Dada ya muerte a la bestia, apartóse con cierto asco el pobre Eleazar, que no era él carnicero para andar abriendo entrañas de animales. No así lo hizo la Rafaela, veíasela acostumbrada a destripar bestias para hacerlas al guiso, pues se ensañó con el ser infame, ya estando este muerto, y se apartó el manco para no ver tal carnicería.
Pidió entonces la damisela que marcharan de allí, y consintió su señor, a lo cual estuvo de acuerdo el buen Eleazar en que sería lo mejor socorrer a aquella dama, la cual ya caía en los embrujos del de Mendoza.
- Se hará como mandáis, mi señor. - y luego añadió - ¿Faréis de aquestas tierras vuestro dominio?
Pensaba ya el judío en el buen negocio de servir allí, al cobijo de un señor bien avenido, con sus tierras, volviendo al viejo negocio del cambista, alejado de los adalides del Maligno, que pareciéranle perseguir por las Españas, que Yaveh le guardase. Empero que algo le decía al pobre manco que su suerte no había tornado en seco, y a buen seguro que tales desgracias le hubieran de perseguir, pues habían matado a la bruja, pero toda bruja sirve al Maligno, y donde hay una, pueden haber muchas (¿no habían, acaso, participado de la matanza varias mozas sirvientas, que seguiría en la tienda, perdidas en los ensueños del blanco humo?).
Tal cosa, sin embargo, no fue reparada por don Hegoi, quien se veía ya señor de las tierras. Y así lo predicó Eleazar.
- ¡Paso a don Hegoi de Mendoza, quien, no habiendo en aquestas tierras senyor, por haber sido comido por los perros, ha de asumir su gobierno, para bien de las gentes que las habitan, que no habrán de sufrir a su amparo bandidajes ni malignidades!
Y así anunció, con gran pompa y circunstancia, al nuevo señor de aquella región. ¡Que Yaveh les cogiera confesados!
Motivo: Elocuencia
Tirada: 1d100
Dificultad: 85-
Resultado: 12 (Exito) [12]
Ya puede cumplir el buen Hegoi, que Eleazar lo promete todo con mucho ahínco xD.
Eleazar, naturalmente, sigue a la sombra del buen señor, que es ancho de huesos y sin duda proyecta mucha xD. Si se quiere coronar en dueño de estas tierras, pues a montar el negocio del cambista, que para algo es su oficio, y a hacer lo que el señor mande. Igual habría sido cosa buena tratar de rebuscar entre las pertenencias de María, por si hubiera alguna reliquia (más pensando en sus aposentos que otra cosa), pero eso se puede hacer al regreso. Eleazar, desde luego, no lo va a sugerir ^^.
Diego solo sentía dentro del hilo de conciencia que tenía como el vientre le toqueteaban. Era una silueta redonda y hermosa, de grande. ¿Señor? Pensó. Diego no sabía qué había pasado y, sobre todo, qué pasaba. Parecía que había caído en un sopor eterno y no podía mover miembro ni nada. Pero dentro de aquel estado, sentía que estaba vivo. Quizás había estado cerca de visitar la muerte, pero sentía que eso ya había pasado.
Si algún despertaba, podrían contárselo.
Sin duda la bestia había sucumbido ante el castigo de las hojas de sus compañeros, aún así y presa de la adrenalina que inundó su cuerpo, Rafaela remató con sendas cuchilladas a María en su forma demoníaca. La cocinera se apresuró a ver como estaba Diego, pues parecía que se había llevado lo peor de las garras de aquel ser. Por fortuna, parecía que se estabilizaba y comenzaba a balbucear, gracias a la ayuda de Hegoi que tenía algún tipo de brebaje para estos lances.
- Gracias al cielo, parece que aún respira. Puede que con un poco de descanso mejore... - Comentó. - Hemos de acomodarlo en el carro y salir de aquí. - Agregó.
Mientras se preparaban para dejar aquel lugar, la joven recordó a su tía, a la que quería y echaba de menos, incluso se alegró de haberla visto. Pero todo cambió, incluido el semblante de su familiar, que poseída comenzó a atacar a los asistentes al banquete nupcial en la tienda, que aún echaba humo. Se apartó un poco del grupo para asomarse tras la lona, de donde aún salía humo. Pudo ver lo que ya se temía y había oído de boca de los allí presentes, una sangría de cadáveres tando de soldados, invitados y sirvientes. Pudo discernir el cuerpo de su tía en el suelo, reconocible por las ropas pues yacía de espaldas. Aquella visión la hizo darse la vuelta y dejar de observar, tratando de olvidar lo que allí había pasado. Tan de golpe apartó la vista que incluso cualquier otra cosa pasó desapercibida para ella, como la otra bestia de la que hablaban, similar a María en su forma de engrendro reptiliano.
