Sé lo que os estáis preguntando…
¿Qué fue de Bertrand Dotter…?
O como diría Paco Lobatón…
¿Quién sabe cuándo…?
Un momento… ¿Era así?
Ahem… No, no… Era quién sabe dónde…
Pues eso…
Todo el mundo quiere saber…
¿Dónde está Bertrand? ¿Qué le pasó a nuestro Bertie?
Bueno, si estuvisteis atentos a la historia, recordaréis que Tyris le mató sin mucho miramiento tras sufrir un inoportuno ataque de lumbago.
Je.
Jeje.
Je.
Eso tuvo gracia.
Pero lo cierto es… ¿Puede alguien morir en el mundo de los sueños?
La respuesta, queridos amigos, es…
Bertie despertó izado por el canto de los jilgueros en su luminosa habitación de la Abadía de Puente Galeón en una soleada mañana de verano.
Sus manos eran jóvenes y no se sentía tan macilento como cuando se enfrentó a la temible Tyris en duelo lumbálgico singular. Se desperezó y de un juvenil brinco corrió a mirarse al espejo.
Tal y como había imaginado, salvando unas pocas canas y alguna que otra tolerable arruga de expresión, el bueno de Bertie estaba tan lozano como siempre.
¿Qué demontres había ocurrido? Se preguntaba mientras trataba de calibrar cómo había ido a parar a Puente Galeón. ¿Acaso había regresado de alguna forma?
Escuchó un rumiar a su espalda y se giró, inquieto.
Allí había una cabra de un marrón oscuro de aspecto sumiso devolviéndole la mirada con sus ojos saltones. Mascaba hierbajos compulsivamente. ¿Quién la había puesto ahí en su dormitorio? ¿¡Quién había osado!? ¡Esto exigía una explicación!
Y según se disponía a abandonar la estancia encolerizado por el uso de sus aposentos como si de un vulgar establo se tratase, la puerta casi se le estampa en las narices cuando entraron cual exhalación Tyris y dos monjes encapuchados portando unas tijeras al rojo vivo.
-¡PREPÁRATE PARA TU VOTO DE CASTIDAD ETERNA, ABAD! ¡CORTADLE EL BERTUCCIO Y ECHÁDSELO DE COMER A LA CABRA!-, exclamó una furibunda Tyris, sus ojazos brillando cual zafiros estelares, haciendo chasquear las tijeras.
La condenada cabra pareció sonreír.
* * * * *
Despertó con un alarido de terror.
Menudo susto. Condenada Tyris. Condenadas tijeras castradoras.
Volvía a estar en su dormitorio, en Puente Galeón. Solo que esta vez era de noche. Se había despertado de una terrible pesadilla y, por suerte, su Bertuccio reposaba íntegro en su lugar.
Se volvió a levantar de la cama con una ligera sensación de mareo, queriendo lavarse la cara con agua fría, pero una mano le agarró por la muñeca con fuerza, reteniéndole.
-¿Ya despierto? ¿Es que no has tenido suficiente, abad?-.
Esa voz.
No.
¡No era posible!
La mujer que yacía con él en la cama giró su rostro, su enmarañado cabello oscuro de un negro azabache descubriendo su nacarado rostro.
¿Lachard?
¡Mitra, no!
¡Era la chalada de la señorita Loxley!
Bertie se zafó como pudo de la presa de aquella tarada y corrió hacia la puerta, pero esta vez sí que recibió un portazo que lo mandó casi noqueado al suelo de la habitación.
Ahora las que entraban por la puerta eran las monjas… ¡Las condenadas hermanas de la orden de Santa María del Cuchillo!
Sor Agnes lideraba la comitiva en la que podía distinguir a la engañosa Hermana Mary, a la vetusta Calanthe en su arcaica silla de ruedas y a la inquietante y altísima Hermana Lorelei.
-Ahí está, hermanas. El cerdo acude al matadero-, comentó la Hermana Agnes. Sus ojos del color de la miel centellearon y una sonrisa sádica dibujó una mueca sombría en su bello rostro. -¿Algo que confesar antes de comenzar el rito de purificación?-.
Bertrand no quería ser purificado. Además, algo le decía que si se quedaba lo iban a revender en la tienda de embutidos de Nowhere. ¡Malditas monjas! ¡Maldita fuese su orden devota de la misandria! ¡No le cogerían con vida!
Y allá que Bertie arrancó en poderoso sprint dispuesto a saltar por la ventana del dormitorio en dirección a los establos. Ya podía tocar el alféizar cuando un chasquido sucedido por una terrible presión en el cuello le hizo dar un respingo y lo propulsó de espaldas a la tarima.
Boqueando por un poco de aire, giró la cabeza y sus ojos casi se le salen de las órbitas.
La señorita Loxley se alzaba desnuda junto a la cama sosteniendo un simbólico látigo que había enroscado a su cuello. Su piel mortecina contrastaba con el sangriento rojo que manaba de su hambriento sexo, cubriendo sus pantorrillas de un velo carmesí.
-Te has hecho de rogar, Bertie, querido… Es la hora de demostrar que eres un hombreeeeee…-, siseó con una sonrisa psicópata enmarcando su cara.
Bertrand gritó de puro terror cuando comprobó que la vulva de la señorita Loxley estaba sembrada de afilados colmillos. Más aún cuando se percató de que la voz, ese siseo que emitía Nora, no emergía de sus cuerdas vocales, sino de su sexualidad.
* * * * *
Despertó.
Otra vez.
El corazón casi se le salía por la boca.
¿¡Qué estaba pasando!?
Esta vez pudo tranquilizarse porque estaba en su refugio subterráneo, bajo el monumento a Ulysses Grant.
Bob asomó por la puerta.
