(pulsa Play mientras lees)
Dos semanas después de los hechos...
Felip: Entonces... ¿qué pongo, jefe?
Fernando: ¿No decías que eras "aragonés"...? Humm... -decía aún con el cabestrillo- ¿Tu? ¿aragonés? ¿De los que viven en aquel Reyno? ¡Si pareces gabacho! ¿No decías que sabías escribir, hijo?
Felip: No..., ¡Sí!, quiero decir..., me refiero a lo de la criatura hecha de piedra, ¿La menciono entonces en el informe?
Fernando: Ah... eh... no. Nada de eso. Si el Concejo leyera estas actas... colgarían a su autor, no por la verdad, sino incitación a la invención y el falseamiento. Además... Yo no lo ví: lo que más recuerdo son los latigazos y puños en mi abdomen...
Felip: Pero yo... yo le vi hacerse polvo.
Fernando: no lo hiciste. Yo no puedo decir tal cosa. Refiere el complot de los judíos contra mi persona, alguacil mayor de Toledo, y nada más...
Felip: Cla, claro jefe...
Felipe era un hombre bonachón, muy bueno. Eso que dicen sobre los aragoneses...; vuesas mercedes pueden creerlo o pueden no hacerlo, mas aquel hombre era limpio de corazón y diestro con casi cualquier arma. Quizá el frío de los Pirineos, en los pueblos mas al norte, les helara la sangre al nacer, y salían así: fuertes y bien duros. Y tal que así era el Felip, ahora alguacil segundo en el cuartel de mando y mano derecha de Fernando, mas no le gustaba mentir ni en un papel, aunque en esa ocasión tuvo que hacerlo.
Habían pasado dos semanas del entierro de Severo en el camposanto toledano. Al día siguiente de reducir la criatura a polvo, el cuerpo del malogrado soldado, que pareciera haber encontrado su sitio y oficio en la ciudad, fue llevado al cementerio el Sábado Santo. En ese dia, enseguida se supo en la ciudad acerca de algún tipo de complot judío (la aljama era un revuelo y los rumores concurrían por entre las callejas de todo Toledo arduo como un purasangre), y con ello había dado a conocer la noticia: unos conjuradores hebreos habían atacado a un grupo de alguaciles por algún motivo. Nadie supo cómo ni porqué, aunque bien veían al difunto Severo camino de la tumba y a un muy malherido Fernando, un joven mozo que habíase ganado el puesto de Justicia en la ciudad. Es por ello que en el funeral del primero grande parte de los que habitaban la susodicha junto al Tajo se acercaron a cotillear, fisgar, murmurar, y el que menos a orar, por la muerte de uno de los portadores del jubón rosado...
Fernando hizo lo propio: toda la noche habíase pasado en manos de un médico cristiano que lo socorrió hasta el amanecer, y había determinado que sufría por costillas rotas (dos) y una grave perforación en el hombro, el cual no pudo mover en mucho tiempo desde ese momento. El resto eran magulladuras, latigazos y arañazos (que lejos de no ser dolorosas, era en comparación de lo más suave que había probado la noche de los hechos).
Por supuesto, Fernando iba acompañado de su prometida, María, aunque no exactamente. Durante el traslado del cuerpo desde el lugar donde se le amortajó hasta el cementerio, la fémina dejó a su futuro esposo apoyado junto al hombro de otro de sus alguaciles y ayudó a portar el féretro (no sin las dudas de si pudiera hacerlo) junto a otros tres hombres: aquel "cabellos-rubios" del que hemos hablado, un tipo de aspecto juvenil y de pasado humilde y oculto (Tristán) y otro con porte más viejuno y experimenado, Aragonés también (Roldán). Todos eran alguaciles de Toledo. Y todos, excepto María, portaban el jubón rosado que los identificaban como tal...
El Padre Alberto ya estaba allí, junto varios devotos de su parroquia. Había ido al cementerio una hora antes para preparar el funeral.
In nómine Páter, et Filis, et espítu Sancti... -decía el párroco mientras hacia una cruz en el aire a toda la masa de gente congregada sobre el mismo terreno donde descansaban cientos de difuntos y en breves lo haría Severo-.
A lo cierto es que, de haber estado allí presente y con vida el propio alguacil caído, hubiera resoplado enfurruñado esperando que aquel cura acabase su incordiante y eterna perorata, pues seguramente anduviera pensando en hacer algo más productivo, como darle un bues pescozón a algún ladronzuelo casual o ideándoselas para soltar algún ingenio lingüístico con el que hacer la gracia sobre alguna mula atascada en las estrechas calles de la ciudad (de esas de "ni pa'trás ni para'lante").