Pero sus pensamientos de tristeza por la pérdida de su tía, unido a que ahora no sabía que hacer con su vida, quedó en un segundo plano cuando escuchó las palabras de los allí presentes. El señor de Mendoza parecía querer tomar posesión de aquellas tierras como nuevo señor y Eleazar estaba dispuesto a seguirle. De Diego, una vez recuperado, estaba segura de que haría lo propio pues ya era sirviente de Hegoi. Rafaela sopesó la situación y viendo que no tenía otra cosa más que hacer en la vida, vio la oportunidad y decidió, al menos, postularse para servir a Hegoi, pues ahora no tenía a quién servir.
- Señor Hegoi, yo venía para servir pero ahora todo está perdido... Con gusto le serviré a usted tanto si se proclama nuevo señor de estas tierras o de otro lugar si así me lo permite. - Dijo realizando un leve asentimiento de cabeza, parecido a una reverencia.
Lo cierto es que aquel hombre corpulento había probado sobradamente su valía defendiendo el lugar de las bestias y los agresores, incluso prestando ayuda a la joven doncella que ahora tenían en el carro. Incluso habían dejado a la cocinera acompañarles en el camino sin pedir nada a cambio. Todo eso unido a los lazos que habían forjado durante el tiempo que permanecieron juntos hizo pensar a la joven que, tal vez, su lugar estaba con ellos y su destino era servir al señor Hegoi de Mendoza.
Estando Diego en mal estado, Rafaela ayudó en lo que pudo para acomodarlo en el interior del carro y prepararse para partir cuando todos estuvieran listos. Conocía a los caballos, aunque no se llevase muy bien con los animales en general, había tenido templanza a la hora de dirigir el carro en primera instancia para sacarlo de las caballerizas, así que suponía que no tendría mayores problemas en dirigir el carro, aunque quizás no con tanta delicadeza como Diego. Pese a ello, se ofreció voluntariosa a realizar la tarea mientras el joven se recuperaba.
- Yo ayudaré a llevar el carro hasta que Diego esté mejor, si les parece... - Dijo a modo general.
Y con esto que quedó la joven, preparando el carruaje y acomodando a propios e extraños para partir en cuanto todos estuvieran preparados. Quién sabía si Rafaela había encontrado por fin su sitio...
Andúvose presto don Hegoi a mandar a Eleazar a vocear, allá afuera del castillo, que él mismo debía ser ahora el señor de Cambronera y su castillo; mientras tanto, el noble de Mendoza no tardó en girarse hacia doña Giselda de Monferrán, que seguía asustada, y comenzaba a hacerle ver los placeres de su hospitalidad, resguardo y acompañamiento hasta Monferrán, su hogar, donde su tío don Sereno. En la cabeza del noble andábase él mismo puesto en aquel lugar, coronado en aquel pequeño castillo, sobre la aldea de Cambronera. Y tal que así lo estaba anunciando Eleazar, que comenzó el judío a vocear aquellas nuevas; pero divisó el pueblo allá abajo (que el castillo no se ubicaba entre las casas, sino en lo alto de un peñasco sobre los tejados). Tampoco había nadie por allí, estando en mitad de la noche (casi entrando la madrugada), pues los habitantes debían estar durmiendo ya cuanto hacía...
Y mientras Hegoi miraba a Giselda, y Giselda a Hegoi (y ojeándolo de abajo a arriba con sumo interés), que Rafaela se apresuró a colocar entre sus manos las riendas de los caballos, sobre el pescante. Diego ya descansaba, aún inconsciente, en el interior del carro (tirado allí de la cualquier manera que uno podía haber entrado allí). Luego los dos nobles subieron también, y la cocinera (quien parecía haber encontrado un nuevo rumbo y tal vez oficio, que era el de servir al heredero de la casa de Mendoza) agitó las riendas. Los caballos caminaron un poco arrastrando como podía, aún nerviosos, aquel transporte. El humo del interior de la carpa se estaba disipando, y aun quedaban retazos de antorchas y candiles que refulgían como pequeñas estelas dentro de la tienda. Por lo demás no se oía un alma, pese a que aún había quedado algún que otro ser vivo dentro la tienda...
Y cuando salieron, que advirtieron a Eleazar (sabiéndose éste solo por las inmediaciones, y deduciendo que no habría problema en salir huyendo de allí cuanto antes). Y éste se subió al carruaje, junto a Rafaela (pues dentro del transporte ya andábase la comitiva apretada).
Y tal que así, poco a poco pusísteis rumbo al norte, hacia Monferrán, villa situada a varias leguas al sureste de Ciudad Rodrigo (muy cerca de la frontera portuguesa). Y aún os quedaba cierto trecho en llegar allí (tal vez dos o tres días).
* * *
Cuatro días después.
Y así es la historia que les cuento, amado tío, sin duda una desgracia... -dijo Giselda, contándolo toda la historia, pero omitiendo los detalles de aquellas criaturas, por temor de que su tío la creyera o no-. La joven le había contado en el castillo de don Sereno, en el comedor principal, sobre las sirvientas traicioneras, y sobre el gran lío de faldas que había en aquel castillo (lo que pudísteis deducir). También cómo habíais salvado a la sobrina de las vilezas de aquella servidumbre.
