¡¿QUE ES AQUELARRE?!
Aquelarre es un juego de rol creado por Ricard Ibáñez y publicado por primera vez en 1990 por la editorial barcelonesa Joc Internacional. El juego está ambientado en la Península Ibérica durante la Edad Media, más exactamente entre los siglos XIII y XIV. Si bien tiene un ambiente marcadamente histórico también tiene un profundo trasfondo fantástico: Aquelarre asume que todos los mitos y leyendas de aquella época son reales, que el diablo anda entre los mortales y que se libra una eterna batalla entre dos realidades, lo racional (lo humano, las ciencias, la lógica, el día) y lo irracional (la noche, la locura, la fantasía, las criaturas legendarias y la magia). Este es el planteamiento inicial de Aquelarre: los jugadores interpretan a humanos normales, habitantes de la península, que deberán vivir y padecer en la sociedad de la época y a la vez verse afectados, con mayor o menor suerte, por este «enfrentamiento» entre realidades. Publicado por primera vez en noviembre de 1990, Aquelarre es el primer juego de rol de producción autóctona española.
El sistema de juego
El sistema de juego de Aquelarre se inspira en el sistema BRP (Basic Role-Playing), extrapolado en 1980 por la editorial estadounidense Chaosium a partir de su juego de rol RuneQuest (1978). Este conjunto de reglas se basa en un sistema de habilidades porcentuales, es decir que cada habilidad está expresada con un porcentaje. Para obtener éxito en una acción que requiera una habilidad determinada el jugador debe obtener, con un dado de cien, un resultado igual o inferior al de su porcentaje de habilidad. Hay ciertos valores clave que el jugador no elige, sino que son determinados aleatoriamente, como la posición social, o su situación familiar. El sistema de combate es bastante sencillo y a la vez detallado, es también bastante «sangriento» y realista. La magia por otro lado es complicada y no es tan fácil llevar a cabo hechizos con éxito, como es el caso en otros juegos más fantásticos.
Ambiente histórico
El lugar y la época en los que se desarrolla Aquelarre son los de la Península Ibérica durante la Edad Media. Los territorios de la Península están repartidos en varios reinos (Castilla, Aragón, Portugal, Navarra y Granada) con sus culturas, idiomas y religiones, muchas veces enfrentados y acarreando con largas y costosas guerras. El mundo de Aquelarre no sólo está acosado por la guerra sino también por el hambre y la peste, ocasionados por el rígido sistema feudal de señores y vasallos en el que una pequeña parte de la población, propietaria de la tierra y de los hombres que en ella trabajan, es la que se lleva toda la riqueza. El resto de la población, la más numerosa, permanece pobre e ignorante. En este ambiente los señores feudales y la iglesia concentraban casi todo el poder, pero algo estaba cambiando: en las grandes ciudades se gestaría una nueva clase, la burguesía, pequeños comerciantes que alcanzan un buen nivel económico, y ya no se conforman con su sencilla vida, aspirando a algo más. Así es que las motivaciones de los personajes de Aquelarre podrán también incluir mejorar su calidad de vida, o en el caso de que ya la tengan, garantizar su continuidad.
La magia
En Aquelarre la magia está a la orden del día. Las brujas realmente existen, y preparan extrañas pociones en sus calderos, para fines tan terrenales como la virilidad o para otros más elevados, como la comunicación con los espíritus. Y si bien los jugadores pueden hacer que sus personajes conozcan y utilicen la magia, deben tener en cuenta que en esta época, todo aquello sobrenatural o mágico (lo irracional), es considerado por el común de la gente (la racional) como algo demoníaco y absolutamente prohibido. Así deberán cuidarse de la Fraternitas Vera Lucis (que en el juego se afirma, que es el antecedente de la Inquisición) – una sociedad secreta destinada a exterminar todo atisbo del mundo irracional. Por supuesto que cualquier confesión o alarde de poseer facultades mágicas conlleva la inmediata pena de muerte, ya sea en la horca, la hoguera, dependiendo del reino o la autoridad de turno.
Mitología ibérica
La península ibérica tiene una riquísima mitología, llena de curiosas criaturas y enigmáticas leyendas. Cada región tiene las locales, y hay otras de mayor ámbito territorial. A los ya clásicos duendes (principalmente en Castilla), se suman otras criaturas mucho más pintorescas, como los Follets (catalanes), los Idixta (vascos), las ondinas (presentes en las fuentes naturales de agua), trasgos y lobishomes en galicia y otras mucho más terribles, oscuras y peligrosas, de procedencia infernal. Todas ellas están presentes en el juego.
El Cielo y el Infierno
Otro de los principales puntos dentro del juego es la complejidad del trasfondo demoníaco. Además de Lucifer y un par de príncipes, existe toda una cohorte de demonios menores, y criaturas maléficas, que están bastante organizados. Hay demonios superiores (de la destrucción, de la envidia, de la lujuria, del dominio, de las riquezas y de la magia negra) secundados por los llamados demonios elementales (gnomos, ígneos, íncubos y súcubos, ondinas, silfos y sombras).
Historia del juego
Desde su primera edición hasta la actualidad Aquelarre ha pasado por cuatro editoriales, Joc Internacional, La Caja de Pandora, Proyectos Editoriales Crom y Nosolorol Ediciones. La primera editó el manual original y siete suplementos, entre ellos una pantalla, un bestiario, uno especialmente dedicado a Cataluña y una ampliación para jugar en el renacimiento. Este último, Villa y Corte, permitía ampliar el juego hasta el Madrid del Siglo XVI, capital del Imperio de Carlos V. En 1999, tras el cierre en 1998 de Joc Internacional, La Caja de Pandora publicó la segunda edición, para la que publicó también nuevos suplementos hasta su propio cierre, en 2002. Para algunos aficionados el cambio de los ilustradores en esta segunda edición no fue positivo, se pasó de un estilo medieval (de Arnal Ballester) a un estilo de «historieta», próximo del «manga», que no encajaba con el «espíritu del juego». Sin embargo tuvo sus puntos positivos, una nueva edición en color y la edición de algunos suplementos, por ejemplo los dedicados a Navarra y a Galicia.
Cuando La Caja de Pandora cerró en 2002 fue la editorial Proyectos Editoriales Crom quien retomó la publicación de Aquelarre. Para esta nueva gama se editaron muchos más suplementos que antes, dedicados a profesiones específicas (médicos, inquisidores, alquimistas), al reino de Granada, y una serie de nuevas campañas y la reedición de ciertos suplementos publicados por las editoriales que habían precedido. Proyectos Editoriales Crom también terminó cerrando (en 2004) y el juego y sus derechos de publicación volvieron a manos de su creador Ricard Ibáñez, así como a los aficionados que siguieron dándole soporte y difusión, reunidos en una lista de correo oficial.
Finalmente, en marzo de 2011, la editorial Nosolorol Ediciones publicó la tercera edición de Aquelarre.
LA JERARQUÍA SOCIAL
La élite... y los demás
Como bien dijo el sabio Adalberón, santo obispo de Laón a principios del siglo XI: “La casa de Dios, aparentemente una, está dividida en tres: los unos rezan, los otros combaten, los otros trabajan (…); es así como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de paz”. Tres pues son los grupos en los que están dispuestos los hijos de Adán: nobles, clérigos y plebeyos. Los primeros son los defensores, los guerreros. Los segundos, los intermediarios de Dios para asegurarse Su Divina Gracia. Los terceros…, los que alimentan a los otros dos y sobreviven con las sobras. Gran controversia hay entre los primeros y los segundos sobre cuál debe erigirse sobre el otro, pues si los nobles argumentan que el mayor de todos ellos es el rey, y al rey lo elige Dios, los segundos lo rebaten diciendo que más poderoso que los reyes y los reyes de reyes (es decir, los emperadores) está el Santo Papa de Roma, el único de los mortales en comunión directa con Dios, ya que en torno a él gira la creación toda: el Sol y las estrellas dan vueltas en torno a la Tierra, que se encuentra en el centro del universo. En el centro de la Tierra está Roma y, en el centro de Roma, el Papa. Y Nuestro Señor tiene los ojos fijos en él. Reyes y nobles argumentan que pese a dicha comunión sagrada no sería, desgraciadamente, el primer Papa o clérigo de menor rango el que se muere por culpa del filo de una espada poco creída o vilmente envenenado o de un mal de barriga mal curado. Y si todas estas cosas pasan, sin duda, es porque Dios lo quiere. Mientras nobleza y clero discuten sobre la superioridad terrenal de los rezos sobre las armas, el resto, la chusma, la inmensa mayoría de la población, trabaja para ellos. Y ya dijeron los paganos (y refrendaron los primeros cristianos) que no hay nada que vuelva más vil al hombre que trabajar con las manos. No pueden, los plebeyos, lucir ricas pieles, ni brocados púrpuras, sino portar telas y tejido basto sin teñir: de tonos crudos (aún hoy en día, está prohibido vestir de marrón en las recepciones de las Casas Reales…, y es que hay cosas que nunca cambian). El plebeyo villano no puede comer carne de caza, puesta por Dios para alimento de la nobleza guerrera, que necesita bien alimentarse para mantener su labor de defensa. Por el contrario, los privilegiados deben abstenerse, aun en caso de gran necesidad, de comer comidas groseras, como puerros, ajos, cebollas y otras “viscosidades” semejantes (tal como indica la regla 17 de la orden de los Caballeros de la Banda). Pero no todo es tan sencillo, que si discrepancias hay, como se ha dicho, entre la élite de elegidos, también las hay entre los plebeyos, que los hay en este nuestro siglo que se han enriquecido y se comportan con más orgullo del que debieran, pese a haber mal ganado sus dineros con el vil y enjuino oficio del comercio. Veamos cada uno por separado.
Nobleza
Se conoce a la alta nobleza como los “señores de la alta justicia”, ya que tienen la obligación de velar por la seguridad de las gentes de su feudo y, para mejor cumplir tal función, se les otorga poder sobre la vida y la muerte de sus vasallos, debido al famoso Ius maltractandi. Para representar esto, y que todo el mundo se dé por enterado, suele estar bien visible, en el centro de su dominio, un cadalso donde ahorcar, como si de fruta madura se tratara, a los que la ley no respetan. Lo que mayormente hay, en la Península, son condes, vizcondes y barones, que duques y marqueses escasean y no poco. Si lo primero es escaso, lo segundo, lo bajuno, la baja nobleza, hay en demasía. Muchos hijosdalgo, infanzones que apenas tienen donde caerse muertos, que del apellido no se come. Demasiado caballero haciendo gallardos méritos en las justas o en combate, para conseguir el preciado honor de ser nombrado señor de un castillo o de un pequeño feudo. Pero por cada uno que consigue ese honor, cien acaban muertos en el campo de batalla o, lo que es peor, viejos y tullidos recogidos en un convento de piedras demasiado frías para sus doloridos huesos. Los señores (así como la mayoría de los barones) suelen ser señores “de baja justicia”. Pueden imponer su ley, basada en su capricho o en la costumbre, pero no pueden juzgar delitos de sangre. Tienen en lugar bien visible un cepo en lugar de una horca y el bandido o asesino sabe que, de ser capturado en su tierra, será trasladado a la ciudad o ante un señor feudal superior para dar cuenta de su crimen y que se le aplique la sentencia adecuada. No hay esperanzas falsas ni demasiados refinamientos. Ni que decir tiene que señores y caballeros son vasallos de un noble superior, auténtico dueño del castillo en el que residen y del feudo que regentan. Y lo que con una mano se da, con otra que se quita, así que andan prestos como lebreles cuando su amo los llama para que hagan éste o aquel servicio, que es, las más de las veces, irse a buscarle las cosquillas al moro u otro reino cristiano con el que se está en guerra o incluso a algún señor feudal vecino, que las reyertas, en una época en la que el honor lo es todo, son fáciles de avivar y difíciles de apaciguar.
