La Inquisidora había corrido un velo alrededor de lo sucedido con Gilbe. Había caminado de vuelta a su tarima y había seguido con la ceremonia, por llamarla así. Había recuperado la actitud habitual tras el paso de algunos novicios, pero se mostraba férrea ante Aenea, sosteniéndola la mirada y analizándola con una mezcla de desconfianza y desagrado.
Mai Lin, no sólo sentía desagrado por los escindidos de Moth, que habían pasado, a sus ojos, a colaborar con las entrañas del infierno, explicándolo en pocas palabras. Suponía que la niña no pasaría de el desagrado y la perniciosa actitud, que quedaría reflejada en los escritos. Asumía en su fuero interno que se convertiría en Inquisidora, y que, con suerte, partiría a esas tierras a abrazar una vida igual a la de su padre. Sin suerte sería una corrupta más. Y así apuntaba de todas formas, pues al fin y al cabo, tiró de la palanca.
Cuando se puso a cantar, Mai Lin la dejó. Miró de reojo a la analista y a Theresia, evaluando si estaban reflejando aquello y pidiendo en forma muda consejo a si debía o no frenarla. La dejó hacer, y cuando la magia brotó de Aenea, la muesca hosca que formaba el rostro de la Alta Inquisidora se tornó una sonrisa bobalicona. Enardecida, la mujer abandonó toda emoción negativa. Su cuerpo se relajó y la mujer levantó las comisuras de los labios, satisfecha. Sonrió mientras el hombre moría, y así permaneció unos segundos. Hasta que el conjuro se detuvo por si mismo.
La mujer arrugó el ceño y se giró al oír a Owen acercarse al trote. La mujer contrajo la nariz de forma nerviosa, cual tic en la ceja, y comenzó a mover de forma un tanto errática los músculos de la cara. Las probabilidades de caer bajo el efecto de aquel sortilegio eran mínimas. El poder interno de Mai Lin la hacía asombrosamente resistente a el Don.
Estaba claramente furiosa consigo misma y con los demás. Por unos instantes no había habido dolor, ni desagrado. Ya había olvidado, para su desgracia, la actitud que debía mantener para con los demás. La máscara de seriedad que había compuesto para aquel artificio ya no existía, pero en su lugar, tras el conjuro, se alzaba un par de rabia.
- ¡Llevadla al calabozo!- bramó mirando a Owen, apretando los puños en el sitio, conteniendo la rabia.
Lo único que la impedía golpear la plataforma y romper uno de los soportes para la soga de un puñetazo era mantener el porte que como responsable de seguridad debía mantener. No podía mostrarse pasional, ni podía dejarse llevar por los instintos. Se permitía mostrar la emoción en aquel momento, pues era algo incontrolable, pero debía ser capaz de frenarse. No podría exigirle a nadie lo mismo si ella no era capaz.
Eso, y no otra razón, era la que le impedía desatar un río de Ki a su alrededor y surcar el aire como su fuese Dóminar, estrellando un golpe contra la niña. La novicia se había metido en la mente de la máxima encargada de la seguridad del monasterio, que ahora estaba de pie ante un cadáver mientras señalaba a Aenea. Lo había hecho en público, afectando la mente de multitud de niños, guardias, e incluso presos.
Aenea había metido la pata hasta el fondo. Había hecho aquello por lo que se condenaba a multitud de dotados. Hacer un mal uso de sus facultades. Si era o no un buen uso era algo relativo, pero ante cualquier tribunal eclesiástico aquello sería un auténtico estigma de por vida. Probablemente la salvaría la reducida edad y la influencia de su padre, pero aquel acto la acompañaría de por vida ante la Inquisición y ante la Iglesia.
- Encárgate de esto, Theresia- espetó en tono más relajado, abandonando la tarima a paso lento. Esa fue su última intervención. Tenía muy claro que en su estado nada podría hacer. Nada que no la perjudicase. Se sentía humillada, pero por encima de ello, recordaba algo esencial. Eso, cuando ella estudiaba, no pasaba.
Y me encargaré de que no vuelva a pasar.
Owen saltó al escenario antes de que Theresia Di Caela pudiera intervenir, mientras Mai Lin bajaba. Lo hizo de un salto, subiendo de una zancada. Vestía, esta vez, un sencillo traje azul con botones, apropiado para el día, aunque llevaba sobre el mismo un abrigo blanco, por el frío. En la cadera llevaba la funda de una katana, cuyo pomo, negro, sobresalía con runas doradas alrededor, propias de un exótico legislador, que solía ser una espada bastarda.
Se acercó a Aenea y la tendió la mano, invadiendo su espacio vital. La hubiese cogido en brazos y se la hubiese llevado sin más, pero si había sido capaz de aquello, también podría salir andando. Los ojos del hombre, cada uno de un color, la miraban como se mira a algo a medio cmaino entre un adulto y un niño, con cierto grado de madurez. Pero reflejaba en los labios pesar y desagrado, con un rictus mortecino.
- Ven, querida- dijo mientras la cogía la mano, con un tono que era más petición que orden, pero que no dejaba opción a alternativas.
Aquello era, en teoría, trabajo para Judith. Pero era Owen el que estaba allí en ese momento, pues él, a diferencia de su compañera, sí podía ver las matrices psíquicas, necesarias para saber si Charlotte o cualquier otro estaba influyendo de algún modo en la realidad.
- Aenea, un consejo. Usa tu Don con más comedimiento- fue lo último que dijo antes de bajar de la plataforma acompañado por la novicia. Lo dijo con sencillez, como si, pese a ser algo redundante y sabido, sintiese que era bueno decirlo.
No hizo de la situación un drama. Subió, la cogió, y bajó. No la redujo por la fuerza ni se la llevó como a una niña. No quería tratarla de esa forma, y podía permitírselo. Mai Lin la hubiese dejado inconsciente, pero Owen era de una naturaleza esencialmente distinta, con diez años de instrucción de distancia y una renovación en el método de enseñanza.
Owen bajó, y Theresia tomó el relevo, subiendo a la plataforma para dirigirse al público en general. La mujer se enfrentaba a un sinfín de murmullos y cotorreos, así que se recolocó las gafas, se aclaró la garganta, y tiró de la palanca con violencia, desatando el sonido sordo de la plataforma abriéndose. En aquel preciso instante en el captó la atención, oportunamente, habló.
- Se cancelan las ejecuciones en vista a los acontecimientos producidos- profirió en tono autoritario y grave-. La directiva del monasterio valorará si repetirla en un futuro, completarla con aquellos que no han pasado por la plataforma, o suspenderla definitivamente. Guardia Eclesiástica- miró alrededor, buscando con los ojos a los guardias, que habían reaccionado de todo modo imaginable-, que los de Interiores lleven a los novicios al interior del monasterio. Los de Exteriores finalizad las ejecuciones y despejar la zona. Kamus- alzó la voz, buscando a un guardia que, bajo un casco, alzó la mano-, queda al cargo.
