La marca que impusiste a Althos Rowe durante vuestro encuentro en el Tambor Roto te ofrece la ventaja de saber dónde se encuentra con exactitud, mas careces de un caballo con el que seguir al séquito inquisitorial, lo que te distancia de ellos varias horas de viaje. Esto te angustia, porque aunque sabes a dónde dirigirte, no tienes medios para hacerlo rápidamente. Y el tiempo, como intuyes en tu fuero interno, puede estar agotándose de modo inexorable para Ileara…
Recompones tus pensamientos mientras te mueves en la oscuridad, atravesando la maleza y eludiendo el camino principal que conecta las provincias imperiales. Los inquisidores iban a por Emil, no tienes ninguna duda. Han secuestrado a todos los que estaban relacionados con él, a todos los que parecían tener su carta. La Inquisición Arcana va a querer interrogarlos a fondo. Nadie sobrevive a un proceso de extracción de La Terrible Verdad dirigido por un interrogador inquisitorial. Tendrás la apariencia de una niña, pero sabes mucho sobre el sórdido mundo que habitas.
Una sospecha flota en tu mente en torno a Althos Rowe: ¿Por qué te dejó ir? Tú no te escapaste del gigante, él te dejó marchar en un instante de… ¿Piedad? ¿O se trataba de culpa? No alcanzas a comprender cómo un veterano inquisidor pudo ablandarse contigo, pero crees que hubo algo en las palabras de Ileara que le conmovieron.
¿Cómo es esto posible?
¿Cambia en algo tu perspectiva?
La daga que guardas en tu cinto parece destinada a tomar una decisión al respecto durante esta aciaga noche.
Te detienes un instante, percatándote con cierto embelesamiento en el brillo rojizo de la luna que preside el firmamento.
Luna de sangre.
Mal augurio.
Lanza 1D3 para determinar un evento aleatorio inminente.
De repente, escuchas los cascos de un caballo aproximarse por el camino principal, la trémula llama de una antorcha flotando entre la penumbra.
Si no lo ves, no puedes creerlo.
Isidoro, el palafrenero, ha salido en tu busca a lomos de un roncel famélico y con la rúbrica del miedo grabada en su juvenil rostro.
—¿Jo-jo-joven señora? ¿E-e-estáis ahí? —pregunta a la noche misma henchido de esperanza, que por toda respuesta le devuelve un sibilante ulular—. E-e-esto, Freddie, cr-cr-creo que todo esto ha sido una pésima idea —El maltrecho Freddie relincha y sacude la cabeza, una forma legítima de cuestionar la capacidad decisoria de su amo y jinete—. Cáspita. N-n-no hay por qué me-me-mencionar la virtud de mi ma-ma-maaadre, Freddie. Somos miedosos, que digaaaa, valerosos hacedores del Bien. ¡De-de-debemos salvar a la damisela en apuros!
Isidoro amusga la mirada, constata que no ve absolutamente nada entre la espesura, reconsidera sus posibilidades de supervivencia, poniéndolas en la balanza en oposición a su repentino enamoramiento y decide que, después de todo, un hidalgo se debe a su virtud.
Persevera.
—¿Mi-mi-milady? ¿Yuuuuuuuuujuuuuuuuuu?
Amara se lleva la mano a la frente con una sonora palmada, sabedora de que ese condenado caballo y su cansino jinete pueden ser una oportunidad de oro de llegar hasta Ileara.
Eventos aleatorios:
1. Premonición.
2. Ese misterioso hedor.
3. Palpitaciones. Algo acecha en la noche.
Decide cuál es el destino de Isidoro. Él no puede verte escondida en la espesura. Depende exclusivamente de ti que vuestros caminos se crucen esta noche. Si permaneces escondida, se marchará en alguna dirección. Quizás no vuelvas a verle nunca más.
No olvides responder a las preguntas que, como Narrador, he hecho en mi primera entrada. Me interesan mucho para el devenir de los acontecimientos.
En cuanto estuve cerca del Tambor Roto ya supe que no iba a encontrar a Althos allí. Le había sentido moverse. Si cerraba los ojos podía ver su alma relucir débilmente. Una diminuta mota de luz temblorosa en un océano de negrura. Y cada vez se alejaba más.
Me detuve un momento en la taberna para asomarme a una de las ventanas laterales, aupada sobre unas cajas de madera destartaladas. No quedaba nadie en la sala común, o por lo menos ninguno de los que habían tenido papel en la obra trágica que se había desarrollado menos de una hora atrás. El borracho de los pantalones meados permanecía inconsciente sobre la mesa y, al fondo, me pareció distinguir al tipo apestoso del cuchillo en el cinto, pero la lobreguez de la estancia no me permitía asegurar que se tratara de él. No había ni rastro de Fergus, tampoco, que probablemente estaría en algún cuarto trasero contando el oro castinellano.
La cortina había quedado medio corrida, así que desde mi atalaya oculta alcanzaba a ver parte del reservado. Estaba vacío. Sobre la mesa permanecían un par de copas de peltre todavía por vaciar. No se percibían rastros de pelea: la mesa no yacía volcada ni las sillas, tumbadas; tampoco se veían manchas de sangre que recorrieran la sala hasta la salida... Se los han llevado sin derramamiento de sangre, deduje. Había podido notar el excesivo ardor de la sargento, así que tal vez no fuera muy aventurado suponer que el responsable de la solución "pacífica" del encuentro no fuera otro que su superior, el teniente Althos Rowe.
Ese gigantón de la cota de malla seguía intrigándome. ¿Por qué vas tras los pasos de padre, teniente? Aunque esa pregunta podría responderse fácilmente apelando al ciego fanatismo propio de la Inquisición Arcana de Castinella. No, quizás el enigma más curioso era por qué ese inquisidor se había mostrado desde el principio más propicio a hablar que a torturar... ¿Un inquisidor misericordioso? No, imposible. Aunque... Cuando Ileara le echó en cara cómo me estaba tratando pude percibir una vacilación. Me miró durante un par de segundos, cerró los ojos un instante y suspiró. Después me soltó.
¿Piedad? ¿Remordimientos? ¿Dudas? Cada uno de esos conceptos no podían cohabitar en el mismo espacio que ocupara un inquisidor castinellano. Se trataba de fanáticos religiosos con una devoción ciega por su cruzada aniquiladora. Y a pesar de eso... Althos había vacilado y la había soltado. No sabía qué pensar de ello. Pero en todo caso, aupada sobre unas cajas en el callejón lateral del Tambor Roto, esa no era una cuestión prioritaria en ese momento. La esencia de Althos se alejaba y no tenía tiempo que perder.
Hacía tiempo que había dejado atrás las últimas granjas aisladas que alimentaban a la gran urbe de Altenheim. Ya no eran las nubes las que cubrían el firmamento, si no las frondosas ramas de los árboles. Una cúpula susurrante de hojas ocultaba cualquier rastro de las estrellas, convirtiendo la noche en algo más oscuro todavía. Seguía el trazado del camino principal, pero moviéndome por la maleza a media docena de pasos de la linde del sendero. Nunca se es demasiado cauto, y más si la presa que rastreas puede convertirse rápidamente en depredador.