Clero
Para Dios todos los que rezan son iguales, desde el digno arzobispo hasta el más humilde fraile. Pero el Señor está arriba y los hombres, abajo, y la copia no es siempre igual al original. Aunque muchas muestras de humildad hagan de puertas para afuera, en el fondo, la mayoría de las altas figuras del clero consideran su cargo como un título feudal más y muchos arzobispos y obispos hay que nunca han pisado su diócesis, han sido ordena- dos de niños y llevan una vida muy poco casta. Las apariencias se guardan un poco más con los abades de los monasterios, aunque luego pasa lo que pasa, que empiezan a decir que los capones, esos pollos castrados y bien cebados, de carne tierna y mantecosa, no son carne, así como tampoco lo es el cerdo si se arroja del río, pues de él se pesca y pescado ha de llamarse. Y con tales picardías hurtan ayunos y cuaresmas, y sus redondas y bien cebadas panzas dan buena fe de lo tumbaollas que son. En el otro lado, los sacerdotes o frailes mendicantes de pies duros como el cuero de tanto ir descalzos por los caminos y que pasan hambre cuando sus feligreses también la pasan, aunque tampoco en demasía, que la religión cristiana reserva a los sacerdotes el derecho de absolución y, si se juzga que el pecado es demasiado grave, bien puede el santo varón exigir dineros o propiedades para pagar misas que alivien la estancia en el Purgatorio del sujeto, quedando la iglesia que él administra bien apuntalada y la familia del pecador, en la ruina, que ve escaparse de entre sus dedos la herencia, mucha o poca, que del moribundo se esperaba recibir. Y tampoco hay que olvidar que los sacerdotes hacen voto de celibato, que no de castidad, por lo que pueden tener manceba más o menos discretamente, pero nunca casarse con ella, que muchos “sobrinos de cura” hay en nuestros lares.
Burgueses y Villanos
Hasta entre los plebeyos hay clases, que no es lo mismo un comerciante, maestro gremial o cambista que el artesano humilde aprendiz de su oficio o el que, careciendo de éste, los hace todos y mal, viviendo día a día por un plato de comida, se consiga de donde se consiga (y si se consigue, que cuando el hambre llega, las más de las veces la honradez se va). Aunque todos viven en poblado, a los primeros se les llama habitantes de burgo, es decir, de la zona que rodea al castillo, para demostrar que, si no por cuna, sí por sus méritos o por sus dineros (que en su caso los dos son uno) están cerca de la nobleza. Y burgueses hay que la han alcanzado, pues han casado a sus hijas con miembros empobrecidos de la aristocracia, que cuando la dote es lo bastante cuantiosa, puede saltarse hasta las leyes que Dios ha hecho para los hombres. Los otros, los villanos, son considerados apenas mejores que los campesinos, ya que aunque al menos son hombres libres (cosa que no se puede decir de todos los rústicos) también son ciertas, la mayoría de las veces, sus hambres. Forman la mano de obra que bombea el corazón de la ciudad, como si de su sangre se tratara, que sin sus manos nada se haría. Pero también están entre ellos, como ya se ha insinuado, los parásitos, la hez de la sociedad: los ladrones, las prostitutas y los mendigos. Mala gente de la que ya se hablará cuando el momento llegue.
Campesinos
Los más pudientes entre ellos, los colonos, son los que han aceptado la oferta del rey de irse a tierras recién conquistadas por los musulmanes. No es negocio baladí: por un lado, la amenaza de las algaras de los infieles; a cambio, ser dueño de su propia tierra y no depender de los caprichos de un señor feudal. Y si la cosa sale bien y la frontera se desplaza al sur, sus hijos tendrán una vida más holgada, aunque con el tiempo siempre tengan que acabar pagando algún que otro diezmo a ésta o aquella orden militar. Los que deciden no arriesgarse y se quedan en el norte han de jurar vasallaje a un señor feudal, y entregarle tributo, tanto en especie (una parte de la cosecha) como en trabajo, que cuarenta son los días que puede exigir el señor para que trabaje gratis para él su vasallo. Peor lo tienen los siervos de la gleba (pagesos de remença en Cataluña, pecheros en Vizcaya, que los nombres varían aunque todos sean lo mismo) que forman parte de la propiedad del señor feudal y son comprados y vendidos junto con la tierra en la que trabajan, aunque técnicamente son hombres libres, pues un cristiano no puede tener a otro como esclavo. Delicado eufemismo, cuando, si un siervo trata de huir de su tierra y del férreo dominio del señor feudal durante mil días, no es delito matarle, lo haga quien lo haga. Que ya lo dicen los sabios doctores de la Iglesia: “A los que no conviene la libertad, Dios misericordioso los destina a la servidumbre”. A lo que los campesinos, siempre descreídos y bastante paganos (que no olvidemos que la palabra viene del latín pagus, es decir, campesino) contestan entre dientes y por lo bajito: “Mientras Adán araba y Eva hilaba… ¿Dónde estaba el noble?”. Respuesta hay para eso (que la Santa Madre Iglesia las tiene para todo) y de ello luego se hablará.
Esclavos
Los esclavos, musulmanes o negros, son en cambio objeto de lujo. Se les enseña un oficio o a servir como criados y son muy cuidados y apreciados. No hay esclavos judíos, ya que todos los judíos son, técnicamente, propiedad del rey. Un esclavo puede acceder a su libertad si declara querer hacerse cristiano. Pero como ello depende de su buena fe, y si la tiene buena o mala depende de lo que diga su amo, sumando además que como esclavo vive mejor que como hombre libre, pocas son en verdad las conversiones que se logran. Alguno hay que intenta huirse hasta su tierra, más allá de la frontera cristiana y, muchas veces, lo ayudan las comunidades mudéjares (es decir, musulmanes que viven en territorio cristiano). Peor lo tienen los de piel negra, que se distinguen como una mosca en un plato de leche. Poca piedad se puede esperar por parte de los amos si los esclavos son capturados, que lo menos que se les hace es desollarles las espaldas a latigazos o cortarles una oreja, para que todo el mundo sepa que es esclavo poco sumiso y nada de fiar.
La sociedad musulmana
También dividida por estamentos como la cristiana, tiene como principales diferencias que la clase alta suele estar formada por grandes funcionarios, es decir, por la gente que lleva el reino, aunque las más de las veces los cargos les sean concedidos por su familia y contactos que no por sus méritos y pericia. Con todo, suelen ser más cultos que sus homónimos cristianos. En la otra punta de la cadena, los esclavos son mano de obra barata y, por lo tanto, muy utilizada, aunque pueden llegar a alcanzar grandes cargos al servicio de los poderosos (en tal caso se les suele castrar, para asegurarse su fidelidad al no poder engendrar descendencia).
La sociedad Judia
Propiedad de los reyes (que sus buenos dineros les cuesta), encerrados en juderías que son su cárcel y su protección, sin derecho a poseer tierra (atrás quedaron los años de las pueblas judías, pequeñas villas formadas exclusivamente por enjuinos ), los hebreos son por obligación urbanitas. Los hay ricos y poderosos, que prestan dinero (con usura, Aquelarre: Juego de rol demoníaco medieval cosa prohibida por la religión cristiana, que sólo acepta el dejar dinero sin interés, de amigo a amigo) o que tienen grandes negocios, a menudo comerciales con el moro, que al ser ambos enemigos de Cristo, bien que se entienden. Y los hay que trabajan para ellos, gentes más humildes. Pero el roce hace el cariño y el escaso espacio que dejan los muros de la judería hace que, al menos de puertas para afuera, todos vivan en más o menos armonía. Algún judío especialmente pudiente puede que tenga un esclavo moro, como criado de lujo o incluso guardaespaldas, pero son casos relativamente raros.
CIUDADES, VILLAS, PUEBLOS Y ALDEAS
La ciudad os hará libres
Frente al poder de la nobleza y el clero, el rey empieza a otorgar Cartas y Fueros de Población. Los que vivan en ciudad (y ciudad es, no nos engañemos, todo poblado con una muralla a su alrededor que la defienda) contará con la protección del rey. O dicho de otro modo, para que nos entendamos bien y claro: a cambio de buenos dineros en concepto de impuesto real el monarca autoriza a grupos de nobles segundones, de comerciantes enriquecidos y a una muchedumbre que acude esperanzada por las nuevas promesas de libertad, a permitirles armarse y defenderse contra el poder feudal. Cara a cara y bajo su amparo. Ya no habrá señores y vasallos. Ya se puede alzar la mirada frente al noble, por muy alto que sea su título y muy bajuno nuestro nacimiento. Los mismos ciudadanos se entrenan para defender sus casas de cualquier enemigo, sea de dentro o de fuera, creando milicias concejiles que el rey puede usar para ir a la guerra. Y quien dice el rey, dice el poderoso que otorga la carta de población: por ello, podemos distinguir entre ciudades de realengo (controladas por el rey, como Burgos); ciudades de abadengo, dependientes del abad de un monasterio (Sahagún); ciudades de señorío, dependientes de un señor laico (Benavente); o ciudades de señorío episcopal, dependientes de un obispo (Palencia). Y claro está, hasta dentro de la aparente igualdad de las ciudades hay clases…
Burgueses y villanos
Y es que, ¿quién vive en una ciudad? Pues todo el que en ella quiera y pueda estar, juntos y algo revueltos, pero tampoco en demasía: a Hijos segundones de la nobleza, que crean sus propios linajes patricios, reclutando a caballeros e hidalgos a su servicio. a También hay, pues no podía ser de otro modo, religiosos: clero diverso de iglesia y monasterio, de lo que harto se ha hablado antes, exentos de impuestos como los otros. a Y en la escala inferior, los que dan razón de ser a la ciudad: mercaderes enriquecidos por sus muchos negocios, maestros gremiales, gentes que se han abierto camino hasta llegar a lo más alto que su condición de plebeyo puede aspirar, que viven en palacetes muchas veces más ricos y lujosos que los de los nobles, y que las más de las veces acabarán emparentándose con ellos, que ya se ha dicho que la alta cuna, cuando está sin dineros, suele agachar la cabeza y sonreírle al dinero, aunque sea bajuno y represente la dote de joven casadera y plebeya... o incluso (lo que es más grave) que sea hijo de burgués el que enmaride con linaje superior, a cambio de que los dineros del padre saneen las apuradas deudas del suegro. A ésos se les llama burgueses, por motivos que antes ya se han explicado, y aun caballeros o señores burgueses los llaman quienes los adulan, títulos que, aunque no se merecen, las más de las veces se les permiten, pues si no por nacimiento, sí por riqueza a la verdadera nobleza rondan. a Y claro está, los más en la ciudad son los que trabajan, más para unos y otros que para sí mismos, y para diferenciarlos se les llama villanos, que si en un principio significó “el que habita en villa”, ahora es mote con tinte despectivo: villano es el que trabaja para los gremios, en la construcción de edificios, limpiando los pozos ciegos que sustituyen a las cloacas romanas, quitando el barro y el estiércol de las escasas calles y plazas empedradas y, en suma, el que realiza las mil y una tareas viles que se pueden encontrar en una ciudad, y en verdad que hay muchas. Villano también es, aunque apenas llegue al título, que para él le queda grande, el campesino que vive en los arrabales, fuera de los muros de la ciudad, y que cultiva los campos (que a veces son hasta suyos, aunque las más de las veces pertenezcan a la ciudad o a algún terrateniente, en cuyo caso ni villano es, que se le llama pechero) que proveen mercados y, a través de éstos, a las mesas donde se comen. Y no hablaremos de mendigos reales o fingidos, de simples vagos o de avispados truhanes, que siempre está el que trata de vivir del sudor ajeno y, no pudiendo hacerlo por su nacimiento o su buen hacer, lo hace con su perfidia. Que muchos de los pobres y lisiados no son sino pícaros y, por ello, en muchos municipios, se les da placa de plomo que han de llevar al cuello, para así estar bien identificados. En otras ciudades, como Barcelona, sólo pueden pedir limosna a las puertas de las iglesias, a la entrada o salida de la misa diaria, para animar a la piedad y la devoción, o en lugares concretos (siguiendo con el ejemplo de Barcelona, en la plaza de Santa Anna).
