Partida Rol por web

Erebus

Escena IV: Prisión de Hielo

Cargando editor
27/01/2014, 23:57
Catalina d'Uberville

- Jóvenes - nadie tenía ganas de enfrentarse al siguiente paso, pero era inevitable-. Me gustaría saber qué consideran ustedes que deberíamos hacer ahora. 

Transmitirles la preocupación de Iqanuc no serviría para nada, salvo para empeorar los ánimos.

- Sé que las cosas no pintan bien, pero permanecer quietos no mejorará nuestra situación. ¿Alguna idea?

Cargando editor
04/02/2014, 00:31
Ojo-de-Cuervo

El algonquino no dejó de murmurar durante todo el resto del día. Aterido de frío y con la locura en la mirada, Ojo-de-Cuervo sabía que su hora se acercaba. Y no iba a ser un tránsito fácil.

-...moriremos y seremos... seremos.... Nuestros espíritus serán sometidos hasta que le sirvamos... Violarán nuestras mentes mientras devoran nuestra carne... Nos obligarán a comer los cuerpos de nuestros compañeros, a elegir quién de ellos sufre y quién sufre aún más... No hay esperanza, solo muerte... No hay esperanza, sólo podemos huir. Huir. Huir. Huir...

Cargando editor
06/02/2014, 02:00
Director

Con la caída de la noche un viento glacial comenzó a soplar desde el norte. A medida que crecía su fiereza, las estrellas quedaron ocultas tras un sudario de espesas nubes. El mercurio descendió en los instrumentos del capitán, pero no era necesario comprobarlo para percatarse de que la temperatura bajaba por minutos, como se desplomaba también el ánimo de la tripulación: el hielo no se resquebrajaría y el Erebus quedaría definitivamente encallado. Arracimados en torno a los braseros, los marinos maldecían entre dientes su suerte.


Mientras miraba el fuego, una mano tomó del hombro a Ojo de Cuervo. El algonquino se dejó guiar a través del estrecho vientre del barco. Las mismas manos que le guiaban le cargaron con un petate y le ofrecieron unas raquetas para la nieve. Aún perturbado por su visión, Ojo de Cuervo creyó comprender y asintió lentamente.

No fue difícil que el piel roja y su compañero abandonasen el Erebus sin que nadie se percatase. El gélido aliento de la creciente tempestad azotó sus espaldas mientras avanzaban protegidos por la noche. Los dos hombres se ataron con una tira de cuero para no perderse en la tormenta ártica. Mientras se afanaba apresuradamente sobre la nieve, Ojo de Cuervo creyó sentir unos pasos tan pesados como diez búfalos. También soñó oír una tétrica canción sin palabras proveniente de las nubes. El Hurón levantó la mirada un instante, y enseguida volvió a clavarla en sus pies. Comenzó a farfullar disculpas entre dientes, mas no llegó nunca a explicar por qué en palabras inteligibles. Lo que si hizo durante la eternidad que siguió a ese instante fue caminar, caminar y caminar hasta que perdió la noción de que seguía caminando tras su guía. Sólo una resolución ocupó su mente desde entonces con religiosa determinación. Desafiaría al frío, al hambre y a la fatiga, pero no desafiaría a los espíritus.


El vendaval siguió arreciando, levantando la nieve en ráfagas de helada metralla que se estrellaban contra las bordas y los mástiles. Un zumbido nació de la noche. Al principio fue poco más que una nota indecisa que silbaba y flotaba escondiéndose en el fragor de la tormenta, pero al cabo de un rato era tan evidente y firme como los muros de un castillo. Similar a una canción hecha de escarcha, se alejaba y se aproximaba alrededor de la nave, como un pájaro arrastrado por el torbellino. El llanto congelado de una bruja que entonaba un conjuro de muerte y desesperación, entretejido con el rugir de las bocanadas de una tempestad que cada vez más se asemejaban a los agónicos estertores de un coloso arisco y moribundo.

Algunos marineros susurraban oraciones, la mayoría guardaba silencio oyendo crujir y estremecerse la tablazón del barco. El desquiciado Julot, sin moverse de su coy, comenzó a canturrear cada vez más alto:

...más allá del mar ella me aguarda.

Ojalá pudiese volar como las aves.

Hacia sus brazos navego.

Desde más allá de las estrellas y la luna

mi corazón me guía a ella sin titubeos.

En la orilla nos encontraremos...

