En honor a la verdad, no teníais muy claro qué esperar de Lázica.
La ciudad de Phasis está construida en la desembocadura del río del mismo nombre. Es la ciudad más importante del reino, y hogar de Tzathes, al que los romanos llaman Tzathio, rey de Lázica. Cuando llegáis, recibidos por la bruma del mar, descubrís que la poca visibilidad no se restringe al mar: la ciudad, de hecho el reino entero, está envuelta en la niebla gris que baja de las montañas. Incluso en ese día de agosto de 527, la ciudad está inmersa en la niebla, y el clima es húmedo y frío.
Escucháis el sonido de llamadas desde las atalayas, avisando de la llegada de la Danaë al puerto. La niebla, el velo gris de esta parte del mundo, hace que el eco devuelva los gritos. Aparte de eso, la repetición difusa de voces humanas, y de los sonidos del barco, no escucháis un gran alboroto en el puerto. De hecho, la ciudad parece sumida en el silencio, expectante.
En el puerto os recibe una comitiva real. Los oís antes que verlos. Unos barcos de técnicos os ayudan a atracar en el puerto de la ciudad.
Abajo, en tierra firme, hay una guardia de diez soldados lazes, todos con cota de malla y arcos compuestos, llevando una espada larga al cinto. Herencia de los pueblos de las estepas a los que se precian de haber sobrevivido. Aparte de ello hay tres funcionarios. Uno de ellos, el que está situado en medio, se adelanta y os saluda con la mano.
— Os saludo, dignatarios de Roma. Bienvenidos a Phasis, en la tierra de los lazes. He sido enviado de palacio, donde pronto os recibirá la reina.
>> El rey mi señor, Tzathes, no se encuentra en la ciudad. Ha debido partir hacia el norte, cruzando el Drakon, para someter al señor de Bedia, que se ha rebelado contra el poder. Espera que podáis disculparle.
Avanzáis por la calles de la ciudad. Bien visto, aquella ciudad —si es que puede llamársela así, pues es tan grande como uno de los distritos de Constantinopla— tiene encanto. La gente sale a los balcones a mirar a los extranjeros, y los extranjeros sois vosotros. Podéis ver el miedo y la incomprensión en sus rostros: los rostros de un pueblo que se prepara para la guerra.
El palacio es una villa de estilo romano decorada como una tienda de las estepas (no en realidad, pero para vosotros, que venís del refinado mundo grecolatino, todos esos particularismos regionales os parecen indistinguiblemente bárbaros). En él está reunida la clase dirigente de la ciudad: los nobles, sí, pero también los representantes religiosos, como el patriarca cristiano, un sacerdote mazdeísta, y un rabino. Bajo la atenta mirada de los soldados de Lázica, os presentáis ante la reina, una mujer bella y morena, pero con la cara picada por la viruela —esto lo deducís más que lo veis, porque un fino velo semitranslúcido le cubre el rostro, dejando entrever la profundidad de sus dos ojos almendrados. Os saluda con una voz dulce, pero majestuosa:
— Sed bienvenidos a mi casa. Que les preparen habitaciones en el palacio, y preparad la mesa para la comida.
>> Hablad ahora, os escucho.
Disclaimer: muchas de las cosas me las he inventado, no tengo ni idea de si Phasis era realmente la capital (creo que lo era), de si los lazes se consideraban descendientes de los escitas ni de si el palacio era una villa romana decorada como una tienda de las estepas. A lo largo de la narración iré haciendo cagadas de estas. Dadme crédito al menos por apuntar qué partes sé que no sé xD
El cambio de clima, del sol abrasador de hace una semana a la ligera bruma que parece cubrirlo todo, parece hacerle bien a la erupción del brazo, que deja de incordiar. Recorriendo las calles de la provinciana Phasis, no puedo evitar recordar con cierta nostalgia la pequeña Tenedos, aunque en comparación, Phasis es Constantinopla.
La noticia de la ausencia del rey no augura nada bueno. He venido a tratar con él en persona, no con ninguna mujer, por muy paridora de herederos al trono que sea. Mi primera impresión es la de una mujer vanidosa y débil: cubrirse así la cara por cuatro marcas de enfermedad... ¡Un verdadero monarca ha de dar la cara, mostrar que no tiene nada que ocultar! Que ha sobrevivido a la viruela y sobrevivirá a lo que le echen. Espero equivocarme, si por lo que se ve, mis negocios serán con ella.
-Muchas gracias, Su Alteza, por su hospitalidad -digo con cierto servilismo.