-¿Una mala noche, amo? No se preocupe. Traigo buenas noticias. Un amigo ha venido a verle. Venga, venga conmigo. Le alegrará su visita-.
Bertrand andaba bastante nervioso, así que dio el alto a su camaleónico chambelán.
-¡Alto, alto! ¡Bob! ¡Espera! Aclárame una cosa… Esta visita inesperada… Es… Ahem… ¿Femenina?-, inquirió preocupado por sus últimas y muy vívidas pesadillas.
-No, no. Es un viejo amigo suyo. Amigo varón, matizo-, confirmó Bob.
-Ah, entonces estoy fuera de peligro… ¿No?-, se preguntó Bertie mientras se ponía su bata de satén y sus pantuflas y seguía a su mayordomo.
* * * * *
En el comedor aguardaba un tipo con un asombroso parecido físico al propio Bertrand.
-Hola, Bertie-, dijo con voz nasal al tiempo que alzaba las cejas. -¿Me recuerdas?-, preguntó sin pestañear siquiera. Sus ojos celestes eran inquietantes. Daban grima.
A Bertie le fallaba la memoria en ese momento, pero su invitado estuvo muy ágil.
-Soy tu proctólogo. Es comprensible que hayas hecho un notable esfuerzo por olvidarme-.
Bert sufrió un escalofrío que le recorrió el espinazo de la cabeza a los pies.
¿Él tenía un proctólogo personal?
¿Desde cuándo acudía al proctólogo?
¿Y por qué razón exactamente?
-Adelante, Bertie. Sube a la camilla. No tenemos demasiado tiempo-, dijo descubriendo con una teatral floritura tras una sábana una camilla de enfermería.
Bertie se subió a la camilla, claro. No tenía nada mejor que hacer ese día. Y, además, siempre le había gustado que le transportasen sin necesidad de usar sus pies. Pereza, lo llaman algunos.
Una vez Bert estuvo dispuesto, el proctólogo empujó la camilla y abrieron una puerta que conducía, de modo algo sorprendente, a un pasillo de un blanco impoluto. Bertie no recordaba que su refugio nuclear tuviese ese pasillo. Y ahora que se daba cuenta, el misterioso doble de Bertie tenía repentinamente un gorrito de plástico ridículo y una bata propia de un cirujano listo para operar.
-Verás, Bertie… No sabes la que he tenido que organizar para poder verte en uno de los segmentos de este bucle espaciotemporal en el que has quedado atrapado-, comenzó diciendo el extraño doctor. -¿Quién iba a decir que palmarías a manos de una mujer? ¡Con lo que tú has sido! ¡Y encima tras llevar un parcial de 8 a 0! Qué lamentable, Bertie… Qué lamentable-.
Bertie iba a replicar que el lumbago fue decisivo. Que así cualquiera. Que liquidar a un anciano es propio de rufianes. La lista de excusas era bastante extensa, pues Bertie siempre tenía estudiadas unas cuantas milongas para evitar el oprobio en caso de derrota. Pero su doble le dio un papirotazo en plena napia.
Aquello dolió. Y mucho. ¡Qué depurada técnica tenía su alter ego!
-Presta mucha atención, Bertie. Lo que voy a decirte es importante. En esta carcasa solo te aguardan infinitas horas de dolor. El cordón de plata ha sido cortado, querido amigo. Ahora eres un vegetal. Un eterno soñador. Estás atrapado en el limbo. O, para ser más precisos, en un bucle. No puedo salvarte…-, lamentó su imitador sacudiendo la cabeza.
Le miró fijamente.
-Pero sí puedo fabricar otro tú-, dijo con una sombría y perturbadora sonrisa en su rostro. –Mi raza está muy avanzada en materia de clonación, ¿sabes? Y, además, ¿para qué demontres están los amigos si no es para clonarnos en caso de necesidad?-. Dio varias palmaditas en la mejilla a Bert.
-Así que ya sabes, Bertie, querido. Te espera un auténtico calvario, pero me aseguraré personalmente de que vuelvas y puedas cobrarte tu venganza. Eso sí, me debes una, viejo amigo. Y sé cómo vas a pagármela-, advirtió mientras su sonriente rostro desaparecía de la vista y la camilla parecía ahora tirada por otras manos.
Bert estaba sensiblemente más relajado.
A ver, era un vegetal comatoso condenado a soñar eternamente. Vale. Pero algún día… Algún día… Volvería a la acción de la mano de aquel extraño pero simpático proctólogo. ¿Se podía pedir más?
-SEÑOR DOTTER, PASE A QUIRÓFANO-, anunció una voz robótica.
¿¡Qué!? ¿¡QUIRÓFANO!?
Bert trató de saltar de la camilla, pero ya le habían atrapado varios celadores y le estaban amarrando a la mesa de operaciones. Bert luchó con bravura. Le metió el dedo en la oreja a uno de aquellos mastodontes y le extrajo una buena cantidad de cerumen. Fue bastante asqueroso, todo sea dicho. Entonces le aplicaron el táser en los aguacates y el pobre se quedó inmóvil por el dolor.
-Doctora, tiene listo el instrumental para iniciar la cirugía-, comentó uno de los enfermeros.
Un momento… ¿Por qué todos los enfermeros eran hombres? ¿Y por qué la única doctora era mujer?
Bertie pidió tiempo muerto para asimilar lo que estaba pasando, pero no tardó en comprender.
Esa melena de un color rojo sangre.
Esa piel nívea.
Esas gafas de sol tintadas.
Tragó saliva.
Un luminoso se encendió por encima de la testa de la cirujana en jefe.
*DOCTORA GRIMES LISTA PARA OPERAR*
HORROR.
¿Despertaría Bert a tiempo para evitar males mayores en su orto?