-¡Viejo! Llegas justo cuando te necesitamos. ¿Veis esa luz ahí al fondo? -les digo mientras apunto hacia una tenue luz que se distingue a lo lejos.- Id corriendo a buscar socorro, necesitamos que nos ayuden con Tulio, está gravemente herido.
Me giro rápidamente hacia el soldado.
-Intenta parar la sangre, atale ropa alrededor de la herida. Yo tengo algo que hacer...
Me acerco al León, cuchillo en mano. Me arrodillo y empiezo a despellejarlo.
Desde luego, no es la escena que tenía en la cabeza en la que, como un semidiós, iba a purgar a la bestia con fuego celestial. Más bien eran algunas ramitas humeantes, una especie de gato gigante muerto y el clérigo rodando por el suelo. Una vez superada la decepción, y de vuelta a la realidad, reacciono inmediatamente al percatarme de que la figura yacente está ensangrentada y como bien me informa Calístrato, se trata de Antonio.
-Gaius, será mejor que te levantes y vayas a buscar a Ormuz. -le digo. No es momento de cuestionar órdenes, sino de actuar rápido, así que hago lo propio con lo que me ha encomendado el de Mileto y me dirijo hacia la luz. Cuando llevo un par de pasos más allá del claro, recuerdo algo, me doy la vuelta y le digo:
-Por cierto, guárdame los testículos y las entrañas... y quizás los riñones, nunca se sabe.
Luego, salgo corriendo hacia la misteriosa luz, sin percatarme que no tengo ni idea de a quién le tengo que pedir socorro.
A medida que corres, descubres que la luz misteriosa se encuentra al otro lado de un río que no sabes por dónde vadear. Antes sin embargo de que te gane el desánimo, unas seis figuras humanas aparecen cerca de la playa. Les ves, y ellos te ven a ti.
— ¡Ahí, ahí, ahí hay otro! Pero este no está dormido.
Se acercan a ti. Te llama la atención el dialecto de griego que usan, especialmente arcaico. Incluso para ser la puñetera Cólquida.
>> ¡Mi señor! —dicen avanzando hacia ti— ¿Os encontráis bien? ¿Necesitáis ayuda? ¿Vos también tenéis sueño?
El tratamiento como señor me ayuda a recuperar en parte la dignidad perdida con el numerito del fuego. Los seis desconocidos parecen estar al tanto del misterioso sueño que recorre el bosque, así que me acerco a ellos con algo de recelo, aunque no es momento de ir desconfiando de la gente:
-Yo me encuentro bien, pero uno de los hombres que viajaba con nuestro grupo ha sido atacado por una fiera salvaje. Mi compañero Calístrato me ha dicho que podría encontrar ayuda en esta dirección. Además, después de tantas emociones, dudo que pudiera dormir en mil años.
Mientras explico esto, no dejo de apartar la mirada de la extraña luz, y trato de pensar una forma de vadear el río, pues realmente me causa una gran curiosidad. Casi tanta como la forma de hablar de mis misteriosos acompañantes:
-Por cierto, ¿quiénes sois vosotros que incluso a un perro viejo de Tenedos le sonáis como salidos de la Ilíada?
— Somos aldeanos, mi señor. Venimos de allá, del pueblo —dice, señalando con un gesto ostensivo hacia la luz. Tu vista cansada sólo puede distinguir algún tipo de hoguera en la distancia, pero bien podría ser que se tratase de un conjunto pequeño de hogares—. Encontramos unos cuantos soldados durmiendo, pero como ninguno de ellos parecía el líder decidimos seguir buscando por si había más. ¿Sabéis algo? ¿Necesitáis ayuda? El pueblo no está lejos de aquí.
¿De verdad somos tan idiotas como para no ver un pueblo a tiro de piedra de distancia? Aquellos extraños salidos de la nada eran cuanto menos sospechosos, pero la noche se estaba alargando demasiado como para empezar a cuestionarme si aquello eran pueblerinos o espíritus del bosque jugando con la mente de un anciano. Aún así, decido lavarme las manos y pasarle la faena al mercader:
-Como ya os he dicho, uno de nuestros hombres está herido. No sé si deberíamos moverlo o tratar de ayudarlo en el sitio. Ormuz, el anciano persa que viaja con nosotros, quizá sepa cual es la mejor decisión. Por el momento, os agradecería que me acompañarais y rápido. O si no, dará igual que el pobre Tulio muera bajo techo o bajo las estrellas.
Me levanto lentamente, todavía un poco dolorido por la caída. Bebo otro trago de vino y salgo del claro, en busca de Ormuz.
"Puto viejo. Con lo bien que estaba yo en Constantinopla", pienso.
Al ver a Ormuz, le pido que se acerque con un gesto.
"Un día de estos volverá a abrir la puta boca y nos matarán a todos."
Unos minutos más tarde, Jenócrates de Tenedos, Príncipe de los Agrimensores, Embajador de los romanos en Lázica, et caetera, aparece en el claro seguido de seis personas que parecen sacadas de la representación de una obra de Eurípides. Hablan entre ellos en un griego difícil, cerrado, como si la prosa de Marco Aurelio nunca hubiese llegado hasta ese lugar.
Aunque por supuesto que no lo había hecho.
— Debemos ir al pueblo, raudos —dice uno, el cabecilla, señalando la luz al otro lado del río. Al ver a Calístrato despellejando al león, dicen—. Daos prisa, mi señor, o llevadlo con vos hacia la aldea. Allí estaremos más seguros. Avisad a los demás, necesitamos ayuda para levantar los cuerpos.
Echadme una mano y os lo agradeceré como es debido, uno no mata un león y lo deja tirado en cualquier lugar. -le digo al cabezilla.
¡Viejo! -le grito a Jenócrates- échanos una mano si quieres hacerte una sopa con los huevos de esta bestia.