Me alegro de saber de todos vos, señores, y conocer al señor de Mendoza, aquí presentes, y sus varios súbditos -refiriéndose a Rafaela, Diego y Eleazar-. Pero no soy yo mandado en Cambronera, ni potestad de ello tengo, sino el señor de la Alberca es quien, ante la muerte del de Montalva, debe ahora mandar allí. En caso contrario, ya os habría de haceros señor de tal lugar... Sin embargo, he de agradeceros el vuestro cuidado de mi sobrina, sin duda, y que por eso quiero que vos descanséis aquí el tiempo necesario, con los vuestros, y me contéis con más tranquilidad qué hacíais por estas tierras... Y es que los hombres a mi servicio escasean, y tal vez todos vos seáis del beneficio de este pobre viejo... -cuando decía estas palabras, Giselda miraba a Hegoi, con cierta sonrojez, pues le había caído en gracia aquel cortesano que casi le duplicaba la edad-.
EPÍLOGO. La cruda verdad.
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Ninguno de vosotros supo todos y cada uno de los siguientes detalles:
Don Isidoro de Monsalvo era un infanzón castellano que durante muchos años ha servido bajo el escudo de los señores de La Alberca y que, como pago y recompensa por todos esos años de fidelidad, recibió el señorío de la alquería de Cambronera, jurando el correspondiente vasallaje y prometiendo entregar los acostumbrados diezmos al señor de La Alberca. Unos días después ya estaba asentado en la fortaleza de la aldea junto a varios hombres de armas a su servicio, dispuesto a seguir esquilmando a los hurdeños de la zona, por lo que no pasaron muchas semanas sin que, tanto él como sus hombres, fueran odiados y despreciados de una punta a la otra de la alquería de Cambronera.
Un buen día de caza, sin embargo, don Isidoro se topó en una de las veredas para el ganado con una joven pastora del lugar, Jacinta, y como si fuera un romance pastoril quedó prendado de inmediato de su belleza y allí mismo, entre las cabras y los arbustos, la tomó a la fuerza. Unas semanas después, obligó a la joven a casarse con él (a fin de cuentas, que una villana casara con un señor era un honor que los padres de Jacinta no podían rechazar) y meses después llegó al mundo Ramiro, el hijo del señor y la pastora, un niño que se convirtió de inmediato en el ojito derecho de don Isidoro.
Por desgracia no ocurrió lo mismo con Jacinta. La fascinación inicial que sentía por la pastora se convirtió primero en apatía y luego en desprecio. Sobre todo cuando el señor conoció a la hermana de su esposa, la aún más bella María, por quien don Isidoro se sintió atraído de inmediato. Así que puso en marcha un plan descabellado.
Una mañana de hace unas semanas salió de caza junto a varios de sus hombres y exigió que le acompañara su esposa, a pesar de que hacía muchos meses que ni siquiera le dirigía la palabra, lo que le extrañó. En cuanto se alejaron lo suficiente de Cambronera y sin mediar palabra, don Isidoro ordenó a sus hombres que arrojaran a Jacinta a una sima profunda, que entre gritos maldijo a su esposo con graves palabras aún mientras caía al vacío entre la oscuridad del abismo. Luego se escuchó un golpe seco y ya no hubo nada más.
Cuando regresó de la cacería sin su esposa, el señor de Cambronera aseguró, entre muestras de dolor fingido, que su esposa se había asustado durante la cacería y salió a correr sin mirar muy bien por donde, con tan mala suerte que se despeñó por una sima de entre los montes de la que, por desgracia, había sido imposible sacar su cadáver por lo agreste del paisaje. Tras las exequias de rigor, don Isidoro dejó pasar una semana y luego anunció que se casaba con María, la hermana de su esposa fallecida, una boda que se celebraría al domingo siguiente con grandes fiestas en la fortaleza de Cambronera. Justo el día de vuestra llegada...
Y aún hay más.
Y es que Jacinta, y su hermana María, tenían sangre de Chancalaera en sus venas, una criatura bestial que podía transformarse en muchacha, forma en la que podía yacer con humanos (y aunque normalmente tras terminar el coito los devoraba, a veces les perdonaba la vida e incluso podía parir un descendiente). Gracias a ella, Jacinta se transformó en una de esas criaturas al fallecer, ocultándose en el monte hasta poder contactar con su hermana María, que era, además y gracias a la misma sangre, medio bruja, aunque ocultaba sus poderes al resto de vecinos de Cambronera.
Las dos hermanas, furiosas por la acción de don Isidoro, decidieron vengarse del señor de la forma más cruel que supieron. Para llevar a cabo su plan, María dejó hacer a don Isidoro, accediendo sin demasiados aspavientos a la boda con el señor de Cambronera, porque sería durante el banquete nupcial cuando toda la furia de ambas hermanas caería sobre el hombre con una terrible crueldad (la muerte y cocina del primogénito del señor), ayudados por buena parte de las sirvientas del pueblo, que odiaban a muerte al noble. Éstas además, trataron de matar a todos los invitados al funesto enlace.
Se cierra el telón. FIN