La presencia del inquisidor se iba esfumando, como si la distancia entre ambos fuera acrecentándose inexorablemente. Mi única esperanza era que se detuviera a descansar o que llegara al lugar que usara como refugio fuera de sus fronteras. Pero aun así, si la distancia se hacía demasiado larga, para cuando yo alcanzara ese punto quizás Althos había reemprendido la marcha y le perdiera para siempre. Me maldije por no haber robado el jamelgo plagado de moscas que pacía en los establos del Tambor Roto.
Un relincho sonó a mi espalda, como mofándose de mis pesares. Me agazapé entre la vegetación salvaje y me mantuve en silencio, atenta. No tardó mucho en aparecer una figura espigada, antorcha en mano, montada sobre un caballo de aspecto triste y carne escasa. ¿Uno de los inquisidores se había retrasado para sorprender a posibles rastreadores? No, el jinete era demasiado delgado y su porte poco marcial como para ser uno de los hombres de Althos Rowe... Permanecí unos instantes más inmóvil, dejando que se acercara por el camino para verle mejor. Le oía murmurar, a pesar de cabalgar solo. Una de mis manos pasó a reposar sobre el pomo de una daga que ocultaba a la altura de los riñones.
No..., espera un momento...
¡Se trataba de ese mozo de cuadra de la posada, el de la cuchara y la mirada de lunático! Estuve realmente tentada de dejarle pasar y que se perdiera en lo más profundo del bosque, pero no pude... Tenía entre sus piernas algo que yo ansiaba por encima de todo. Y no estoy hablando de su increíble cucharón, sino de ese pobre y famélico animal que tenía tanto de corcel como Isidoro de caballero. Necesitaba ese penco pellejudo. Por muy viejo que fuera, a sus lomos cubriría bastante más distancia que sobre mis cortas piernas. Si quería tener alguna posibilidad de encontrar a padre y salvar a Ileara, debía mostrarme frente a ese patán...
—Doy gracias a la bondadosa Aurelia por nuestro nuevo encuentro, mi señor —dije tras abandonar mi escondite y aparecer a un lado del camino—. Ya me salvasteis una vez, mas la desgracia sigue tras mis pasos. Escapé para correr hasta mi hermana y contarle lo que había sucedido. Ella me dijo que le encantaría conocer al que había sido mi valeroso y noble protector, pero fuimos asaltados por un par de bandidos que se la llevaron...
Me interrumpí para gimotear un poco y señalé entre balbuceos el camino, en dirección hacia donde se alejaba la presencia del inquisidor. La viva imagen de una pobre niña abandonada, castigada injustamente por el cruel destino.
—¡Debo hallar a mi hermana y salvarla de las garras de esos malnacidos! Solo eran un par de canallas con más hambre que fiereza, pero qué puede hacer una joven como yo ante la fuerza bruta de un hombre sin conciencia... Sin embargo..., ¡usted sí podría, mi señor! —dije mirándole esperanzada, con los ojos brillando húmedos bajo la bailarina llama de su antorcha—. ¡Ayúdeme, se lo ruego! Montaré en su corcel y los dos seguiremos el rastro de mi hermana secuestrada. Creo que la misma Aurelia ha puesto en mi camino al heroico caballero que necesito...
Motivo: Evento
Tirada: 1d3
Resultado: 3 [3]
Cuando la pequeña Amara apareció de un brinco ante Isidoro salida como una alimaña de entre la espesura, el joven hidalgo y su raquítica montura emitieron al unísono un grito —o un relincho, tanto da— algo afeminado e Isidoro se fue a caer de bruces desde la huesuda grupa de Freddie, estrellándose en el fango del camino.
—¡WAAAAAAAAAAA*
Sonó un estrepitoso golpe que delataba con precisión el crujir de un coxis. Amara se dijo por un instante que este hombrecillo tenía de caballero lo que ella de sacerdotisa de Aurelia, pero su situación era desesperada y no exigía medidas de la misma índole.
—Perdonad, milady. Me siento deshonrado por mi estupidez. Os he confundido con alguna bestezuela deseosa de probar mi acero —¿El del cucharón? Desde luego, Isidoro era tan estúpido como para arriesgar su pellejo por una ratita callejera como Amara. Un tipo con un corazón de oro en un mundo de rapaces carroñeros.
Se rascó el glúteo derecho con pésimo disimulo.
—Creo que mañana experimentaré algún problemilla para sentarme, ji, ji… Ahem. Entonces, ¿decís que buscáis a vuestra hermana perdida largo tiempo ha? ¿Os referís a esa mujer de cabellos cenicientos que vi en el Tambor Roto junto a vos? ¿Ella es vuestra hermana? Ah. Oh. Comprendo —dijo sin comprender del todo.
Amara apeló entonces a la singular y probada hombría de Isidoro, a su virilidad y gallardía, a su furiosa cólera contra el malhechor.
Isidoro se creció en su jubón, sintiéndose Indorius I reencarnado. Conmovido por los sollozos de Amara, se pasó la mano por el rostro, dejando un surco de barro bajo su nariz a modo de fangoso mostacho y, sin ser consciente de ello, dijo:
—¿Una misión de rescate…? ¿Con un buen montón de infames bandidos a los que derrotar en combate singular…? ¡Mi sueño se hace realidad! ¡Acepto serviros, milady! ¡A vuestra disposición entrego mi vida, mi espada…! —Era un «cucharón», pero si le hacía ilusión, quién soy yo para arrebatársela—. ¡Y mi corcel! —En este punto Freddie relinchó, escandalizado ante su falta de libre albedrío—. Y decidme, ¿Dónde decís que se han llevado a vuestra hermana, oh, mi desamparada señora?
Isidoro empezaba a visualizar una lóbrega fortaleza con el estandarte de algún sombrío ejército caído en desgracia antaño fruto de alguna tenebrosa maldición. Todo muy siniestro, todo muy oscuro. Quizás esta era la gran gesta que le reservaba el Destino. Quizás esta jovencita era su Dama del Lago. Quizás esta hazaña sería su Búsqueda del Grial...
El pelirrojo se subió a Freddie de un ágil salto —¡Ese Isidoro sabía cómo lucirse cuando quería!—, hizo una mueca dolorida cuando sus partes nobiliarias colisionaron con la silla de montar y luego, haciendo un esfuerzo por enmascarar su agonía, tendió una mano a Amara mientras espoleaba a su roncel. La joven se sintió arrastrada en volandas hacia la grupa del caballo mientras este galopaba con ímpetu hacia…
—Milady, no importa dónde se escondan esos malnacidos lúmpenes. ¡Os prometo que rescataré a vuestra hermana! ¡Ser Isidoro soy, y tras los maleantes voy! ¡Arre, Freddie! ¡Arreee! ¡Como el vientoooo!