La mujer calló.
La mayoría de los guardias comenzaron a moverse, apremiando a los alumnos. El resto también lo hicieron, pero para sofocar un par de revoltosos entre los presos con eficacia militar. Kamus, que no era sino el prometido, marido, o lo que fuese, de Judith, y aquel que había acompañado a todos salvo Resha en el carruaje al llegar al monasterio, caminó hasta la plataforma y se puso a hablar en voz baja con Theresia, ultimando detalles. Él era el líder de la Guardia Eclesiástica, así que le competía acatar las órdenes. Para eso, en parte, había sido instruido.
El Monasterio de Caedus no era un mundo amable. Podía fingirlo, pero no podía alterar su naturaleza. Era el seno de asesinos, pecadores y de leyes propias por encima de las demás. Era la casa de una organización sectaria y tradicional, basada en una jerarquía sencilla, con normas restrictivas y falsa conciencia. Ni su mayor Santa estaba exenta de obedecer al Decimotercer Cardenal, al Sumo Inquisidor y a El Rector.
Los pasos se oyeron en los calabozos. Allí abajo hacía frío, y podía notarse la humedad en una pared, escuchando el fluir del agua al otro lado cuando alguien abría una cañería en los baños, dos pisos arriba. El agua, efectivamente, venía de los sótanos.
Aenea estaba en un calabozo, tras los barrotes. Owen la había llevado allí directamente, y no fue hasta la noche cuando recibió otra compañía. Ese fue su día de navidad. Estaba sola en una celda, aislada, aunque quizás la pasión en el pecho de Aenea bastase para impeler en ella la fuerza para soportarlo.
Kamus apareció al fin, portando una antorcha. Su melena caía a la espalda. Llevaba una armadura pesada, gruesa, metálica, pero no portaba arma alguna salvando la que iluminaba la estancia. Su rostro era serio, algo adusto y triste en relación a la costumbre.
- Siento que este haya sido tu Weihnacht- comenzó con pesar, estático en pie ante la joven, al otro lado del metal-. Yo no estaba a favor de esto, pero yo soy de las "generaciones maleducadas". Los que mandan, Aenea, no tienen en alta estima los métodos de los Inquisidores de Moth, y son bastante sanguinarios.
Dejó la antorcha sobre una placa de metal en la pared. Ahora tenía las manos libres, y sólo medio rostro se veía iluminado. Medio rostro, y medio cuerpo, escalado. A través de los guantes se frotó las manos, entrelazando los dedos, nervioso.
- Calculo, aunque no puedo asegurarlo, que te procesarán por Herejía en el Tribunal Inquisitorial y te declararán culpable. Sin embargo, eres joven. No creo que te arranquen el Don- el hombre, literalmente, se sacudió con escalofrío al decirlo, y compuso una mueca de incomodidad. Era algo aterrador sólo de pensarlo-, ni que te... condenen- tragó saliva, incapaz de decirle a una niña que no iban a matarla, quitarle la voz como a Charlotte, o simplemente extirparle una fracción del alma-, pero esto te acompañará siempre, y habrá gente que siempre desconfiará de ti y te tendrá en baja estima. Incluso querrán perjudicarte.
El hombre remoloneó con los dedos. Bajó la cabeza, sin mirar a la chica.
- Sólo venía a decirte que no te van a soltar por ahora. Te traerán algo para cenar en unas horas, pero creo que tardarás tres o cuatro semanas en volver a la superficie. Lo justo para que te juzguen- se aclaró la garganta antes de seguir, cogiendo fuerzas-. Si yo tuviese tu Don, Aenea... tendría mucho cuidado de cuando y cómo lo usaría. Lo que has hecho hoy ha cumplido tu propósito, o eso creo, pero no ha sido beneficioso para nadie. Mai Lin está al borde de un ataque de nervios, creyéndose que ya nadie va a respetarla. Nada más lejos de la verdad. Temo que muchos alumnos te van a... guardar rencor. Estoy seguro de que van a recrudecer la normativa. Tras el 31 de Octubre ya estaban discutiéndolo acaloradamente, y...
El hombre resopló.
- Se suponía que esto, en parte, tenía que serviros para lo contrario. Has dado la vuelta a todo- no sabía explicarlo, pero lo intentaba-. Da igual. Sólo... ten cuidado. Estarán deseando buscar una excusa para declararte un caso perdido. Eres el ojo del huracán.
Lo que había hecho Aenea daría discurso para horas. Un sencillo conjuro, unido a su actitud y su condición como hija de un Inquisidor de Moth, tenía, consecuencias colosales. La cantidad de matices era exagerada, y uno podía perderse en ese océano intentando contarlos todos.
Aenea había agredido a la jefa de seguridad del monasterio. A ella, a los guardias, a los novicios, y a los presos. Pero sobretodo a Mai Lin. No era una agresión física, pero si psicológica. Era un insulto y una burla. El ritual era triste, serio, doliente, y representaba un sacrificio. Ella lo había convertido en un placer. Era mejor pensar que lo hacía por corromperlo que por darle un matiz más cálido. Pensar que la idea era hacer de matar algo placentero sólo traería consecuencias nefastas.
Ese día marcaba un punto de inflexión en la vida de Aenea Hollen.
Los pasos se oyeron en los calabozos. Allí abajo hacía frío, y podía notarse la humedad en una pared, escuchando el fluir del agua al otro lado cuando alguien abría una cañería en los baños, dos pisos arriba. El agua, efectivamente, venía de los sótanos.
Gilbe estaba en un calabozo, tras los barrotes. El Guardia le había llevado allí directamente, y no fue hasta la noche cuando recibió compañía. Ese fue su día de Weihnacht. Estaba solo en una celda, aislado, aunque no es que eso fuese a ser algo que minase la voluntad del viejo vagabundo, y bien lo sabían. Por ello los pasos vinieron acompañados del familiar tintinear de algo. Un cascabel.
Era el cascabel de Jared. Lo recordaba. Lo hizo tintinear cuando MJ se lo presentó. Había venido a verle. Los pasos se detuvieron ante los barrotes. Tras un tenso silencio, el hombre habló.
- Esto es lo que va a pasar- dijo el hombre, vaticinado el futuro. Hablaba con seriedad y neutralidad, como si las actuales circunstancias de Gilbe no importasen-. Se supone que tengo que decirte que debes aprender, si sabes lo que te conviene, a tomar como palabra del mesías lo que te diga un superior jerárquico. Ese es el mensaje oficial a efectos reales, aunque debería maquillártelo.
El hombre calló. Era la voz de Jared, sin duda alguna. Y hablaba serio, como si aquello revistiese de grave importancia.
