Si indagáramos en la naturaleza del elemento conflictivo, posiblemente obtendríamos una larga lista de temas, objeto de la literatura fantástica: Fantasmas, obsesiones, lo demoníaco, lo onírico, el subconsciente, la locura...; todos ellos, en cambio, tienen en común el ser representación del lado oscuro de la vida, lo que no se ve o lo que se reprime, que aflora en lo fantástico adoptando las más variadas formas según la sensibilidad del escritor para interpretar el inconsciente colectivo de su época o para dar salida a sus propias experiencias personales, en ocasiones traumáticas.
Estrechamente vinculada a la palabra fantasía está la de fantasma, de igual raíz etimológica y tema por excelencia de éste género, hasta tal punto que desencadenó toda serie de obras (las ghost stories) que hicieron las delicias de los lectores británicos durante la época victoriana, como ya hemos señalado. Afortunadamente para aquellos que disfruten impresionándose con este tipo de relatos, los fantasmas no presentan una sola apariencia, sino múltiples, de tal manera que siempre provocan la sorpresa de quien los ve y, por lo tanto, del lector. Asímismo, y y como explica Jean-Luc Steinmtz, fantasma que puede ser un hombre, un animal o un objeto, que, por lo general, es una representación del transmundo.
Su aparición puede ser percibida por un extraño, que poco a poco descubrirá su historia secreta, o por una persona cercana al fantasma. En ambos casos se revelará una verdad oculta (quizás la más recóndita de uno mismo) de forma súbita e inesperada.
Una variante del fantasma es el vampiro, personaje que, no habiendo obtenido sepultura, está condenado a seducir tiránicamente a sus víctimas durante la noche para chupar su sangre y yacer como cuerpo inerte durante el día.
La relación que establecen vampiro y víctima está cargada de erotismo y recuerda a una relación amorosa en que el verdugo hipnotiza a la víctima para conseguir la supervivencia.
Ya se trate de fantasmas, vampiros u otras manifestaciones horripilantes, el tema de la muerte está presente en la mayoría de estos relatos y reviste las más variadas formas:
Personajes que se ven abocado a matar o a suicidarse; sabios científicos que ponen todos sus conocimientos e inteligencia al servicio de una fórmula secreta que les permita burlar la muerte y conseguir la inmortalidad; seres que pactan la vida eterna con el diablo, comprometiendo su alma a la condenación; aventureros románticos que desafían las leyes de la vida y se lanzan a descubrir existencias ultraterrenas vedadas para los humanos, y una larga lista de argumentos en los que, de una u otra forma, la muerte está siempre al acecho para poner punto final a la historia.
Cierta ocasión, la escritora Mary Shelley asistió a una conferencia en Londres impartida por un excéntrico investigador de los fenómenos eléctricos originario de Somerset llamado Andrew Crosse.
Tradicionalmente, se cree que inspiró su novela clásica de terror, Frankenstein, en una pesadilla que tuvo, pero en su interesante libro, The man who was Frankenstein (El hombre que era Frankestein), el autor Peter Haining propone que la autora tomó como modelo a Andrew Crosse para crear al doctor Frankenstein -y por una muy buena razón-.
Existen algunas pruebas controvertidas en el sentido de que durante uno de sus muchos misteriosos experimentos con electricidad, hechos en secreto en su apartada casa de campo en Broomfield, éste extraordinario hombre descubrió un medio para crear vida.
Según las anotaciones hechas en su propio informe sobre el experimento en cuestión, había estado intentando crear cristales de sílice mediante el paso de un medio líquido -que contenía ácido clorhídirico y una solución de silicato de potasio- a través de un grumo de óxido de hierro, cuando:
Al decimocuarto día de haber iniciado éste experimento, observé en el microscopio unas pequeñas excrecencias blanquecinas que sobresalían del centro de la piedra electrificada.
El decimoctavo día observé que crecieron aún más y me percaté de siete u ocho filamentos, cada uno de los cuales era el más largo que el hemisferio del que había surgido.