¿Podría tratarse del reclutamiento más fácil de la historia de Etharis?
Podría.
Previsible, muy previsible decisión... ;-)
Mañana, encuentro aleatorio.
Puedes replicar a Isidoro cuando quieras. Te dará conversación durante el viaje. ^^
Me abracé al escuálido cuerpo del palafrenero mientras su caballo se precipitaba lastimosamente por el lóbrego sendero. No es que la velocidad del corcel me hiciera sentir insegura; su velocidad máxima apenas podía llamarse trote. Lo que me hizo agarrarme al muchacho fue el miedo de que al jamelgo le diera un síncope por el esfuerzo y se derrumbara en medio del camino, lanzándonos de cabeza al suelo.
Cuando confirmé que mi hermana era Ileara —«la mujer de cabellos cenicientos»—, por un momento temí haber dado un paso en falso. Había improvisado una historia estúpida sobre una hermana secuestrada, resaltando intencionadamente el reducido número y las pobres capacidades de sus secuestradores, todo para lograr convencer a ese palafrenero de que iba a enfrentarse a algo que podía manejar. Pero él me preguntaba si mi hermana era Ileara... Yo había huido en cuanto había tenido la oportunidad y, al regresar al Tambor Roto, no quedaba ya ni rastro de los inquisidores ni de Ileara. Di por supuesto que esos fanáticos se la habían llevado, pero las palabras de ese mozo de cuadra habían encendido mis dudas. Si él creía que mi hermana ficticia podía ser Ileara, debía significar que los inquisidores no la habían tomado como prisionera. O eso o el tipo era incapaz de atar cabos y detectar la pobreza de mi historia porque tenía los sesos justos para respirar sin cagarse encima. Observé el cucharón que llevaba sujeto a la cuerda deshilachada que le hacía de cinturón y decidí no descartar esa posibilidad...
Además ese majadero daba claras muestras de vivir en una realidad paralela. Se refería a sí mismo como «Ser Isidoro», había intentado enfrentarse a un pelotón de la Inquisición Arcana armado con un patético cucharón y usaba torpemente un lenguaje florido y anacrónico. La verdad es que no confiaría en él como campeón aunque sólo tuviera que enfrentarse a una zarigüella tuerta...
A pesar de ello, le estaba guiando directamente hacia el teniente Althos Rowe y su pelotón de exaltados asesinos. Supongo que una niña normal acabaría cediendo y le detendría entre sollozos para contarle la verdad, arrepentida y acuciada por la certeza de que mandaba a un inocente a una muerte segura. Sin embargo, desgraciadamente para ser Isidoro, siempre tuve ciertos problemas para definir exactamente los límites del bien y del mal. Nunca llegué a comprender por qué está mal coger algo que no es tuyo, si yo lo deseo más que su anterior propietario. O la idea del respetar y cuidar al prójimo... Siempre había creído que los clérigos de Aurelia, con sus aburridos y cargantes sermones, usaban la palabra "prójimo" en un sentido demasiado amplio para mi gusto. Fue el "prójimo" el que me apedreó y me persiguió la primera vez que salí del Orfanato sin ocultar mi verdadero aspecto. Así que no tardé en decidir que MI prójimo se limitaría a las personas que yo decidiera.
Y ser Isidoro no entraba en esa definición...
Así que seguí indicándole cada poco tiempo la dirección aproximada de nuestro objetivo, intentando sonreír en las ocasiones en que se volvía para animarme y asintiendo con cara de interés cuando me contaba alguna de sus majaderías. Empecé a desear alcanzar a los inquisidores sólo por que alguno de ellos le empalara en un árbol y así dejar de escucharle...
Ser Isidoro cantaba henchido de júbilo:
¡Voy a arar un huerto
Y plantaré frescas lechugas!
¡Pero oh, ninguna resplandecerá
Como tus lindas pechugas!
¡Tu melena negra me obnubila!
¡Y tu mirada a veces me horripila!
¡Pero oh, cuando tus labios sonríen…
Una fuerzaaaa, esto…
Sobrecoge mi... Hum…
¿Pilila?
Freddie rebuznó, alentando dudas sobre su linaje.
—Demasiado zafio. Lo sé, Fred. Debo consultar con un trovador experimentado o jamás lograré acabarlo…
Amara consideraba seriamente confesar a Isidoro que ciertas obras es mejor que permanezcan inacabadas en beneficio de la cordura colectiva cuando, ante el siempre impresionable Freddie, apareció en el camino la traqueteante silueta de un carromato tirado por un corcel oscuro y una figura encapuchada.
Freddie titubeó, piafó y pareció entornar la mirada con franca suspicacia hacia el extraño que se aproximaba hacia ellos.
—¿Qui-qui-quién vive? —dijo Isidoro alzando la voz una octavilla, de nuevo ese matiz agudo y estridente resurgiendo de su garganta.
El carromato se detuvo en seco y el encapuchado se alzó un poco sobre su asiento, estirando el farolillo hacia delante. La parte inferior de su rostro estaba tapada con un embozo, pero su frente y sus ojos eran perfectamente visibles. Amara tuvo que disfrazar con sus manos su mueca horrorizada cuando advirtió las costras infectas que surcaban la pálida faz del extraño. Tenía ojos vidriosos. Diríase dementes.
—Je, je, je… Buenas noches, forasteros. Mi nombre es Caûm el Ambulante, y mi oficio es el comercio, con nocturnidad a ser posible. Je, je, je. Dos jóvenes pichones como vosotros no durarán mucho en una noche como esta sin estar bien pertrechados, je, je, je… ¡Y resulta que tengo una jugosa mercancía que podría ser de vuestro interés, forasteros! ¡Estoy dispuesto a deshacerme de ella… por el precio adecuado!
Isidoro se rascó el mentón mientras dejaba escapar una risilla nerviosa.
—Se parece a mi tía Harriet —confesó en un susurro a Amara antes de carraspear—. De acuerdo, noble mercader… —Por decir algo—. Aceptaré de buen grado ver su género. Estamos embarcados en una noble gesta y preciso de, uh, algo, ehm, afilado. Sí, eso. Afilado.
—¿Y qué es un caballero sin su espada, al fin y al cabo? Je, je, je… —Caûm soltó una risotada mientras bajaba torpemente del carromato y se dirigía a la parte posterior, dispuesto a deleitar a su inesperada clientela con sus mercaderías. Amara observó que tenía una pierna más corta que la otra y una evidente deformidad en uno de los pies, que llevaba descalzo por el abotargamiento de la extremidad. Era no obstante un individuo corpulento y a pesar de su andar errático y bamboleante, resultaba ágil de un modo inquietante.
Que Isidoro era un inconsciente era algo que Amara tenía muy claro, pero ella misma no era ajena a la morbosa curiosidad que suponía este encuentro fortuito. Observó perpleja cómo el extravagante mercader extrajo una espada enfundada en una vaina hecha con la piel de algún reptil, tendiéndole el arma a Isidoro con cierta teatralidad.