- Te van a soltar. Te van a obligar a pedirle disculpas públicas a la Supervisora del Departamento de Seguridad de El Monasterio de Caedus. Y tras ello, te van a mirar por el ojo de una cerradura- hablaba como si no sintiese estima por Mai Lin-. Tú, vas a pedirle disculpas públicas a Mai Lin, y vas a parecer sincero y humilde. Puedo asegurarte que es una buena mujer. Su tara principal es que vive para su trabajo, y en todo lo relacionado con ello es absolutamente inflexible- lo dijo con severidad, pero con confianza. Parecía saber muy bien de lo que estaba hablando-. Mai Lin apenas duerme, está al cargo de demasiadas personas, y sigue siendo una mujer. Le gustaría casarse y tener hijos, pero su trabajo no se lo permite. Tiene que morder raíces impregnadas de magia residual para permanecer despierta, pues las drogas normales ya no le sirven.
Silencio. Una rodilla crujió mientras el hombre se sentaba en el suelo, cerca de los barrotes.
- Lo que quiero decir es que es humana, y que merece la pena tenerla de cara. A mí me cae bien. Pero que le des o no una segunda oportunidad a mí me da igual. A mí, Gilbe Klimb, me importa que tú seas un Inquisidor- dejó ver, sin pretenderlo, cierta implicación emocional en la última frase-. Necesito que demuestres a la Iglesia que los invidentes pueden llegar a alcanzar una gran posición. Que pueden ser mejores que una persona cuyos ojos sí vean. Pero no es sólo egoísmo. Realmente me preocupo por ti. Hablo con Maestro, el titular de Entrenamiento Físico- matizó, pues, al haber hablado con él, sabía del otro Maestro, y no quería confusiones-. Sigo, en líneas generales, tu entrenamiento. Sólo voy a darte un consejo. Eres un bocazas. Eres terco, soberbio, e indisciplinado. Este tablero de juego requiere más habilidades sociales que físicas. No es la calle.
El hombre cruzó las piernas, y se hizo crujir un par de huesos. Estornudó dos veces y aspiró ligeramente por la nariz.
- Lo siento. El invierno no es buena época para llevar Kimono. Entrenar con Petros, Mai y Yoru es insalubre- entrenaba con Mai Lin, pero le restó importancia, comentándolo sólo de pasaba, aunque esperaba que Gilbe lo apuntase en la cabeza-. El consejo- se dijo a si mismo, volviendo al hilo-. Aquí todos tenemos una personalidad, una ideología, y una forma de ser y proceder. No te pido que seas Velvet o Wiverfall. Pero sé inteligente. Es importante que alguien como tú sepa mentir, y que sea un buen mentiroso. Nunca vas a entrar en el arquetipo de Inquisidor perfecto a nivel mental ni físico. Eres ciego y tienes unos valores muy propios.
El cascabel tintineó. Jared se levantó. Dio el lateral a Gilbe, pero no se movió. Estaba a punto de marcharse.
- Respeta a tus superiores, Klimb. Entrena, aprende. Supera las taras de tu ceguera. Yo y Petros te ayudaremos a ello. Pero nadie te enseñará lo más importante. Leona Blanchett no incluye en Artes Sociales una clase destinada a adaptarte a la Inquisición- el hombre volvió a estornudar-. Aquí todos tenemos quejas de la Inquisición. Todos la quisiéramos a nuestro gusto. Pero no funciona así. Tú escalas la montaña de jerarquía, pero agachas la cabeza cuando la nieve o las piedras caen desde las alturas. Sino, te golpean en la cabeza y corres el riesgo de caer... y abrirte la cabeza.
No se movió. La metáfora era simple. Se movería en cuanto Gilbe acabase de hablar, sin dar más réplica. Ese era todo el consejo que daría por esta vez. Sólo quería ver si su intención había caído o no en saco roto. Jared era serio. Inamovible como la montaña. No mutaba su opinión a la ligera. Un ciego escuchaba y racionaba sus palabras, no en cantidad, sino en contenido. Eso era lo que Gilbe debía aprender.
Fin de la Escena 4; Weihnacht.
Epílogo
El alma de Elohim sufrió una puñalada cuando empezó a ver lo que tenían que realizar. Cada uno de los ojos de los hombres que estaban destinados a la muerte le pedía, de una manera o de otra un perdón. A pesar de que se repetía a si mismo que tenía que hacerlo algún día, que en algún momento llegaría el tiempo del asesinato a sangre fría no terminaba de aceptarlo. Como si el mañana nunca fuera a llegar, como si siempre viviera en una inocencia mantenida, dejaba el pensamiento sobre qué hacer en ese tiempo siempre en otro lugar.
Y aquel lugar había llegado.
Juntó las manos ante él y entrelazó los dedos con fuerza. La sangre tenía problemas para circular debido a la presión ejercida y bajo la tela dorada y blanca su piel empezaba a palidecer. Cerró los ojos con fuerza mientras trataba de buscar algo en su interior para saber qué hacer.
Allí dentro sólo encontró más confusión.
Por un lado veía a Bernadette y a Evangeline diciéndole que no lo hiciera, que no era necesario y que no era su trabajo. Él no iba a ser obligado a hacer eso, y podría llegado el momento decidir cuando era justa la muerte y cuando no lo era. Eso le reconfortaba y le ayudaba, mas dudaba si las verdaderas santas le dirían eso o le dirían que cerrara los ojos y bajara la palanca, esperando que eso no volviera a suceder. Matar es aborrecible, pero es una parte de la tarea del inquisidor. Una parte que no es agradable, pero que hay que hacer.
Sin embargo, había otro lado, un hombre alto y rubio que le instaba a bajar la palanca con una sonrisa en los labios, un hombre con plumas sobre su armadura. Su sonrisa mientras realizaba el gesto era incuestionable y eso hacía dudar al pequeño ángel. Si un hombre que había estado dentro de su sueño tenía esa opinión significaba que algo dentro de él también opinaba eso.
Y cuando aún Elohim no había terminado de dar un repaso a su propio subconsciente, sus compañeros fueron subiendo.
Y fue en ese momento cuando el alma del chiquillo fue acuchillada por segunda vez.
Miró a Ace realizar el acto con extrema frialdad. Las dudas que ahondaban en su mente no estaban en su alma gemela. Miró hacia abajo con una lágrima resbalando por su cara, sintiendose a la vez traicionado y... ¿ayudado? Si él había podido... ¿por qué no iba a poder Elohim? Pero de alguna manera le había hecho mucho daño su acción, su gesto, su frialdad. No... no podía ser. Había sentido como si fuera su propia mano la que accionaba esa palanca, como si fuera su voz la que sentenciaba al preso.
Y el sentimiento había sido demasiado real.
Elohim sufrió una congoja momentánea. Había podido ver como su propio cuerpo condenaba a muerte a aquel hombre. Y no le había gustado. Calló de rodillas un momento mientras sus alas se comenzaban a extender poco a poco.