>> Jenócrates de Tenedos, embajador de Su Alteza Imperial, Justiniano I de Bizancio -me presento y introduzco a mis compañeros. -Éstos son Calístrato de Mileto, capitán de la Dánae, y Ormos y Gaius Tertius, enviados de la Iglesia de Roma. Creo que hablo por todos al decir que el viaje ha sido agotador y que nos gustaría disponer de algo de tiempo para reponernos. ¿Quizás podríamos retomar la conversación durante la cena, si no es inconveniente para Su Alteza?
Viruela. Ormuz no puede evitar rememorar aquellos viajes iniciales con su padre, dando lecciones a los aldeanos para evitar contagios de la enfermedad. Recuerda como ayudó, con fuego, a erradicar la infección de la cara de un jefe de tribu. Aquel día, por pura pena, su progenitor curó a dos niños de aquella maldición. No le pagaron mas por ello, ni hubiera aceptado el pago. Había cosas que no se podían hacer por dinero.
Mira a la reina e inclina la cabeza cuando su nombre es pronunciado.
-Es un honor, su Alteza.-Dice sin mirarla a los ojos. Sabe que sus marcas son motivo de vergüenza para la reina. De no ser así, podría recomendarle un antiguo ungüento que fabricaba un anciano de su pueblo, que si bien no curaba, si reducía la profundidad de las cicatrices y las hacía mas imperceptibles. Proponer algo así a alguien de su posición que lleva un velo sobre las marcas era una locura.
El anciano toma la iniciativa. Bien, piensa Ormuz, mi papel no es principal. Su labia, alabada por su amigo el monje, le hacía sentirse seguro en todo momento, pero alguien de linaje real suponía un reto superior para él, o eso pensaba.Siempre llevaba la voz cantante, y era un alivio tomarse un descanso como éste.
Niebla en agosto. No es algo que hubiera visto nunca, ni que me parezca muy normal, pero siendo una persona de interiores se agradece el cambio de temperatura. Por algún motivo, me recuerda a mi hogar, Igual por la villa romana que es el palacio. Aunque sin ostrogodos, claro. Todo es mejor sin ostrogodos.
Intento no fijarme demasiado en la cara de la reina. Sería una mujer hermosa si no fuera por la viruela. Una lástima.
-Es un honor, su alteza.-Digo, en cuanto Jenócrates me presenta, intentando recordar las largas y aburridas clases de protocolo a las que me sometió mi padre.
Motivo: Corte
Tirada: 1d100
Dificultad: 45-
Resultado: 29 (Exito)
La reina asiente y ordena que os lleven a vuestras habitaciones, con la promesa de volver a reuniros todos para la comida, dentro de tres horas.
Vuestras habitaciones son cómodas pero modestas. Aunque en comparación con dormir en un barco, son un pequeño palacio donde el suelo siempre está donde esperas que esté. Y eso se agradece.
No tenéis nada que hacer durante las siguientes tres horas. Phasis es vuestra.
Paso esas tres horas en mis aposentos, acostado sobre un sencillo triclinio. No duermo, demasiados pensamientos se agolpan en mi mente, que empieza a ser consciente de dónde me he metido. Demasiadas cosas dependen de lo que un servidor diga y haga durante los próximos días. La paz, la guerra, las alianzas, todo podía cambiar por una palabra indecente o un gesto descortés. Pero si Procopio me ha confiado con tal responsabilidad es porque cree que estoy capacitado para ello. Es un consuelo de tontos, pero consuelo al fin y al cabo.
Repaso algunos de mis apuntes y notas, que siempre llevo conmigo. Creo recordar que Saúl llegó a desarrollar un unto que ayudaba con la cicatrización. Quizás sería un detalle agradable para con la reina. Nunca fue un tema que me interesara especialmente, el de la sanación, así que dudo que tenga apuntada la fórmula completa, pero al menos la lectura me ayuda a distraerme y sosegar la mente.
Paso esas tres horas en el prostíbulo más cercano, acostado sobre un sencillo triclinio. No duermo, demasiadas mujeres se agolpan ante mis ojos. Demasiadas cosas dependen de la que elija. La pelirroja, la rubia, la mauritana o la persa. Si Dios me ha confíado con tal responsabilidad, la de poder cubrir a una hembra, es porque cree que estoy capacitado para ello. Es un consuelo de tontos, pero consuelo al fin y al cabo.
