La noche cae sobre el Cuerno de Oro, y los pescadores vuelven al puerto. Los ves desde el otro lado de la cadena que impide que los barcos entren en el Cuerno sin permiso, esa cadena que separa la ciudad de Pera de la capital imperial, la Ciudad. La mole imponente del Kastellion se yergue sobre la entrada de ese brazo de mar guardado, a contraluz, como un gigante dormido en un cielo en llamas.
Es hora de volver a la Ciudad. Erguido sobre el castillo de popa de tu flamante dromón, La Danaë, das la orden de regresar al puerto de Sofía: la patrulla se ha acabado por hoy. Los capataces hacen restallar los látigos sobre los esclavos a los remos, recogéis las dos grandes velas latinas para que la brisa que a estas horas sopla desde el mar hacia la tierra no os empuje contra las rocas. Tú sabes, como sabe cualquiera que haya vivido junto al mar, que a estas horas los paseos del puerto se llenarán de pescadores y marinos y mujeres que tomarán brebajes y cantarán para celebrar la jornada de trabajo. Así es, y así ha sido cada noche en todos los puertos del Mediterráneo, desde que el primer hombre decidió vivir del mar, desde que la primera mujer miró el mar con ojos anhelantes. Messogeios Thalassa, Mare Nostrum. Te sientes como en casa.
Ves otros barcos de la Armada entrar en el puerto. Conoces a la mayoría de esos oficiales, gente capaz encerrada en un madero flotante durante toda su vida. Recuerdas la primera vez que navegaste. Todo el mundo hablaba de la libertad que suponía el mar: ahora estabas en Constantinopla, pero mañana quizá visitarías Alejandría, Calcedón, los emporios de Palestina, las islas Baliares. Navegando, Janón había cruzado las Columnas de Hércules y había llegado hasta Dios sabía dónde, bordeando las costas del África. Pero para ti aquello era lo contrario a la libertad: mirases donde mirases sólo veías caras humanas sudadas que te devolvían la mirada, madera, cabos. Y más allá el mar, el ponto, el piélago. El mar inmenso y azul por todas partes, el mar infinito, el mar en el que nadie te encontraría jamás.
El pensamiento de trabajar allí toda tu vida te da vértigo. No es que te desagrade ese trabajo; de hecho, te encanta ese trabajo. Pero, ¿y si tienes cincuenta años y sigues exponiendo tu piel ajada al salitre y la brisa, como los viejos capitanes de dromones no más flambantes que La Danaë? Y luego, ¿qué? Vivir de quién, si careces de hijos y no has formado una familia a lo largo de tus viajes.
Un pensamiento te pasa por la cabeza. Debes hacer fortuna, debes hacer un colchón en el que pasar tu vejez. Por tu cabeza pasan las caras de los viejos soldados que piden limosna a las escalinatas de la vieja Santa Sofía, o a la puerta del Hipódromo. El Imperio los usa y se llena de gloria. Pero luego los olvida.
No puedes quitarte esa imagen de la cabeza, y en cuanto pisas tierra firme (¡y qué extraño es pisar tierra firme cuando vienes del mar!) decides encaminarte hacia una taberna cercana, a la sombra del hipódromo. La noche ya ha caído y los mercaderes y los borrachos, con sus cantos, hacen que la noche parezca el día.
Entras en un edificio frecuentado por marinos y prostitutas. Lo reconoces por las viñas que cuelgan de la entrada.
Te despiertas tirado en un calabozo en los suburbios de la ciudad. Tienes el cuerpo ligeramente dolorido, como si te hubiesen zarandeado hasta allí. Recuerdas flashes de lo que pasó anoche en la taberna.
Un guardia te abre la puerte y te ayuda a levantar. Está especialmente simpático contigo, quizá porque dice que un enviado del palacio imperial en persona ha venido con una orden para sacarte de allí.
Su nombre es Antemio. Te ayuda a salir de allí y te entrega una carta sellada del secretario imperial. Es la orden que ya conoces: enviar a Jenócrates de Tenedos y la embajada diplomática hasta Lázica. Le acompañarán diez soldados, dirigidos por el capitán Antonio Tulio —otro puto nombre latino, piensas—, y dos sacerdotes.
Abajo te dice que zarparéis en dos días, tiempo suficiente para que prepares las provisiones para el viaje. Aparte del embajador, los soldados y los sacerdotes, tienes que tener en cuenta, por supuesto, los cincuenta remeros de la embarcación y la tripulación, unas cincuenta personas contando personal militar. No repares en gastos.