Retrocedió enseguida, ocultándose entre el grupo de niños, abandonando las primeras filas para esconderse y oscurecer su estado actual. Miró sus manos, blancas e impolutas. Casi hubiera preferido que aquellas heridas estallaran de nuevo, dejandole sin sentido. Encima, siendo el día de su cumpleaños... ¿tenía que soportar aquella agonía? Prefería mil veces el dolor... su dolor.
Los demás siguieron subiendo, realizando cada uno lo que su corazón les dictaba. Tan sólo Elohim faltaba para subir, cuando Aenea subió las escaleras.
Pero Elohim todavía no había llegado a una decisión.
Mas su subconsciente seguía jugándole malas pasadas.
Fue sólo un segundo. O quizá menos. Pero una sensación muy parecida a la que tendría que haber guiado a Ace entró en su cuerpo, y le hizo plantearse que matar no era para nada la peor opción. Se mata para sobrevivir, todos los seres lo hacen, se mata para mantener la paz. Y cuando mantener la paz es dejar en silencio un secreto que trata de salir a la luz... sea pues. Matar puede ser, más que una parte del trabajo, la opción central y para ello hay que aprender a amar a la muerte.
Pero fue sólo un segundo.
Tan poco tiempo que la pequeña sonrisa que brotó en la faz de Elohim desapareció tan pronto como vino.
Dejando tan poco rastro como su escasa presencia.
Pero poco rastro... es algo, al fin y al cabo.
Y entonces todo ocurrió, Aenea fue castigada, y las ejecuciones fueron suspendidas sin que hubiera tenido que tomar ninguna decisión, ni para un lado ni para otro. Elohim quedó perplejo mirando a los ojos a Mae y a Theresia. ¿Eso había sido una bendición?¿O un castigo?
Luego lo pensó dos veces. Si se volvían a hacer, si se retomaban...
tendría que hacerlo solo.
Y eso le dio mucho más miedo.
Recogió las alas dentro del cuerpo, y se abrazó a si mismo. Inconscientemente, se acercó a Ace con la mirada gacha y los hombros caídos, buscando un poco de calor humano. Sólo él sabía lo que pasaba por su cabeza.
Y eso le dio mucho más miedo.
El niño recibió el golpe de Mai Lin y lo aguantó sin echarse a llorar por pura rabia... Mientras se le llevaban los guardias aguantó el tipo porque sabía que lo siguiente podía ser mucho peor que una torta... Sin embargo, todo el camino hacia las mazmorras se lo pasó rumiando su ira.
Esperó un tiempo dentro de la carcel, el frío, el miedo a lo que iba a pasar, la sensación de sólo ser un niño ciego fueron haciendo mella en Gilbe... Su ira fue disipándose, todavía guardaba su compostura cuando escuchó un cascabel, pero ya estaba cerca de las lágrimas...
- ¡Jared! Yo.. Es que... No... ¡No lo entiendo! Pe... Pensaba que luchábamos contra criaturas del infierno... Pensaba que les buscábamos y les matábamos, creía que matar a esos hombres era rebajarse... Creía que los inquisidores no hacían eso... - sorbió los mocos que le caían por la nariz en parte por el frío, en parte por la pena.
Respiró un par de veces, no quería tener un berrinche. Aguantaría el tipo, sería fuerte, como siempre había sido.
- Le pediré disculpas Jared, y mataré a quien haya que matar... Quiero ser inquisidor, quiero llegar a ser alguien como tú. Soy ciego, pero pienso demostrar que puedo ser mejor que muchos, ¡pienso ser inquisidor!
Su determinación crecía, se hacía fuerte, y así su lengua se soltó dando paso a una cascada de palabras.
- Lo que pasa es que esta tarde una persona se ha presentado y nos ha dicho que matemos a criminales normales... Así, sin más. ¿Cómo saber que se trata de una prueba de disciplina y no una de moral? Esas personas merecían la muerte pero, ¿y si nos hubiera mandado matar inocentes? Además, no sé quién es mucha gente... ¿Si un guardia me manda matar a alguien, debo hacerlo? ¿Y si lo dice un jardinero? Y... ¿Y quién era Mai Ling? ¡Yo no le conocía! Si tú me hubieras ordenado matar a alguien... Tal vez te hubiera preguntado, pero si me hubieras dicho que lo hiciera, sin preguntas, le hubiese matado. O si me lo hubiera mandado el Rector, mataría sin dudar... Pero... Pero... No sé cómo explicarme...
A Gilbe no le hubiera gustado matar a esas personas... No creía que la muerte fuera el castigo que merecían, pero tampoco le concernía juzgarlos. Tampoco le gustaba la idea de ser un verdugo, un carnicero. Sin embargo, él quería estar ahí, y si le hubieran dicho que para estar en el monasterio tenía que tenía que matar, él hubiera matado. El problema es que a veces, no sabes lo que te están pidiendo.
- No sabía que hubiera que hubiera que cumplir las órdenes ciegamente. - Gilbe calló durante un instante... Pensó en lo que habían dicho sus compañeros antes de que entraran los presos... Tal vez sí que fueran en ocasiones herramientas... Un cuchillo no podía negarse a matar a alguien, pero tampoco era responsable de la muerte... En cierto modo fue como una revelación. Prosiguió:
- Ya te lo he dicho: le pediré disculpas mil veces si hace falta... Y cumpliré toda orden que me de un superior. Ahora que lo sé, se hará lo que pidan, seré su herramienta, sin excepción... - en el fondo de su corazón sabía que no todas las órdenes que le fueran dadas podría cumplirlas, pero había nacido un nuevo Gilbe, uno que había aprendido que no todas las cartas de su mano debían ser jugadas.
Había aprendido una gran lección gracias a Jared: había que convertirse en el mejor Inquisidor posible... Y sino serlo, por lo menos tendría que parecerlo. Ahora más que nunca, tendría que cumplir con cada órden que le dieran, y si no lo hacía tendría que ingeniárselas muy mucho para que nadie se diera cuenta.
Como cualquier otro niño Gilbe todavía tenía mucho por descubrir, y esa tarde aprendió casi tanto como en todo el tiempo que llevaba en el monasterio. El niño bocazas, terco y soberbio seguía ahí, pero gracias a los acontecimientos de la tarde de Weihnacht Gilbe había crecido, había descubierto la importancia de las aparariencias, había redescubierto la importancia de sobrevivir.
Kael se había abstraído desde su ejecución, y se había perdido en uno de sus lugares favoritos. Cerca de una de las murallas, uno de los rosales hacía un recodo en el que se podía esconder fácilmente. Allí, Kael estaba meditando, intentando observar en su interior, intentando si esto sería otra cosa que le impediría dormir por la noche, si esto sería lo normal para él.