Repaso sus caras, primero la de la pelirroja. Me fascinan las mujeres con el pelo de este color. ¿Que pasará en el vientre de la mujer para que se engendre tal maravilla? ¿Qué es lo que tiene ese color que tanto me revuelve? Desvío la mirada a la rubia. Creo recordar que la última rubia con la que me acosté fue en un puerto del Adriático. En ese prostíbulo usaban un unto que ayudaba con la penetración anal. Quizás sería un detalle agradable para con la reina. Nunca he probado a las negras. Es ancha de caderas y esos labios me llaman la atención. La persa es la que menos me atrae. Las he aburrido. Pero no. Volveré a caer. Levanto la copa de vino y entornando los ojos digo:
-La pelirroja.
Dedico mis tres horas a escribir la primera carta para Valerio, codificada bajo "Génesis", como acordamos. De momento, no escribo mucho: "Llegada a Phasis. El rey está ausente, nos recibe la reina. El agrimensor es alquimista y muy excéntrico."
Espero a que se seque y la escondo en un bolsillo interior de mi ropa. Posiblemente escriba más antes de enviarla.
La mesa está puesta. La comida es poco original pero está bien hecha: cordero al estilo parto, sopa de cebolla y judías, queso fresco, yogur y miel. Unas tiras alargadas, de intestino de cordero, llenas de nueces, uvas pasas, miel, y remojadas en mosto. Es lo más dulce que habéis probado en mucho tiempo.
De hecho, es demasiado dulce. Pero a ellos les encanta.
Se sirve agua caliente —recién hervida— y un poco de vino, aunque no lo suficiente como para nublar el entendimiento. Hay temas importantes que tratar.
La reina preside uno de los extremos de la mesa, y le da a Jenócrates la gracia de sentarse a su lado, a su derecha. Así la conversación puede ser más discreta.
En el centro de la mesa, un anciano general con largos bigotes se jacta en un griego extrañamente fluido de sus hazañas contra los pueblos de las estepas, en alguna campaña olvidada hace veinte años.
— Aparecimos en mitad de la noche y rodeamos el campamento. Todavía me acuerdo, era una noche clara, y la luz de luna iluminaba las tiendas. Habían acampado cerca del agua clara de un lago, al otro lado de las montañas. Empezaba el invierno.
>> Nos acercamos sin hacer ruido, la nieve amortiguaba nuestros pasos. Imaginad la escena en la memoria silenciosa de Dios: los nuestros, como hormigas negras en formando sobre un mármol blanco, acercándose al campamento.
>> Cuando estuvimos lo suficientemente cerca, di la orden. Nuestros arqueros empezaron a disparar al interior del campamento, sin aviso, sin piedad. Una de las flechas debió hacer caer una antorcha, no lo sé, pero la cuestión es que el campamento empezó a arder. La gente, las mujeres, los niños, los hombres. Y los caballos. Corriendo de un lado a otro presa del pánico, incapaces de agruparse en una resistencia coherente. Siendo atravesados al azar. Todos los que intentaban huir del campamento eran asaeteados.
>> Menos los caballos. Al ver que no podían huir por la llanura, los caballos se tiraron al agua helada y empezaron a nadar hacia la otra orilla. El lago era poco profundo en ese punto, no más de diez pies; sin embargo, a un centenar de pasos de la orilla el fondo cae a pico. Comprimidos en aquel breve espacio, entre las aguas profundas y el muro de fuego, los caballos se apiñaron temblando de frío y miedo, asomando la cabeza fuera del agua. Los más cercanos a la orilla, con las llamas rozándoles el lomo, se encabritaban y montaban sobre sus compañeros, en un intento por abrirse paso a bocados y coces. En el fragor del tumulto se vieron sorprendidos por el hielo.
>> Durante la noche bajó el viento del Norte. (El viento del Norte baja desde el Lago Meotis como un ángel, gritando, y la tierra muere de repente.) Empezó a hacer un frío terrible. De pronto, con su carácterístico sonido de vidrio agrietado, el agua se heló.
>> Al amanecer, cuando las primeras patrullas de soldados, con los cabellos chamuscados, los rostros negros de humo, caminando con cuidado sobre las cenizas todavía calientes de la vida carbonizada, llegaron a la orilla del lago, un espectáculo horrendo y maravilloso surgió ante sus ojos.
>> El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballo. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Todas miraban hacia la orilla.
>> En sus ojos abiertos ardía aún la llama blanca del terror.
El episodio de los caballos es real, y de hecho la narración es casi palabra por palabra la narración de un corresponsal italiano en el frente finés, a orillas del Ladoga, en el invierno de 1941.