Organización municipal
Al no haber, como en el castillo, señor principal al que obedecer, administra la ciudad el Concejo o Regimiento, grupo de notables elegidos entre los más poderosos de la población, que no se iba a esperar que gobernasen aquéllos que tienen estiércol entre los dedos. Se llama a esto Concejo Cerrado, para diferenciarlo de los tiempos antiguos, cuando los que poblaban la ciudad eran pocos y las jerarquías se diluían, y se nombraban los representantes en “Concejo abierto” o Asamblea. Tiempos pasados y peores, anteriores a estos tiempos buenos, donde todo el mundo sabe lo que le toca y lo que debe y a quién debe. Así pues, es entre la oligarquía de la ciudad (los omes buenos, dicen las cartas de población castellanas, homes honrats dicen las catalanas) los que eligen a los gobernantes de la ciudad. El número de éstos varía según cada población, y no necesariamente es en función del tamaño de ésta: en Burgos hay 16, en Palencia 12, en Barcelona 5. Entre los miembros del consejo (regidores los llaman) se eligen los alcaldes, que pueden ser uno, dos, cuatro, a veces hasta seis, como pasó un tiempo en Burgos. De todos modos, es el rey (o quien tenga bajo su amparo la ciudad) el que ha de confirmar los cargos, la mayor parte de las veces un puro trámite. Alcaldes y regidores reciben una pequeña paga por el tiempo que dedican a su comunidad (normalmente, dos reuniones a la semana) pero son cargos más ansiados por el poder que comportan: son ellos los que mantienen el control sobre los cultivos de los pecheros, los que gravan con impuestos ésta o aquella mercadería que entra en la ciudad en beneficio o perjuicio de otra, los que almacenan mercaderías que compran baratas para luego venderlas caras, tras haberles subido impuestos a las nuevas que entran. Y no hablamos ya de la especulación del terreno, que la casa es del que la construye, pero la tierra sobre la que está, sigue siendo del señor (ya se sabe, rey, abad, noble, obispo… según quién firmara la Carta de Población). El propietario de la casa habrá de pagar de por vida (y es deuda hereditaria) un tanto al señor. Y ese montante se encarga de recaudarlo el Concejo, y de subirlo si hace falta, pues es la ciudad una máquina de hacer dinero y son ellos los encargados de recaudarlo y entregarlo. Y si algo se les queda pegado entre los dedos…, normal es, y todos lo entienden. Y al que le pique, que se rasque. Otros cargos importantes en la gobernación de la ciudad son los encargados de la justicia: el merino, que es a la vez policía, carcelero y juez, y que con su pequeña tropa de alguaciles controla el buen orden de la población. En caso de que la cosa vaya a mayores está también el cargo del verdugo, que no es empleo a tiempo completo, sino que se le llama cuando se le necesita: normalmente es reclutado entre los matarifes, ya que se supone, con razón, que tampoco hay tanta diferencia entre matar una vaca a hacerlo con una persona. En algunas ciudades, como Barcelona, se tiene la ocupación como deshonrosa, pese a que da buenos dineros a quien la practica, así que no se permite al que ejerce de verdugo vivir dentro de los muros de la ciudad, sino en el arrabal. Como también viven en el arrabal carniceros y curtidores (ya que si no, el hedor provocado por su trabajo sería insoportable) no es que sea demasiada la diferencia, salvo por las moralinas de algunos. Para los temas jurídicos suele asesorar al Concejo un licenciado en Leyes (lo que ahora entendemos por un abogado) y para temas financieros, un mayordomo. Figura aparte es la del corregidor, que como bien dice su nombre corrige, es decir, tiene derecho a veto sobre determinadas actuaciones del Concejo, ya que es el representante del rey (o de quien corresponda, no me hagan repetir lo de la Carta de Población de nuevo).
Paisaje urbano
¿Qué nos podemos encontrar en una ciudad? Ante todo, la catedral, que sin ella no hay obispo, y sin obispo, no hay ciudad (como luego veremos). Junto a ella, diversos edificios eclesiásticos, como son los aposentos de los religiosos principales y la Universidad o Escuela Catedralicia (si las hay). También en los edificios de la iglesia encuentran acomodo los miembros del Concejo en sus reuniones, que no será hasta bien entrado el siglo XV cuando empiecen a construirse sus propios edificios de encuentro y administración. Iglesias y monasterios salpican la geografía de la ciudad, casi como al azar, aunque no es tanto: al fin y al cabo, las parroquias, es decir, las casas que dependen de ésta o aquella iglesia son las que forman la división administrativa de la ciudad medieval, el origen de los barrios. Y hablando de éstos, no nos dejemos a los gremios. Suelen estar situados por oficios, cada uno en una calle o en un tramo de ésta. Los maestros gremiales tienen allí sus talleres, en el piso de abajo, y su vivienda en el piso de arriba. Los aprendices aprenden el oficio y, por ello, no cobran por su trabajo, que agradecidos deberían estar de no pagar, sino que reciben algo de comida y ropa y un lugar para dormir (normalmente, un rincón del propio taller, amontonados los unos sobre los otros). Si prosperan en el trabajo pueden acceder a la categoría de oficiales, y entonces sí que cobrarán algo de dinero, para poder vivir en casa propia y fundar familia. Y a algunos de ellos se les permite acceder al título de maestro, realizando una “obra maestra”, es decir, una obra de su oficio que sea considerada por los demás maestros del gremio sin tacha ni mengua alguna. Sólo entonces podrán abrir taller propio (motivo por el cual a los maestros gremiales les interesa muy mucho controlar el número de colegas, que demasiada competencia puede arruinarlos a todos). No está, de todos modos, exento ya de fatigas, ni puede dormirse en los laureles: inspectores hay que recorren las calles del gremio, y si ven obra defectuosa, la rompen ahí mismo, dejando los restos colgados a la puerta del taller para escarnio del maestro, que si reincide puede perder su título. Ni que decir tiene que hay que pertenecer al gremio de la ciudad para trabajar, aunque sea de simple aprendiz. Aquél que sea sorprendido vendiendo a hurtadillas objetos confeccionados por él mismo sufrirá un severo castigo, y no me hagan vuesas mercedes que les hable de lo severo que se puede llegar a ser en estos tiempos del Medievo. Por supuesto, toda su obra será destruida, y ya se puede sentir contento el truhán si se libra sólo con una multa y unos días en el cepo. Los gremios tienen una parte muy activa en la defensa de la ciudad, hasta el punto de que en muchas ciudades (por ejemplo, Barcelona) es obligatorio que todos entrenen en el uso de la ballesta. Cierto es que siempre hay fortificación en las murallas mayor que las otras, denominada ‟castillo”, en el que vive el corregidor con una pequeña guarnición de soldados profesionales, desde donde resistir si la ciudad es tomada. Esta fortaleza es más grande en las villas…, por razones que luego se verán. En la calle principal de la ciudad se amontonan los mesones, posadas y tabernas, donde tanto el forastero como el natural se reúnen a beber, comer y charlar. Ya se hablará de ellas. Algo más discreta está la mancebía o burdel, que donde hay Dios, hay Diablo, y si hay iglesias para rezar, ha de haber sitios donde pecar, para que todo quede parejo. Por fortuna, pecar de lujuria con mujer mundana es menor falta que hacerlo con honrada, que ya se sabe que la mayor parte del pecado se la lleva ella, por haber elegido tal oficio. Fuera de las murallas, en el arrabal, se encuentran los carniceros, matarifes y curtidores, como ya se ha dicho, la mayoría de las casas de los pecheros (que muchas veces no llegan apenas a chozas), alguna posada para el viajero tardío que llegue de noche, cuando las puertas de la ciudad están cerradas, y el hospital, centro donde se dejan los enfermos, bien alejado, para que no infecten a los vivos y tengan un lugar donde bien morir. Cuidan de él religiosos, que si caen enfermos mueren con el consuelo de morir por causa santa, y si alguno de los enfermos sale sano de tal lugar de pestilencia y podredumbre… milagro es, y no otra cosa.
La noche en la ciudad
La vida en esta nuestra época medieval, transcurre de sol a sol, que es como Dios lo ha querido, y no de otro modo. Por ello por la noche, en especial en las callejuelas de las ciudades, se está oscuro como boca de lobo, que si se desea luz, hay que confiar en andar por calle principal y bajo la luz de la luna, o llevar antorcha, con el riesgo de oír a destiempo un “¡agua va!”, aunque las más de las veces sea de todo menos agua lo que caiga sobre uno. Que si está penado por normativa municipal vaciar las bacinillas con “aguas negras” (es decir, con heces y demás) en la calle, no lo está de noche, donde sólo van por la calle los que albergan malas intenciones. Así que los que traten de callejear evitando calles principales, de noche y con poca o ninguna luna…, mejor será que no lleven puestos sus mejores avíos, que acabarán de barro hasta las orejas, de tanto tropezón y trasiego que se van a llevar.
Las villas nuevas o francas
Si la población no tiene obispado y, lo que es peor, no tiene muralla, pasa a llamarse villa. Normalmente gozan del consuelo de tener ciudadela, a la que poder acogerse en caso de peligro, que quien no se contenta con lo que tiene, es porque no quiere. Con todo, pese a no tener muralla sí que gozan de muro o tapia, que rodea el recinto y buenas puertas que tiene, para cobrar tributo y peaje a quien por ellas pase. Que una cosa es la defensa y, otra, los dineros, y no hay que mezclar churras con merinas. Por lo demás, una villa poco o nada se diferencia de una ciudad, que también tienen sus milicias concejiles, tanto o más aguerridas que las de las ciudades, sus mercados y sus buenas y malas gentes. Un buen ejemplo de villa es la de Madrid, nombre de población curioso que deriva del nombre que los moros, que fundaron la población, le dieron: Magerit o Magrit, que la grafía cambia según a quien se lee. Entonces, cuando los moros, sí que tenía muralla, y pese a que la población harto ya que rebasó esos tristes muros su milicia tiene fama de fiera, que bien que lucharon bajo el pendón de la osa los madrileños en la batalla de las Navas de Tolosa. Pero a pesar de que el buen rey Alfonso X les otorgó Fuero Real, nunca han vuelto a gozar de muralla, que no creció una nueva con la población, aunque sí que tienen buena fortaleza, ‟alcázar” que lo llaman, que les protege. Dicen que la soberbia de los madrileños es mucha, y aún hay alguno que barrunta que, siendo centro de toda la Península, bien pudiera ser que, con los años, pudiera convertirse en capital. ¡Como si no hubiera un reino en España sino cinco, todos enfrentados!
Pueblos y aldeas
Los que no tienen ni muralla ni muro, ni tapia, sino sólo la madre que les parió tienen un buen señor feudal que vela por ellos…, y que a cambio de su protección bien que los exprime. De ellos ya se hablará, cuando llegue el momento. Baste decir, ya que hablamos de poblados, que se llama pueblo a municipio de casas más o menos apretadas unas con otras, haciendo remedo de calles y con iglesia donde orar. Las otras, las aldeas, son lugares aun menores, donde las más de las veces en lugar de iglesia hay ermita, y aun gracias, y las casas están distribuidas como si fueran piedras que un gigante hubiera arrojado al descuido. Lo que no deja de ser normal, cuando hay huertos en todas ellas.
La ciudad musulmana
Tres son las zonas en las que puede dividirse una población islámica: Al-Madinat, Harat y Rabad. a Al-Madinat (Medina): Ciudadela amurallada, situada normalmente en el centro de la ciudad, constituye el núcleo administrativo de ésta, su corazón. En ella se encuentran: El al-Qasar (castillo), residencia del wali (gobernador de la plaza) y guarnición de los soldados que defienden la población, el Suc al-Kebir (mercado principal) y la Aljama (mezquita principal, equivalente a la catedral cristiana). a Harat (los barrios): Rodean la medina y están organizados según la profesión, raza y religión de sus habitantes (que bien que hay barrio judío y barrio cristiano en ciudad musulmana). Como las calles de la ciudad tienden a ser estrechas, es fácil cerrar los barrios con puertas, cosa que se hace de noche, para evitar los robos. Claro que la guardia nocturna, bien armada con garrotes, iluminada con faroles y con sus buenos perros de aun mejores dientes, también hace lo suyo, a la hora de disuadir a alborotadores y ladrones. Cada barrio suele tener su mercado, su mezquita y sus baños. a Rabad (Arrabal): Situado a extramuros de la ciudad, en él viven los campesinos que cuidan de las vegas y los más pobres, los que no pueden permitirse pagar los precios de vivir en intramuros y, mucho menos, los tributos para disfrutar de sus comodidades. Suelen ser focos de miseria y delincuencia, que los que no pagan, no tienen derechos, y raro es que la guardia se pase por allí.
