Por su parte, Antoine se mostraba indiferente ante las ocurrencias de sus camaradas, y si tenía alguna idea u opinión se la guardaba para si mismo. Desde luego se resistía a creer que el tal Ambroise fuese un rijoso cualquiera al estilo de Lautrec. La comparación le parecía un tanto descabellada; citar a La Gioconda y compararla con una de las vulgares cabareteras que el postimpresionista pintaba no solo le resultaba terriblemente desafortunado y de mal gusto, también le parecía ridículo y fuera de lugar. Esta obra tenía una sobriedad y una solemnidad propias de una obra clásica, totalmente fuera del alcance de uno de esos pintores parisinos, y encerraba un discurso mucho más elaborado, más cerca de la mística y la espiritualidad que del decadentismo y el ambiente nocturno. O eso quería ver él.
—Caballeros, si me permiten una observación fuera de lo meramente artístico... ¿No les parece notable que tanto la tal Camille como la obra literaria que tenía tan obsesionado a nuestro artista hayan desaparecido? Parece más que una simple coincidencia.
Tras un generoso brindis final, Gascoigne se despidió de sus amigos. Había sido una velada agradable. Algunas de las piezas ya tenían comprador, los alemanes habían dejado suficiente vino para el resto de invitados y todo el mundo se fue con un buen sabor de boca. Había sido todo un éxito.
Algunos de ellos aprovecharon que el verano no había abandonado del todo las noches de París para continuar el jolgorio. No obstante, aunque más de uno insistió, Gerard Gascoigne no abandonó la galería. Le vieron suspirando al otro lado del ventanal y refugiarse en su despacho.
La noche dio lugar a un nuevo día. Muchos establecimientos abrieron mucho antes de que los tibios rayos del sol arrancasen destellos al Sena. Lentamente, todo París comenzó a hervir de ruido y vida. Pocos sabían, sin embargo, lo que comenzaría a rondarles a partir de entonces por la cabeza a seis de aquellas personas.
FIN DEL PRÓLOGO.