Un terrible restallido vibró en el maderamen del Erebus. El normando Blaise estaba de vigilancia, apenas asomado a la escotilla de proa, y gritó poco antes de que una jarcia se viniese abajo arrastrando cabos y aparejos. El contramaestre Chabrillane comenzó a vocear órdenes: una mosca zumbando contra una salva de artillería. Unos cuantos se movían hacia la escotilla cuando un súbito golpe de nevisca entró y salió por la misma llevándose al vigía con ella. Los hombres quedaron paralizados. ¿Había sido una turbonada o la gélida zarpa de un gigante? El viento adquirió la suficiente violencia para responder a la pregunta. Un ciclópeo martillo de cellisca golpeó la cubierta una, dos veces, astillándola. Tablas y cuadernas destrozadas volaron dentro y fuera del barco, y unos dedos de hielo y nieve penetraron por las grietas azotando a los hombres y apagando los candiles de aceite, con lo que todo quedó en penumbras mientras los marineros gritaban y corrían tropezando de un lugar a otro.

El terror se apoderó de la tripulación entre gritos de pánico, alaridos de dolor y llamadas de auxilio. Chabrillane se desgañitaba inútilmente procurando poner orden. Alguien anunció entre aullidos la aparición de una vía de agua, y los hombres se aplastaron unos a otros en las bodegas, huyendo hacia arriba o hacia abajo, según el miedo les empujaba a huir del agua o del huracán.


Zarandeado de un lado a otro por los marinos que se apresuraban en una u otra dirección, el doctor tropezó y cayó al suelo. Un enorme madero astillado se desprendió entonces del armazón yendo a caer sobre un hombre que quedó aplastado junto a Tessier, vomitando sangre y entrañas. Reuniendo sus pocas fuerzas, el médico trató infructuosamente de arrastar fuera de allí al desdichado. Intentó después sin ningún éxito mover la viga que le atrapaba. Desesperado, se giró en busca de auxilio, y acertó a retener a alguien asiéndole de un brazo. Se encontró de improviso con el rostro desencajado del soldado Bourges.

-¡Ayúdeme! –le ordenó-. Hay que liberar a este pobre hombre. Coja...

Apenas apreció un brillo plateado bajo su codo, y luego el ardiente dolor entre las costillas. Con ojos enloquecidos, Bourges le asestó tres puñaladas. El doctor cayó desangrándose en el angosto pasillo.


Tambaleándose con los bandazos de la nave, la baronesa logró alcanzar los camarotes. Abrió violentamente la puerta del capitán para encontrarle medio sentado, aferrado a su mesa para no caer.

-¡Capitán Bourmont! Sus hombres le necesitan. Controle a su tripulación o no habrá salvación para nadie –le rogó.

Los ojos anegados en lágrimas del capitán miraron a Catalina un momento. Luego Bourmont se irguió en toda su altura y gallardía.

-Adieu, madame. Bonne chance.

Levantó la mano y hubo un fogonazo cuyo estampido quedó ahogado por el fragor de la tempestad y los gritos. El hombre cayó hacia un lado. Catalina tardó en comprender que se había saltado los sesos con su pistola.

Aún atónita, retrocedió hasta el pasillo, donde una marea de cuerpos la arrastró hacia las escaleras y la lanzó a cubierta a través de la escotilla de popa. El encontronazo, el viento ensordecedor y los gritos la dejaron sin aliento. Cuando intentaba levantarse, una sólida ráfaga de viento, la bofetada de un coloso, golpeó el cuerpo de la mujer lanzándolo por encima de la borda hasta una altura y una distancia impensable. La dura superficie del hielo acudió a su encuentro.


El grueso Ferdinand, que rezaba arrodillado entre el granizo y las astillas, fue arrebatado por una manga de viento y cellisca, y cayó hacia las negras alturas sin emitir un grito. Un pedrisco recio sacudió todo el buque, bamboleando todo el costillaje dentro de su prisión de hielo. El Erebus crujió una vez más, rugió agonizante y se resquebrajó como una enorme nuez.

El agua entró a raudales en las bodegas, arrastrando sacos y toneles, y la carga desplazada atrapó a más de un desdichado. Chabrillane había dejado de impartir órdenes, y en su lugar reía con diabólicas carcajadas. Más hombres fueron levantados en el aire por fantasmagóricas manos de nieve y viento y arrojados hacia la noche polar y contra el hielo. Dos disparos más tuvieron un levísimo eco. En cubierta, a pesar del viento y del frío, una vaharada pestilente de inconfundible maldad envolvía la nave, y parecía ser su presencia la que cuajaba el hielo y absorbía el calor de los cuerpos con abominable fruición.

 

 

Seis noches después, una partida de cazadores cree hallaron a un hombre moribundo, medio congelado en la nieve. Los indios le auxiliaron, y el Gran Espíritu permitió que el hombre viviese unas horas más y les refiriese su nombre, la desgracia acaecida a una gran canoa conducida por hombres blancos y la ira del Demonio que Camina con Vientos Helados. Luego murió.

Los cree realizaron supersticiosos gestos contra el mal, palparon sus amuletos protectores y cargando a toda prisa sus trineos se alejaron el dirección sur. Tan apresurada fue su marcha que no se detuvieron a darle sepultura, y abandonaron sobre la nieve el cuerpo de Iqanuc.