La judería
No hay ciudades judías en nuestros tiempos. Antaño hubo lo que se llamaban “pueblas”, en el reino de León, Castrogeriz fue una de ellas. Pero son cosas que ya pertenecen al pasado. Hoy en día los asesinos de Cristo permanecen confinados en sus barrios, mantenidos a base de los buenos tributos con los que los monarcas los esquilman, y que ellos, a su vez, sacan del pueblo, al que exprimen con préstamos usureros. De ahí que no sean demasiado bien vistos, ni por los moros, ni por los cristianos. Aunque no viven demasiadas familias en cada judería (ciento cincuenta en Burgos, doscientas en Sevilla y Barcelona) el espacio es siempre escaso y las casas tienden a ser pequeñas, aunque sean de gentes adineradas. Por ello, las calles son más estrechas que las de los moros, si cabe, y en algunas juderías (como la de Gerona) no pueden entrar animales de carga simplemente porque el pobre animal no tiene espacio para darse la vuelta. Al igual que entre cristianos y musulmanes, el edificio principal de la judería es el religioso: en su caso la sinagoga y, junto a ella, la madrása, que se ocupa de enseñar el Talmud y la Torah. La alcaicería (o Alcaná) es una calle o plaza que hace las veces de mercado. Dada la estrechez de las calles, está siempre junto a alguna puerta de la judería, para facilitar el acceso a las mercaderías. Los artesanos tienen, como los cristianos y los musulmanes, su tienda en la planta baja de la casa, y viven arriba. No trabajan en la calle, pero sí bajo pórticos, para que todo el que quiera pueda ver lo bien (o mal) que hace su trabajo y examinar la mercancía antes de comprarla. En una judería el poder religioso está en manos del rabino y el poder judicial suele estar en manos de un rab, un juez nombrado por el propio monarca que protege la judería. Curiosamente, el rab ha de ser un rabino, ya que, al estar en el Pueblo Elegido la Ley y la Religión tan íntimamente unidas…, ¿quién sino un maestro en religión para ejercer la justicia? En términos más prácticos, las juderías cuentan con muccadim (vigilantes) para solucionar in situ los mil y un pequeños conflictos que pueden estallar en una comunidad tan hacinada. Bien es cierto que no pueden llevar armas, pero hay muchísimas “herramientas” en esta época que no se consideran un arma. Otros cargos importantes en la judería son el dayyanim (juez), el bedim (fiscal), el posequim (recaudador de impuestos) y los soferim (escribas).
La función de la taberna en la edad media
Necio es quien afirma que taberna es sólo un sitio donde ir a beber vino, pues es muchas cosas más. En ésta nuestra época en la que cada llovizna convierte calles y plazas en un barrizal, en la que los caballos de los poderosos y los mulos de los que no lo son tanto defecan mientras caminan, y donde las bacinillas se vacían lanzando su apestoso contenido por la ventana (a veces gritando el consabido ‟¡agua va!”, quizá demasiado tarde…), ¿es de extrañar que los ociosos o los mercaderes prefieran charlar o negociar bajo techado, a ser posible en lugar donde arda un buen fuego, o al menos al calor de un brasero? Es en la taberna donde van a descansar los rústicos y los villanos tras su dura jornada, donde el forastero deja de serlo, donde se intercambian noticias entre los que están de paso y los que llevan toda su vida en el lugar. Desde el mendigo que cambia por vino la limosna dada por caridad hasta el noble que hace uso de su privilegio de nacimiento para comer y beber sin pagar, todos van a la taberna, como cantan jocosamente los pícaros goliardos. La más infame aldeúcha tiene una, y en poblado más o menos grande lo normal es que haya varias, muchas veces contiguas unas a otras en la misma calle o en calles cercanas, para que los clientes puedan ir de una a otra si así lo desean, que beber, hablar y caminar, todo es empezar, y se coge fama de mal bebedor si se aposenta uno en una única taberna. Taberneros hay que son dueños de su propio negocio, y al igual que si de un oficio gremial se tratara, duermen en el piso de arriba, donde tienen su vivienda. Pero las más de las veces, son meros arrendatarios de los verdaderos amos, que no son otros que el Concejo de la población, algún burgués enriquecido o incluso la Iglesia, que sin pudor predica luego en sus púlpitos en contra de los vicios del demasiado beber… mientras que va poniendo la mano para recibir los beneficios que le corresponden.
POR CAMINOS DE PAN LLEVAR
Las "carreteras" medievales
Carretera viene de carro o carreta, es decir, camino por donde éstos pueden pasar. Y lo hemos entrecomillado no por ironía, sino por triste realidad. Los mejor llamados caminos de herradura medievales apenas tienen cuatro o cinco metros de ancho, a veces menos, que la picaresca del Diablo mete el rabo y convence al campesino para que se “coma” un par de palmos de camino, en beneficio de un poco más de grano que cosechar. Y es que, cuando se anda escaso, un poco puede ser mucho. Estos caminos no son ya de piedra, como las antiguas vías romanas (que aún quedan trozos, aquéllos en los que no han sido usadas las piedras como cantera para hacerse una casa o construirse un cercado). Tiene la ventaja la tierra, dicen como excusa, que soporta mejor que el empedrado las heladas y que no es tan resbaladiza para los cascos de las caballerías. Pero a la que caiga una lluvia medianamente fuerte, ya no tenemos camino, sino lodazal, y como haga pendiente, torrentera. Una vez salido de nuevo el sol y seco el camino, el agua se ha llevado tanta tierra que los baches son a veces pequeños barrancos, tanto o más infranqueables que sus hermanos mayores. Por mucho que se reparen los caminos rellenando esos socavones con arena, ramas o broza, al siguiente aguacero volverán a brotar. Y no hablemos de lo maltrechas que deja el camino las ruedas de los carros, que van dejando surcos que ya los quisiera hacer el campesino con su arado. En muchas zonas, en especial las de poca lluvia, se han marcado tanto que mal lo tiene el carretero para salirse de la zanja, aunque sea para adelantar a otro carro o siquiera cederle paso. A la que vaya un poco cargado, la bestia que tira del carro simplemente no puede superar esas roderas, y por él se ha de ir, aunque la dirección no sea la buena, o la que uno quisiera. Hay caminos mejores, los llamados “caminos reales”, en su mayoría aprovechando las vías romanas y cuidados por los señores feudales y concejos municipales de la zona. Y ahí nace un nuevo problema, que los límites de unos y otros nunca quedan claros, y a menudo esos caminos se degradan por las cercanías de una villa o ciudad, y los dimes y diretes sobre a quién le corresponde arreglar ese paso o aquel puente sólo se solucionan cuando el camino se vuelve impracticable, el puente se ha caído, y la justicia del rey ha de intervenir. La falta de letreros indicadores no ayuda nada a orientarse aunque, ¿para qué han de servir? Casi nadie sabe leer, y una señal o dibujo que indique lugar poblado puede ser usado por enemigos, malhechores o grupos numerosos de bandidos. Ante la duda, mejor que vayan por el camino los del lugar, que bien que lo conocen, y los forasteros, que se apañen como puedan.
La seguridad en el camino
Y es que el peligro de ser asaltado por bandidos es constante para el viajero, mucho mayor que el de ser atacado por bestias feroces, que el animal teme al hombre, a no ser que se sienta acorralado o tenga mucha hambre y lo vea presa fácil, mientras que el hombre siempre atacará al hombre, desde los tiempos de Caín y Abel. Para “solucionarlo” los diferentes señores feudales obligan a pagar peaje por cada persona, caballería o carro que pase por sus tierras, peaje que se gasta, teóricamente, tanto en la protección del viajero como en el cuidado de los caminos por los que ha de pasar. Por ello se le indica con sumo cuidado la ruta a seguir, advirtiéndosele que, de salirse de esos caminos, ya no gozará de protección. Ni que decir tiene que los bandidos (las más de las veces, gentes del lugar que quieren redondear sus ingresos) se conocen como la palma de su mano cada recoveco de esas rutas marcadas. A veces, el señor feudal de la zona impone para pasar por la misma el que varios de sus hombres, bien armados, acompañen a los viajeros, haya o no peligro. Ni que decir tiene que el gasto de lo que éstos consuman corre a cuenta de los sufridos viajeros. Otras veces se aconseja a los viajeros que griten cierta contraseña cada trecho del camino, para evitar ser tomados por bandidos y atacados por los soldados que protegen el camino. Alguno podría argumentar que con ello se advierte con tiempo a posibles bandidos de la presencia de “víctimas” en potencia, y les da suficiente tiempo para prepararse para ejercer su poco honrada ocupación. Así que allá cada cual, a ver de qué manera prefiere morir: si de manos de soldados, confundido por bandido, o por los bandidos mismos, que en ciertos negocios es mejor no dejar testigos. Se recomienda también no llevar armas, como muestra de buena fe, ya que en caso de pasar por zonas en guerra o conflicto el hecho de ir con el cinto aherrojado puede significar que los soldados ataquen sin aviso previo…, y a muerte. Es de admirar el celo de estos soldados, que se explica en parte porque el botín que se obtenga de unos bandidos va a parar a sus bolsas, que es lícito el saqueo en tiempo de guerra o contra un fuera de la ley. Por otro lado, los bandidos verdaderos agradecen mucho el que los caminantes vayan sin armas de ninguna clase, pues les facilita mucho el oficio. Lo normal, por todo ello, es que se viaje en grupo, y que una parte del mismo vaya con las armas a la vista, tanto para disuadir a los bandidos como a los guardias feudales, que un “bandido” bien armado al igual que no lo es. A esto se le llama “hacer guardias de viaje”, y suelen turnarse, que no es lo mismo hacer camino con una simple zamarra que hacerlo con un gambesón o loriga encima.
Viajeros
Y si hay tanto riesgo, ¿quién se atreve a ir por esos caminos de Dios? No todo el mundo, por supuesto. La mayoría de la población no sale de su localidad en toda su vida. Y por territorio local se entiende aquél que se puede recorrer entre la salida y la puesta del sol, incluyendo la ida y la vuelta. Unas 10 leguas de diámetro en torno a la vivienda de uno, para entendernos. Pero viajeros, los hay. Y por muchos motivos. Evidentemente están los mercaderes, desde comerciantes con asno tirando de carreta hasta los que van con su reata de mulas, o buhoneros con su atillo de mercaderías sobre su sufrido hombro. La manera de viajar de los comerciantes depende del tipo de mercadería que lleven: a Animales (como cerdos u ovejas) y mercancías ligeras como telas suelen transportarse a pie. Normalmente un comerciante solitario no llevará más de una docena de animales. Paños, pieles, en ocasiones madera o hierro, suelen transportarse en recuas de animales de carga, ya sean asnos o caballos. En caso de mucha carga, o de cargas especiales (como odres de aceite o barriles de vino) se usa el carro. Éste, sin embargo, sólo puede avanzar por caminos anchos y allanados, con lo cual no es demasiado utilizado en las largas distancias. Ni que decir tiene que el comerciante suele viajar en grupo, para mejor protegerse de los bandidos y otros peligros del camino. También están los pastores, sobre todo los de la Mesta, que llevan el ganado de unos pastos a otros, o a los puertos del norte, donde serán trasquiladas las ovejas merinas para mercadear con su lana. Además tienen la potestad de agrandar el camino si éste se ha estrechado demasiado, que por algo llevan vara de medir, lo que provoca numerosos conflictos con los campesinos cuando el ganado les pisotea el sembrado, vaya voacé a saber por qué. Pero la Mesta —perdón, el “Muy Honrado Concejo de la Mesta”— con su organización de carácter gremial y protegida por altas instancias, que no en balde fue fundada en 1273 por Alfonso X el Sabio, es muy orgullosa de sus fueros y privilegios, y la lana castellana da suficientes dineros de los pañeros de Francia, Flandes e Inglaterra que presto la compran para que todo litigio se resuelva en su favor. Se puede ser orgulloso cuando es la Hacienda Real la primera interesada en que se haga buen negocio, que hasta carruajes con señores nobles han tenido que detenerse, para dejar pasar a los rebaños de la Mesta. Y con esto, queda dicho todo. Luego están los peregrinos, tanto los que van de romería a la ermita cercana (a un par de jornadas de marcha, como mucho) hasta los que por sus pecados o por su fe se embarcan en peregrinaciones más largas, a Santiago, Roma, Jerusalén o La Meca (si son musulmanes). También están los nobles y clérigos, que se trasladan por compromisos sociales de una zona a la otra, soldados que vigilan los caminos (más o menos, que ya se ha hablado), correos que llevan cartas urgentes, gentes que huyen de una zona de guerra o infectada por la peste, estudiantes goliardos que van en busca de un maestro famoso, y los verdaderos reyes de los caminos: los trotamundos truhanes —prostitutas, juglares, vagabundos, ladrones…—, gentes de mal vivir que no encuentran acomodo en ningún sitio, por lo cual están siempre en movimiento.