En el vigésimo día, estas apariciones asumieron la forma de un insecto perfecto, el cual se sostenía sobre cerdas que formaban su cola. Hasta entonces, no tenía noción de que este fenómeno fuera otra cosa que una incipiente formación mineral. En el vigésimo octavo día, estas pequeñas criaturas movían las patas. Ahora debo admitir que estaba muy sorprendido. A los pocos días de que se desprendieron de la piedra ya se movían a voluntad.
En el transcurso de varias semanas surgieron más de 100 insectos de aquella piedra. Los observé bajo el microscopio y pude ver que, aparentemente los más pequeños sólo tenían seis patas, los más grandes poseían ocho. Al parecer son de la familia de los ácaros, pero hay quienes piensan que pertenecen a una familia desconocida; otros sostienen que no es así.
Nunca me he aventurado a decir lo que pienso respecto de su origen y por una muy buena razón: no me pude formar una opinión. La solución más sencilla del problema que se me ocurrió es que nacieron de los huevecillos depositados por insectos en el medio y que fueron incubados mediante el efecto de la electricidad. Además no me imaginaba que de un huevo pudieran surgir filamentos y que estos se convirtieran en cerdas. Asímismo en ningún momento observé, en mi escrutinio, los restos de ningún cascarón...
Luego me imaginé, como otros lo han hecho, que tal vez surgieron del agua y, por lo tanto, analicé varios recipientes con el mismo líquido: En ninguno encontré ni un solo vestigio de insectos ni pude ver ninguno en alguna parte de la habitación.
Si realmente tales criaturas eran ácaros (es decir, garrapatas), entonces eran arácnidos, no insectos, pero su taxonomía es menos importante que su origen aparente: surgieron espontáneamente de materia inerte, en una solución que por lo general es demasiado ácida como para que pueda sobrevivir en ella cualquier forma de vida.
Sin embargo, lejos de ser aclamado por la comunidad científica como habría esperado tras llegar a un resultado tan sorprendente como aquél, Crosse fue el centro de críticas tan mordaces que decidió retirarse de la vida pública y apartarse del mundo.
No obstante, cuando su colega, el investigador W.H. Weeks repitió sus experimentos, con mucho cuidado de evitar la entrada de cualquier fuente de ácaros en sus aparatos, también logró producir una cepa de ácaros vivos. Incluso el connotado físico Michael Faraday reveló haber obtenido los mismos resultados con algunos de sus propios experimentos.
En 1909, Charles E. Benham invitaba a la comunidad científica a repetir los trabajos de Crosse para aclarar el misterio de una vez por todas, pero nadie hizo eco a sus peticiones. Más de 80 años después, sigue sin resolverse el misterio de los ácaros de Crosse.
Tal vez éste hombre no haya tenido la precaución de aislar debidamente el contenido de sus aparatos para evitar cualquier fuente de contaminación externa. ¿Pero qué tal si descubrió el milagroso secreto para crear vida a partir de materia inerte?
Un fraude o un Frankenstein, ¿Quién lo sabe?
Se trata de un elemento esencial para la literatura fantástica, y los procedimientos para conseguirlo son muy variados.
Poe, en su teoría sobre el relato breve, desarrolla este concepto definiéndolo como ''cierto efecto único preconcebido, situado al final de la historia, al que todos los incidente deben confluir''.
No debe haber ninguna descripción, digresión o comentario que no vaya encaminado a conseguir el efecto único que el autor se ha propuesto previamente: todo debe estar dispuesto para la sorpresa final.
En teoría implica una tensión constante en el relato y una gran economía de medios.
<<El corazón delator>> es un ejemplo perfecto: se trata de un cuento breve -en su lectura apenas empleamos unos veinte minutos- que mantiene al lector interesado y en vilo desde el primer momento. Su economía es sorprendente, no sobra ninguna frase y toda la acción, que va intensificándose paulatinamente, está dispuesta para estallar en el desenlace, o lo que Poe llama la ''unidad de efecto''.