Los ojos de Isidoro chispearon con el brillo de la maravilla y la codicia. El joven tomó la hoja y, admirado como estaba con la factura de la empuñadura y del guardamanos, se la anudó a la cintura con el tahalí sin ni siquiera desenvainarla. Lucía impresionante, no había duda alguna.
—¡Oh, noble mercader, creo que es la espada de mi vida! ¡Jamás pensé que lograría portar mi propia espada! —Isidoro tomó su cucharón del cinto y, admirándolo bajo el fulgor de la antorcha como quien se reconoce dueño de su futuro, lo arrojó con rabia a la negrura que les rodeaba—. ¡Ya nunca más seré conocido como El Palafrenero! Tiembla, Etharis. ¡Aquí, y justamente aquí, empieza mi leyenda!
Isidoro lanzó una estentórea carcajada hasta lagrimear por sus juveniles ojos. Miró encantado a Caûm y con un halo de preocupación en la voz inquirió:
—¿Cuánto pedís a cambio de este acero, buen señor?
Caûm unió las callosas yemas de sus rollizos dedos.
—Je, je, je… Antes de decir mi precio, querría saber si vuestra hermanita desea algo. Decidme, pequeña forastera… ¿Qué os tienta de mi humilde bazar?
Pide un deseo.
O no.
Tu decisión.
Las canciones del mozo de cuadra empezaban a exasperarme. ¿Os acordáis de eso de "llevas una daga en el bolsillo o es que te alegras de verme..."? Pues yo estaba claro que no me alegraba ni de ver ni de escuchar a ese botarate de preferencias sexuales más que dudosas. Hacía ya tiempo que me había acomodado una daga para que su empuñadura sobresaliera de mi camisa. Al más mínimo ademán de pasar de las palabras a los hechos, le pegaría tres mojadas en el riñón sin siquiera pestañear. De hecho, quizás no esperara a que se diera esa condición...
Me hallaba valorando esa posibilidad, cuando apareció de improviso el carromato. Imitando al palafrenero, me bajé de Fred con reluctancia. Los bosques de Etharis se habían convertido en un lugar peligroso. Y más por las noches. Nadie solía transitar por sus tenebrosos caminos después de la caída del sol. Y el que lo hacía era por desesperación o porque no temía convertirse en la presa de alguna de las terribles criaturas que vagaban hambrientas entre la espesura. Cuando examiné a ese hombre a la luz de la antorcha que portaba Isidoro, me pareció de todo menos desesperado... Mal asunto.
Me escondí tras el cuerpo del palafrenero, como una niña indefensa y asustada. Tal vez no fuera lo primero, pero lo segundo tendría mis dudas... Cuando el buhonero dejó que Isidoro tomara la espada, me sentí algo más segura. Aunque pensándolo mejor, sería una estupidez poner mi confianza en las habilidades marciales de un gañan descerebrado que, hasta hacía escasos segundos, había considerado un cucharón como el arma principal de su arsenal...
Entonces el tal Caûm bajó la vista hacia mi carita, que asomaba justo bajo el codo de Isidoro. No me gustó cómo juntó sus rollizas manos. Ni el tono meloso de esa voz que brotaba de una boca oculta tras un embozo. Me hizo pensar en el ronroneo de un gato que se regodea ante un ratón acorralado. Pero aun así, decidí probar suerte. En el peor de los casos, saldría corriendo como una liebre hacia la oscuridad, dejando que el rapsoda del cucharón me sirviera de cobertura.
—Yo... no me iría mal... una... una ballesta de mano... —respondí en un susurro. Y en el último segundo, arrastrando todas las fichas que me quedaban al centro de la mesa, añadí—: ¡de repetición!
¡Tenemos un all-in de la muchacha de ojos dispares! ¡Hagan sus apuestas, damas y caballeros!
He visto que aparece una ballesta de mano de repetición en la Guía del Jugador de Grim Hollow, así que ahí va mi gambito.
—Una mujer de gustos exquisitos, ¿eh? Je, je, je… Veamos qué tengo por aquí, ¿sí?
Caûm rebuscó entre su inventario mientras canturreaba una cancioncilla algo morbosa. El deforme mercader hacía válido el dicho: «Las apariencias engañan.» Su carromato parecía a un tímido soplo de aire fresco de quedar reducido a un montón de algo poco higiénico, y sin embargo el comerciante tenía ocultas bajo las apolilladas mantas maravillas brillantes e inconcebibles.
Mostró un estuche alargado a Amara. Estaba hecho de madera, tallado con complejas filigranas y caracteres extraños que fascinaron a la niña, intrigada por necesidad ante la misteriosa caja que Caûm extendía ante ella.
—Venga. Ábrelo.
Amara dudó por un instante, pero la curiosidad la azuzó con brío.
Abrió el estuche.
—¡Uoooooh! —Amara creyó escuchar la exclamación desde la lejanía Isidoro, anonadado ante la factura de aquella pieza de artesanía bélica. Lo cierto es que Amara estaba como flotando en el éter mientras palpaba la empuñadura de aquella maravillosa arma y estaba soñando despierta consigo misma, salvando a Emil de sus enemigos a toque del disparador, haciendo llover una tormenta de saetas sobre los malnacidos que osaban dañar a Padre.
En su fascinación, no supo qué tocó exactamente, pero oyó un clic y el arco de la pistola ballesta se desplegó con un suave chasquido metálico. Era ligerísima como una pluma, letal y muy elegante. Un arma propia de un aristócrata advenedizo. Le encantaba.
—Jo, jo, jo… Cuidado, Etharis. ¡Aquí llega Tenebrux Morrow reencarnada! ¡Je, je, je!
Tenebrux Morrow, forajida legendaria y temida asaltante de diligencias. Te robaba todo, menos los zapatos. Una auténtica dama del crimen. Una comparación osada, pero aceptable para Amara.
Isidoro, que estaba comprobando con rubor que solo tenía unas cuantas piezas de cobre y plata en su monedero, se rascó la cabeza con aire pensativo.
—Pues no sé cómo vamos a pagar estas maravillas. No me salen las cuentas, no… —confesó a Amara, cuya cara de hacer pucheros le sumió en el Valle de la Desesperación. ¿¡Qué clase de caballero no complace a su juvenil dama!?
—Oh, no os preocupéis, joven señor. No es dinero lo que preciso —dijo muy conciliador Caûm al tiempo que volvía a juntar las yemas de sus manos—. Un día, y ese día podría no llegar, volveré a visitaros reclamando un favor como contraprestación de este singular intercambio. Hasta entonces, aceptad humildemente esta espada y esta ballesta como un regalo.
El mercader se subió pesadamente a su destartalado carromato y tomó las riendas de su imponente corcel, un equino negro muy musculoso de mirada torva.