Haciendo noche
Si el viajero se pierde por los malos caminos o no alcanza a llegar a su destino en una sola jornada, aparecen nuevos problemas. Un forastero, en especial si va armado, es mal visto en todas partes, ya que puede ser un bandido (ya estamos), un ladrón, un asesino, quizá un espía de un señor feudal vecino, o del propio señor, al que le interesa controlar a sus vasallos y averiguar el monto real de la cosecha, para poderles cobrar más impuestos. Es obligación del campesino dar cobijo (que no alimento) a clérigos y caballeros errantes, y la Iglesia recomienda hacer uso de la caridad cristiana y dar cobijo al viajero, antes que dejarlo pudrirse en el camino, a merced de los elementos. Pocos lo hacen, que ya se ha dicho que un forastero nunca inspira confianza. Y tampoco son siempre de fiar los que lo practican, que a veces, los caseríos solitarios que acogen a viajeros desamparados lo hacen para degollarlos mientras duermen y robarles sus pertenencias. Que nadie dijo que la vida en estos tiempos fuera fácil, ni tuviera valor alguno. Los mejores sitios para descansar son, por supuesto, las ventas (u hospederías) y los monasterios. Lamentablemente, unos y otros suelen estar en las rutas principales. En las ventas, si se tiene dinero en la bolsa, se puede conseguir cama y comida muy reparadores, y sobre todo un lugar junto al fuego del hogar, que en tiempos de lluvia o frío no es poco. Los monasterios están obligados a dar hospitalidad al peregrino durante un máximo de tres días, pero a no ser que sea éste persona de renombre, y por lo tanto invitado a la mesa del abad, lo normal es que coma la sopa boba que se da a los pobres y su lecho sea una yacija de paja en un rincón. Con todo, es dormir bajo techado, que es bastante.
El equipo básico del trotamundos
¿Qué suele llevar encima un caminante? Lo básico e imprescindible. Una capa gruesa, que le proteja del frío y le sirva de manta por las noches, con capucha para protegerle del sol e impedir que la lluvia se le meta por el cuello. Un zurrón con alguna carta de recomendación o cédula de identidad, en las que se describa su aspecto para poder ser bien identificado. Algo de pan, queso, nueces con las que aliviar las hambres y un cuchillo, que sirva como herramienta y de ser preciso, como arma. Un cubilete de cuero para beber de ríos y manantiales, quizá un odre o calabaza hueca para llevar agua en zonas secas, un trozo de yesca y pedernal para hacer fuego y un lazo para poner trampas con las que cazar liebres o ratas de campo (que cuando hay hambre, no hay manías). También una pequeña red, si se va a pasar por ríos, para tratar de pescar en los bajíos algún que otro pez. Y, sobre todo, un buen cayado, que sirva tanto para apoyarse en él como para ayudarse a vadear ríos, saltar arroyos o torrenteras y defenderse del ataque de perros y lobos, si se tercia. Otra cosa es los que van a caballo, y las diferencias aumentan si se va en carruaje, que es todo un lujo viajar en uno de ellos, pues cuentan con frenos en caso de emergencia, eje delantero orientable y, el mayor de los lujos, la caja donde va el viajero pende de bandas anchas de cuero, para amortiguar los golpes producidos por los baches. Dentro la madera está forrada de cojines, y hay una pequeña trampilla donde aliviar la vejiga en caso de necesidad, para no tener que detener la, por otro lado, no demasiado rápida marcha. VELOCIDAD DE VIAJE A galope tendido y por caminos razonablemente buenos se pueden hacer cinco leguas y pico en una hora. Correos con mensajes urgentes hay que, cambiando regularmente de caballo, han ido de Barcelona a Venecia en cuatro días, a menudo llevando noticias de negocios, que todos los mercaderes son enemigos y a la vez hermanos, según por donde sople el viento y según lo que les convenga. Un hombre a lomos de un solo caballo tarda más de dos meses en recorrer la misma distancia, a un máximo de 13 leguas diarias —en general, se suele llevar la montura al paso, y parte del camino se hace andando junto a ella, para que descanse, por lo que la media de un jinete suele ser de 5 a 11 leguas al día—. A pie se puede recorrer 1 legua en una hora, con lo que en una jornada de diez horas, con buen tiempo y terreno llano, pueden hacerse 10 leguas —de perogrullo, vamos—. De todos modos, sólo un pie muy bien entrenado puede mantener semejante ritmo, por lo que lo normal es, en viajes largos, realizar jornadas de 4 a 6 leguas diarias. Es decir, se tardan 20 días en ir desde Toledo a Córdoba. Con carro, la velocidad es aun menor, que las caballerías, sean mulas, asnos o bueyes, van al paso, y difícilmente superan las 4 leguas por día. Se va más rápido por mar, haciendo cabotaje, y de ello pasaremos a hablar.
LA CASA
Viviendo en un castillo
En un castillo corriente, ni demasiado grande ni excesivamente pequeño (que tendríamos entonces que hablar de torre y no de castillo) viven entre veinte y treinta personas. Por supuesto, no todas ellas son hombres de armas ni caballeros. En la zona más lujosa, que suele ser la más alta y segura, la llamada “torre del homenaje” o “torre principal”, vive el señor del castillo con su familia, o el castellano si es castillo propiedad de otro señor feudal y el tal caballero lo regenta en su nombre. Al ser el punto más alto sobre la torre hondean, orgullosos, los pendones del señor del castillo y de su rey. Entre los demás habitantes del castillo está la servidumbre: doncellas para las damas, niñeras para los hijos, amas de cría si éstos no están aún destetados, el cocinero y sus ayudantes, mozos de cuadra. Y, por supuesto, en el castillo hay algunos soldados profesionales, aunque en caso de que las cosas vayan mal dadas todo el mundo echa mano de los aperos de guerra y ayuda como puede, hasta las mujeres, que no está permitido que una fémina ataque, pero sí que se defienda. Y mejor será que así lo hagan pues la mayoría de los nobles, si no están en guerra o en la corte de un noble principal o del rey, andan de viaje, de caza o de monta, que no hay que perder la destreza de tener un caballo entre las piernas, que es, al fin y al cabo, lo que separa a nobles de plebeyos. Señoras del castillo pasan sus días entre bordados y ruecas, que más de una ha perdido la vista cosiendo a la pobre luz de las velas o la que entra por las escasas y tristes ventanas. También distraen sus ocios haciendo que les lean éste o aquel libro, aunque éstos son escasos y muy caros: un libro de horas, iluminado con hermosas ilustraciones, cuesta tanto como un buen caballo, que puede valer, para entendernos, 10 ó 20 reses, según su porte y destreza. Y la mayoría de los nobles no están para pagar tales caprichos. Por ello, si el señor no está, cualquier juglar, peregrino o simple viajero tiene a buen seguro las puertas abiertas en cualquier castillo, que las damas andan ansiosas de oír canciones, que les reciten romances o, simplemente, que les cuenten nuevas y chismorreos del exterior. Se podría decir que, gracias a ello, tienen los juglares la vida regalada bien asegurada, pero la cosa no es tal, que nunca hay que poner dos gallos en el mismo gallinero, y si el señor vuelve y se olfatea que hay demasiadas atenciones por parte de su legítima hacia el juglar, o que éste le lanza demasiadas sonrisitas, actúa de manera expeditiva, que muerto el perro, se acabó la rabia, y al tálamo sólo se lleva él a su mujer, nadie más. ¡Hasta aquí podríamos llegar! La gigantesca cama con dosel es posiblemente el mueble más grande que hay en todo el castillo, y el único que cumple una única función (bueno, dos). El resto de los muebles, que suelen ser arcones, mesas y asientos, suelen tener funciones dobles. El arcón de cuero forrado en seda puede servir tanto de mesa como de asiento. Los bancos se convierten en patas de una mesa larga poniéndoles una tabla encima. Taburetes y sillas hacen la función improvisada de escaleras o escabeles, si hay que alcanzar algo situado demasiado alto o mejor descansar los pies. Hay pocos muebles, y se mueven continuamente. La zona “lujosa” del castillo suele componerse de dos pisos. En uno está la habitación del matrimonio, la gran cámara que la llaman. Adosado a él suele estar el cuarto de las criadas y los niños, en ocasiones otro de algún pariente o invitado; en el piso inferior está la gran sala donde se hacen banquetes o se imparte justicia, según corresponda, las cocinas, las bodegas, en ocasiones algún calabozo, y la capilla. Otras estancias que nunca faltan en un castillo, la mayoría de las veces edificios aparte en torno al patio de armas, son una herrería, los establos, huertos, barracones para criados y soldados, letrinas, un pequeño huerto y un corral con algunas gallinas y una cabra, para tener tanto huevos como leche fresca. Un aljibe para recoger el agua de lluvia y algún almacén para aperos de paz o de guerra tampoco han de faltar. ¿Cómo es una sala medieval normal? Salvo que sea estancia principal, y goce de tapices en las paredes, esteras en el suelo y una buena chimenea, suelen ser espacios desnudos, carentes de todo, hasta de muebles, y en cambio abundantes en lo que se refiere a incomodidades: humedades y corrientes de aire son las más frecuentes, por no hablar de ratas, los “perrillos del diablo”, a cuya presencia uno debe, por fuerza, acostumbrarse. Hasta a la luz le cuesta entrar, que las ventanas, tanto las que dan al interior como al exterior (que son las menos) son largas y estrechas, saeteras que las llaman, pues tienen el espacio justo para que se ubique allí un ballestero y descargue impunemente su arma contra algún agresor.
Entre el ora y el labora
Tras los gruesos muros de un monasterio se encuentran diferentes dependencias. Según San Benito de Nursia, el monasterio ideal ha de tener biblioteca, refectorio, hospedería, huerto, basílica y oratorio. No todos cumplen con ello, evidentemente. La jornada de un monje empieza a medianoche, con los Maitines, ceremonia en la cual se cantan en el templo una quincena de salmos. Los hermanos están autorizados a acostarse de nuevo hasta las 3 de la madrugada, hora en la cual se rezan los Laudes, una serie de cantos de alabanza al Señor. Tras los Laudes, los monjes realizan sus abluciones en la fuente del claustro, dirigiéndose seguidamente a la sala capitular. Allí, el abad o el prior organizan el trabajo del día, asignando a los monjes diversas ocupaciones. Se trabaja entonces durante las horas Prima y Tertia. A las 9 h se celebra la primera misa del día. Tras ella, se dispone de un tiempo muerto que suele dedicarse a la meditación en el claustro o a seguir con la tarea asignada si ésta es urgente, hasta llegar a la hora Sexta (mediodía) en la cual se celebra la segunda misa del día. Acto seguido, se come en el refectorio (comedor común) en silencio, mientras uno de los monjes lee las Sagradas Escrituras o la Regla de la Orden. Después de la comida hay un corto periodo de descanso hasta las 15 h (hora Nona) en la cual se reemprende el trabajo hasta la hora de Vísperas (18 h) en la cual se celebra la tercera misa del día. A continuación de ésta, se realiza una cena frugal en el refectorio, tras lo cual se suele rezar en el templo hasta la hora de Completas (21 h), en la cual los monjes pueden acostarse. La principal autoridad de un monasterio es el padre abad, el cual dirige este pequeño universo y toma las decisiones importantes, auxiliado por la Revelación Divina, la Regla de la Orden y el prior. Éste es el segundo en el poder, y reemplaza al abad cuando no puede ejercer sus funciones. Otros cargos importantes en un monasterio son el hermano deán, encargado de los asuntos económicos, y el hermano claustral, encargado de mantener la disciplina y el cumplimiento de la Regla entre los monjes. Los hermanos se dividen en monjes y novicios. Los segundos deben pasar un tiempo determinado como tales antes de aspirar a la categoría de monjes. Según las órdenes, este periodo varía de uno a cuatro años. Salvo los altos cargos del monasterio, que duermen en celdas individuales, la mayoría de los monjes lo hacen en la sala común, para evitar caer en la tentación, o que las diablesas de la lujuria les ataquen por la noche, en sus sueños, robándoles la semilla con la que fecundarán nuevos diablos. Algún monje hay que, consciente de sus flaquezas, se hace atar las manos cada noche, para evitar caer en el pecado de Onan. Los muebles son escasos: la mesa y los bancos del refectorio, la silla y atril de trabajo del scriptorium y los asientos de la sala capitular. Los monjes no tienen nada, por muy rico que sea su monasterio. Así que aparte de la cama y de una pequeña arca, donde guardar una muda de su hábito y su ropa interior ningún otro mobiliario utilizan. ¿Acaso necesitan más? En las celdas individuales y en la hostelería del monasterio hay, aparte de una cama para dormir y un arcón para guardar la ropa y las pertenencias, una silla, una mesa y un reclinatorio para orar en privado.