El desenlace no tiene por qué suponer una aclaración del misterio, pues a menudo sucede todo lo contrario: la duda, la ambiguedad con que se queda el lector -como dice Todorof- suele ser una forma habitual de cerrarlo y de proporcionar una nueva sensación de intriga, otra vuelta de tuerca.
La elipsis es el recurso más frecuente para silenciar posibles explicaciones que nunca serían tan ricas y sugestivas como las que podría aportar la propia imaginación del lector.
Sugerir en lugar de contarlo todo, recurso esencial para mantener en vilo al lector y avivar el suspense, es un procedimiento (Que el lector siempre agradece) utilizado no sólo en la literatura fantástica, sino en toda clase de géneros literarios y en otras formas de expresión artística.
La función que el narrador cumple en los relatos fantásticos es, en algunos casos, la misma que tenía antaño el narrador de carne y hueso que se disponía a hacer pasar una velada agradable a su auditorio, ávido de escuchar sucesos que estimularan su imaginación y le produjeran un ligero escalofrío.
De igual manera, el lector puede identificarse, como receptor del cuento y, sobre todo, a través de la actitud de ciertos personajes, con los antiguos oyentes que adoptaban parecido talante escéptico al principio, para dejarse convencer sin remedio ante la evidencia con que se presentaban los acontecimientos.
Una de las formas más directas para reproducir este ambiente se consigue mediante un narrador protagonista de los hechos, que relata en primera persona.
Al identificarse ambas funciones -narrador y protagonista-, la historia resulta creíble para el lector, que no desconfía de la veracidad de los acontecimientos contados por quien los ha vivido. El narrador por otra parte, es a veces un personaje nervioso y excitable, dominado por obsesiones que le acechan constantemente y le obligan a cometer las más terribles acciones (es el caso, por ejemplo, de ''el corazón delator'').
En otras ocasiones, se trata de un personaje serio y poco imaginativo, escéptico por naturaleza, de tal manera que el lector se identifica con él y se deja guiar, confiado, a través de las vicisitudes que la historia propone.
Tomemos, por ejemplo, el cuento de Wells: El narrador protagonista, Edward George Eden, empieza con una advertencia dirigida al lector: no pretende ser creído, sino contar su historia para evitar nuevas víctimas. Las características de este personaje, estudiante aventajado que goza de perfecta salud y vive con ciertas dificultades económicas, despiertan de inmediato las simpatías del lector y permiten su reconocimiento. La naturalidad con que se desarrollan los hechos y la precisión de fechas y lugares con que se ilustra la historia, son ingredientes perfectos para que el lector se deje guíar por este meticuloso narrador y confíe en él plenamente. Ya puede empezar lo inaudito. Estamos dispuestos a vivir la suerte del protagonista.
Es frecuente también la utilización del punto de vista omnisciente que da plena libertad al narrador para contar la historia sin sujetarse a las limitaciones que comporta narrar tan solo lo vivido directamente. En estos casos, el narrador construye un relato creando la atmósfera apropiada con plena autoridad, aportando datos desconocidos por los personajes.
''La pata de mono'' y ''El maleficio de las runas'' son ilustrativos de esta perspectiva narrativa.
Finalmente tenemos relatos donde se mezclan la primera y la tercera persona narrativa, proporcionándonos el punto de vista del protagonista, héroe o víctima de los acontecimientos, y el de un narrador omnisciente que, no sólo nos informa del temperamento y costumbres del personaje principal, sino que nos permite conocer de cerca la reacción de los demás personajes ante los extraordinarios sucesos.
En ''La Araña'', por ejemplo, el diario personal de Richard Bracquemont es presentado por un narrador omnisciente que informa de las circunstancias externas que rodean el caso, dando con ello una visión más amplia que lo hace todavía más enigmático.