Se levantó un poco y alzó la mirada por encima del rosal, como si estuviera esperando a alguien. Vio como castigaban a Gilbe y a Aenea, no estaba seguro de porqué, puede que por negarse, pero no estaba seguro. Había llegado una mujer con una túnica negra y parecía estar dando órdenes a Owen.
Mai estaba diciendo que se pospondrían las ejecuciones, si es que se repetían. Parecía que no todos sus compañeros pasarían por ese mal trago- Qué suerte.
Pero en ese momento, Kael se percató de una cosa. Viendo el despliegue veía a varios profesores, actuando en conjunto, siendo muy diferentes entre ellos pero que se complementaban. Mai dictaba las sentencias, Theresia anotaba algo, la mujer de negro parecía percatarse de las cosas... y se dio cuenta. No todos servirían para lo mismo, cada uno tenía una función.
Se fijó en sus compañeros. Aenea, Resha y Elohim cerca de la santidad, Charlotte y Juliette cerca de los poderes mentales como Alexander y el Rector, Gilbe apuntaba maneras como MJ, Ace se le daba bien las clases de Maestro y algo de las de Alexander, Richard iba muy bien en las de Maestro, y él mismo... él mismo se dio cuenta de que las que mejor se le daban eran las de Maestro, MJ y Pietros... lo que mejor se le daba eran las clases de combate y sigilo.
Y eso le recordó a una de las primeras frases que le dijo León
Los Inquisidores somos asesinos, cuanto antes te des cuenta, antes sabrás qué haces aquí.
Kael destacaba en las clases de los asesinos. Combate y subterfugio. Así que empezó a darse cuenta de que él destacaría como uno de los asesinos.
Volvió a mirar a sus compañeros, el mal trago que estaban pasando muchos y tomó una decisión. Él ya dormía poco por sus pesadillas, y matar a gente no le quitará el sueño; pero podría evitar que sus compañeros pasaran por ese mal trago. Él temía convertirse en un mosntruo; pero algunos de sus compañeros le aseguraron que estarían siempre con él.
A demás, no tenían porqué saber que él mataría para que ellos no sufrieran por eso.
Lo había decidido, sería el ejecutor para que sus seres queridos no pasaran por ese mal trago. Así que con una mirada de determinación en el rostro que no había tenido en ningún momento desde que entró en el Monasterio, Kael salió de su escondrijo y se dirigió hacia donde estaba Owen.
Al fin tenía un objetivo.
¿Quién eres?
Resha levantó la cabeza para ver frente a ella una niña de ojos azulados entre la gente. La mirada estaba fija en ella, acusadora.
-Soy Resha-dijo la chica con voz apagada.
No, no lo eres,interrumpió la extraña niña. La piel de esa niña era demasiado blanca, tenía un tono níveo antinatural, su cabello azulado caía recogido en dos coletas a ambos lados de la cabeza hasta la parte baja de la espalda.
Yo soy Resha,afirmó moviendo los labios pero dando la extraña sensación de que su voz no salía de éstos, ni si quiera parecían decir las palabras que Resha oía.
-Eso no puede ser-dijo Resha titubeando, extrañada de que nadie más pudiera oírla ni verla. ¡La niña que estaba ante ella era un reflejo de ella misma!
¿Quién eres?,repitió la niña dándole la espalda para alejarse hacia donde se habían llevado a Gilbe.
-¡Espera!-llamó extendiendo la mano hacia ella y, como un hechizo, todo se resquebrajó como un espejo roto. Todos se deshicieron en miles de pedazos reflectantes dejando en su lugar la más absoluta oscuridad rodeando a Resha.
La niña miró a un lado y a otro.
-¿Aenea?¿Charlotte?-Resha giró a su alrededor haciendo girar las coletas en redondo, como un par de aspas de un molino tumbado-¿Richard?¿Kael?¿Juliette?-caminó en la oscuridad adentrándose más en ella-¿Gilbe?-se paró un instante y tragó saliva ruidosamente-¿Ace?-echó a correr hacia una dirección que parecía tan buena como cualquiera de las otras-¿Elohim?-tropezó y al trastabillar su pie se había enganchado con algo. Al inclinarse notó que era una especie de tela, una tira de tela que parecía alargarse y Resha la tomó entre sus manos y la siguió.
¿Qué haces con los ojos cerrados?
-No tengo los ojos cerrados-dijo a la vocecilla aflautada que le hablaba. Una voz de niño.
Claro que los tienes cerrados, Resha, ábrelos.
Al abrir los ojos se encontró cara a cara con Dariel. Dariel, ese niño alegre de grandes ojos oscuros que había desaparecido.
¿Qué haces con los ojos cerrados?,repitió el niño mirando hacia ella pero, definitivamente no miraba hacia ella. Resha se giró y ahí la vio. No era ella y sí lo era. Tenía el cabello largo suelto sobre los hombros, el pecho poco formado y la espalda, cubriendo en parte un elaborado vestido que Resha no podría pagarse ni en mil años. Tenía unas vendas en los ojos que se elevaban en el aire enroscándose sobre todo tipo de objetos, tensándose.
Mientras Resha se mantenía helada en el sitio observando con horror lo que su mente le mostraba la otra Resha habló, y el efecto fue el mismo que con la Resha pequeña que estaba entre la gente.
Haz lo que ellos digan, no lo que ellos hagan
Dariel se echó a reír, se rió muy fuerte, haciéndole daño en los oídos de lo estridente que resultaba su risa.
PENITENCIAGITE, gritó Dairel en su cabeza igual que la Resha con los ojos cubiertos lo repitió.
En esa ocasión no apareció el ángel de la guarda de la niña para darla consuelo, no se lo merecía después de todo.
-Pe...nitenciagi...te-dijo en voz baja Resha una y otra vez mientras vivía su horror interior con la mirada fija en un punto perdido entre la gente, hacia donde se habían llevado a Gilbe, como si hubiera seguido con la mirada a alguien moviéndose hacia allí.
Nada más terminar su ejecución Juliette bajó del cadalso, se podría decir, que como un alma en pena... Todo aquello la había traumatizado y no era de extrañar, pero era algo de lo que no podrían huir. Si no lo hacían en aquel momento tendrían que hacerlo más adelante... y cuando antes se lo quitara de encima, antes sufriría y antes se le pasaría. Probablemente a partir de aquel momento nunca volviera a ver las cosas del mismo modo, o quizá si, se trataba de Juliette, una niña bastante imprevisible.
Una sonora bofetada. Los guardias se llevan a Gilbe. Gritos de Mai Lin a Aenea. Owen la dirige al calabozo... Cosas sueltas pero bastante importantes llegaban a oídos de la pequeña aún con la mirada perdida en el horizonte. Cuando ambos pequeños salieron de aquel, lugar poco a poco la pequeña fue recuperando el poco sentido que le quedaba. El shock había pasado y ya era hora de empezar a sobreponerse. En realidad no se había enterado mucho de lo que había pasado, no sabía ni a quién había ejecutado ni de qué cargos se le acusaban... fue como si nunca hubiera pasado para ella, pero si que pasó.