El caserón de la ciudad
Salvo las excepciones de los palacios urbanos (que gozan de tres pisos, a veces con torre añadida, y tienen fachada de piedra con pórtico amplio, escudo nobiliario y zaguán), los edificios urbanos son todos más o menos del mismo tamaño, una planta baja más un piso superior y quizás una buhardilla, y todos de una apariencia exterior bastante similar. Los más pudientes tienen todo el edificio para ellos, y suelen residir en el piso superior: la planta baja, es para los animales y los criados, que no hay tantas diferencias entre unos y otros. Los más pobres, suelen compartir la casa entre varias familias, creando separaciones artificiales con tabiques de madera. Son los “corrales de vecinos” que perdurarán hasta bien entrado el siglo XIX. En todas las casas se encuentra un patio interior con un pequeño huerto, un corral, un pozo, una bodega con lagar para fabricar vino y un horno para cocer el pan. Muchos artesanos trabajan en su casa, en la que han instalado el taller. Los comerciantes, en cambio, suelen instalar su tienda en otro local, o venden su mercancía el día de mercado, en la plaza o por las calles. Conviven, mezclados en el mismo barrio, ricos y pobres, labradores junto a artesanos, incluso a veces cristianos con judíos o moriscos, aunque es algo que está totalmente en contra de las leyes tanto de Dios como de Allah o Jehová. El material empleado en la construcción de la casa depende del potencial económico de su propietario: salvo en los palacios de los ricos, la piedra se usa sólo para los cimientos, construyéndose el resto del edificio con adobes (ladrillos de barro y paja). Igual pasa con el vidrio y el cristal; sólo se usa en las residencias de los poderosos o en la catedral. Normalmente las ventanas se cierran con portezuelas de madera, lo cual da al interior de las viviendas un aspecto sombrío y lúgubre, sobre todo en invierno, que es cuando más se usan, para evitar que entren los fríos. También se usa madera para confeccionar las puertas, ventanas y vigas, y en las casas de los ricos también para los suelos. Los pobres tienen que conformarse con suelos de arcilla apisonada. Edificios algo más humildes (al menos en apariencia) son los de los artesanos gremiales que, aunque son de altura más baja, al menos vive una familia sin compartirla con nadie más. En la planta baja está la cocina, donde también se come, y una sala-taller destinada al trabajo. En esta sala está la puerta de entrada. Al fondo de la cocina suele haber otra puerta, que da a un patio interior, el cual muchas veces sirve de huerto. En el piso superior están las habitaciones. En el subsuelo suele haber una bodega y un granero en el techo. Elementos de lujo son las letrinas, baldosas en los suelos, tapices, mayor uso de la piedra en la construcción, chimeneas en lugar de braseros y paneles de cristal supliendo a las contraventanas de madera. En otras palabras, la residencia de un rico será más caliente en invierno y más fresca en verano. Respecto al mobiliario, suele ser escaso tanto para los ricos como para los pobres. Evidentemente, encontramos los muebles imprescindibles para llevar a cabo las funciones básicas: comer y dormir. Esto se soluciona con cuatro muebles principales: la cama, la mesa, los asientos y las arcas. Las camas son grandes, ya que a veces duermen en ellas hasta seis personas, para mejor combatir el frío. En las casas humildes es un mueble desmontable, formado por bancos o tablas, con un colchón relleno de paja y sábanas de sarga. Los ricos tienen camas con dosel, colchones rellenos de plumas y sábanas de lino, que no tienen nada que envidiar a las de los nobles en sus castillos. La mesa destinada exclusivamente para comer es igualmente signo de lujo. En las clases humildes, para ahorrar espacio, suele ser una plancha de madera que se coloca encima de caballetes, y que está el resto del tiempo apoyada en la pared. Los asientos son normalmente bancos de madera. Es obligado el uso de cojines, para amortiguar la dureza del asiento. Las arcas cumplen la función de nuestros armarios actuales, en esa época muy raros. En las arcas se guarda todo: ropa, comida, utensilios, herramientas diversas, etc. En ocasiones se usan igualmente como asientos, colocando una vez más los sufridos cojines encima.
La choza campesina
Es muy simple, de tamaño reducido. Suele medir, por regla general, entre dos y seis varas de largo por dos o tres de ancho. La altura del techo es de cosa de 1,50, a veces algo más, pero normalmente insuficiente para que un hombre alto se ponga en pie derecho. Las puertas son aún más bajas, cosa de una vara de alto más o menos. Hay que entrar agachado, lo que no es mala cosa si se entra con intenciones de saquear y el de dentro está preparado, y el techo bajo ayuda a que el calor se mantenga. La mayor de las veces animales y familia viven bajo el mismo techo, apenas separados por una pequeña cerca para que los animales no metan el hocico dentro del guiso. Así, al calor humano se une el de los animales, que siempre es de agradecer. Ya en el exterior, los campesinos con ciertos recursos tienen una valla delimitando un pequeño huerto, donde se cultivan para uso propio las hortalizas, las legumbres y las pocas frutas que el clima consienta en dejar crecer. El mobiliario de las casas es, no podría ser de otro modo, muy escaso. Que si los de arriba tienen poco, ¿van a tener más los de abajo? Alguna olla de barro, quizá un perol de bronce, escudillas de madera, un tablero con caballetes que hace las veces de mesa (nunca la expresión “poner la mesa” tuvo tanto significado). Algunos bancos, poca cosa más que tablas bastas sobre piedras o pies de madera para sentarse. Todo ello suele estar recogido y apoyado en las paredes, que el escaso tamaño de la choza impide que esté puesto todo el día. Estorbaría demasiado, y espacio es lo que falta. En las paredes hay también toscas estanterías o ganchos para colgar ropa o aperos. Para dormir no hay camas, sino camastros, jergones o incluso simples montones de paja en el suelo. La familia muchas veces duerme junta, amontonada para darse calor unos a otros. A veces el matrimonio guarda cierta intimidad con una Aquelarre: Juego de rol demoníaco medieval cortina, pero no es frecuente: es más común hacer uso del derecho conyugal apretujados con los demás, que así salen los zagales de espabilados y las rústicas de impúdicas. Un agujero en el techo hace las veces de chimenea, y unas piedras bien colocadas, el hogar donde se enciende el fuego donde se cocina. Ni que decir tiene que la estancia se llena de humo, pero es mejor eso que pasar frío. Además, el humo sirve de antiparasitario, lo que es de agradecer por la familiaridad que animales y labriegos se tienen. Las chozas de los más pobres son de paredes de adobe (que no es más que sucio barro reforzado con paja, recordémoslo) y paja el techo, y, claro está, cuando llueve todo se llena de goteras. El suelo es de arcilla apisonada, alfombrado con paja o hierba verde, según la estación del año. Campesinos con más recursos hacen sus casas de piedra en lugar de adobe, y cuentan con varias estancias en lugar de una sola, separando así el establo y granero de la sala principal y el dormitorio. Pero no nos engañemos, que normalmente el techo suele seguir siendo de paja, y las goteras son las mismas… como mucho, un camastro y una manta de lana marcan la mayor diferencia entre el colono rico y el siervo pobre.
La casa andalusí
Suelen ser de dos pisos, y es difícil distinguir por la fachada si quien vive en ella es rico o pobre, ya que el musulmán hace su vida privada de puertas adentro, y la pública de puertas afuera, sin mezclar ambas. La puerta no es un amplio zaguán sino puerta estrechita, la fachada carece de adornos y las ventanas invariablemente están en el primer piso, nunca en la planta baja, y cubiertas siempre con aljimeces (celosías), para mejor abrigo del ojo demasiado curioso. Una vez cruzado el umbral, claro está, la cosa cambia. Las casas de los ricos y poderosos se construyen en torno a un patio central, como las antiguas villas romanas. Alrededor de ese patio, que puede ser cuadrado, pero que suele ser rectangular, se distribuyen las diferentes estancias de la casa. La mayoría de estos patios están ajardinados, y cuentan con un hermoso estanque, las más de las veces con surtidor, que ayuda a refrescar el ambiente. Las mujeres tienen prohibido el acceso a este patio, aunque luego ya hablaremos de ello… todas las ventanas de la planta baja (y muchas del primer piso) están orientadas a este patio interior. La puerta de la calle no da directamente al patio, sino a una especie de zaguán acodado para mejor preservar la intimidad de los de la casa. En el piso superior suele estar el harén, la zona de las mujeres, a la que solamente pueden acceder los familiares y amistades muy especiales. ¡Grande es el honor que se le da a un hombre de entrar en el harén de otro! Las casas pobres están situadas alrededor de un patio, como las de los ricos, pero ni está ajardinado ni tiene estanque. Como mucho, aljibe o pozo, y aun gracias. En torno a él se hacinan varias familias, una en cada estancia o dos. Una familia de seis u ocho miembros suele hacinarse en un espacio de unas 50 varas cuadradas o menor. Tanto ricos como pobres tienen pocos muebles. Los primeros disponen de mesas redondas y bajas para comer, arcones para guardar las diferentes pertenencias, camas y un estrado con almohadones donde se sienta el señor de la casa. El resto de la familia se sienta sobre mullidos cojines. Otros lujos de los ricos son cubrir el suelo con alfombras y las paredes con paños de lana fina o seda. Una casa de gente realmente acomodada cuenta con sala de baños propia y una especie de calefacción central de agua caliente que circula por cañerías de barro situadas en el interior de paredes y suelos. El mobiliario de los pobres sustituye la calefacción central por un brasero de barro cocido, las alfombras por esteras, y el único cojín de la casa es para las reales posaderas del dueño y señor de la misma. El resto, a sentarse directamente en el suelo a la hora de comer. Ni que decir tiene que los hombres comen primero. Las mujeres después, y con las sobras…, aunque teniendo en cuenta que ellas son las que hacen la comida, ya apartan para sí los trozos que les apetecen, y eso de no salir al patio…, digamos que en invierno aún se mantiene, pero en verano una mujer, aunque andalusí y musulmana, no deja de ser una mujer, y a ver quién es el bravo que la desbrava si se pone bravía. ¡Y buenas que se ponen en casa pobre, haciendo tertulia las de las diferentes familias en el patio, que más podríamos llamar corral, haciendo que sean los maridos los que se escondan, para no provocar reyerta al ver a la mujer del vecino sin velo!
La vivienda judía
Ya se ha dicho que el espacio dentro de una judería es escaso, por lo que reducidas son, forzosamente, las casas de los judíos, en especial las de los pobres. Los judíos más ricos y poderosos, los que forman una casta privilegiada gracias a su poder económico y a su influencia con los reyes, buscan mayor espacio viviendo fuera del recinto de la judería, para escándalo de todos: son los Caballería, Benveniste, Santángel, Horabuena o Abarbanel. Se rodean de una pequeña corte de criados, secretarios, aduladores y parientes que son más parásitos que otra cosa, y viven como si fueran nobles cristianos, tienen esclavos y concubinas musulmanes, y visten con ropas lujosas y se adornan con joyas, pese a las leyes que dictan los monarcas cristianos a los que sirven como banqueros, consejeros o secretarios. El resto de los judíos, tanto ricos como pobres, vive en casas pequeñas, de arquitectura extraña, donde procura aprovecharse cada resquicio del espacio, hasta el punto de que a veces para entrar en una vivienda hay que pasar a través de otra, por haber aprovechado un trozo de calle para construir vivienda, o porque la morada de uno está sobre la de otro y no era cuestión de hacer escaleras exteriores. El roce hace el cariño, y la proximidad, la buena vecindad, ¡qué remedio queda! Tener un jardín o un baño privado para la familia son lujos impensables. En cambio, se permite a los pobres tener diminutos huertos, y a veces un pequeño corral, aunque, eso sí, lo que produzcan ha de ir para consumo propio o para vender a la propia comunidad. Los artesanos tienen tienda y taller en la parte delantera de su casa, y viven en la parte de atrás, más hacinados si cabe, salvo en las horas en que la tienda cierra y pueden ocupar el espacio, normalmente para dormir.
