Esparció la arena formando un arco con su brazo, dejó que se filtrara entre sus dedos con suavidad mientras repetía el mantra para sus adentros. Mantenía la mirada fija en el fuego, sin parpadear. Sacaba un puñado mas de arena de un saco que portaba siempre y repetía el proceso. El frio de la noche se apoderaba de su piel lentamente, haciendo que las mantas que vestían se hicieran insuficientes ante tal acontecimiento.
El incesante chisporroteo del fuego ante las pocas gotas de lluvia que se atrevían a acercarse al Magi eran lo único que mantenían al joven consciente de que se encontraban en medio de un páramo desértico repleto de malas hierbas. Su padre continuaba recitando aquel cántico únicamente moviendo sus secos labios, sin producir sonido alguno; la lluvia caía con fuerza a su alrededor formando una pequeña y perfecta circunferencia alrededor del fuego que impedía que se calaran hasta los huesos.
Ormuz sentía cómo el agua intentaba penetrar el circulo con intensidad, aún le fascinaba aquel rito. Darom, su padre, era el único magi conocido capaz de realizar dos rituales a la vez, aquel terrateniente lo sabía bien, como el resto de pueblos aledaños. Contrató al anciano por dos veces lo que cobraría un gran Tahúr y aún así tuvo que regatear dos sacos de arroz.
No tenían mucho, y con la llegada de Dalda, su tio, rápidamente se vaciaba su alacena. Los Magi no prestaban servicios, sabían cosas, si, pero no vendían su saber. Darom tampoco lo hacía, hasta hace no mucho. La llegada de Dalda cambió todo. Algunos se atrevían a afirmar que era portador de la mala suerte, otros decían que era un aprovechado y un pobre desdichado. Había perdido su caravana repleta de arcilla en su último viaje y pronto sus proveedores y sus compradores perdieron su confianza en él.. Ahora vivía con su hermano y a pesar de la verguenza que sentía trataba de ayudar en todo, pero sus manos temblaban con frecuencia y su vista comenzaba a fallar. Así fué como el padre de Ormuz se vió obligado a vender su don. Se encontraban en las tierras de aquel terrateniente, ayudando a dar vida a las semillas que plantaban cada temporada, el joven Ormuz no cesaba en su empeño de aprender, pero sabía, muy en su fuero interno, que jamás acanzaría la habilidad de su padre.
-Vamos a pasar la noche a la intemperie, llevate mantas.- Dijo pesadamente Darom, esa mañana, mirando a su hijo con unos ojos caídos y viejos.
-¿Haréis llover, padre?-se incorporó sobre su saco, con una sonrisa en la cara.
-Haré que la lluvia quiera apagar el fuego, hijo. Vístete, y no te resfríes, mañana vas a la Casa de Aru-nadah, con tu tío, quiere enseñarte algo.
Uno siempre se sentía bien hablando con Marco Valerio. Tras el incidente de la taberna, tienes tiempo de hablarle de manera privada. Le cuentas lo que sabes, que si la Llama debe existir en algún lugar, está en Oriente.
Después de todo es en Oriente donde nace el Sol, y el Sol es la Llama de todas las llamas terrestres. El sol todo lo ilumina, incluso ese viejo puerto, Constantinopla, construido en la encrucijada de culturas más transitada de la Historia. Marco Valerio, que ya es mayor, está cansado. Lo acompañas hacia su acomodación en la embajada, dejando el puerto de Sofía, en el que empieza a asomar el sol entre las fortificaciones y los palos mayores de los barcos.
— Te conseguiré un pasaje seguro hasta el este. Estos animales griegos, los borrachos; pude escuchar que se dirigían a Lázica, la antigua Cólquida. Es un buen lugar de partida. Hay gente que me debe favores en la administración imperial, y os podrá encontrar un hueco en la misión.
>> Sí, como ves he utilizado el plural. Mi pupilo, Cayo, irá contigo. Es un buen chico, algo tímido, pero muy despierto. Goza de mi total confianza. Pero no basta con eso: toda la educación que yo podía darle se la he dado ya. Ahora debe aprender por sí mismo; y para eso debe viajar.
>> Le he encomendado que establezca conexiones con los cristianos íberos huidos tras la invasión persa. No, no te disculpes. Esos bárbaros no tienen nada que ver contigo. De paso, te ayudará en lo que pueda. Es un chico de recursos.
>> Recuerdo que en Cólquida había un alquimista conocido, pero quizá haga treinta años de entonces. Un judío, de nombre Enoch. En aquel entonces era joven; igual sigue vivo. Si alguien puede ayudarte en tu empresa, es él.
>> No sé si podremos volver a vernos, supongo que el barco zarpará en breve. Cuida de mi muchacho, ¿quieres? Escribiré a tu padre por ti, y le daré mis condolencias.
>> Ve, ahora déjame besarte —te besa en la frente—. Eres una buena persona. Serías un buen cristiano, Ormos.