—Os deseo buena fortuna en vuestra empresa. Hasta que volvamos a encontrarnos. ¡Je, je, je, je…!
Caûm el Ambulante se perdió en la negrura de la noche, el traqueteo del carromato aún resonando en el aire. Isidoro, puro entusiasmo, le despidió agitando el brazo.
—Un encuentro extraño, fuera de toda duda; pero provechoso, ¿no creéis? —dijo, muy sonriente, esbozando una sonrisa estúpida a Amara—. Al fin tengo mi espada. Ahora me pregunto… ¿Qué nombre debería ponerle? ¿Azote de Melones? ¿Vengadora, La Ensartadora? ¿¡Esgrima a Muerte en Altenheim!? ¡Ññññ! ¡Ufffff! ¡Hummmmpffff! ¡Grrrrrrrrrroooooaaaaaargh! ¡Uffff! ¡Uffff! Esto… ¿Qué…?
Isidoro trataba sin éxito de desenvainar el arma. Cierto era que no gozaba de la constitución de un guerrero valikano, pero eh, Isidoro estaba acostumbrado a mover pilas de heno. Debería poder desenvainar su espada aún anónima.
—Mi joven señora, os ruego que ayudéis a vuestro fiel vasallo. Agarrádmela y tirad. Tirad como si no hubiese un mañana.
Isidoro pronto reparó en la mueca de horror paralizante que decoraba la carita de la pequeña Amara.
—¡La espada! ¡Me refería a la espada! ¡Lo juro!
Anota en tu ficha que ahora tienes una pistola ballesta de repetición Thompson. Anota también como hito que le debes un favor a Caûm el Ambulante.
Mi generosidad no tiene límites.
De otro lado, si lo deseas, puedes ayudar a Isidoro a intentar desenvainar su espada. De igual modo, puedes sugerirle algún nombre para su acero.
Mañana proseguimos hacia pastos más grimdarks. Nos queda resolver un pequeño entuerto antes de llegar hasta Althos Rowe. ;-)
En cuanto vi el precioso estuche, todas mis reticencias se marchitaron como flores estivales bajo el azote de un otoño frío y cruel. Acaricié la suave superficie de madera tallada y no dudé un instante en abrirlo cuando el siniestro buhonero me lo sugirió. ¡Qué preciosidad! ¡Qué delicada y bella factura la de ese arma! Quedé ensimismada con el tacto de la empuñadura labrada y la ligereza y estabilidad de la ballesta. ¡Se trataba del arma de un rey! O en este caso, de una reina... Nada de lo que hubiera afanado hasta ahora en mi vida se había acercado ni remotamente a esa majestuosa pieza de arte.
Tan maravillada me hallaba que ni siquiera llegué a escuchar las palabras del extraño comerciante. Para cuando quise darme cuenta, su carromato ya se perdía en la oscuridad de la noche, tras un recodo del camino. Volví a meter la ballesta en ese estuche divino, tal y como una madre posa el menudo cuerpo de su bebé en la cuna, y lo guardé en la mochila.
—Increíble... —logré murmurar, extasiada.
Isidoro fantaseaba a mi lado, la mano posada sobre el pomo de su nueva espada.
—Tal vez deberías esperar a bautizar en sangre el acero de esa espada, antes de decidir cómo llamarla —le sugerí para que dejara de decir sandeces.
Entonces empezó a gruñir.
Me aparté de él de un salto, llevando la mano como un relámpago hacia la empuñadura de una de mis dagas. ¿Acaso pesaba una terrible maldición sobre esa espada? ¿Se convertiría el patético palafrenero en un licántropo salvaje y sediento de sangre? Rápidamente, sin embargo, me percaté de que mis temores eran infundados: el enclenque patán se desgañitaba por desenvainar la espada y esta no cedía ni una pulgada. Estallé en carcajadas sin poder evitarlo.
—¡Jajajajajaja! ¡A este paso podréis llamarla Palo de Escoba! ¡O Vareadora de Olivos! ¡Jajajajaja! —mis risas y mis bromas no fueron muy bien recibidas por el pobre Isidoro, cuyo rostro se tiñó de rubor y vergüenza—. Vale, vale, no os apuréis... —dije para intentar apaciguar los ánimos—. A ver... tome la espada por la vaina, que yo tiraré de la empuñadura. Usted hacia un lado y yo hacia el otro. No debéis preocuparos. La hoja debe haber quedado atorada por la humedad. Seguro que con un par de buenos tirones conseguimos desatascarla.
¿Quién me habría dicho a mí que acabaría la noche tironeando de una espada con Isidoro el palafrenero...?
Azorado y con el arrebol a flor de piel en sus mejillas, Isidoro se da por vencido entre jadeos y resoplidos.
—Reconozcámoslo. He sido vilmente timado por un vendedor ambulante. ¡Qué deshonroso giro del destino!
Freddie asiente con una cabezada rápida.
—Tengo una espada que no puedo desenvainar. Soy un fraude. Mis días de caballería han terminado en la ignominia. Lady Amara, por lo que más queráis, daos la vuelta y cubrid vuestro rostro, pues voy a llorar. Desconsoladamente, añado.
» ¡BUAAAAAAAAAAAAAAAH!
Y dicho lo cual, Isidoro lagrimea desamparado mientras apoya su cabezota en la silla de montar de su jamelgo, protagonizando un tributo al patetismo de tal calado que hasta Freddie entorna los ojos en una expresiva mueca de hastío. Para el equino este bien pudiera ser el pan nuestro de cada día.
Amara se lleva el dorso de la manita a la frente y, sabedora de que este episodio solo está contribuyendo a retrasar la persecución de su enemigo acérrimo —Recordemos: Ser Althos Rowe—, avanza unos pasos hacia los arbustos, recoge el cucharón —nadie pensaría que Isidoro iba a lanzarlo demasiado lejos, ¿verdad?— y se aproxima a Isidoro, dispuesta a improvisar algún absurdo número digno de novela caballeresca con la que restañar el honor perdido del sempiterno palafrenero.
Estúpido, estúpido sentimiento de pertenencia. ¿Por qué no aprovecha la pequeña Amara la excelsa oportunidad y coge «prestado» a Freddie y se marcha poniendo pezuñas en polvorosa? ¿Qué la impele a permanecer al lado de este bisoño zoquete amante del código de la caballería?
Amara se detiene en seco, la duda perdiéndose acongojada en algún lugar de su memoria. En la espesura, tras la maleza, hay una silueta. Y la está observando con atención. Horror. Se ha descuidado. ¡La ha visto!
La sombría figura avanza un par de pasos y se detiene a distancia de un duelo a pistola.
Una fina llovizna empieza a humedecer la tierra del camino, ya de por sí un barrizal que alcanza las rodillas de Isidoro, baña las patas de Freddie y roza el mentón de la pequeña Amara.
¿Casualidad…? No lo creo.
Fascinada por tu nuevo juguete, este evento te pilla por sorpresa. A ti y a Isidoro.