LAS MUJERES DEL MEDIEVO
¿Es la mujer un ser humano?
Es creencia común que en el tercer concilio de Nicea (año 585), los obispos reunidos en él discutieron sobre si la mujer tenía o no alma, ganando los partidarios del sí por un estrecho margen (apenas uno o dos votos) y sembrando una duda que no se resolvería hasta el Concilio de Trento, mil años más tarde. Bueno, la información no es del todo exacta. En realidad fue durante el sínodo de Maçon, en ese año 585, cuando un obispo formuló la pregunta: Feminae homo est? Es decir, ¿es la mujer un ser humano, como el hombre, o un animal semiinteligente como los caballos y los perros? Todo hay que decirlo, en el sínodo se decidió que, según la Vulgata, la mujer era ser humano, pero las féminas se encuentran en una posición tan maltrecha que muchos opinan lo contrario, hasta el extremo de que seiscientos años más tarde Abelardo y Santo Tomás de Aquino discuten agriamente en la Universidad de París sobre si la mujer tiene inteligencia o no. Gana Abelardo la disputa frente al santo, y termina como terminó, castrado y con sus partes pudendas paseadas por toda la ciudad, ensartadas en una lanza… Y es que nunca ha sido buena cosa nadar contracorriente… Pues aunque como ya se ha dicho la Iglesia no se define de manera concreta hasta el Concilio de Trento, en el siglo XVI, no cesa de dar ejemplos que someten a la mujer al hombre: ¿por ventura no es parte del hombre, y no ser entero, ya que fue creada a partir de una costilla de Adán? ¿Acaso en el Génesis no se dice que debido a robar la fruta del pecado original, debe la mujer vivir sometida al hombre? ¿No es cierto que los Diez Mandamientos se refieren sólo al hombre, citándose la mujer sólo en el noveno, junto con los animales domésticos y los criados? ¿Y no es pecadora, corruptora, apóstol del Maligno, amenaza de la fe y de la salvación, pues entre sus piernas está la tentación? Por mucho que digan, los cinturones de castidad son una realidad, y el mismo Cid, al igual que muchos caballeros cuando partían a las cruzadas, se aseguró de dejar a su mujer en un convento, bajo la protección de la Iglesia… y alejada del mundo.
La mujer en la sociedad
Pero ni todo el bosque son ortigas, ni todos los caminos iguales. Durante la Edad Media la mujer nada entre dos aguas. En algunos países puede gobernar, como reina o como regente, en otros no puede heredar, y está siempre supeditada a un varón. En algunos fueros municipales se acepta que la mujer contribuya activamente en la defensa de la ciudad, armada si es preciso, aunque todos coinciden en no dejarlas hacer incursiones en territorio enemigo. En algunos lugares, hasta se las acepta en los gremios, como trabajadoras de segunda clase, eso sí. En otros, se las recluye en lo que se considera “ocupaciones propias de mujer” y pasan de la tutela del padre a la del marido, o a la de un pariente varón, o a la de Dios, si entran en la religión. Sólo el matrimonio dignifica en parte a la mujer, ya que le permite traer hijos al mundo, que es su función y su penitencia. “Parirás con dolor”, se dice en el Génesis, así como el “creced y multiplicaos”. Una vez casada, la mujer encuentra su lugar dentro del mundo, por lo que es normal que se las despose jóvenes, a partir de los doce años, normalmente con hombres diez o quince años mayores que ellas.
La mujer ideal
Una mujer culta y con otras inquietudes que no sean cuidar de la casa y de sus hijos es considerada un ser indeseable, anormal y poco femenino (no digamos, además, si no está casada y quiere ejercer derecho de libertad sexual, que son capaces de llamarla bruja o endemoniada y hacer una bonita fogata con ella). Por el contrario, la mujer que se dedica a la maternidad, a complacer a su marido y a cuidar de la casa es la mujer ideal, seguidora del ejemplo de virtud de la Virgen María. Debe ser también devota, pues si obedece a Dios obedecerá a su marido, y tolerante y rijosa, ciega cuando convenga a los devaneos de su hombre con otras, que ya se sabe que no es pecado, sino exceso de hombría el que su marido tenga otras amantes, fijas u ocasionales. Y, claro está, nunca ha de disfrutar del sexo, sino ofrecerse con repugnancia.
La mujer y el trabajo
Dejando aparte el trabajo de la mujer por excelencia (que no en vano es el oficio más antiguo del mundo) ya se ha dicho que en cada pueblo hacen el guiso de manera diferente, por lo que hay lugares donde nos encontramos mujeres que ejercen de barberos, cirujanos y sacamuelas, como si de hombres se tratara. Se pueden encontrar mujeres que trabajan el cuero y la piel, haciendo guantes, zapatos y sombreros, y hasta féminas que se dedican a trabajar el metal, tanto el frío hierro con el que se hacen cuchillos y herraduras como el metal precioso y delicado, siendo orfebres y talladoras de oro. Pero suele tratarse de hijas de artesanos que, no teniendo hijo varón al que enseñar el oficio, y viviendo en lugar apartado donde no es fácil encontrar discípulo, han de recurrir al mal menor de enseñar a su hija para que les mantenga, apartándola del matrimonio, pues ya se ha dicho que no es mujer deseable la que piensa por su cuenta. Los únicos oficios en los que se acepta a las mujeres como trabajadoras “naturales” son aquéllos en los que se trabaja la seda y se hacen brocados y otros bordados en los que se necesiten manos suaves y dedos delicados. Estamos hablando de la ciudad, claro está. En el campo, la mujer trabaja tanto o más que un hombre, y si enferma el buey y hay que tirar del arado, es mejor que lo haga la mujer que la vaca, que la segunda, por lo menos, da leche, mientras que si la primera se desloma tampoco se pierde gran cosa…
LA ALIMENTACIÓN
La mesa en casa de los poderosos
La bebida cristiana de la Edad Media es, y no podría ser de otro modo, el vino, que por algo es sangre del Hijo de Dios. Suele ser áspero y tener su punto avinagrado, por lo que se consume deprisa y con generosidad, que bien que se estropea. Claro está que, si eso le pasa, bien que puede hervirse con miel y especias (nuez moscada, clavo, canela), creando el famoso hipocrás en el que los mojos disimulan el mal sabor. Es cosa sabida que el vino frío es malo para la salud, por lo que se mezcla con agua caliente o, aún mejor, se le aplica un hierro al rojo antes de servirlo. En las marchas y para calmar la sed se toma vinagrillo, que no es otra cosa que agua con un punto de vinagre, para calmar la sed y por motivos de salud, que bien que se sabe que el agua no es sana, ni por dentro, ni por fuera (chanzas aparte, algo de razón tenían, que con tantos residuos fecales, beber de un río o de una fuente era postularse para un buen tifus). Muchos de los más ilustres linajes de la nobleza lucen, con tanto o más orgullo que si fuera una sierpe o un dragón, uno o más calderos en su escudo heráldico. Y hablamos de los Lara, los Manrique, los Guzmán…, no de hijosdalgo de tres al cuarto. La razón es muy sencilla: están diciendo con inmodestia que los de su casa comen. Que no es poco (y aún será más, en el Siglo de Oro, pero ésa es otra historia). En esas venerables, heráldicas ollas se echa la carne que se tenga a mano, ya venga del corral o sea de caza: desde el bienaventurado cerdo pasando por el carnero, la gallina, el ciervo, el jabalí y el oso. Muchas de estas carnes (sobre todo las últimas) son de natural tan duras que hay que hervirlas primero para poder ablandarlas y asarlas después. Con manteca de cerdo, por supuesto, que el aceite es cosa santa reservada para los óleos sagrados, la cocina de Cuaresma (esos cuarenta días al año en los que no se puede comer carne) o, en crudo, como aderezo, tratándolo como el oro líquido que es. El caldo que dejan las carnes tras ser hervidas no se tira, que sirve de base para hacer sopas y potajes. En una comida como Dios y los cánones mandan, primero ha de servirse algo de fruta fresca, como uvas o manzanas, para atemperar el estómago y prepararlo para la colación. Luego llega la reverendísima olla. El caldo se sirve en escudillas hondas, las más de las veces untadas con ajo y enlosadas con rebanadas de pan de trigo o de centeno, que es la mejor manera de comerlo para los que no tienen buena dentadura (que por otro lado, son los más). El caldo se bebe a sorbos. La cuchara de madera se usa para comer luego lo sólido, ablandado por el líquido hirviente. La carne asada se sirve en tajadas, sobre pan sin levadura, que hace las veces de plato y que se va empapando con los jugos. Luego los criados se pelearán por tan sabrosas sobras —y si la casa es tan rica que hasta los criados van bien servidos, se darán de limosna a los indigentes—. No sólo de carne asada viven los que pueden permitírselo, que a veces también la guisan, y con excentricidades venidas del sur, de tierra del moro, o del este, de las más refinadas comarcas francesas e italianas. La carne empieza a servirse con salsas ácidas: las de vinagre aromatizado con perejil y laurel y la de agua de rosas, vinagre y miel son las más comunes, dejando aparte los que se limitan al siempre socorrido zumo de limón. Fuera cual fuese el líquido, se espesa luego con hígado y yema de huevo hervidos, almendras tostadas y harina de trigo bien fina. Todo bien majado y unido hasta formar un mejunje que se echa sobre las carnes para deleite de los que mucho abusan del pecado de la gula, y para ascos de las gentes recias, que consideran que es de ahembrados estropear las carnes con tales aditivos. Con todo, la carne las más de las veces está un poco más que pasada, y tales salsas (o las no mucho más sobrias especias, de las que se usa y abusa en abundancia) sirven para disimular el sabor ligeramente a podrido que las viandas empiezan a hacer notar. El avisado lector notará sin duda que poca verdura se ha mentado en esta relación de comidas, y es que lo verde que crece en la tierra se tiene por comida sin sustancia ni fundamento alimenticio, apta para animales y para plebeyos, que al fin y al cabo, en poco se diferencian los unos de los otros.
La comida de los pobres
Los humildes han de contentarse con gachas y tortas de harina. La harina suele ser de centeno, cebada, mijo y a veces hasta de avena. Normalmente, una mezcla de todo ello, molido con dos piedras, como en tiempos de los paganos, que si se lleva al molino hay que pagarle tasas al señor feudal. El resultado es una harina gruesa y grosera, que hace un pan negro y duro y unas gachas que más bien parecen engrudo. Son tan amigos de la cazuela o más que sus señores, pero es bien distinto lo que echan en la olla: normalmente se consume potaje de legumbres (lentejas, alubias, guisantes, habas) acompañados de cardos, borrajas, malvas, ortigas. Cuando hay carne, suele ser de muflo, nutria, erizo, tejón, gato, perro, conejo cazado mediante trampa de liga, y todo lo que vuela y se pueda coger: garza, golondrina, grajo, vencejo, gorrión…, así como todo lo que se arrastra: lagartos, culebras…, sapos no, que son cosa del Diablo (y son venenosos). Nunca el dicho de “lo que no mata engorda” se aplicó tan al pie de la letra. Como especias, el ajo y alguna hierba silvestre, que lo demás es cosa de ricos y de moros.