El frío y el terror del relato del anciano parecen filtrarse entre los presentes, a mi parecer, en forma de un silencio intrigante, que dura apenas unos instantes antes de que todo el mundo retome las conversaciones y la comida. Ésta, si ya resultaba empalagosa, ahora es incomible. Resulta difícil retomar la charla intrascendente después de algo así, y la oportunidad par pasar a temas más serios es demasiado buena como para desaprovecharla:
-Una historia estremecedora, ¿no le parece? -comento con la reina- Toda una expresión del horror de la guerra y la muerte. No sé si son los temas más apropiados para la mesa. Aunque se hace difícil no pensar en que cosas semejantes estén pasando al otro lado de las montañas, entre los íberos. Si me permitís el comentario personal, un error de juicio tremendo del basileopator, el no saber valorar a sus aliados como es debido. El sebasto Justiniano es diferente, jamás permitiría que tales cosas les sucedieran a los lazes y está concentrando todos sus esfuerzos en ello.
Dos faros de fuego te miran desde el otro lado del velo blanco.
— Entiendo que "no saber valorar a sus aliados como es debido" es un fino eufemismo romano para incitar una revuelta prometiendo a los íberos acudir en su ayuda, y dejarlos a su suerte cuando Cabades, al mando de cien mil soldados, sofoca la revuelta brutalmente.
>> No sé si habéis tenido la ocasión de ver los hospitales y los campamentos, embajador. Pero si lo que queréis es lamentar de verdad las decisiones del difunto emperador, esa gente podría ayudaros.
Mujeres. ¿Por qué los dioses se burlan de mí de esta manera tan cruel? Ésta en concreto tiene la sutileza del aceite hirviendo. Bien, si quiere ir al grano, mejor para mí.
-La frase que deberíais haberos detenido a analizar es "Justiniano está concentrando sus esfuerzos en ello", un eufemismo romano para "Sus ejércitos estarán aquí antes de que llegue el invierno". Por supuesto, vienen como aliados, como se espera de la cordial relación entre nuestros pueblos, y como tales deben ser recibidos. -digo con cierto tono resabiado. Nada dice "Seamos aliados" como dos milicias romanas en camino.
Irine, reina de Lázica, ha tratado con personajes despreciables a lo largo de su vida; sin embargo, hacía tiempo que nadie venía a su casa y la amenazaba, a ella y a su pueblo, de manera tan descarada. ¿Es por esto que todos los pueblos odian a los romanos? Es por esto por lo que Roma yace ahora pasto de las fieras.
Se levanta lentamente, mientras se hace el completo silencio en la sala, y se quita el velo. En su cara no hay marcas de viruela, como hubiera sido de esperar, sino una cicatriz que le surca la expresión de lado a lado.
Permanece de pie, alta y majestuosa. Irradia furia. Parece gritar: "¿Quién me ha molestado?" Pero cuando la ira desaparece viene la tristeza; suelta el aliento lentamente, cual suspiro, como cenizas flotando delicadamente en el viento.
Sabe que basta una palabra suya para que los romanos entren en Lázica, y luchen contra los persas como sus amigos. Pero ahora viene aquel funcionario lleno de odio a su país y la amenaza con el poder de Roma, y ella sabe que le basta una palabra, pero diferente, para que los persas entren en Lázica y luchen contra los romanos, también como aliados. Irine lo sabe, porque ella y Tzathes controlan la llave de la puerta a Anatolia.
Una sola palabra para arruinar la vida de ese energúmeno, y castigar su afrenta y su soberbia. Pero, hélas, Irine sabe que no hay ninguna palabra que pueda mantener la guerra lejos de Lázica, para mantener la muerte y la destrucción lejos de sus tierras. En su mente la ira y la tristeza se dan la mano y danzan. ¿Es que no has aprendido nada de la guerra en tus libros, anciano? Recuerda los ojos abiertos de los cadáveres y el humo saliendo de las casas.
La cicatriz de la cara le arde. Su razón no llega a entender por qué él ha decidido coquetear así con la muerte del mundo.
Ormuz ha gastado dos de sus bolsitas de té en el agua caliente que les han suministrado. Huele con delicadeza su tercera copa antes de dar un sorbo. Mira a la reina con cuidado. El anciano ha provocado su ira. Por desgracia, no está tan cerca de ellos como para haber captado algo de la conversación, pero el tono no ha sido el mas adecuado. La falta de viruela en su tez pilla por sorpresa a Ormuz y sabe, por la tensión del ambiente y por la inquisitiva mirada de la señora, que si no interviene, lo próximo que ella diga provocará sangre. Y mira con fuego a Jenócrates. Su padre solía decir que cuando miramos de verdad es cuando estamos enfadados, que el fuego en los ojos es la verdad del alma. Una madre, aunque riña a su hijo por que haya perdido a las cabras en la estepa, no mira con odio a su retoño. La reina, por contra, miraba a todos (y especialmente al anciano) como si hubiéramos prendido en llamas Lázica.