El misterioso extraño resulta perturbadoramente familiar en su melódica voz.
—Amara del Desván… Volvemos a encontrarnos.
De entre la maleza emerge renqueante una ralea de pequeños seres hechos de madera y piezas de metal, casi todos desfigurados y espantosos. A algunos les faltan extremidades. Con dificultad alcanzan la decena.
Amara reprime un grito horrorizado.
Su familia. La prole de Emil. ¿¡Aquí!?
¿¡Qué les ha ocurrido!? ¿¡Por qué quedan tan pocos!?
El que lidera la procesión es un vago recuerdo del Wechelkind al que ella siempre conoció como Cécil. Al menos, viste sus ropajes, su icónica casaca roja y su peluca blanca como la nieve de los picos de Cindergast. Tiene que ser Cécil. Su rostro, otrora bello y maquillado, ha sido sustituido por una máscara dorada. Una máscara tras la cual brillan dos vivaces orbes de un fuego esmeralda.
—Nos abandonaste —dice, sus palabras sucedidas por un trueno en lontananza—. Me abandonaste.
Los Wechelkind permanecen sumidos en un mutismo propio de un cementerio. Hay melancolía y pesar en el éter.
Isidoro capta la atención de Amara con un susurro. Él aún no es consciente de lo que está pasando a su alrededor. Por lo que a él respecta, podría tratarse de un burdo intento de atraco por una panda de pilluelos depauperados. ¡Menudo día!
—¡Psss! ¡Milady! ¿Quiénes son estos rufianes diminutos?
Motivo: Wechelkind
Tirada: 1d8
Resultado: 3(+3)=6 [3]
Quedan 6 Wechelkind de tu antigua familia y están aquí presentes.
Cécil es el líder de facto de esta cuadrilla.
Pero... ¿Qué hace aquí?
;-)
Por mucho que tiramos de la espada, no logramos desencajar la hoja de la vaina. Empecé a dudar que hubiera realmente una hoja que desenvainar. Ese arma quizás no fuera más que un palo de madera forrado de cuero y con una empuñadura y una guarda que la hacían parecer una espada. Básicamente una estafa. Como su actual propietario...
Hundida en el barro, observé la espalda del palafrenero estremecerse por el llanto. Después miré su caballo. Aunque llamar así a ese penco desnutrido podría ser considerado un grandilocuente acto de generosidad... ¿Por qué no me subía en esa criatura lastimera y dejaba en la estacada a su quejumbroso amo? No tendría que soportar su paupérrimo gusto por las canciones pueriles ni su incapacidad para rimar dos palabras sin que le salieran los sesos por las orejas. ¡Todo eran ventajas! Sin embargo sabía que necesitaría una distracción cuando lograra alcanzar a los inquisidores. Y ese enclenque y desviado mozo de cuadra era lo mejor que tenía...
Me acerqué al linde del camino —o más bien del lodazal— para recuperar el cucharón de Isidoro. Tal vez volver a tenerlo le animara... Estaba mirando ese trozo de madera manchado de barro, reflexionando sobre lo estúpida que sonaba la posibilidad de que ese cucharón fuera a subirle la moral a nadie, cuando percibí una presencia entre la maleza. Me pilló tan desprevenida que a punto estuve de caer de espaldas y hundirme en la ciénaga del camino hasta los sobacos.
—Yo... yo no abandoné a nadie, Cécil —conseguí responder cuando me recuperé del susto—. Tenía que encontrar a padre. Tenía... Espera un momento —me interrumpí. Cécil portaba una máscara dorada que no le había visto lucir jamás, pero lo que me había sobresaltado era el deterioro de los wechselkind que empezaban a aparecer a su espalda. Ignoré la pregunta de Isidoro. —. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están los demás? ¿¡Quién os ha hecho esto!?
Los Wechselkind tejen en silencio un círculo alrededor de Amara e Isidoro.
—¿¡Conoces a este tipo!? —musita el proyecto de caballero, visiblemente nervioso ante la quietud intrínseca que rezuman esta banda de muñecos vivientes, ninguno de los cuales precisa respirar.
—Discrepo —dice Cécil con un matiz cortante en su voz, ignorando por completo a Isidoro. Sus ojos esmeralda tras la máscara están clavados en Amara—. Nos abandonaste. Nos traicionaste. Me traicionaste. ¿Cómo has podido? ¿Cómo te has atrevido? Tú… De entre todos nosotros… ¿Tenías que ser tú?
Cécil negó lenta, muy lentamente, con su cabeza.
—Vinieron una lluviosa noche. Buscaban a Padre. Como tú. Querían su diario. Querían la llave. ¿Puedes imaginarlo? Lo destrozaron todo a su paso. Desmembraron a los nuestros. Los destrozaron. Quemaron sus cuerpos. Arlequín, la bella Circe, Calipso, Héctor, el poderoso Atlas o el entrañable y mudito Poochie…
Los muñecos juntaron las manos, sus miradas se hundieron en el fango, recordando con dolor a los caídos.
—¿Alguna vez has sentido la caricia abrasadora del fuego en el rostro, Amara? —preguntó Cécil aproximándose a la luz de la antorcha que sostenía Isidoro. Le faltaba una pierna. La había sustituido por un trozo de madera mohoso—. Ni siquiera puedes imaginarlo… ¿Sabes? Es irónico. Una vez fui el favorito de Padre. Una vez. Hasta que llegaste tú. Creo que veía en ti a la hija que nunca tuvo. Si pude perdonarte fue porque te amaba. Así es, Amara. Yo… Te amaba.
» Hasta que lo supe.
Cécil señala el anillo de latón que reposa en el dedito de la niña. Isidoro, sudoroso y tenso al saber que porta una espada que no puede desenvainar, repara en él.
—Arpía traicionera… Lo querías solo para ti, ¿verdad? —en la voz de Cécil sobrevuela una peligrosa acusación—. Ese anillo es mío por derecho. Lo he pagado muy caro con mi propio rostro. Es mi legado. Me es debido.
Amara visualiza de modo repentino un torrente de imágenes, reconociendo a Cécil luciendo los restos de una cara despellejada en su rostro de madera mientras goterones de sangre coagulada se derraman por su casaca. Enloquecido, alza su sable y lidera la carga de los muñecos de madera contra los asaltantes del orfanato.
Tras cerrar los ojos un instante, Amara vuelve en sí.
—Sé que Padre tenía muchos secretos. Y conozco uno especial: sé dónde está.
Cécil desenvaina su acero.
—Rinde el anillo ante mí y te dejaré marchar ilesa. Niégate, y seré tu peor pesadilla. Esta es mi palabra, Amara. Y harás bien en recordar que jamás falto a ella.
La tensión es palpable en los movimientos de los Wechelkind. Tratan de anticipar cuál será el próximo movimiento de Amara.