Entre musulmanes
Como todo el mundo sabe, el Corán prohíbe el cerdo y el tan consolador vino (bueno, más literalmente rezar mareado por beber la fermentación de la uva o del grano). Por ello, se consumen aguardientes anisados, como el arak, que son considerados digestivos, y por lo tanto se venden en botica, que no en bodega. Que no hay que olvidar que el alambique para destilar bebidas espirituosas es invento árabe… Gentes más respetuosas de la ley sagrada toman rubb (de donde procede nuestra palabra ‟arrope”), bebida formada por la cocción de mosto de uva. Se puede beber solo, que frío es bebida muy refrescante, o utilizarlo como base para otras bebidas. Una clase especial de rubb cuece el mosto con miel, harina, almendra molida y la cáscara de limones y naranjas. El resultado es un jarabe dulzón, que casa bien con determinados platos andalusíes de los que luego hablaremos. Los que prefieren utilizar el rubb para esconder bebidas alcohólicas consumen jamguri, que no deja de ser el jarabe aromatizado con especias y mostaza (si se quiere salado) o con canela, naranja y anís. La leche de cabra y de camella se consideran muy apropiadas para el consumo de enfermos y de niños. Menos sanas (y más baratas) son las de oveja y de vaca. Otras bebidas más humildes, y no por ello menos populares, son horchatas de almendra, o de avena, o simplemente agua, perfumada con flor de azahar o con limón. Por lo que respecta al comer, la cocina andalusí prefiere usar la miel a la sal: un plato tan simple como el carnero o la oveja al horno se prepara bien untada la carne con una mezcla de aceite, miel, almendras picadas y especias. Platos más elaborados son, por ejemplo, el jamalí —cordero cortado a trozos del tamaño de una nuez, macerado en aceite, vinagre, comino, cilantro y pimienta, cocido a fuego lento con almendras majadas y, poco antes de retirarlo del fuego, espolvoreado con canela, azafrán y un par de huevos batidos, para espesar la salsa—. El pollo (y cualquier ave) se cocina con sirope de manzanas ácidas, especiado con miel, canela y jengibre. Otra forma de prepararlo es hervirlo con agua y vinagre. Luego se sirve cubierto con cebollas, un picadillo de carne con especias y miel, a veces hasta relleno con puré de castaña. Se prepara también hervida la cabra y se presenta de similar modo. Para un comer algo más modesto, se consumen muchos estofados de carnero y oveja, tanto o más condimentados, que las especias son relativamente baratas para los andalusíes, pues el comercio con Oriente está abierto y es próspero. En especial la pimienta, el clavo y el azafrán son las más baratas y, por lo tanto, más utilizadas. Otras tienen precios que su mera presencia en un guiso denota el poder económico del anfitrión: medio kilo de nuez moscada vale lo mismo (al cambio) que tres ovejas o que un buey. Los humildes, a la manera de los antiguos romanos, comen en la calle, o compran allí lo que luego se consumirá en familia. La razón es también de origen romano: en las casas pobres de los andalusíes no hay cocina, ni permiso para hacer fuego, medida preventiva para evitar incendios. Los puestecillos de comida, antepasados de los bodegones de puntapié tan alabados en el Siglo de Oro, se encuentran normalmente en el zoco, pero en la práctica se les puede encontrar en cualquier esquina, en especial si es calle transitada. Allí se puede comprar sopa, guisos sencillos como la popular harisa (guiso de trigo y carne picados, con salsa de manteca espesada con harina) o la muy barata sajina (potaje de verduras, normalmente espinacas, cardos, borrajas…, lo que hubiera), cabezas de cordero asadas, pinchitos de carne de vísceras o desechada (de ahí el “pincho moruno”, que aún se consume con fruición), tripas (hoy los llamamos callos, pero la receta no ha cambiado), asfida (albóndigas), mirgas (que son unas salchichas picantes, para disimular la mala calidad de la carne), almojábanas (tortas de queso), buñuelos con miel, etc. Todo preparado (o recalentado) al momento, a la vista del cliente. Aunque baratas, las especias no están al alcance de los pobres, que han de condimentar sus platos con ajo, laurel, perejil, hinojo, hierbabuena, tomillo, romero o azafrán del país.
Entre judíos
Los asesinos de Cristo pueden beber vino, pero no pueden comer ni cerdo, ni conejo, ni pulpos, ni calamares, ni marisco. Desangran la carne antes de cocerla, pero por lo demás no tienen reparos (los que pueden) en hacer excelentes asados que ya envidiaría un cristiano. Consumen una especie de cocido llamado adafina, que los humildes hacen de las carnes que pueden permitirse y los ricos de cabrito, pollo o ternera (las más de las veces, de varias mezcladas). Las carnes se cuecen durante no menos de cuatro horas con guarnición de garbanzos, alubias, verduras, pimientos, cebollas, dátiles y ciruelas (según receta, que cada maestrillo tiene su librillo). Todo ello aliñado con buenas hierbas aromáticas y azafrán. No es mala cosa acompañarlo con un buen pan trenzado, de un característico color rubio, hecho de harina de trigo, horneado con aceite y semillas de amapola, que puede ser salado o dulce. Otros platos típicamente judíos son las haraveuelas (empanadas de carne especiada), el idish (pescado relleno), los huevos jaminados (cocidos con aceite y cebolla) y los llamados “bolsillos de Amán”, unos pastelitos dulces triangulares.
SOBRE EL BUEN O MAL VESTIR
Las ropas de nobles y ricasgentes
Los hombres que pueden permitírselo van vestidos con vivos colores, en especial los jóvenes, ansiosos de pavonearse ante las damas: calzas rojas, jubones negros o morados, o combinaciones de amarillos y verdes, unidos los unos a los otros con herretes de correas, que el cinto se usa para portar la espada o el cuchillo y no para sujetar prendas. Los jóvenes especialmente paniaguados gustan de llevar las calzas muy apretadas, marcando… lo que hay que marcar, con no poco descaro. Lucen zapatos de suela de cuero y cuerpo de terciopelo, con la punta tan alargada que en ocasiones han de atársela con un hilo a la rodilla para con ellos poder caminar. Y como suelen ser estrechos de hombros, los aumentan con buenos rellenos de borra de lana. Un bonete de color chillón tocado con un par de plumas completa el conjunto. Los más sobrios llevan camisa, y encima de ella el jubón, de tal modo que sólo se ve de ella el cuello y las mangas, partes muy importantes, pues de lo blancas que estén se sabrá la limpieza de quien la porta. La camisa es larga, y se usa también para dormir. Quien la usa no necesita bañarse, pues la suciedad natural del cuerpo sale con el sudor y se impregna en la camisa, con lo que cambiándola queda el negocio resuelto. En las manos, guantes de cabritilla o lúa, que también suelen usar las mujeres, sobrios o adornados (e incluso perfumados) según la ocasión, el talante y la riqueza de su portador. Para resguardarse de los fríos, pelliza de piel, que muchos tiñen de vivos colores para diferenciarla del humilde tabardo de tono crudo de los menos pudientes. Los más elegantes y jactanciosos lo tiñen de escarlata, que es el tinte más caro, y con eso ya está dicho todo. Sobre los hombros, capa de paño teñido, en ocasiones con vueltas de piel velluda. En las piernas, las siempre presentes calzas, y en los pies, soletas, que consisten en la suela de cuero sujeta al empeine con abrazaderas de cuero. Las damas gustan de llevar camisas de seda, con túnicas sin mangas encima, con vuelo amplio a partir de la cintura para que no se vean los pies, calzados con elegantes chapines (zapato de piel dorada o blanqueada con varias tiras de corcho como suela y sujeto al empeine por tiras de cuero o tela) ni mucho menos las medias, que son eso, medias calzas, que hasta la rodilla llegan, sujetándose a la pierna con ligas prietas. En las partes impúdicas llevan calzas, y si es la mujer la que no es en exceso púdica, cambia la camisa por el brial, que es camisa con cuello abierto para mostrar generoso escote…, y lo que en él hay, que es de natural que los hombres se fijen, pues siendo su primer alimento, a él se van los ojos inconscientemente, incluso de los más santos varones. Un manto de seda y oro completa el conjunto, las más de las veces sujeto con un broche a la manera romana. En la cabeza, no puede faltar la toca para la mujer decente.
Con qué se cubren los plebeyos
Los rústicos y los humildes suelen llevar sayal (una túnica corta ceñida a la cintura) con estrechas calzas enfundándoles las piernas y una tosca capa de lana para protegerles de los fríos. Un sombrero, o las más de las veces una simple capucha, les protegen de las lluvias. Las mujeres suelen vestir de forma muy parecida, aunque su sayal sea más largo. El pelo de la mujer casta ha de estar recogido, en trenzas o en moño, o cubierto con una toca, que sólo las mujeres impúdicas y las niñas a las que aún no les ha salido la flor roja entre las piernas pueden llevar el pelo suelto (aunque en general está mal visto que lo lleven sin recoger a partir de los siete u ocho años). En los pies calzan alpargatas de suela de esparto, unidas al pie con correas que dan vueltas hasta quedar bien sujetas en la pantorrilla. En ocasiones, si se lo pueden permitir y el terreno es frío o con excesivo barro, calzan zuecos de madera. Y si no…, pues el pie descalzo, que para eso hizo Dios los callos y demás endurecimientos de la planta del pie, para mejor andar por los caminos.
Los ropajes de los musulmanes
Tanto los hombres como las mujeres visten normalmente zaragüelles, que son una especie de pantalones anchos, y una jubba (especie de camisa larga) que puede ser,según la clase social a la que pertenezca y por tanto los dineros que pueda permitirse gastar en comprarlos, de seda, algodón o lino. Sobre ambas prendas los hombres se colocan encima un albornoz de lana o algodón, llamado caftán, y se cubren la cabeza con gorros de lino, casquetes de fieltro o turbantes de color claro. Sólo los creyentes que han hecho la peregrinación a la Meca pueden llevarlo de color verde. Las mujeres en cambio se cubren con un manto, y en la cabeza llevan una almalata, especie de pañuelo de lino, algodón o seda, que en caso de no llevar velo sirve también para cubrir el rostro, dejando sólo los ojos a la vista. Muchos hombres de origen bereber gustan de llevar también esta prenda, que en el pasado les servía para protegerse de los vientos arenosos del desierto y hoy es simplemente una señal de su identidad. En los pies tanto hombres como mujeres pueden llevar babuchas, sandalias, alpargatas o almadreñas si hace frío. Los campesinos, en especial los pobres, visten un tanto diferente: túnica de lana, qamis de algodón (de esa prenda deriva nuestra “camisa”) y una especie de chaleco de piel de cordero en invierno es su avío. Al otro lado de la jerarquía social, y pese a que a los ojos de Allah todos somos iguales, los poderosos gustan de vestir en ocasiones prendas más lujosas, como el tiraz, un traje de gala compuesto de jubba de seda y albornoz de terciopelo, ambos con filigranas de hilo de oro. Las mujeres llevan el pelo largo, a veces teñido de colores extravagantes, como rojo, verde o azul. Los hombres, por el contrario, llevan el pelo corto (cuando no se afeitan la cabeza) y las barbas largas, que son signo de virilidad.
Las vestiduras de los judíos
Para señalar su condición, los hebreos no pueden llevar anillos de oro, ni piedras preciosas, ni pieles blancas o paños de color, y mucho menos pieles velludas de animales nobles, como el armiño o la marta. En la corona de Aragón, han de vestirse obligatoriamente con una chilaba con capucha, en la que llevan bordada una rodela roja y amarilla, que han de llevar en el pecho los hombres y en la cogulla con la que se cubren la cabeza las mujeres, sobre la zona de la frente. En Castilla, algo más permisiva, se limitan a echarse sobre los hombros una capa listada. Es gran pecado (castigado con la muerte) que un judío vista ropas de cristiano, o no lleve estos símbolos distintivos. En tiempo de Cuaresma no pueden salir de sus juderías. En territorio musulmán lo tienen un poco mejor, que durante el Ramadán sí que pueden recorrer la ciudad… siempre que lo hagan descalzos, que gran ofensa sería a Allah el que hollaran con pie calzado tierra en tiempo sagrado.
BIBLIOGRAFÍA
Las siguientes novelas y relatos están ambientados en una época cercana o similar a la que representa Aquelarre, así que resulta de todo punto recomendable que te leas algunas de ellas, no sólo porque todas son tremendamente entretenidas, sino porque te permitirán obtener un punto de vista sobre el Medievo que no suele encontrarse en los libros de historia. Y ten en cuenta que esto es sólo la punta del iceberg, que seguro que en tu librería podrás encontrar multitud de libros más que traten sobre el Medievo.
- Baudolino de Umberto Eco (Lumen).
- Divina Comedia de Dante Alighieri (cualquier edición).
- El Atlas Furtivo de Alfred Bosch (Grijalbo).
- El Hereje de Miguel Delibes (Destino).
- El Juglar de Rafael Marín (Minotauro).
- El Médico de Noah Gordon (Ediciones B).
- El Monje de Mathew G. Lewis (Cátedra).
- El Mozárabe de Jesús Sánchez Adalid (Ediciones B).
- El Nombre de la Rosa de Umberto Eco (Lumen).