Dió un vistazo rápido en busca de su gemela, sus sentimientos afloraban de nuevo y, aunque con menos ansiedad que antes, necesitaba a su hermana. Su mirada se cruzó vagamente con una mujer joven y bastante extraña... parecía estar estudiando a los chicos a conciencia, cosa que no era de extrañar dados los actos que se estaban cometiendo en aquel momento.
Movió un centímetro más la cabeza cuando dejó de observar a aquella extraña mujer, y allí estaba... su otra mitad. Corrió hasta donde se encontraba su gemela y le estrechó la mano... no se atrevió a mirarla a los ojos, pero por lo menos sabía que estaba allí y que estarían juntas, porque de un modo u otro ambas habían cumplido con su cometido.
La situación se había descontrolado hasta el punto de tener que intervenir directamente los profesores, parecía que los había quienes no estaban muy al corriente de su situación y el lugar que ocupaban allí dentro.
Gilbe tenía la boca muy grande, era un inconformista y un rebelde sin causa pero por aquellos lares no podía andarse con tales cosas, ya se daría cuenta o eso esperaba Charlotte por el bien del niño, al igual que su otra compañera, Aenea. La demostración de ésta sí que se había salido de escuadra por encima de lo esperado, castigar a un crío respondón no era comparable con los actos de herejía de una bruja descontrolada y caprichosa.
En cuanto la pequeña pelirrosa vio el panorama que se le venía encima a la niña, abrió los ojos con gesto preocupado olvidándose momentáneamente de las atrocidades recientemente presenciadas. Con un movimiento rápido miró a Juliette, que parecía haberla estado buscando entre la multitud y se dirigía hacia ella.
...Qué imprudente...
Dijo mirando hacia Aenea y bajando luego la mirada con pesar.
...Espero que sean indulgentes...
Volvió la vista al frente y siguió con la mirada perdida el camino que dibujaban en la hierba Owen y Aenea.
Tenía la cabeza llena de preguntas, pero era consciente de que la mayoría no eran como para ser planteadas, al menos en aquel momento. Estuvo allí quieta, al lado de su hermana, durante un largo rato, perdida en sus pensamientos.
Esperaba haber superado la prueba, sobre su conciencia pesaba el haber acabado con la vida de una persona pero al menos lo hizo a su manera y eso la tranquilizaba, pues fue capaz de aliviar en cierto modo a aquella alma atormentada, perdida en el oscuro camino que decidió seguir y la condenó para siempre; esperaba que algún profesor apreciase ese gesto. Ella era una niña piadosa pero no desobedecería una orden, era muy consciente de su papel en todo aquello y no estaba dispuesta a echarlo todo por la borda, no quería defraudar a nadie, intentaría ser una alumna modelo.
Allí estaban las dos mitades unidas de nuevo, agarradas de la mano, juntas pero de algún modo separadas. Quietas en medio de una multitud desborregada a la espera de que alguien pusiera orden y las devolviese a la seguridad de sus dormitorios.
Aenea estaba sentada en el catre, la espalda contra la dura, fría y húmeda piedra, abrazando sus rodillas envueltas en sus brazos. Su expresión era vacua, algo a medio camino entre el simple estupor y la abstracción. Ni siquiera pensaba en nada coherente, no había empezado a procesar el hecho de que estuviera castigada, y ni siquiera había caído en la cuenta de que por muchos castigos que hubiera visto, era la primera vez que veía a alguien ser mandado a los calabozos. Lo peor es que lo había visto en primera persona. Pero no se había percatado aún. Algo en ella se había parado en el mismo momento en que había escuchado la orden de castigarla.
¿Por qué? Había cumplido con el trabajo. Lo "otro" que había hecho no era para tanto... ¿O sí?
No podía dejar de pensar que aquello era un error, que se darían cuenta de que había cumplido con la orden y la dejarían salir, así que solo pensaba en si había hecho la tarea para tal asignatura o tal otra, que clases haría al día siguiente, o que habrían hecho sus amigos después de que se cancelara la ejecución.
Entonces llegó Kamus, y llevó algo de luz a la situación, literal y figuradamente. Algo, lo mismo que se había parado cuando la castigaron, recibió un duro impacto, un golpe de ariete cuya fuerza fueron las palabras de Kamus, y se rompió. Cuando eso sucedió todo le vino de golpe. EL hecho de que la habían castigado no era un error, lo que había hecho iba mucho mas allá que la idea de responder con frases correctas pero malsonantes un exámen de lengua. No iba a salir de allí en al menos tres semanas, y la iban a juzgar por herejía. Lo que es mas, Kamus dijo directamente que la iban a declarar culpable.
Aenea no había cometido ninguna herejía. De eso estaba segura. Es cierto que lo que hizo había afectado a Mai Lin, y en su momento le pareció bien. Pero su objetivo principal era que la prisionera muriese sin sufrir, y que sus compañeros no sintieran las mismas dudas que ella. ¿Era aquello una herejía? Kamus dijo que había usado su poder enfrente de todo el mundo pero... ¿No había en ello problema alguno verdad? Sus compañeros la conocían, a la gente del Monasterio no hacía falta esconderle nada, y los "visitantes" iban a morir de todas formas. ¿Donde está la Herejía?
Kamus siguió hablando. Sus compañeros se enfadarían con ella porque por su culpa todo sería más estricto, todo el mundo la iba a odiar por aquello.
Se quedó mirando a Kamus sin decir nada, incrédula, sorprendida. Sus ojos lloraban, pero no así ella, lo que se había roto en su interior no le dejaba pasar de aquella suma tristeza, culpa. NO le dejaba desahogarse con el llanto. Cuando este se fue, ya en la oscuridad, fue capaz de articular palabras:
- Pero yo solo quería ayudarles.
No era del todo cierto, porque en ese momento había querido fastidiar, llevar la contraria, oponerse. Es cierto que su poder afectó a Mai Lin, pero por muy enfadada que estuviera, no lo habría hecho nunca a propósito. Simplemente se concentró tanto en cómo llevar a cabo su pequeño acto de rebeldía, como ayudar a presos y compañeros por igual, que ni siquiera pensó que la zona de su conjuro incluía a guardias y a Mai Lin.
Y aun así, a pesar de todo, lo único que le había hecho era que sintiera éxtasis. La misma Aenea era reticente a usar aquella magia porque no le gustaba influir en los demás de aquella manera, pero aun así, ¿lo que le había hecho era merecedor de tal castigo?