Te voy a pedir una tirada de Estabilidad a DC 15 con el atributo CAR para ver cómo digiere Amara la noticia que le lanza Cécil. Si fallas, podremos suponer que la muerte de alguno de los citados te impacta especialmente.
En lugar de decirte quién es Cécil en tu pasado, he preferido rolear con él para que tú mismo vayas viendo cómo relleno los huecos y hagas lo propio. ;-)
La visión que sufre Amara la justifico en la especial conexión que comparten los Wechelkind de la misma prole. Es un detalle muy interesante con el que jugar.
Las palabras de Cécil me impactaron en el pecho como un martillazo. Arlequín, el viejo y buen Arlequín..., siempre dispuesto a hacerte sonreír con sus chifladuras y sus disparatados bailes de títere sin cuerdas. Circe, con ese rostro perfecto tallado en madera de cerezo y esa afectuosa serenidad que la habían convertido en lo más cercano a una madre que los niños de Emil habían tenido. Calipso y su inabarcable curiosidad. La galopante imaginación de Héctor, que nos contaba cada noche un cuento distinto sacado de sus propios sueños. Atlas, que era como un mastín bonachón. Y Poochie...
Bueno, lo cierto es que Poochie siempre había sido un muermo. Nunca pronunciaba palabra. Se quedaba en un rincón contemplando la nada o, al despertar por las mañanas, te lo encontrabas cerca mirándote con una sonrisa alelada. ¡Dioses, qué grima! Creo que los fey se quedaron cortos al insuflarle vida y el pobre era más arbusto que persona. O wechselkind, hablando con propiedad... Pero aun así era uno de los nuestros.
El dolor de la pérdida fue avasallador. Trastabillé y me agarré a la pernera del pantalón de Isidoro para no derrumbarme en el barro. El Orfanato destrozado y los niños de Emil mutilados y asesinados... Todo lo que había conocido en mi vida, arrasado. La rabia y la mezquindad de Cécil, al que otrora había considerado mi amigo, resbalaron sobre mí sin apenas percibirlas. Nada podía acrecentar el pesar y la tristeza que me embargaban.
Hasta que dijo saber dónde estaba padre.
—¿Sabes dónde está padre...? —murmuré, tras incorporarme y alzarme en toda mi (corta) estatura. En mi voz refulgió un brillo afilado como una cuchilla de afeitar—. Llevo meses buscándole sin encontrar pista alguna... He llorado, he pataleado, he gritado, me he desesperado... ¿y tú sabías dónde estaba? ¿Quién ha traicionado a quién, Cécil...?
Por un instante a punto estuve de desenvainar la daga de mi cintura y lanzarme contra esa siniestra máscara dorada. Tan solo ansiaba atravesar con mi hoja esa careta inexpresiva y retorcer la empuñadura hasta que todo resto de vida abandonara a esa patética y triste criatura. Sin embargo, me contuve.
—¿Crees que este anillo te convertirá en el preferido de padre? —le pregunté alzando la mano. Contemplé el sencillo aro de latón un par de segundos. La antorcha de Isidoro lo hacía relucir ante la vista de todos—. Muy bien... Te lo daré si eso es lo que quieres. Pero antes quiero lo mío. ¡Quiero venganza! —exclamé cerrando la mano en un puño apretado, como si asiera con fuerza todo el odio acumulado en los últimos meses.
Paseé la vista por los demás wechselkind, intentando hacerles partícipes de la conversación, arrancarles de la sumisión ante Cécil. Era una apuesta arriesgada, pero tal vez la fortuna jugara esta noche a mi favor. Me dirigía hacia el cubil de unos inquisidores con el único apoyo de un lamentable mozo de cuadra y su huesudo jamelgo. Quizás estaba perdiendo la cabeza, pero si lograba lo que me proponía mis posibilidades de éxito aumentarían considerablemente.
—Los mismos que atacaron el Orfanato, que mataron a los nuestros, estuvieron a punto de matarme a mí también. Solo la suerte y la intervención de este... caballero... impidieron que acabara muerta en una zanja —dije señalando a Isidoro, con ciertas dudas—. Pero sé dónde se ocultan. Y no esperan nuestra llegada. ¡Juntos podemos vengar a nuestros caídos! A Arlequín, a Circe, ¡a Calipso! —desgrané sus nombres con verdadera rabia, mirando a un wechselkind diferente con cada uno de ellos—. A Héctor y a Atlas. ¡Incluso a Poochie! ¡Ayúdame, Cécil! ¡Ayudadme a hacerles pagar por las vidas que nos han arrebatado!
Motivo: Estabilidad
Tirada: 1d20
Dificultad: 15+
Resultado: 12(+2)=14 (Fracaso) [12]
Cécil dedicó una larga mirada a Amara, estudiando sus ojos, su rabia no fingida, su duelo por los hermanos caídos.
—Tú sabes dónde se ocultan los asesinos. Yo sé hacia dónde se dirige Padre. Tú tienes mi anillo. Yo tengo un pequeño ejército. Sea. Te daré venganza, Amara. Mas si incumples tu palabra…
El retumbar de un trueno advirtió de la proximidad de una frase lapidaria.
—Lamentarás la noche en la que engañaste a Cécil Steadman.
Sorpresa: ahora tenía apellido.
Envainó el sable.
—¡Señor Creedy! ¡Mapa y lente!
Los muñecos se pusieron muy nerviosos, mirándose de forma alternativa. Uno de ellos gritó en tono acusador a otro:
—¡Señor Creedy! ¡El Almirante Steadman le reclama! ¡Mapa y lente!
—¡MAPA Y LENTEEEEERGH! —gritó otro muñeco haciéndose eco, acongojando a Isidoro y aún más a Freddie.
Los muñecos agarraron al señor Creedy y lo empujaron en volandas junto a Cécil, que tomó el mapa y el monóculo y se aproximó a Isidoro y a Amara con paso marcial y decidido. Sería pequeño, pero imponía con su mero carisma y su aura de mando.
—Señala la ubicación del contingente enemigo. ¿De cuántos efectivos disponen? ¿Qué formación emplean? ¿Quién es el oficial al mando? ¿Disponen de armas de proyectiles? ¿Fuego? —Los Wechelkind se estremecieron ante la mención de su depredador natural—. ¡FIRMES! —ordenó Cécil. Los muñecos obedecieron. Le tenían mucho, mucho miedo. Y respeto. Y terror también. Habían visto a su oficial hacer cosas que un muñeco no debería haber visto jamás—. ¡SOLDADOS! Esta noche, esta preciosa luna de sangre será nuestro testigo. Miradla. Miradla bien. Admiradla, pues hoy vamos a bañarnos en las vísceras de nuestros enemigos. Esta noche, vengaremos a nuestros caídos. Esta noche, los muñecos de madera marchan a la guerra.
Desenvainó.
—¡Primera compañía! ¡De frente, en columna de a tres! ¡Paso maniobra! ¡Ar!
