Partida Rol por web

Cargasteis a los camellos con el muerto, y con todo lo demás. Amessis y Nepthis montaron en los dos animales que quedaron libres mientras que Lurzca, Jotnar, Horpet y el mercenario que habíais atado a la palmera hicieron el camino a pie. Caminasteis media hora bajo el sol abrasador, pues Nepthis se negó a utilizar la varita para un trayecto relativamente corto. Cansados y sudorosos llegasteis a La Piedra Susurrante. 

La taberna construida en torno a la inmensa estatua enterrada en la arena estaba tranquila a aquella temprana hora de la mañana. Jotnar y Horpet entraron al interior, mientras el resto esperasteis fuera.

Apenas había un par de mesas ocupadas con clientes que bebían té en silencio. El único sonido que se escuchaba era el de los ronquidos de Werrak Eructrueno que yacía sobre una mesa vestido como una mujer. Aún abrazaba un ánfora de cerveza mulhorandina.

Un muchacha que barría el suelo os señaló el mismo reservado de la noche anterior cuando le preguntasteis por Kheper Ka-ra. El líder de los mercenarios presentaba un aspecto mucho más marcial en su armadura de combate. Sonrió cuando os vio llegar, y abrió los brazos.

—¡Ah, Horpet, muchacho! ¡Me alegro de verte! —dijo depositando una mano en su hombro—. A ti también, Jotnar. Aunque me temo que eso significa que me vayáis a quitar a Horpet. ¿Es eso, muchacho? ¿Quieres irte con estos caballeros?

—No, señor. No quiero irme de la Compañía —respondió el vástago de los Ini-Herit, mirando de soslayo a Jotnar—. Pero he de hacerlo. Debo mi vida a estos señores y les he dado mi palabra de que los acompañaría a Gheldaneth. Espero arreglar mis asuntos en casa y...

Volvió a mirar a Jotnar, recordando la sugerencia del enano de unirse a una compañía de mercenarios que estuviera afincada en Gheldaneth para evitar problemas con su madre. Una compañía como la Barba Insondable.

—... quizá tengáis noticias mías. No os aseguro nada. Mi madre puede ser muy...

Pesada.

—... testaruda.

El mercenario dio un trago de vino especiado.

—La palabra de un hombre es importante —asintió Kheper Ka-ra, comprensivo—. Respeto eso.

Entrecerró los ojos.

—¿Pero qué es eso de que les debes la vida?

—Oh, sí. Eso. Eh... hay otra cosa que tenemos que contarte —dijo Horpet, rascándose la coronilla.

Te adelantaste y tendiste a Kheper Ka-ra la carta que os encontrasteis en la linterna encantada de Khalogo.

—El líder de los eruditos que teníamos que escoltar a la tumba de Akhenseti, ordenó a tus hombres que atacaran a la Compañía de la Barba Insondable. Hapu está muerto...

Kheper Ka-ra levantó la vista de la carta y te miró con expresión pétrea.

—... y Ka-mose está inconsciente. Nahi sobrevivió. Han accedido a traer de vuelta a los tres. Están a la entrada de La Piedra Susurrante, junto al resto de la Barba Insondable.

Kheper Ka-ra frunció el ceño.

—No entiendo. La carta dice que te dejaran marchar sin oponer resistencia —se extrañó Kheper Ka-ra, señalando la misiva con el dedo.

—Así es, pero al ir a entregar la carta a los eruditos descubrí que no eran humanos, sino hombres chacal que servían a Set —respondió Horpet—. Khalogo no quería que yo difundiera su secreto, y me encerró en un sarcófago mientras decidían qué hacer conmigo. Me habrían matado, seguro, de no ser por la intervención de Jotnar y su compañía.

Kheper Ka-ra se sentó sobre la mesa, y reflexionó sobre lo que le acababais de contar durante unos momentos.

—Sabía que esos eruditos no eran trigo limpio, tenía que haber confiado en mi instinto —se lamentó el líder mercenario y chasqueó la lengua—. Lo siento por Hapu, escribiré a su viuda para contarle la aciaga noticia.

»¿Matasteis a esos bastardos?

—Sí, señor. La Compañía de la Barba Insondable los mató a todos. Con ayuda de una momia guardiana que servía a Osiris, creo. 

Kheper Ka-ra se levantó de su asiento y se acercó a ti.

—No puedo darte las gracias después de que hayas matado a uno de mis hombres —dijo con gesto grave—. Pero sé cómo son estas cosas. Respeto que hayas perdonado la vida del resto de los míos después de que ellos atacaran primero, y que hayas venido aquí a dar la cara. Otro hubiera escurrido el bulto en tu lugar.

Te tendió una mano.

—Por mi, no hay mala sangre entre nosotros.

Jotnar estrechó la mano que le ofrecía Kheper Ka-ra y asintió. Lo cierto es que le gustaba que aquel hombre valorara cosas como las que había dicho.

—Sólo he hecho lo que yo agradecería de estar en tu lugar y le pasara a una de mis chicas—dijo—. Eres un buen hombre. Y con buen instinto. Hasta otra, Kheper Ka-ra, que vuestros viajes sean seguros.

Miró a Horpet.

—¿Vamos, muchacho?

Kheper Ka-ra estrechó tu mano en la suya. Se acercó a tu oído y te susurró:

—Entonces espero que entiendas que, la próxima vez que te cargues a uno de los míos, me voy a cargar a una de las tuyas. Y entonces, cuando estés muy cabreado... te esperaré.

Palmeó enérgicamente tu hombro y se dio la vuelta, dando la conversación por terminada.

—Claro, vamos —asintió Horpet.

Jotnar no se tomó a mal aquello porque entendía a Kheper Ka-ra; él estaría cabreadísimo en su situación. Por eso valoraba tanto que el humano hubiera tenido en cuenta todo lo demás. Y por eso había querido hacer lo que le habría gustado que hicieran por él.

Dió media vuelta y salió de allí junto a Horpet.

- Pues se ha puesto buen día... - Dijo la mestiza mirando hacia el cielo, en el que un enorme y abrasador sol, se empeñaba en sofocar a todo ser viviente que pululaba a esas horas por las calles de Mishtan. 

Esperaba que Jotnar saliera pronto del local y que trajera consigo el paquete que debían entregar a su contratista. No obstante, algo le decía que una vez en la taberna donde se encontraba su nuevo jefe, difícilmente accedería a salir al exterior para viajar al reencuentro con su oronda y controladora madre.

Ella no pensaba entrar. Ya había dicho que no era buena idea que pasara a despedirse de Kheper Ka-ra y la habían tomado por bruta y por loca. Le daba a Lurzca que no iban a cobrar por aquel trabajo.

Jornat y Horpet reaparecieron pocos minutos después. Al parecer, Lurzca había errado en su juicio. Errado, que no herrado. Eso significaría poner herraduras, y la semiorca no sabría por dónde empezar. Eso era cosa de judíos, y los judíos no existían en Mulhorand.

-¿Y bien? -preguntó Amessis, sin levantarse de la sombra en la que se había tumbado a descansar. Lanzó un largo suspiro-. ¿Nos podemos ir ya?

Jotnar se encogió de hombros.

—A menos que quieras echar raíces ahí y convertirte en una palmera... —respondió. Luego miró a Nepthis y se dió unos golpecitos con los nudillos en la armadura—. Pero esta vez saca esa varita, querida. Que ahora sí que el camino es largo y no quiero asarme en mi propio jugo aquí dentro.