Ace o alguno de sus compañeros mas diestros con el combate podría haber herido a Maestro, o podría haber lanzado un conjuro dañino - como los relámpagos de luz que era capaz de invocar - y fallar en su objetivo, hiriendo a alguien sin querer, y eso habría sido peor, ¿verdad?
Tres semanas, quizá cuatro. En confinamiento solitario. Aún no podía llorar, aunque sus ojos estaban húmedos. Así que intentó buscarle el lado positivo. Pediría que le trajesen los libros, estudiaría, practicaría su don. Si no pensaban encender una luz para que pudiera leer y verse, la haría ella misma. Para aquello era su Don, para ayudar a los demás, y no podría ayudarles si se quedaba castigada, llorando en una esquina, y sin hacer nada. Aprendería, usaría su Don como una experta, y no con la duda que lo usaba hasta entonces.
Así verían que era una estudiante aplicada, que no pretendía cometer herejía ninguna. No insinuaba que no mereciese un castigo, ella sabía que lo había hecho por rebeldía, pero aquello era exagerado. Se darían cuenta. O si no, ella les haría darse cuenta. Por mucho que la odiaran, por mucho que la desestimaran. Tenía que brillar, ya no solo para congraciarse de nuevo con Leonard Hollen, sino también para sí misma.
Le trajeron la cena - parca, pero no le importó, tenía hambre - Cuando acabó se tumbó en su catre, intentando descubrir qué hora era. No había forma de saberlo. Siguió pensando en cómo podía solucionar todo aquello. Cuando hubo pasado mucho más rato - sería pasada la medianoche - decidió intentar comunicarse con sus amigos.
Usó un conjuro que hacía mucho que no usaba, uno que le permitiría entrar en los sueños de los durmientes, y buscó con la mente a cualquiera de sus amigos. Resha, Elohim, Charlotte, Ace, Gilbe, Juliette, Kael, Richard... Cualquiera que estuviese dormido y fuera receptivo. A lo mejor podría hablar en sueños con alguno... Aliviar su soledad...
Abrir la ceremonia con la primera ejecución no había sido precisamente un premio para Ace. Tras ajusticiar a aquel hombre, tenía que ver como sus compañeros iban haciendo lo mismo, uno a uno. Aunque apartaba la mirada cuando tiraban de la palanca, siempre trataba de analizar a los niños que subían. Quería ver sus miradas, sus gestos. Quería saber si sentían lo mismo que él.
Y mientras esperaba, sentía el frío de su corazón petrificado. Pocas cosas podía sentir en aquellos momentos. Se había blindado para poder matar a sangre fría, ¿pero a qué precio?
Parecía que todo el mundo iba a dejarse someter por la Inquisición, poco a poco la voluntad de los niños se veía substituida por el peso de aquella organización. Ace pensaba que todos se resignarían a llevar a cabo las ejecuciones, pero entonces escuchó la voz de Gilbe alzarse.
El pequeño le tenía mucho respeto al ciego, y aunque él también habría puesto aquellas palabras en su boca, no estaba seguro de si las sentiría igual que lo hacía Gilbe. Si Ace lo dijese no sería más que una mentira para decorar su moralidad. Sentía envidia por eso, aunque no del castigo que le impuso Mai Lin.
El siguiente acto de rebeldía fue perpetrado por Aenea. Mientras realizaba la ejecución, Ace vio como usaba la magia para algo que no supo reconocer. Lo único que recordó luego fue una extraña sensación, que le gustó bastante, acompañada de la imagen de Owen bajando a la pequeña de la plataforma. Theresia suspendió las ejecuciones, y entonces el pequeño cayó en la cuenta de algo.
Elohim no había salido.
Al girarse vio como el ángel, que se había escondido entre la multitud, se acercaba a él. Al ver su cara y su mirada, Ace sintió ganas de llorar, pero no lo hizo. Extendió sus brazos hacia el ángel y lo abrazó, con calidez, como quien trata de proteger a alguien, o de consolarlo. Y le habló. Fue apenas un susurro, unas palabras que, esperaba, expresarían lo que sentía.
- Lo que he hecho hoy, tendré que hacerlo muchas más veces a lo largo de mi vida - pausa - Elohim, me alegro de que no hayas tenido que subir allí, porque no quiero que tu alma se ensucie de esa manera - sollozo - Por favor, permíteme cargar con todo esto, por los dos.
Escena privada: Secretos invisibles.
Durante los meses posteriores al día aquel del que nadie hablaba, Charlotte se percató de la inusual distancia que Gilbe había decidido trazar entre él y las Bourgeois. No era agradable en absoluto, la pequeña sentía mucho aprecio por el joven, veía en él a un igual, sus diferencias los hacían en cierta forma similares y eso era algo que desde un principio había supuesto para la pequeña lo que ella creía que era el inicio de su primera amistad más allá de los límites fraternales.
Estaba muy apenada, pese a procurar durante todo ese tiempo ocultar sus sentimientos más de lo habitual. Se reconcomía la cabeza por las noches pensando en lo que había ocurrido, se culpaba sin remedio de su falta de coraje, su debilidad y su impotencia. Comprendía perfectamente cómo se sentía el chico, pues poniéndose en su lugar no era difícil mirarla con malos ojos tras haberle abandonado a su suerte en un callejón.
Se martirizó durante días, semanas, hasta que consiguió darse cuenta de que no podía enmendar el error que había cometido y de que sólo ella era la responsable de conseguir que no volviese a suceder. Todo aquello había sucedido por algo que hasta entonces había sido incapaz de controlar, los miedos son un enemigo terrible, algo oscuro y perverso muy difícil de vencer. Pensó que quizás el hablar de ello con alguien podría ayudarla a afrontarlo.
Creía en su más sincero interior que debía de enfrentarse al muchacho para hacerle ponerse en su lugar al menos para que pudiera entender un poco los motivos bajo los cuales se vio presa en aquella circunstancia. Podría sonar a escusa, pero ella tan sólo pretendía compartir una pequeña parte de sí misma que quizás la ayudase a enfrentar sus demonios y a conservar los frágiles eslabones de una amistad que tan sólo acababa de comenzar a forjarse.
Un día cualquiera en una hora tardía, tras haber cerrado las puertas de sus respectivos dormitorios, bajo la puerta del ciego pudo escucharse un sonido áspero frotando entre la roca y la madera con un único movimiento.
Cuando el muchacho se pudiera haber percatado de ello, descubriría que se trataba de un pequeño sobre ligeramente abultado en el centro. En su interior se hallaba una pequeña flor de lavanda seca que despertaría una fragancia familiar en su recuerdo y una nota en braille que rezaba:
Mañana al alba en el Jardín.
Y allí esperó entre las columnas aún poco iluminadas por el aletargado sol matutino. Había más o menos determinado que a esa hora no pasaría aún mucha gente por allí, esperando tener un momento de intimidad si el muchacho decidía acudir.
Escena privada: Secretos invisibles.