Tirada oculta
Motivo: Perspicacia - Desventaja
Tirada: 2d20
Dificultad: 15+
Resultado: 14(+6)=20, 9(+6)=15 (Suma: 35)
Exitos: 2
Importante: Cuéntale a Cécil lo que estimes conveniente antes de que inicie el ataque.
Observarás que he hecho una tirada oculta. Bien, no ha sido de Persuasión. La relación entre ambos personajes y la idea en sí me ha parecido tan buena (vengo diciendo y no lo digo por decir que eres con diferencia el que mejor me lee), que no iba a desaprovecharla.
Remata con un último mensaje y nos preparamos para reenganchar a Amara con el resto, que yo estoy muy a gusto roleando contigo pero tus compas se están perdiendo tus aportaciones. Y eso no es justo.
No tengas prisa. Puedes tomarte un par de días para sentenciar.
Por cierto, réstate 1 punto de Estabilidad.
Isidoro se enjugó el agua de lluvia que goteaba sobre su flequillo.
—Que Maligant me lleve… Esta noche está siendo muy, pero que muy extraña.
Hubo algo en la silenciosa mirada de Cécil que me dijo que había vencido. O por lo menos había retrasado la derrota... Sus vanas amenazas despertaron una sonrisa ladina en mi rostro, que camuflé como una expresión de complicidad por la inminente fusión de fuerzas. Fuerzas... Tal vez calificar de fuerzas a nuestra banda suponía violentar un poco los límites de la semántica: él aportaba un reducido grupo de wechselkind maltrechos y yo un palafrenero idiota y su desnutrido penco. Sin embargo, yo había iniciado esa persecución a solas, así que a pesar de todo no podía negarse que ahora contaba con un contingente más poderoso.
—Trato hecho —mentí.
¿Qué son esas caras de sorpresa? ¿Acaso os habíais dejado engañar por esa carita de niña indefensa y virginal? Siempre he sido leal a mis amigos y a nadie ni nada más. Y Cécil había traspasado la línea en el momento en que me había dejado vagar desesperada por toda Altenheim buscando a padre sin decirme que él sabía dónde estaba. Padre podría haber necesitado mi ayuda, haber sido herido, mientras ese mequetrefe vil y traicionero permanecía en silencio. Cuando todo terminara, lo único que recibiría de mí, si es que sobrevivía al encuentro con los inquisidores de Althos Rowe, sería una puñalada en la garganta...
Cuando Cécil se acercó con el mapa, le pedí que señalara nuestra posición exacta. Paseó el dedo sobre la superficie del papel encerado, apartando las gotas de lluvia que resbalaban sin llegar a calar el pergamino. Mientras tanto, yo calmaba al pobre Isidoro, que no podía dejar de examinar a los wechselkind con una mezcla de miedo e incredulidad en la mirada. Finalmente, Cécil indicó una localización concreta en medio de una zona coloreada como bosque. Ya teníamos el punto de partida; ahora necesitábamos marcar nuestro destino.
Me volví hacia las densas sombras que aguardaban entre los árboles y me concentré. Allí estás... Brillando como un agonizante rescoldo enterrado entre la ceniza, la astilla de odio que había clavado en el alma de Althos Rowe refulgía roja en la lejanía. Alcé un brazo y señalé en esa dirección con total convicción, anunciando la distancia exacta que me separaba del inquisidor. Cécil hizo cuadrar a sus seguidores e inició la marcha hacia la batalla.
Yo me di la vuelta para volver a montar y encontré al palafrenero con la boca abierta, casi catatónico.
—Debemos montar..., ser Isidoro. —No puedo creer que dijera eso sin que se me escapara la risa—. Ese... ejército... —No me lo estaba poniendo fácil a mí misma para aguantar la seriedad—, necesita un líder. Usted me salvó, jugándose la vida sin siquiera pensarlo. No veo a nadie más adecuado para encabezar y liderar esta lucha contra el mal que nos espera. Cabalgaré con usted, mi caballero, para poder ser testigo directo de su valentía y arrojo.
Y señalando su lamentable corcel, le insté a montar y a unirse a tan insólita compañía.
Ser Isidoro de Palafren, alias Le Palafrenaire en las brumosas tierras de Charneault, vio renovado su coraje ante la arenga —llamémoslo así— dispensada por Lady Amara del Desván. Tomó el cucharón, se lo ajustó como yelmo —era un cucharón muy grande— y alzó la mano con un donaire jubiloso y entusiasmado.
—¡Milady Amara! ¡Esta desopilante noche nos ha unido! ¡Nos ata un juramento de sangre! ¡Llevemos la Justicia a nuestros adversarios en forma de furiosa patada al trasero! ¡Rescatemos a vuestra hermana! ¡Salvemos a La Chica! ¡Matemos a La Bestia! —Tomó su espada y trató de desenvainarla, sin éxito—. ¡Ñeeeeeh! ¡Nadanohaymanera! —Resopló, alzando finalmente el puño—. ¡Mortalidad! ¡MORTALIDAAAAAAAD! —Se había equivocado a la hora de rematar su discurso inspirador, pero la intención, qué duda cabía, era noble e ingenua.
Ignorante de su devenir, la empuñadura de la espada del joven caballero refulgió con un brillo inquietante. Diríase, maléfico.
* * *
Guiados por el sexto sentido de Amara, marcharon durante horas por el bosque escuchando el ulular de lechuzas hambrientas y maliciosas ramas quebrarse en la espesura. Las gotas de la llovizna repiqueteaban en el yelmo de Isidoro con una cadencia rítmica, sus nervios a flor de piel. El muchacho parecía al borde de sufrir un infarto de la tensión. En la mente de Amara empezó a dibujarse un dilema, una singular dicotomía: ¿Qué empujaba a Isidoro a avanzar en una noche tan inclemente para compartir su empresa? ¿Adolecía de una estulticia sin parangón? ¿O acaso seguía un ideal tan noble como el Código de la Caballería a la que se adhería como un salvavidas en mitad de un naufragio?
Tras el suspicaz jamelgo marchaban con rostro impasible el resto de los Wecheskind. Un pequeño destacamento de maltrechas piezas de madera, sombrías y silenciosas. Una fúnebre procesión infatigable que avanzaban junto al caballero y su damisela por la mera satisfacción de vengar a sus caídos, liderados por un muñeco que no perdía de vista a Amara.
Cécil.
Al cabo de un largo trecho de travesía, un fulgor rojizo bañó la foresta, un aura sanguínea y malevolente que provenía de la luna de Etharis.
En la lejanía, una colosal y ominosa sombra astada se deslizaba como un pesaroso augurio envuelta en un sudario de niebla entre la maleza, rondando las inmediaciones de lo que parecía una antigua fortificación abandonada.
Isidoro alzó los párpados y con un balbuceo dijo:
—¿E-e-e-e-eeeeee-eeeee-esa e-e-e-e-eeeeeeees…?
Amara no respondió.
¿Quién habría podido hacerlo?
FIN DE ESCENA