una terapia de pareja...