-Disculpad, mi señora, sea lo que sea que mi viejo amigo os haya dicho ruego que le disculpéis. El vino le afecta mas ahora que es anciano y el viaje ha sido largo y poco placentero. Estoy seguro de que no ha sabido escoger sus palabras.
Sabía manipular el fuego parcialmente, pero aplacarlo...eso era cosa de su padre.
Motivo: Elocuencia
Tirada: 1d100
Dificultad: 66-
Resultado: 79 (Fracaso)
Al ver el estallido de la reina, pienso que estaba en lo cierto. Demasiado dramática, exagerada... aquello es ridículo. Pero su siguiente mirada, cuando el fuego sólo deja ceniza, cuando la máscara, literal y figurada, de la reina cae y deja ver a la mujer, me destruye. Esta mujer lo entiende. No es uno de esos nobles que ociosos ven a su pueblo arder mientras degustan las ostras y el vino. Esta mujer entiende que el dolor, el verdadero dolor, no está en el fuego, sino en la ceniza. "Jenócrates, eres imbécil".
Me siento más viejo que nunca. Encogido en la silla, recuerdo unos versos de un poeta romano de segunda fila cuyo nombre olvidé tiempo ha. La voz se me quiebra en alguno de los versos y mi entonación es bastante mejorable, pero son versos de ceniza, cantados con honestidad y arrepentimiento:
"Entonces bajé avergonzados los ojos, / temiendo mi charla por gravosa, / y hasta llegar al río hablar no quise.
He aquí hacia nosotros vi venir / en barco un viejo, blanco por antiguo pelo / gritando: ¡Ay de vosotras, almas perversas!
¡No esperéis ya más ver el cielo! /Aquí vengo a llevaros a la otra orilla / a las tinieblas eternas al calor y al hielo"
Motivo: Cantar
Tirada: 1d100
Dificultad: 43-
Resultado: 47 (Fracaso)
Le Anachronisme: el poeta de segunda fila es Dante Alighieri y los versos son del Canto III de la Divina Comedia.
Intento disfrutar de la cena en silencio, fingiendo que la discusión entre la reina y el anciano excéntrico es algún tipo de obra teatral. Por muy dulce que esté, sigue siendo preferible a la basura que nos servían en el dromón. "Ni los cerdos se comerían eso", pienso.
Lanzo una mirada a Jenócrates, una mezcla entre ruego y decepción como intentando decir "Por favor. Compórtese." y vuelvo a mi plato, pensando ahora en las comidas familiares en Rávena. "Exactamente igual que cuando mi abuelo empezaba a hablar mal de los ostrogodos e insultar a los presentes."
Irine, reina de los lazes, lanza un suspiro de resignación. La tormenta ha pasado, quizá, pero no está satisfecha. Hace venir a un mayordomo y le susurra unas palabras, éste se va deprisa.
Vuelve a tomar asiento, más relajada. Mira a Jenócrates, a Ormuz y a todos los presentes, y esboza una sonrisa cansada.
— Bedia se encuentra a tres días a caballo de aquí. He enviado mandar aprestar un jinete para llevar una misiva al rey mi señor, diciendo que os personaréis para escuchar su propuesta. En ella le expondré al rey mi opinión al respecto de una alianza con los romanos. Algo tan importante como una alianza con Constantinopla no debería hacerse sin su consentimiento —dice, pero parece evidente que, si quisiera, podría zanjar el asunto ella misma. Vuestra presencia se le ha hecho pesada, insoportable, y no parece esforzarse en ocultarlo. No obstante, dada la importancia de la embajada, no quiere tomar ninguna decisión visceral.
>> Os acompañarán diez de mis mejores hombres, además de la escolta que veo que traéis. No temáis, no seréis molestados en mi reino.
>> Si tenéis alguna duda, hablad ahora.
Antes de partir, termino la misiva para Valerio. "Partimos hacia Bedia para hablar con el rey. Tres días de camino. Me preocupa el agrimensor, no es diplomático.", codificando también esta parte. Sello la carta y busco a alguien que pueda entregársela a Joel, en Constantinopla. Él tiene formas de hacerle llegar la carta a Marco sin levantar mucha sospecha.
A medida que las personas se levantan de la mesa, Ormuz se acerca al rabino Eb Nadir discretamente. Tiene preguntas que hacerle.