Y mientras el Padre Alberto decía eso de "roguemos por nuestro hijo, caído por mano del infiel pero elevado al Reino de los cielos", sus dos compañeros, Tristán y Roldán, no pensaban sino en las peripecias que habían vivido en aquella fantástica, a fin de cuentas, Semana de los hechos, Semana Santa:
La carrera tras el ladrón que miraba embobado los pechos de la hija de Honesto, el comerciante, tras chocarse con ella; el rescate imposible en la fachada de aquella iglesia de aquel fulano que estaba colgando a tantas varas de altura como ningún hombre puede salvar la vida; la dulzura y el respeto que imponía el jodido jubón rosa nada más verlo por primera vez y al ser probado o las alabanzas exageradas del hijoputa del Tuerto, ese Jorge del Escudo Verde (el cual acudió al funeral), que les querían meter a los tres nuevos avenidos a Toledo "el gato por la liebre"... ("¡HIJO DE PERRA!" -seguramente pensaba Severo desde el Cielo).
Sed fieles a los Sacramentos, et recordad que la hora jamás le llega a uno cuando cree, sino cuando no lo cree... -finalizaba el sermón el Padre Alberto mientras los que portábais el féretro lo bajábais hasta una tumba excavada por dos enterradores-. Y cuando ya se le echaba arena por encima, Tristán le colocó su hacha sobre el féretro y le Roldán le arrojo su propio jubón rosa, y ambos descansarian con él para siempre.
Id con Dios, hijo mio -finalizó el Padre Alberto-, a todos vosotros, rebaños de Dios, orad por su alma, dedicadle vuestro pensamiento.
Una lágrima azotaba el rostro de María cuando hubo visto el último montículo de tierra arrojado sobre la tumba de Severo.
Lo que ocurrió entonces quizá sean sus mercedes capaces de imaginárselo... o tal vez no.
El judio Leví fue juzgado, y condenado a la soga y a un escarnio público previo junto con algunos otros judíos que había averiguádose su colaboración con él. La aljama toledana no se atrevió a rechistar, puesto que incluso Su Majestad Pedro I, Justicero y de Castilla, que comenzaba a prestar más atención a los derechos de los judíos, oyó de éste intento de extorsión, o complot, o lo que fuera contra la autoridad alguacil de una de sus ciudades.
Días después del funeral, Tristán y Severo continuaron su labor como alguaciles, acabando la campaña de la Semana Santa y rondando las calle y callejones (muy tranquilos, por cierto), con sus ojos vigilantes. Pero ya no era lo mismo. Ahora Felip solía acompañarles, y en cierto modo tenerle a su lado no les hacía olvidarse de Severo, sino recordarle, pues el muchacho aragonés luchó con él, incluso luchó con su misma arma. Por ello sentíais complaciencia, y las cosas les iban muy bien a los tres.
Fernando seguía su recuperación, mas no por ello dejaba de lado a su esposa, María, cristiana de hecho y a punto de casarse con joven el alguacil. Y entre recuperación y preparativos de boda, llegó alguien a la ciudad, de nuevo. Era Honesto. Por lo visto y aunque fuese increíble, había sido asaltado de nuevo en un camino, aunque lo único que perdió fueron sus mercancías (él y su hija descolgaron los caballos y salieron al trote antes de que saquearan su carreta). No dudaron en regresar a Toledo, y en el pensamiento del burgués no había sino una palabra en su mente: Roldán.
Aquel hombre casi le cuesta la vida en el pasado, pero era quien ocupaba su mente en el presente, sobre todo por el asalto. La vida de su hija no podía narrarse con aquellos vaivenes y lances tan de poca gracia y leve peligro: Honesto había venido para hacer casar a su hija con el Aragonés, pues no podía imaginar a alguien mejor. No obstante, y disculpe posponer la su curiosidad, he de decir que esta es una historia que merece ser contada en cualesquiera otra ocasión; más es de dignidad decir que ella se vio complacida y él con ella, y no vano futuro tendrían ambos dos reunidos.
Et lo que ocurrió después quizá sea también del su gran interés. Que el Tuerto siguió siendo el Tuerto, y sus guisos, tan exquisitos y tan encumbrados, continuron yendo seguidos de pedigüeños pagos por menú, en pos del bien de su esposa, la hacedora de tan lindos manjares... Mas no es eso lo que quiero anunciarles; sino más bien que, tras la boda de Fernando y María, que tuvo lugar cuando éste se hubo de recuperar, un hijo venía en camino, y Tristán y Roldán pudieron verlo nacer y crecer en la misma ciudad que les había cambido la vida hasta el fin de sus días.
¿Et sabes vuesas mercedes el nombre que recibió el bienhallado?
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::FIN::