Había pansado un tiempo desde que fueron a la ciudad, una experiencia que a Gilbe le había traído confianza en sí mismo. Aunque el ambiente en el monstaerio se había vuelto frío él se sentía más animado que antes, pues su interés por convertirse en Inquisidor había aumentado al darse cuenta de que, incluso ciego, tenía posibilidades de convertirse en uno.
Pero Gilbe también se había llevado malas sensaciones de esa excursión... Las gemelas Bourgeois, y especialmente Charlotte, le habían decepcionado. Tras pasarse toda la excursión lloriqueando, en un momento de tensión donde sus vidas estaban en peligro, no pudo recomponerse y salvarse a sí misma. Incluso puso todavía en mayor peligro a Kael, que tuvo que salvarle. Gilbe, que había vivido una vida de superación personal no es que esperara de Charlotte una maestría en la defensa personal, pero sí esperaba más que un mar de lágrimas como única respuesta a la amenaza que se les vino encima.
Al principio su forma de ser reservada, su minusbalía y su don, y simplemente las propias circunstacias les habían acercado, ahora la realidad había puesto todo en su sitio y Gilbe sentía en su corazón una leve sensación de decepción...
Se descubrió pensando en las gemelas en su habitación, sin saber por qué. Poco después lo supo, un leve olor a lavanda impregnaba el aire, lo siguió hasta que encontró una carta que habían pasado por debajo de la puerta. Era una nota, al parecer le habían citado en el jardín. No sabía si ir, pero finalmente decidió hacerlo, quedarse en su habitación no le servía para nada, y tal vez hablar con las hermanas sí pudiera ayudarle en algo.
Llegó justo tras el canto del gallo, cuando el sol apenas calentaba su piel. Llevaba una túnica oscura, como toda su ropa, con capucha, prenda que casi toda su vestuario incorporaba. Fue hasta allí intentando no ser visto, en parte por entrenarse, en parte por costumbre, en parte porque tampoco necesitaba que nadie supiera a donde iba o venía. Al llegar olió el perfume de las chicas cuando una ráfaga de viento le azotó el rostro, se dirigió hacia ellas y saludó:
- Hola.
Un saludo frío y escueto, como él era.
Escena privada: Secretos invisibles.
Gilbe parecía haber aceptado reunirse con ella, no todo estaba perdido. Había llegado unos minutos antes para poder terminar algo que no lo había dado tiempo de hacer durante la noche. Cuando el muchacho se acercó hasta las columnas entre las que Charlotte le esperaba, pudo escuchar la cadencia de un repiqueteo sobre un material blando, el sonido le resultaba familiar; un punzón sobre papel.
Con un pequeño sobresalto la niña se percató de la presencia del sigiloso Klimb, que la saludaba escueto en su últimamente habitual apatía y frialdad. Un silencio incómodo reinaba en aquella hora y aquel momento, era muda, tampoco podía esperar una contestación.
Antes de que el gesto rompiera el silencio, lo hizo el sonido de una gota que caía y mojaba sobre el papel. Charlotte con amabilidad y cierta urgencia provocada por la falta de habilidad para manejar situaciones sociales tendió al ciego un nuevo sobre sobre el que rezaban unas palabras en braille.
La pequeña, con cuidado y esperando no incomodar al chaval, guió sus dedos hasta el lugar de la punción esperando que leyese el título antes de marcharse corriendo por los pasillos, haciendo ruido con el eco de sus zapatos; Perdóname.
Le había tomado mucho trabajo aprender a escribir de aquella forma, horas de sueño perdidas practicando e incluso clases extra de más, pero pese al esfuerzo la escritura no era precisamente perfecta. Utilizaba mucho los verbos en infinitivo, faltaban nexos de vez en cuando y puede que hasta confundiera el género en algunos sustantivos, pero la intención era lo que contaba y el mensaje se entregaría por sí solo, o eso era lo que sus esperanzas le decían.
Esperaba que ya fuese allí mismo o a lo largo de aquel día el muchacho tuviese la intención de descubrir el interior de aquella carta que tanto le había costado escribir.
Escena privada: Secretos invisibles.
Gilbe se hubicó en la situación que sucedía frente a él a través de los leves sonidos que desprendían las hermanas. ¿O sólo había una de ellas? Todavía no sabía bien con quién se había citado, aunque la falta de saludo por la otra parte le hacía apostar por Charlotte.
Ella, o Julliette, le acercó un papel a su mano. Tal y como había supuesto por el característico sonido de un punzón atravesando una hoja de papel estaba escrito en Braille. Aprender Braille no era sólo arduo por aprender un modo de escribir diferente, también requería una concentración y una buena sensibilidad en las yemas de los dedos, el chico no pudo sino sorprenderse porque la chica hubiera aprendido a escribir así... Y más si él era el motivo, y no podía haber otro.
En la carta tan sólo una palabra "Perdóname". La coraza en el pecho del niño, ablandada por el gesto realmente remarcable de la gemela (ya estaba bastante seguro de se trataba de Charlotte), se endureció al volver a pensar en aquel día. La niña le pedía perdón, ¿pero lo merecía?
Gilbe guardó silencio durante unos instantes que se hicieron eternos, pues su interlocutora obviamente tampoco dijo nada... Finalmente preguntó:
- ¿Por qué me pides perdón? ¿Por qué a mí? Te dije que tendrías que ser fuerte, y en vez de eso estuviste llorando no sólo cuando íbamos de excursión, sino también cuando nos atacaron... Poniéndote a ti y a Kael en peligro. A él tendrías que pedirle perdón, o a tu hermana por arriesgarte a morir en vez de luchar, o a ti misma por no ser fuerte cuando más lo necesitabas... A mí no tienes que pedirme perdón.
Estuvo apunto de quedarse ahí. De devolverle el papel e irse. Al fin y al cabo no era cosa suya. Ella sabría si quería crecer y hacerse fuerte o comportarse como una de esas crías pequeñas que lloran sin parar. Se llevaban algún año, se notaba en la altura y en la voz, pero Gilbe había sentido algo cercano a la amistad hacia las hermanas, por lo que con cierto sentimiento de la responsabilidad y haciendo de tripas corazón siguió diciéndole:
- A mí tienes lo que tienes que explicarme es el porqué. Por qué una chica como tú actuó así, por qué cuando tanto todos te necesitábamos tuviste que decepcionarme de ese modo. Yo no quiero ser amigo de la Charlotte llorona, esa Charlotte no vale nada, incluso es peligroso ser su amigo, ¡pregúntale sino a Kael! Yo quiero ser amigo de la Charlotte fuerte, de la Charlotte Bourgeois, futura Inquisidora.
Haciendo otra pausa, y apartando de sí la pasión con la que había empezado hablar volvió a su tono frío del principio, y dijo:
- Entonces, dime, ¿quién eres?